No podía separarme de él, mis brazos estaban pegados a sus costados, y lloraba para que no me deje sola. Mi respiración se ahogaba cada vez que me dejaba, porque era el único que venía a verme.

— Por favor, me duele — lloré como una niña desconsolada tomando su rostro.

Él me besuqueaba la cara para que no me sintiera mal, pero no me funcionaba, lo necesitaba.

— ¿Por que nadie viene a verme? — pregunté, como todas las noches abrazada por el mismo cirujano, que me cose las heridas.

— Deben estar ocupados, ya vendrán. — me acariciaba por la ausencia. — No te aflijas.

Mi boca se ahogaba con mis lágrimas, no podía hablar por el nudo en mi garganta que tenía. Mi vida se estaba parando de golpe.

— Lo que más me duele es que nadie nota mi ausencia. — lloré, mientras el me dejaba finamente en la cama — nadie sabe que estoy aquí. Moriré sola y nadie se acordará de mí.

— Yo si — sentenció firme — yo me acordaré de ti. Porque eres la única a la que han dejado morir aquí, pero créeme, que yo quiero que vivas. Que vivas por mí.