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El hombre del tren

Ese día había decidido tomar el tren, para malgastar un poco de tiempo, en vez de ahorrarlo. Se sabe que en la ciudad hay pocos placeres que vayan de la mano con los cuentagotas de tiempo. Ya saben, se prefiere salvar cinco minutos para llegar antes a la oficina en lugar de detenernos a comprar... una dona quizá. No lo sé.

¿Venden donas en Manhattan? Porque estoy segura de que esto pasó en Manhattan, muy lejos de la Ciudad de México. Si no era ahí, probablemente era un sitio retirado, porque el cielo se veía diferente. No parecía el mismo cielo de siempre, con esas nubes estáticas y enormes. Más bien era de un tono casi morado, levemente nuboso, como si fuera a iniciar una tormenta.

Yo estaba sentada en el asiento rojo del fondo. Solamente mi asiento era rojo, eso lo recuerdo muy bien. Tenía en mi bolso un poco de pan de mi viaje anterior. Estaba algo rancio, pero no tenía nada mejor para pasar el tiempo que sacarlo a pedacitos y deleitarme con el sabor tan, pero tan amargo que soltaban las migajas.

Las personas alrededor tenían rostros extraños. Me sentía una extraña yo también, así que para este inicio me llamarán Chrischell. Porque yo no era Casandra, yo era Chrischell en ese momento. Chrischell Pleurs.

Si alguna vez han estado en un tren, sabrán que no es un viaje silencioso. Una parte de mí me dice que lo elegí precisamente por esa razón, porque no quería estar en silencio. Me haría recordar las razones por las que el pan estaba rancio y el hecho de que hacía mucho que no probaba bocado fresco.

En el silencio, también sabe más amarga la comida. Aparecen papilas gustativas en el alma, también en los oídos, porque se escuchan murmullos por todas partes... aún con ese, ese mugroso silencio.

No estoy segura de que los trenes hagan paradas como el autobús, pero puedo jurar que este sí lo hizo. Se detuvo. Un frenón en seco. Todos nos movimos sobre los asientos y el pan que traía se cayó al suelo.

Miré hacia el frente y solo había un pasajero subiendo... era él. Era Benjamín Flores. Ben Flowers, mejor... porque los nombres suenan enigmáticos en inglés y contundentes en español. Sí, Ben... Benjamín... ¿Era enigmático o contundente?

—No lo sé, Casandra... Chrischell. ¿Tú qué crees? —preguntó la psicóloga haciendo una nota.

Benjamín Flowers... porque era un enigma contundente. Sí, eso era.

No sé cómo pasó, porque no soy una experta en fenómenos meteorológicos, pero cuando subió, amaneció.

¿Eso cómo sucede? Era como si hubiera iniciado la primavera. Cuando el invierno se aleja poco a poco, día con día. Era algo así. El cielo empezó a pintar levemente anaranjado, alguien lo difuminaba con una brocha al tiempo que se acercaba a mi asiento rojo.

Le sonreí porque se veía verdaderamente solo, como si también viniera del invierno. El invierno... es muy frío, ¿saben? Bueno, todo el mundo lo sabe, pero pocos han probado la amargura de vivir ahí en el lago congelado (o al menos eso nos hacemos creer entre todos). Estar temblando mientras cae nieve toda la tarde, mirando las casitas con chimeneas. Siempre me he preguntado qué se siente tener una casa así, con el fuego que te calienta el corazón.

Me sonrió de vuelta porque no hay nada que Benjamín haga mejor que sonreír. Sus dientes eran de luna, resplandecieron porque estaba amaneciendo, precisamente; así que su piel se volvió de sol.

—¿Está ocupado? —su voz estaba impregnada de rayos, del mismo sol que todo él.

Era moreno, elocuente, guapo...

—Bueno, en realidad no era nada guapo —dijo Chrischell soltando a reírse—. Pero ya saben lo que dicen, doctora, oficiales... Ponerte una sonrisa es como ponerte Swarovski.

Benjamín esperó mi respuesta con una mirada tranquila. Él era el sol, como ya dije, pero en la mirada se observaba el mar. Un mar como de playa, sereno y cálido. Engañoso también, porque a simple vista, con el calor envolviéndolo, da la impresión de ser el agua más tibia que tu cuerpo puede tocar... pero es todo lo contrario.

Le dije que estaba libre, se sentó y otra cosa curiosa pasó: Los rostros de todos, de absolutamente todo el mundo alrededor, quedaron iluminados.

Pude ver, entonces, que había una doctora, un adolescente con gafas curiosas, una mujer de vestimenta muy bonita y a cada uno le notaba un alma interesante.

Sobra decir que estuvimos charlando todos juntos el resto del viaje. Encontré en cada una de las charlas muchas coincidencias con mi propia vida antes de subirme en ese tren, antes de ver a Benjamín bailar melodioso entre la conversación. Recuerdo que era muy sociable, reía, hacía bromas todo el tiempo... aunque al inicio no era así.

Cuando empezó la conversación yo fui la que tuvo que sacudirse las moronas del pan rancio para poder soltar mi propia sonrisa. En ese momento, aquella era de hielo, pero nadie lo sabía. Nadie nunca se fija en esas cosas. Yo iba guiando las risas, como director de orquesta; él, después de un buen rato, se animó a unirse con su melodía.

Todos adoraban esa manera tan suya de brillar. Todos notaron que la primavera estaba comenzando a su lado, o al menos así yo lo sentí.

Luego, el tren se detuvo en seco una vez más. Todos bajaron, pero Benjamín se quedó en su asiento. Me pregunté por un segundo si estaba esperando a que yo me fuera para levantarse y que yo no adivinara su paradero, sin embargo, estiró su mano hacia mí entre otra sonrisa. Esa pareció una nerviosa, así que me sonrojé.

—¿Sabe usted qué es más lindo que ver a un hombre nervioso?

—Ciertamente, no lo sé —dijo la psicóloga emitiendo una risa tierna, como si le estuviera hablando a una niña de quince años.

—Nada, no hay nada más lindo. Nada era más lindo que verlo... que verlo nervioso. Eso parecía.

Tomé su mano para bajar con él. El paisaje era muy curioso. Si les soy honesta, yo no recordaba a dónde se dirigía el tren; pero no me podía quejar de tan bella vista.

Él nos había dicho a todos que tampoco sabía el destino que había elegido, sin embargo, cuando bajamos le noté un paso demasiado seguro. Demasiado.

Me llevó por un sendero que tenía la misma imagen que todo lo demás. Eran flores descongelándose por el invierno. Estaban estirándose en su lugar, por lo que apenas brillaban un poco. Podía percibir su aroma también, pero tan leve como el recuerdo del perfume de un amado. Lejos, cerca, presente, ausente.

Estuvimos hablando de un montón de tonterías. Temas que no tenían tanta relevancia como el hecho de que estuviéramos hablando de tonterías en sí. En algún punto del sendero, el sol (que yo creía había salido en el tren), empezó a asomarse. Se asomaba para mí, pienso yo. Porque solo un lado (mi lado) del sendero estaba siendo iluminado.

Mi brazo estaba calientito, poco a poco aquella sensación llegó a mi pecho, directo al corazón. Sí, así se siente la primavera, como si el corazón se despertara destapado a media noche para que le entreguen la cobija más abrasadora y suave del planeta.

—Eso es, ciertamente, muy tierno. ¿Describirías entonces el conocer a Benjamín como el inicio de la primavera? —preguntó la doctora Rosa asintiendo mientras hablaba.

—No, yo no diría eso.

Cuando seguimos avanzando, me dijo que quería volver a verme. Fue ahí que nuestras mentes grabaron bien el rostro y nombre del otro. Él me dijo: "Chrischelle, mon amour. Je veux vous rencontrer", con un perfecto acento francés. No lo hizo con palabras (estoy segura de que nunca supo una pizca de francés), sino con su mente... en una mirada, para ser más exactos. Y luego se fue.

Mientras caminaba, yo creí que era la primavera. Porque detrás de su andar las flores volvían a congelarse y el cielo retomaba el tono morado, casi sanguíneo a ese punto. Pero después, mucho, mucho después, entendí que la primavera se queda.

Así que no, Benjamín no era la primavera... Era el espejismo de una.

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