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Intro

Otro ajetreado día de escuela termina, como siempre, conmigo metido de cabeza en una lata con ruedas, ensardinado junto a otro montón de gente, sudorosa, apestosa, regalando y recibiendo codazos cada tanto mientras el conductor parece olvidar que lidia con personas y no con animales.

Pero la cosa no termina ahí: apenas comienza, así como comienza también la tortura auditiva porque, por desgracia, en esta ciudad el mal gusto por lo que está a la moda es demasiado contagioso.

Y mi móvil sin batería porque el pendejo de Daniel no deja de robármelo para jugar ni bien me distraigo. Él y sus increíbles aptitudes de carterista no dejan de sorprenderme, sobre todo porque puede quitarme el móvil, aunque no lo lleve conmigo. A eso es a lo que llamo un talento bien jodido.

Hablando de cosas jodidas y de perdedores ensardinados, volvamos a la realidad que me sostiene en estos momentos: sudor. Porque pareciera que la gente suda más mientras más encima los tenga. Y yo, con mi tan diminuto cuerpo, en medio de este mar de sudorosos (y otras esencias que prefiero no saber qué son), tengo que sobrevivir los casi cincuenta minutos que suele tardar la ruta en llevarme a casa.

Porque, por suerte de la vida, la escuela queda bastante apartada como para movilizarme como las garrapatas, sobre todo en una ciudad tan disparatada como esta, sin dejar de lado el hecho de que el sol pareciera acercarse más y más mientras deambulas por las calles a pie. Llámame exagerado si quieres, pero, las cosas son como son y, en esta ciudad, esa es una realidad plausible: vivimos más cerca del sol.

Ni bien me descuido, tengo que pasar una vergüenza a otra. Otro codazo en el costado, uno que otro en la cabeza, y de nada sirve volver la mirada y buscar culpables: es inevitable. Demasiada gente y muy poco espacio, un frenazo de golpe y, luego, un arrancón sin avisar. Quedo hecho un muñeco que se tambalea cada tanto para, finalmente, caer de bruces sobre un alguien, sobre un desconocido.

Y sé que estoy colorado, lo sé muy bien, porque le herencia de mi madre es fuerte y mi piel, por desgracia, es demasiado clara, así como la suya. De nuevo: estoy colorado y no por causa de la caída. Bueno, sí por causa de la caída, pero hay otro factor que también influye y es que el desconocido que me sostiene, aquel al que casi aplasto (aplastar es demasiado verbo para un cuerpo como el mío, pero tú entiendes) cuando me caí de espaldas y que, ahora, me ayuda a mantener el equilibrio en tan apretujado espacio.

Lo diré a modo de resumen: es bello. El muchacho que me mira, que no ha apartado sus manos de mí, que viste uniforme color beige (y yo siendo azulejo todavía, qué pena) es el que considero, y sé que tú también, el causante verdadero de este sonrojar, de esta vergüenza que supera la que sentí tras la caída.

Repito: es bello. Él y todo él (o lo que alcanzo a ver de él) es demasiado bello como para no volver la mirada cada tanto mientras sigue ahí, a mi lado, sosteniéndome. ¿Por qué tuvo que ser un muchacho? ¿No pudo ser alguien distinto? ¡Pues no! Tenía que ser alguien que me impactara, alguien que me hiciera perder la compostura, alguien que, si sigo mirándolo tanto, se dará cuenta que sostiene a un marico'e clóset. ¿Mi vida no puede ser normal?

¡Ah! Discúlpame. ¿Dónde dejé mis modales? Permíteme presentarme: mi nombre, definitivamente, no es Gabriel.

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