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XV

Advertencia del capítulo: Violencia explícita

El breve sonido de las personas que andaban por todo el edificio era la único que acompañaba el silencio. Los presentes observaban a Casandra con un especial interés. Era el momento del final de aquella historia. Después de haberse quedado quieta unos buenos minutos, la psicóloga se aclaró la garganta y le extendió una sonrisa que buscaba ser compasiva.

—Puedes continuar, si sientes que es lo más adecuado.

La voz de la mujer sonó extraña en los oídos de Casandra. Tenía eco y poseía la intensión de rozarle el corazón. Después de un buen rato, una lágrima estaba a punto de salirle del alma, pero ella la retuvo, porque no le pareció prudente permitir que aquella emoción permear entre las fibras más intensas de su coraza.

—¿Qué más sucedió, Casandra —cuestionó la psicóloga abriendo un poco más la mirada.

La rubia volvió a titubear, agrandó la sonrisa y negó.

—El amor se murió.

Los detectives se pusieron tensos y la terapeuta empezó a escudriñar los papeles que tenía en la mano. Habían estado escuchando por mucho tiempo el relato de la chica. El jefe de los investigadores se acercó al oído de la profesionista y después  de pronunciar algunas palabras, le hizo una seña para que ambos se apartaran.

—Regresaré en un momento —le dijo la mujer a la chica, que para ese momento apartaba su mirada de la lucidez.

Una pesada puerta se cerró tras de ellos, mientras que la doctora Rosa admiraba a otro hombre que entraba en el establecimiento con los brazos cruzados y un gesto inquisitivo.

—¿Es ella? —preguntó el nuevo hombre.

—El detective Flores —presentó el jefe a la nueva persona en el recinto—. La doctora Rosa Álvarez.

Ella saludó antes de regresar la atención a sus papeles.

—Bien, ¿qué es lo que pudo haber hecho? —cuestionó el hombre acercándose al cristal blindado que mostraba la imagen de una tranquila veinteañera.

—Asesinato en primer grado.

Los recuerdos de Casandra empezaban a amenazarla, estaban demasiado cerca de sí, demasiado cercanos a lo que ella desearía. No quería nada que ver con todo aquello. Los recibía dentro de sí como abejas que salen de un panal agitado. Ya no quería la penitencia de esas imágenes presentes. Pero aún cuando no lo quería, los sonidos regresaron. Los sonidos de sus propios pasos pegando contra el pavimento. Había citado a Benjamín en el centro de natación más cercano. Finalmente ahí lo había conocido... ¿o había sido en el tren?

—Tenía un año de conocer al pobre chico —explicó la doctora Rosa extendiendo el expediente de la morgue al nuevo detective—. Murió lento, fue un homicidio cruel.

Cuando lo vio entrar por esa puerta, los nervios hervían dentro de sí. En sus ojos veía reflejada cada una de las mentiras que le había dicho.

—¿Motivo? Pasional, seguramente.

—Según las entrevistas con los otros testigos, tenían una amistad cercana. Se habían vuelto inseparables. Al parecer ella le apoyaba con consejos para su trabajo como vendedor —añadió la doctora revisando sus registros—. El chico empezó a salir con otras personas poco después de que ella le propusiera empezar una relación y...

—Tú me rechazaste. —Cassandra soltaba esas palabras al otro lado de la piscina.

—¿Para esto me llamaste? —cuestionaba Benjamín girando los ojos mientras guardaba su celular—. Por tus mensajes, pensé que era una emergencia, Cass.

—Me dijiste que no estabas listo para una relación. —La voz sonaba cortada y ausente. Como ella misma había dicho, todo su ser se había evaporado, parecía que solo quedaba un discurso prefabricado—. Me lo dijiste y después saliste con ella.

Benjamín comenzaba a notar algo extraño en esa escena. Las luces estaban apagadas, así que solamente se encontraban iluminados por aquellas que emanaban de la piscina. Casandra lucía francamente terrible, con el maquillaje escurriendo por las mejillas y el cabello helado y tieso.

—Tengo que irme, ¿necesitas que llame a alguien? —preguntó el chico empezando a acercarse a la salida.

—¿Para qué me enamoraste? —siguió hablando la chica. Ella también se movía de su lugar. El andar era propio de un zombie.

Esos sonidos de pisadas taladraban la memoria de Casandra. ¿Era en su castillo? ¿Fue en la casita con las mermeladas? ¡¿Cuándo fue que perdió todo?!

—El arma homicida, la inicial al menos... este martillo común. —La fotografía de un martillo ensangrentado sobre la loseta lateral de una piscina fue extendida hacia el detective Flores—. Lo usó para dejarlo indefenso, pero no inconsciente.

—Procuró que siguiera vivo para lo demás —agregó el jefe.

En su cabeza solo podía escuchar a cada parte de sí, reviviendo de la tumba. Esa hermosa Mary Miracles ahora mostraba carne al rojo vivo, tenía las cuencas enrojecidas y le gritaba en el oído. Casandra también podía escuchar, con cada martillazo, como la primavera del amor que una vez sintió, se quedaba lejos, lejos de ahí.

Sus lágrimas entintadas en la máscara de pestañas caían sobre el rostro inmóvil de Benjamín. La chica tiró el martillo en la loseta y avanzó a tropezones hacia el vestidor, en donde escondía su siguiente paso.

—Ácido clorhídrico —soltó el detective Flores, levantando la fotografía del galón junto a la piscina.

—Lo vertió en la piscina y arrastró al joven hacia ahí. —La doctora Flores no pudo evitar hacer un gesto de angustia.

Ella podía escuchar las flores que despegaban su camino de regreso al panteón, en donde todos los amores muertos deberían estar. Casandra lo observó, centímetro a centímetro mientras la cubierta de la piscina se cerraba. No paraba de llorar, no paraba de escuchar aquellas voces de justicia. Podía percibir que su corazón también se estaba deshaciendo dentro de ella. Lo había hecho desde el primer instante.

Cayó de rodillas y lloró hasta que no quedó un gramo de alma dentro de sí.

Nadie lo entendía, pero esos latidos que alguna vez pasaron por su alma, ahora eran hojas de otoño, que caían una tras una. Nada, nada tenía sentido para ella.

—Lo encontraron hasta la mañana siguiente, cuando abrieron la cubierta.

El detective le lanzó una mirada fuerte al jefe.

—Gracias por sus aportes, doctora, pero necesitamos que hable. Basta de seguirle la corriente por buscar cordialidad con la acusada.

El jefe volvió a entrar en la sala y encontró a Casandra sollozando por lo bajo, con ese fresco recuerdo que acababa de terminar. Su máscara de pestañas había vuelto a marcarse sobre las mejillas.

—Solo queremos tu declaración real. ¡Deja tus juegos! —exigió el hombre dando un puñetazo a la mesa.

Casandra guardó silencio y lo miró mientras volvía a sonreír.

—¿Sabe por qué las hojas caen en otoño?

La tensión volvió a sentirse. Ella tomaba por las riendas la cordura de todos. Sentía los rayos de sol emanando de Benjamín, aún la quemaban, aún sentía su presencia.

—¿Por qué? —preguntó la doctora detrás del jefe.

—Porque el sol del verano las quemó.

—Espósenla —ordenó el jefe a los oficiales.

Casandra forcejeaba. Nadie comprendía que el amor la quemó. El amor destruyó sus estaciones hasta que esa última hoja, la de su cordura, finalmente... cayó.

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