T R E I N T A Y U N O (parte II)
No podía dejar de mirarla. Sus ojos estaban fijos en la ventana del coche, con los labios cerrados y un ceño fruncido surcando sus cejas. Mi cuerpo batallaba con la tentación de pasar mis dedos por su rostro para aliviar la tensión. En su lugar, me conformé con acercar mi mano a la suya y entrelazar nuestros dedos. Coloqué nuestras manos sobre el cambio de marchas, acariciando con mi pulgar el dorso de su manos ignorando su mirada penetrante y su sonrisa despampanante.
Cuando la sentía a mi lado, como en aquel momento, los nervios mitigaban. Era la única manera en la que no me entraban ganas de dar un volantazo y volver a su apartamento, o al mío. Cualquier lugar me parecía mejor que ir allí. Lo había hecho mil veces antes, siempre me obligaba a venir, pero eso no quitaba que doliera menos.
Dejé de sentir su mirada en mi rostro. Por el contrario, mi cabeza no paraba de maquinar mil rutas por las que desviarnos para no volver a enfrentarme a lo mismo de siempre. Debería haberse vuelto algo rutinario, normal al menos. Sin embargo, cada vez que volvía a ir la presión en el pecho me quitaba la respiración, los pelos se me ponían de punta y la tensión en mis hombros era tan insoportable que creía que se desmenuzarían trocito a trocito.
Sentí la mano de América darme un pequeño apretón. Giré el rostro en su dirección volviéndolo al instante hacia la carretera cuando recordé lo poco que le gustaba que me distrajera al volante. Casi tuve ganas de llorar. Había sido capaz de reconocer lo nervioso que estaba y había encontrado la manera de hacerme volver a tierra, con ella.
Mi corazón latió extasiado en mi pecho. Después de todo lo que le estaba haciendo, de lo mucho que sabía que la estaba lastimando, ella estaba allí, a mi lado. Pensaba recompensarla por todo el daño aunque fuera lo último que hiciera. Si no podía mostrarle cómo era mi vida cuando me escondía, me abriría en canal para demostrarle todo lo que significaba para mí, todo lo que había sido, lo que era y lo que quería ser.
Distinguí el momento en el que ella reconoció hacia donde nos dirigíamos. Su agarre se volvió más fuerte en mi mano. No pensaba soltarle hasta que una fuerza sobrenatural nos obligara a hacerlo. Eché un vistazo a su rostro descubriendo sus labios apretados y sus ojos brillantes. De nuevo, ese ceño se frunció y las ganas de destensarlo me descolocaron.
Aquel lugar significaba algo para ella también. Supuse que aquella tensión de sus hombros se debía a su padre. Lo más probable es que él también estuviera allí. Me llevé su mano a mis labios dejando un beso sobre sus dedos. La tensión se alivió, pude notar como su agarre dejaba de ser tan sólido y su pulgar comenzaba a trazar líneas en mi piel. Me alegré por haber logrado aquello, porque mis gestos tuviera el mismo efecto que los suyos sobre mí.
Nos adentramos a través de las tenebrosas puertas del cementerio, solo quedaban un par de metros para llegar y sentía que no podría hacerlo. Jamás había llevado a nadie allí, ni siquiera a Liz. Jamás fui al funeral de mi madre, jamás vi cuándo la enterraron, cuando su cuerpo se sumió en las profundidades de la tierra.
Joe me contó, años después de enterrarla, dónde estaba y desde entonces solo la había visitado cinco veces. La culpabilidad de saber que ella estaba allí y yo no la visitaba me azotaba cada segundo de mi miserable vida. Pero saber que mi madre, la heroína de mi vida, estaba bajo tierra donde jamás podría verla, sentirla o escucharla me mataba por dentro. No soportaba ese dolor y sabía que no lo haría nunca.
—Ya hemos llegado —susurré apagando el motor del coche. Miré por la ventana conteniendo el aire al ver todas aquellas lápidas, trozos de piedra que albergaban un recuerdo, una memoria, una vida.
Sacudí la cabeza y abrí la puerta del coche. Si me quedaba más tiempo observando el panorama, arrancaría el coche y me largaría. Necesitaba hacer esto. Por América, que me había abierto su corazón sin esperar el mío a cambio. Por mi madre, que merecía una visita más que nadie en el mundo.
América también se había quedado inmersa en aquella imagen frente a nuestros ojos, su mirada brillante no volvió a la realidad hasta que le abrí la puerta. Le tendí la mano para bajar. Su tacto fue todo lo que necesité para recomponerme, como si se tratara de un sueño reparador tras días sin dormir, o un manjar tras una hambruna de semanas.
En cuanto puso los pies en el suelo, se elevó sobre sus puntillas. Me quedé quieto pues, de repente, el aire se quedó atascado en mis pulmones y mis ojos estuvieron a punto de convertirse en cascada. Sentí sus labios sobre los míos en el beso más tierno y sincero que jamás me habían dado. Fue un ligero contacto que duró segundos pero que me estremeció hasta el punto que me olvidé cómo respirar.
La miré mientras se alejaba con esa preciosa sonrisa de boca cerrada y esa mirada que era capaz de desarmarme hasta que no me quedara nada. Le estaba completamente agradecido por estar acompañándome a aquel lugar. El mundo se sentía menos oscuro cuando su presencia lo iluminaba.
Volví a entrelazar nuestros dedos. El miedo, la vacilación, la expectación. Concentré todos mis sentimientos en su toque, en su mano sobre la mía trazando figuras con su pulgar en mi piel. Las lápidas se ceñían sobre mí en un camino de almas atrapadas en cuerpos inertes hasta llegar al trono, hasta llegar a mi madre.
Nos detuvimos delante de su tumba. Las letras que formaban su nombre comenzaban a difuminarse en la piedra. Irónicamente, la fecha de su muerte seguía intacta, como si alguna vez pudiera olvidarme de la fecha de su ida sin retorno. Quería reír. Su nombre sería olvidado, pero jamás la fecha de su muerte. Me odié a mí mismo por no haber podido hacer nada por conseguirle la muerte que se merecía, por no estar actuando de la manera en la que debería.
La estaba abandonando como todos hicieron, la estaba dejando tirada como hizo su familia hace tantos años.
Tragué saliva, sintiendo el agarre de América fuerte. Me permitió no desmoronarme, saber que ella estaba a mi lado ayudaba a que la carga fuera más liviana, a que mi pecho no se sintiera tan pesado, a que mi cabeza no divagara hasta la autodestrucción.
—Bombón, te presento a mi madre, Holly Petterson.
En aquel momento, dejé que mi cabeza se centrara en la chica a mi lado. En la mujer de rostro angelical y sonrisa celestial, la mujer que podía congelarme y derretirme con solo mirarme, la mujer por la que sería capaz de mover cielo y tierra para que fuera feliz. Habíamos venido hasta aquí porque sentía que era lo conveniente. Mi madre merecía conocer a la chica que hacía latir mi corazón con tanta fuerza que una orquesta a su lado parecía un ronco murmullo. Quería que América supiera lo importante que era para mí.
Después de lo que pasó anoche, sentí que debía hacer algo para demostrarle que era importante. Sabía lo que cruzaba su mente, sabía que estaba decepcionada por cómo la estaba tratando. No era tonto, ni siquiera su preciosa sonrisa podía esconder lo que a los ojos era evidente.
Quería cambiar aquello. Necesitaba que supiera que era importante para mí, que la necesitaba a mi lado porque si ella no estaba el mundo se me caía encima. América me había abierto los ojos, me había mostrado que me estaba ahogando hasta que ella llegó.
Esperé, con la boca cerrada, analizando cada uno de sus movimientos. Su silencio me mataba. No sabía si había hecho lo correcto. Desde que habíamos salido del coche, no se había movido de su posición, delante de mí. Lo único que mantenía mi compostura era su mano acariciando la mía y su mirada cristalizada fijos en la lápida donde una vez existió una mujer tan hermosa y bondadosa como ella.
Volví a respirar cuando sus ojos se fundieron con los míos. En ellos veía mi reflejo, una expresión de compasión, cariño y pura ternura. Mi pecho se apretaba en un puño hasta que aquel gesto liberó mi alma de las cadenas que lo amarraban como por arte de magia. Por arte de su magia.
Sabía que mi madre se había convertido en mi ángel, en la persona que aguardaría por mí hasta su último aliento. Por eso, estaba seguro de que solo mi madre podría haberme traído a una persona tan hermosa y perfecta como América, mi bombón.
Su boca estaba entreabierta. Su expresión me recordó a un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche en plena noche. De no ser por la situación, incluso habría reído. Ella podía ver en mí cada sentimiento que me atormentaba. A veces era tanta la intensidad de sus ojos que tenía que aguantar la respiración para que el corazón no se me saliera del pecho, como si esa acción pudiera retenerlo para no morir. Como si no supiera ya que mi corazón había escapado de mi pecho y ahora le pertenecía a ella.
Por unos segundos, no supe donde estaba, solo pude fijarme en ella. Su belleza resplandecía tan fuerte como el sol. Su cabello caía en cascada por sus hombros como una enorme y deliciosa fuente de chocolate, sus ojos solo me observaban a mí siendo capaces de adentrarse en mi piel y provocarme escalofríos. Mis latidos se detuvieron.
Ella era hermosa, tanto por fuera como por dentro.
De repente, su cuerpo se abalanzó sobre el mío. Me rodeó la cintura con sus delgados brazos y colocó la cabeza sobre mi pecho. Estaba seguro que escucharía mi corazón latir frenético en mi pecho.
Tardé unos cuantos segundos en descubrir de qué se trataba todo esto. Mi cuerpo reaccionó como si lo hubiera hecho toda la vida. América sabía lo difícil que esto debía estar siendo para mí, lo mucho que significaba haberle presentado a la persona más importante de toda mi vida.
Ni tan solo yo supe lo demoledor que aquello era para mí. Solo supe que, cuando me quise dar cuenta, la estaba abrazando de vuelta y hundiendo mi cara en el hueco de su cuello. Noté los ojos húmedos y tuve que sorber un par de veces por la nariz porque picaba como una condenada.
Jamás había llorado por mi madre delante de nadie. Jamás había llorado delante de nadie. Llorar me hacía sentir vulnerable, como si ellos tuvieran una parte de mi alma que les entregaba y sufría la posibilidad de que la destrozaran de tal manera que acabaran conmigo.
En el orfanato jamás lloré. No conocía a nadie y me sentía cohibido. Cuando comencé a amarlos, comprenderlos y quererlos como una familia, el dolor había remitido y el duelo estaba hecho. O al menos, pensaba que lo estaba. Estar en esta situación había hecho que todo cambiara, mi corazón seguía doliendo y las lágrimas solo curaban esa herida que creía cerrada.
Con América todos esos recuerdos habían vuelto. Había recordado lo que era llorar hasta quedarme dormido, lo que era abrir los ojos y volver a cerrarlos deseando que todo desapareciera tan rápido como había tomado consciencia, lo que era ver el reloj con la esperanza de que pasaran rápido las horas para poder ir a mi habitación y volver a dormirme. Un recuerdo detrás de otro, una lágrima detrás de otra. Me forcé para no hipar, para no romper en sacudidas mientras ella me sostenía entre sus brazos como si me fuera a ir en cualquier momento.
Nos quedamos así, aferrados el uno al otro. No supe si ella mojaba mi camiseta o yo la suya, pero saber que estaba a mi lado era todo lo que me importaba. El silencio era reconfortante y el tamborileo de sus latidos sobre mi pecho era todavía más sobrecogedor. Ella también había perdido a su padre, no podía pensar en nadie que supiera mejor que ella lo que aquello significaba.
En cualquier otro momento, me habría parecido la peor sensación de todas quedarme atrincherado a alguien, como si fuera mi aire para respirar, como si no tenerla abriera un agujero en mi pecho donde tan solo pasara una brisa silbante, donde no existieran sentimientos. Ahora, podría haberme quedado por horas así y habría sido el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Porque ella estaba conmigo, y no se iba a ir.
Al menos, mientras yo me encargara de ello.
—¿Qué le pasó? —preguntó en un susurro ronco producto de su congoja cuando nuestras respiraciones se hubieron calmado e iban al compás. Mi pecho rozaba el suyo con cada inhalación. A pesar de notar mi corazón tenso y apretado, me pareció la sensación más bonita del jodido universo.
—Cáncer —pronuncié con la voz ronca y vacilante. Hipé con la respiración atolondrada. Me estrechó con más fuerza entre sus brazos.
Mis hombros cargaban con una tensión inhumana, pero ella lo hizo parecer minúsculo. Me tranquilizaba tocar la piel desnuda de su cintura, con solo sus yemas sobre mí evadía los pensamientos negativos que asaltaban mi mente con fiereza. Esos que me decían que, si mi madre estuviera aquí ahora, odiaría en lo que me había convertido. Odiaría verme jugando a algo que me mataría tarde o temprano y jodiendo mi vida como si valiera mierda. Odiaría que estuviera poniendo a las personas que más amaba en peligro. Odiaría que me estuviera perdiendo tanto a mí mismo hasta tal punto de no reconocer quién demonios era.
—Me dejó en el orfanato cuando la enfermedad se hizo tan dura de soportar que ya no podía hacerse cargo de mí. El que la dejó embarazada la dejó tirada cuando se dio cuenta de que lo estaba y sus padres habían renegado cualquier contacto cuando decidió salir con el que se suponía que debía ser mi padre.
Tomé aire. Sus caricias me reconfortaban más de lo que ella sería consciente nunca. Ella sabía lo difícil que era para mí contar todo aquello, lo complicado que era que las palabras salieran de mi garganta. Me temblaba la voz cuando volví a retomar la conversación.
—Mandy cuidó de mí como si fuera su propio hijo. Recuerdo que ella venía todas las noches a darme un beso para despedirse mientras yo fingía hacerme el dormido. Me dijo que mi madre había muerto dos semanas después de dejarme allí. A partir de ahí, lloraba todas las noches y estaba tan ausente que estuve casi un mes sin hablar con nadie. Mandy fue tan paciente que en ningún momento se apresuró para hacerme hablar, me trató con una paciencia inhumana. La primera vez que volví a hablar con alguien fue cuando llegó Liz.
Me callé cuando la angustia era tan fuerte que mi pecho dolía. América se movió para dejar un beso sobre mi pecho. La respiración se me quedó atorada y el escozor en mis ojos fue inmediato. Mi cuerpo estaba entumecido, me dolía el corazón y la garganta me ardía con tanta intensidad que un incendio a su lado era un mero espectáculo nocturno.
—¿Cómo era tu madre?
Mis labios se curvaron en una tímida sonrisa que se mezcló con las lágrimas que hasta hace unos segundos bañaban mis mejillas. Me gustó que cambiara de tema y me preguntara sobre ella como si reconociera que ahora sentía tal peso sobre mis hombros que no conseguiría decir más de dos palabras más sobre su muerte o mi vida tras saber que había fallecido. Me enderecé un poco y mi mirada recayó sobre su lápida a escasos metros de nosotros. Era como si pudiera sentirla conmigo, como si nunca se hubiera ido.
América alzó los ojos hacia mi rostro. Estaban frágilmente enrojecidos y un delicado brillo los inundaba. Apoyó la barbilla sobre mi pecho. Era tan dulce verla conmigo que no pude evitar dejar un corto beso sobre sus labios que me supo salado y dulce a la vez.
Me relamí los labios sin conseguir apartar mi vista de la suya, hipnotizado. Esperaba una respuesta que yo no sabía ni por dónde empezar. Retiré un mechón de su cabello pasándolo por detrás de su oreja. Su respiración se entrecortó y mi corazón dio un vuelco, como replicando ante su gesto.
—Era preciosa —comencé—. Nunca habíamos tenido mucho dinero. De hecho, vivíamos en un apartamento un poco más grande que el salón de tu casa —América abrió los ojos, sorprendida. Una sonrisa cruzó mis labios—. Ella siempre se encargaba de que por lo menos, lo poco que había allí dentro, fuera un hogar. Lo convirtió en nuestro refugio. No recuerdo haber sido más feliz nunca aunque a veces no tuviéramos ni para comer.
Hasta que te conocí a ti. Pensé. El orfanato había sido un hogar durante mucho tiempo, pero nadie me había quitado esa sensación de ahogo hasta que llegó ella.
—Tiene pinta de haber sido hermoso.
Quise reír pero acabó convirtiéndose en un tembloroso suspiro—. Sí, bueno, quitando las noches sin comer y los desayunos de agua con leche, ese sitio era increíble. Y todo por ella.
—¿Fuiste feliz?
La miré a los ojos, como atacado por aquella pregunta.
—Como nunca.
Sonrió y se convirtió en la imagen más hermosa que había presenciado nunca.
—Entonces, eso es todo lo que importa.
Entreabrí los labios, completamente mudo. Se me hizo imposible resistir la tentación de volver a besar sus labios. Que ella estuviera conmigo, que dijera esas palabras, era abrir las puertas del cielo ante mis ojos. Sentí un escozor que me avisaba de próximas lágrimas. Mi madre siempre me lo decía, cada vez que las dudas de estar siendo una mala madre le inundaba esa tonta e insegura cabeza.
"—¿Tú eres feliz, cariño? —preguntaba con el temor temblando en su voz.
—Claro que sí —respondía yo distraído, como si la pregunta fuera tan estúpida que no necesitara especial atención. Si hubiera sabido todo lo que cruzaba su mente, la habría abrazado, la habría besado y le habría dicho que era y siempre sería el niño más feliz del mundo porque ella era la mejor madre que jamás me habría podido tocar.
Entonces, mi madre sonreía y se acercaba para dejar un largo y fuerte beso en mi sien.
—Eso es todo lo que importa —susurraba más para sí misma que para mí."
Cuando nos separamos, sus labios estaban tan enrojecidos que me resultó irresistiblemente tierno. Otro beso cayó sobre ellos al tratar de curar inútilmente esa rojez que yo mismo le había provocado. La admiración que sentía por ella hacía que el corazón me latiera tan fuerte que, por un momento, deseé estar en un hospital porque iba a superar el récord de latidos por minuto.
—Creo que te quiero —murmuré con voz afónica.
Su mirada se crispó y una risa salió desde el fondo de su garganta. Su pecho rebotaba sobre el mío con cada carcajada. Sus manos habían subido hasta mi cuello con aquel beso y ahora podía notar sus caricias sobre la piel desnuda de mi nuca. Me estremecí.
—¿Crees? —replicó todavía con esa alucinante sonrisa plantada en su boca.
Apoyé mi frente sobre la suya. Mi pulgar trazó el camino de sus labios y fue mi turno de sonreír cuando se le atoró la respiración. Sus ojos se ensombrecieron.
—Te quiero —volví a decir. No sabía si mi corazón había encontrado refugio en mi garganta pero lo sentía como tal.
La expresión de América adquirió un matiz enternecido, el brillo en sus ojos seguía ahí, iluminando todo mi ser. No quería que este momento acabara nunca, quería seguir sosteniendo su cintura, que sus ojos solo me miraran a mí como si fuera la única persona que existiera en el mundo, que la devoción nunca fuera sustituida por decepción cuando pensaba en mí.
La quería a ella. Lo quería absolutamente todo de ella.
Porque podía ser una cabezota, una chica que, aunque le atravesaran mil cuchillos, jamás dejaría a los que amaba a la deriva, podía ser capaz de mentir para que su madre no se preocupara por ella. América podía estar lidiando con un duelo eterno, podría desmoronarse sobre mí cada vez que visitaba a su madre, pero eso jamás le haría renunciar a ella, aunque muriera por dentro. Podía odiar que ella hiciera eso porque verla sufrir y atormentarse me partía el alma.
Pero eso era lo que la hacía hermosa. La hacía mi chica, mi bombón.
Cuando me besó, supe que ella era y lo sería todo. Que nadie nunca jamás liberaría mis pulmones cuando sintiera que no podía respirar, que aliviaría la tensión en mis hombros cuando creyera que se me romperían, que calmaría el escozor de mi garganta cuando la sintiera arder, que limpiaría mis lágrimas cuando llorara o que sonreiría conmigo cuando el día fuera una mierda y solo ella pudiera iluminarlo.
Apreté mis dedos alrededor de su cintura, apretándola más contra mí. La necesidad de sus labios resultaba similar a la de un excursionista en el desierto mendigando una mísera gota de agua. Me deshice en sus brazos, el tacto de sus dedos ocasionó un torrente de corrientes eléctricas que recorrieron desde mi cabeza hasta los pies.
Se alejó lentamente, nuestras frente se unieron y nuestros ojos se enlazaron como dos piezas del mismo puzle.
—Tu madre está detrás de nosotros, Bradley. No quiero causar una mala impresión la primera vez que nos conocemos.
La naturaleza con la que aquellas palabras salieron de su boca me arrancaron una enorme carcajada. Volví a mirarla, una enorme sonrisa curvaba sus labios.
Dios, la quería. La quería demasiado.
—No creo que le moleste.
Volvimos a besarnos con una energía distinta. El tiempo dejó de existir, nuestro alrededor se desvaneció y solo podíamos sentirnos el uno al otro. Cada caricia, cada roce, cada latido, cada gesto. Fue tan suficientemente intenso y nítido que quedó tatuado sobre mi piel para que cada vez que pensara en ella, este momento fuera el primero que apareciera en mi mente.
Aunque no sería necesario recordarlo.
Ella estaría a mi lado para que pudiéramos recrearlo cuantas veces quisiéramos. Y eso era más de lo que yo podría haber merecido nunca.
***
¡Buenos días, mis amores! Esto ya es un récord. No me creo ni yo que sean las dos de la tarde y esté subiendo cap. Creo que merezco una recompensa JAJAJAJJAJA
En fin, este cap ha sido un poco sentimental :'( ¿Qué os ha parecido? Leo todos los comentarios y me encantaría saber todo lo que se os pasa por esa cabecita vuestra.
Estamos ya casi en la recta final de la historia de nuestra parejita. No creo que queden más de diez o pocos más capítulos. Y pronto habrá una sorpresita por aquí que estoy super emocionada por mostraros!
¡Besos y XOXO!
NHOA
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