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Capítulo II

Tras el chirrido de mi alarma, recogí todas mis herramientas y óleos con rapidez; pensé en dejar el atril cerca de la ventana, para que no entorpeciese mi llegada durante la madrugada, sin embargo, cuando vi la hora y me percate de que faltaban poco más de veinte minutos para las doce de la noche corrí a mi cuarto para alistarme.

Me puse un abrigo azul sobre la camisa negra que tenía estampado el horrible logo del bar en el que trabajaba, y luego mientras recogía mi mochila en la que llevaba mi billetera y audífonos, desenredé mi cabello con mis dedos. Odiaba peinarme, y no por pereza, sino por el dolor que los dientes de la peineta me causaban cada que recorrían mis rizos.

Finalmente salí de mi departamento pasadas las once y cuarenta minutos de la noche. El bar en el que trabajaba estaba a un par de cuadras de mi casa, aún así, temiendo que el tiempo me sobrepasaría, corrí en medio de la niebla sin importar los peligros con los que podría chocar al avanzar con tal ímpetu por el camino escabroso.

Cuando llegue mi primo, el dueño del local me saludó con un ademán que acompañó con su típica frase: "buena papito" , gesto al que respondí con una sonrisa cínica, pues odiaba como se expresaba.

Sí, era bastante amargado, y mi primo mejor que nadie lo sabía, por lo que él me delegó funciones que, por mi personalidad, sabía que podría desempeñar sin mirar con repudio con los clientes; era el encargado de lavar los vasos y platos usados. Adoraba ese tipo de labores rutinarias. Ingresaba a las doce de la noche, lavaba al ritmo de la música de mis audífonos hasta que daban las cinco de la madrugada. El salario era mísero, pero, al complementarlo con las ventas de mis cuadros, me alcanzaba para subsistir sin tener que pedir limosna a mis padres.

Esa noche, cuando termine de limpiar, mis audífonos dejaron de sonar de golpe. Suspiré, y trate de soportar la música del local, pero no pude y sin quererlo, maldije mi suerte y mi pobreza, pues no tenía el dinero suficiente como para comprar esos audífonos inalámbricos que estaban de moda; invadido por la frustración le di un manotazo al mesón que se encontraba junto al lavaplatos.

—¿Todo bien, Cristian? — me preguntó mi primo, el que, supongo que escuchó mis gritos desde su oficina.

Negué con la cabeza y alcé mis audífonos descompuestos, él y yo sabíamos que no iba a soportar todo el turno sin ellos.

—Pucha, te puedo prestar los míos..., si quieres. —propuso él, y yo respondí asintiendo.

Cuando mi primo desapareció de mi vista, escuché un sonido precioso que opacó el ritmo repetitivo de reguetón , era la voz de una mujer, una voz tan hermosa que, cuando corrí hasta la puerta, me sorprendí al percatarme de que nadie había notado su presencia.

Sé que palidecí en ese instante, pues un escalofrío recorrió mi espalda cuando la vi sentada en la mesa que daba hasta la puerta de la cocina.

A pesar de lo molesta que me resultaban esas luces intermitentes del bar, hice el esfuerzo de analizar su aspecto: tenia el cabello negro, los ojos grandes, negros y brillantes, unos labios carnosos que había maquillado con un labial rojo y que por ello destacaban en su rostro pálido... era idéntica... igual a la mujer que siempre pintaba.

Cuando se percató de mi presencia paró de cantar y me sonrió avergonzada, y yo, más acongojado aún me oculte detrás de la puerta, sin poder creer en lo que había visto.

Mi primo bajó y me prestó sus audífonos, pero, en lo que restó de turno no los utilice, y tampoco pude despegar la mirada de ella. Cada vez que terminaba con mis tareas, corría hacia la puerta para verla, para asegurarme de que no era una ilusión.

Mientras veía la hora pasar, me pregunté si debería hablarle. En el transcurso del turno ensayé lo que le diría y cuando faltaban quince minutos para cerrar, corrí hacia su puesto, y por fortuna, seguía ahí, sentada, tarareando una canción.

—¡Hola! — me saludó ella, asombrada por mi aparición repentina.

Le respondí el saludo acariciando mi nuca.

—¿Trabajas desde hace mucho aquí? No te había visto antes... — dijo sonriendo.

—Si, lo que pasa es que hoy se me cortaron los audífonos y no puedo trabajar sin música... — respondí, y después, me senté a su lado — ¿Vienes seguido?

—Si, me gusta este bar, es super piolita. Hoy había quedado en juntarme con una amiga, pero no llegó... — Creo que eso fue lo que me dijo, en realidad, no lo recuerdo con exactitud, pues, permanecí embobado en su rostro, en sus facciones, en sus expresiones, no podía creer que alguien como ella existiera.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Estefany — se presentó , causando que mis latidos se aceleraran.

—Cristian, pero me dicen Cris... — le respondí, aún turbado por su desconcertante simpatía y belleza —. Oye, disculpa mi atrevimiento, pero ¿Podrías darme tu número?, por favor... — Saqué valentía de no sé dónde, a pesar de que solía ser bastante directo, ella me hacía sentir como un niño.

Estefany parpadeó con rapidez, supuse que estaba sorprendida por mi atrevimiento, y no era para menos ¡Menudo descarado que fui en ese momento!, pero luego, tras esbozar una sonrisa coqueta me contestó: 

—Ay, lo siento. Pero no uso celular. Si quieres te puedo dar mi dirección y el número del teléfono fijo, aunque puede que te conteste mi mamá... 

La miré extrañado, ¿Cómo no iba a tener un celular? ¡Todos tenían celulares! Sin embargo, en mi afán por conocerla más, acepté.

Ella me entregó su dirección y el teléfono red fija escrito en una servilleta, y yo guardé sus datos como si fueran un preciado tesoro.

Cuando cerramos, Estefany se despidió dándome un beso en la mejilla, y yo mantuve mi vista fija en ella hasta que desapareció detrás de la puerta.

—¡Oye, Cristian! —El grito de mi primo me sacó de mi cavilación. Él, con un gesto burlesco se acercó a mí y entre risas, me dijo: —¿De cual fumaste?

Lo miré extrañado, y le respondí con una risa nerviosa, sin embargo, me arrepiento de haber sido tan despistado e ignorado esa indirecta que, en realidad, ahora comprendo que era una advertencia de... quizás algún ser superior.

[...]

La madrugada posterior al primer encuentro que tuve con Estefany, llegué a mi casa desbordando alegría. Saludé con un "hola" al conserje como nunca, y tras entrar a mi departamento me tumbé de espaldas sobre las colchas de mi cama. Mi emoción fue tal que, olvidé por completo el cambio radical que horas antes había visto en la pintura; toda la energía que me quedaba la dediqué a pensar en Estefany.

Me mantuve sonriendo cual desquiciado hasta que oí un crujido que provenía, aparentemente, desde la sala de estar. Me puse de pie de inmediato, creyendo que se trataba de algún ladrón o quizás una rata. Con las luces apagadas caminé con sigilo hasta el exterior de mi habitación. Desde el corredor que daba al living pude ver el atril y mis pinturas, todo estaba en el mismo orden en el que lo había dejado, o eso pensé hasta que me acerque lo suficiente al lienzo. El rostro de la protagonista otra vez había cambiado. Sus ojos brillantes lucían como canicas de obsidiana. Al ver aquella transformación retrocedí hasta el interruptor y encendí la luz con violencia. Cuando las sombras desaparecieron, también lo hizo la imagen perturbadora del cuadro.

Todo apuntaba a que mi mente me había jugado una buena broma por segunda vez. Suspire abatido y me derrumbé sobre el sofá, desde allí observé por unos minutos mi trabajo y al ver las similitudes que habían entre "ella" y Estefany sonreí; luego me incorporé de un salto, atribuí las ilusiones de las que había sido víctima al cansancio, y casi saltando me dirigí otra vez a mi habitación. 

[...] 

Todas las mañanas salía a caminar, ese era mi pasatiempo favorito. Pintar no era un hobby para mi. Me gustaba andar sin rumbo, y observar ese contraste entre la vida y la muerte que caracterizaba el paisaje de Puerto Montt. La mezcla peculiar de olores me maravillaba, el petricor, el humo y el nauseabundo aroma que provenía desde la costanera creaban un verdadero espectáculo olfativo, uno que me hacía pensar en todo aquello de lo que no podía ser testigo por el simple hecho de estar vivo. 

En la madrugada la ciudad parecía dar la falsa ilusión de agonía, pero, con los primeros rayos del sol las aves salían de sus lechos y las personas corrían a toda prisa por las principales avenidas; ser testigo de eso era mi placer culposo, me envolvía la nostalgia y con ella surgían nuevas ideas ¿Cómo no disfrutar de aquello que me hacía sentir mal si me impulsaba a crear? 

Esa mañana, después de conocer a Estefany, tuve que prohibirme ese placer, pues, la meta de mi caminata cambió: quería dar con la dirección que ella había escrito en la servilleta.

Según los datos que había dejado en la servilleta, ella vivía en Mirasol. Yo salí de calle Egaña a las siete en punto, y al ver mi celular me percaté de que había caminado una hora y aun no daba con el paradero de la casa. ¡Menos mal que era otoño! Sino, mi camisa nueva habría quedado cubierta de sudor.

Tuve que verme obligado a tomar un taxi. Pensé en cancelar un Uber, pero cinco mil pesos era demasiado dinero ¿y si ella me había mentido?, sería un total desperdicio. Le dije al chofer el punto de referencia que ella me había dado y en menos de cinco minutos me dejo en las puertas de la escuela. Se suponía que la casa de Estefany estaría a tan solo dos cuadras del lugar.

Para ese entonces había perdido las esperanzas, camine cabizbajo hacia el interior de un pasaje y, cuando creí que no la encontraría, escuche su voz:

—¡¿Cristian?! ¡¿Cristian, el del bar?! — dijo ella sobresaltada, para después cerrar el portón de su casa, la que destacaba en el pasaje por ser la más descuidada. Tenía la pintura descascarada y el moho ya se había apoderado de casi todo el frontis; se veía perturbadora, lúgubre, nostálgica y me gustaba — ¿Qué te trae por aquí? — me pregunto, acomodándose la bufanda negra que llevaba puesta.

—Vine..., vine a verte... —Me sorprendí al ser tan honesto, rara vez hablaba con la verdad, pero sus ojos cual penumbra, me obligaban a ser sincero.

—Ay, que lindo... — murmuró, y su voz desganada me hizo pensar que mi presencia le incomodaba, ¡y claro que no me habría sorprendido! Sin embargo, lo que agregó después refutó mis hipótesis preliminares —. Acaban de llamar a mi abuela... ,una amiga se suicido ¿Te parece si nos vemos otro día? — Ella bajó la mirada, en un intento por ocultar las lágrimas que habían comenzado a brotar de sus ojos.

—Lo siento tanto... —Quería abrazarla, se veía dolida por la pérdida...

—Gracias, Cris... 一murmuró a la misma vez que apartaba de su pómulo una lágrima 一 ¿El lunes estarás libre? Podríamos vernos... 一 dijo en un tono que expresaba más cortesía que entusiasmo. Ahora que lo pienso, quizás accedió a inventarme porque la culpa por hacerme ir hasta su casa en vano la carcomía.

—¡Si, claro! 一exclamé, cegado por en entusiasmo 一 ¡¿Nos vemos en el Sirope a las cinco de la tarde?! 

Ella asintió. Iba a darle las gracias cuando de repente mi celular comenzó a vibrar. Lo saqué del bolsillo de mi abrigo y me di cuenta de que quien llamaba era la mamá de Tania, mi ex. No quería contestar, pero la mirada suplicante de Estefany me motivó a hacerlo

"¿Cómo pudiste cabro quliao? ¡Mataste a mi hija...!", fue lo único que escuche antes de percatarme de que Estefany había desaparecido de mi vista.



¡Muchas gracias por llegar hasta aquí! 

Nota: la palabra piolita en Chile se usa esa palabra para referirse a alguien o a algo que es tranquilo, callado, etc. 


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