República de Chile / Isabel la Católica
El tul de los vestidos blancos la tomó por sorpresa. Claro que reconocía la existencia de las tiendas, pero no recordaba haberlas visto... tal vez en un paseo, quizá en una salida con sus padres... pero no. No los había visto.
El reflejo le hizo ver su propio rostro sobre los vestidos. Algunos no eran blancos, eran de colores, como de princesa. Unos hermosos diseños que cualquier quinceañera quisiera usar.
A ella le iban a organizar unos quince años. No quería. Sus padres le habían gritado de todo cuando reveló su decisión. Una, que por supuesto, fue ignorada. Los adjetivos de malagradecida no la bajaban. Cómo era posible que después de tanto, tanto esfuerzo no quisiera cumplir los sueños de sus pa... digo, los propios. No sabía cómo reaccionarían si supieran que tampoco quería casarse.
Esos vestidos de novia siempre le habían parecido bonitos. La foto de la boda de sus padres era su favorita, cuando aún era muy, muy pequeña.
Entró a la tienda para observarlos más de cerca. Creía que en las bodas, las novias tenían tantos detalles como sus vestidos. No solo en el arreglo, en el pelo, en la mente, sino también en el alma.
Se preguntó qué tan cerca estaba de repararse el alma. Una adolescente suelta por la vida, libre por fin. Las posibilidades eran infinitas. Se permitió soñar con ser una princesa, ahora que su atención estaba volcada en unos hermosos diseños color verde. La trabajadora de la tienda la noto e iba a atenderla, pero huyó como si fuera una ladrona, porque aún no estaba lista para explicar su hilera de explicaciones.
También se cuestionó cuándo estaría lista. Quizá podría desayunar en uno de esos restaurantes con terraza, sentarse con un desconocido y después revelar los secretos del universo que descubrió cuando apenas tenía quince años.
No quería acabar la secundaria.
Ese era otro pensamiento pendiente.
No quería, porque temía que la preparatoria fuera peor. Siempre se los advertían, materias más difíciles... quizá gente más complicada. Le daban escalofríos. Pero, ahora era libre, no tendría de qué preocuparse. ¿Quién la obligaría a hacer la prepa?
Ojalá los vestidos pudieran usarse para cualquier ocasión. Claro, ella hablaba de aquellos que tienen brillos hermosas, cintillas o sus preferidos: los vestidos de flores. Si ella pudiera, convertiría el mundo en un sitio en el que todos usáramos lo que se nos pasara por la mente. Y no solamente hablando de los temas que conocía; abarcar el hecho de que todos te respeten mientras vas caminando por la calle, sino también el poder estar disfrazado de princesa... o no, disfrazado no, porque eso simplemente le daba un toque de pura obligación, que a ella no le gustaba.
Las tiendas desplegaban más preguntas para ella, pero simplemente quería seguir avanzando. Ahora, quería seguir avanzando. Cuando vivía con sus padres, hacía apenas unas horas atrás, siempre estuvo dando vueltas por la misma colonia, por las mismas calles violetas que le habían acompañado toda la vida. Qué curioso que las cosas fueran así, porque para ella la simplicidad de la vida se reducía a no tener que estar dando vueltas por el mismo lugar que uno detestaba.
No es lo mismo estar en una casa que uno teme que una a la que uno adora. Eso es simplemente lo que es.
Después de unos momentos, la chica tocó las paredes de la calle. El Centro Histórico tenía ese toque de nostalgia. Quizá ahí uno podría enamorarse y desenamorarse en un segundo, porque las construcciones pintaban el escenario perfecto para el dramatismo, y se disolvían al tiempo que te alejabas, pero claro, ella seguía ahí.
Antes de dar la vuelta por la siguiente calle, notó una joyería. Entró de lleno porque le gustaban mucho ese tipo de cosas. Nadie lo sabía, probablemente, ni siquiera ella, pero la hacía feliz notar que otras cosas eran tan brillantes como la vida que le gustaría tener.
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