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T R E I N T A Y T R E S (parte II)

B R A D L E Y

No soportaba verla así. Hacía más de una hora que habíamos llegado al hospital y no se había acercado a mí en ningún momento. No había buscado consuelo entre mis brazos como haría normalmente. Ni tan solo me había dirigido la mirada.

Se agarraba sus codos con las manos refugiándose en sí misma. Estaba ansiosa. Sus piernas no podían dejar de moverse recorriendo el minúsculo y sofocante pasillo. Si no fuera porque Keane estaba en la sala de operaciones, ella habría recorrido el hospital de arriba a abajo con tal de escapar de aquella asfixiante realidad.

Yo, sin embargo, tan solo me permití observarla en la distancia. Las pocas veces que me había acercado hasta ella, rehuyó mi contacto. Como si el simple hecho de rozarme la romperla en pedazos.

Mi cuerpo estaba entumecido, hecho trizas. La tensión en mis hombros era tal que no la soportaría por mucho más antes de venirme abajo. Cargaba con una culpa que pesaba sobre mi espalda como cien sacos de cemento.

No me creía aún que de verdad estábamos en el hospital y que Keane estuviera en la sala de operaciones. Me resultaba inaudito que América estuviera frente a mí y que le repugnara tanto mi presencia. Todavía me era más insólito recordar lo pasmado que me quedé ante las convulsiones de Keane. La parálisis embriagó mi cuerpo y mi cerebro. La vergüenza que se abrió paso después, fue peor que todo aquello.

Sabía que Keane estaba drogado. Había visto sus ojos inyectados en sangre y los polvos blancos que cubrían sus orificios nasales. Incluso su arco de cupido estaba punteado por la misma sustancia. Aún así, lo único que había pasado por mi cabeza era ponerme a pelear con él para resolver mis problemas internos.

Miré a América una vez más, perdiendo la cuenta de las veces en las que esa misma situación se había convertido en un tormento para mí. Sabía que sentía mi mirada. Ella sentía cada vez que la observaba de la misma manera que yo reconocía cuándo ella me miraba. Era una conexión que surgió desde el primer día de vernos y que, incluso en este momento, me pareció fascinante, casi mágico.

Pero ahora ella no volvía la mirada. Ya no posaba sus ojos sobre los míos como si no existiera nada más a nuestro alrededor. No sonreía de esa forma que hacía temblar mi cuerpo y me provocaba un cosquilleo en el vientre.

Ni tan solo había sido capaz de mirarme de reojo. Bajé la vista a mis manos, creyendo que, por alguna fantasiosa razón, había dejado de existir. Llegué a pensar que había desaparecido, que era un fantasma que había llegado únicamente para atormentarla. Porque eso era lo único que se me daba bien hacer. Solo sabía estropear todo lo que aparecía en mi vida.

Lo intenté una vez más. Me levanté de la demoledora silla del hospital buscando alcanzarla. Parecía estar tan lejos que ni el contacto físico habría bastado para sentirla a mi lado. Su cuerpo se estremeció antes de que llegara a su lado. Ese fue el único gesto que me dio a entender que sabía que me acercaba.

Recibí, apesadumbrado, su rechazo a mirarme. Siguió con su ágil caminar aunque aquel pasillo fuera diminuto y a cada dos segundos tuviera que cambiar de dirección. Tragué saliva, con la garganta ardiendo y bajando la mano que había alzado en un intento de tocar su hombro como consuelo.

En el fondo, necesitaba tocarla, sentirla, saber que estaba allí. La angustia de reconocer que, aún estando allí, no me quería cerca, fue como mil puñaladas hacia una muerte lenta y dolorosa.

Me lo merecía.

Suspiré bajando la mano a la altura de mis caderas. A fin de cuentas, había mandado a su mejor amigo al hospital y antes de eso ya la había cagado la mar de bien comportándome como un cobarde asustadizo. Podría haberle contado lo que pasaba con el barbudo, podría haberle contado que el orfanato no iba bien y que necesitábamos ese dinero, podría habérselo dicho aún a expensas de saber que corría peligro, un peligro que yo estaba dispuesto a correr por ella, por protegerla y cuidarla hasta mi último suspiro.

—Voy a por un café. ¿Quieres algo? —pregunté en la distancia.

Sabía que ella no iba a permitirme acercarme a ella y yo necesitaba respirar un par de minutos para recuperar fuerzas. Quería estar a su lado en todo momento pero mi corazón se estaba resquebrajando trocito a trocito. Ver su lejanía, sentir su rechazo, contemplar como odiaba mi presencia... Era demasiado.

Tampoco contestó. Tuve que hacer acopio de todas las reservas de firmeza que me quedaban para quedarme en esa sala. Para no sucumbir a la tentación de volver a mi casa a recrearme en mi miseria. Me sentía abatido, no solo por todo lo que estaba sucediendo con América, sino porque ella era la única capaz de consolarme cuando iba a desfallecer. Ahora ni siquiera me miraba.

Estaba mejor sin mí. Pero, demonios, era tan egoísta que me negaba a dejarla ir. Por lo menos, no de aquella manera.

Fui a por ese café. Me habría encantado tener una botella de vodka en la mano, darle un buen trago y deshinibirme por un par de horas. Pero no iba a hacerlo, me negaba a hacer otra estupidez más. Mi cupo de hoy estaba en números rojos. No, estaba en números negros, tan negros que hasta el mismísimo inframundo sería una bendición.

Miré a mi alrededor buscando una máquina. No había ni un alma. Tan solo unas cuantas enfermeras recorrían los pasillos entrando en alguna que otra habitación para comprobar el estado de los pacientes hospitalizados.

Me pregunté si la próxima enfermera que viera sería para entrar en la habitación de Keane. Aún me temblaban las manos cada vez que recordaba su cuerpo convulsionando o sus ojos blancos como la leche. En aquellos momentos, solo pensaba que además de ser una decepción para todos, también era un puto pasmado que no sabía reaccionar. Ni siquiera me moví, solo vi su cuerpo sacudirse, su boca cerrada mostrando sus amarillentos dientes crujir y sus ojos convertirse en un velo blanco y tenebroso.

Si América no hubiera aparecido, ¿Keane todavía seguiría en el suelo, convulsionando, mientras yo únicamente lo miraba? ¿Habría reaccionado en algún momento? ¿Keane habría muerto por mi estúpida parálisis?

Aquellas preguntas me atormentaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. Aparecían en mi mente como cuchilladas que me hacían perder el sentido. Sentí mis ojos arder.

¿Cómo pretendía transmitirle seguridad a América cuando ni siquiera había sido capaz de arrimar el hombro cuando me gritaba que llamara a la ambulancia? ¿Cómo se sentirá ella cuando realmente reflexione sobre lo cobarde que soy, lo cobarde que puedo llegar a ser cuando alguien me necesita?

Recogí mi vaso de la máquina. Todas mis acciones tenían el piloto automático encendido. Me lo llevé a los labios sin importarme que quemara mi boca. De hecho, el ardor envió una oleada de satisfacción por todo mi cuerpo. El amargor del café apagó durante unos segundos la repulsión que sentía sobre mí mismo.

Me recreé en aquel dolor físico porque era muchísimo más llevadero que el emocional. Habría llamado a Zev, a Liz, a Mandy o a quien fuera de no ser porque sentía tanta vergüenza de mí mismo que no me atrevía. Era estúpido, cobarde, egoísta y lento. No formularía ni dos palabras sin ponerme a llorar de la rabia y la impotencia que apretaba mi pecho.

Me habría seguido hundiendo en la misera de no ser porque, cuando volví adonde había dejado a América, el pasillo estaba más vacío que un estadio de fútbol sin partido. América no estaba en la sala de espera.

Una desazón asfixiante bañó mi piel. Gruñí por lo bajo, culpándome una vez más por haber sido tan estúpido como para dejarla sola. ¿Por qué cojones no había estado a su lado cuando le habían dado noticias? ¿Keane seguiría vivo? ¿Había ido América a verle o se había marchado a casa?

Tiré el café en una papelera sin detenerme a vaciar su contenido. Corrí hasta llegar a la recepción donde una enfermera me miró sorprendida. Pequeños mechones de su cabello rubio cayeron sobre su cara cuando se retiró levemente de mi abrupta cercanía, en un intento por, a lo mejor, protegerse de mi arrebato.

No iba mal encaminada.

—¿Ha visto a una chica de pelo negro en la sala de espera?

Se demoró unos segundos. Puede que pensando en lo que le había dicho o en coger el teléfono para llamar a alguien por si se me ocurría hacer alguna tontería. Estaba desesperado y ahora lo único que quería era golpear algo y, ya que yo no me podía golpear a mí mismo, solo me quedaba consumirme en mi angustia.

Tras los segundos más largos de mi vida, negó con la cabeza.

—¿Le aparece algo de un tal Keane...? —Busqué sus apellidos en mi cabeza pero no di con nada—. Estoy buscando a un... una persona —rectifiqué—. Se llama Keane, ¿puede buscar a ver si le sale algo?

En menos de un suspiro, volvió la vista a la pantalla. No tardó ni milésimas de segundos.

—Tercera planta, habitación 234. Lo acaban de ingresar y...

No le di tiempo a decirme nada más cuando corrí al ascensor. Tampoco esperé a que viniera cuando me di cuenta que estaba en una de las plantas más altas y que seguramente tardaría una eternidad en llegar. En su lugar, corrí hasta las escaleras subiéndolas de dos en dos.

Otra gilipollez más y me tiraría de su vida. La desesperación había drenado la sangre de mis venas. No podía perderla. Menos aún ahora, no cuando su mejor amigo estaba ingresado en un hospital por a saber qué, por mi culpa. Tenía que saber cómo estaba Keane y después tenía que saber cómo estaba América. O quizás al revés. Ni siquiera lo sabía, mi corazón solo quería que todo estuviera bien, que todos estuvieran bien.

Me deslicé por el pasillo llegando a la puerta donde la enfermera me había dicho. No me dio tiempo a tomar ni una bocanada de aire cuando la puerta se abrió.

América salió de la habitación y mi respiración se atoró en mi garganta. Pude apreciar el instante en el que sus ojos rojos e hinchados se abrieron sorprendidos como si no esperara verme allí. Me odié al instante por haberle hecho creer que era capaz de irme y dejarla sola aquí. Me odie con tan solo pensar que podría ser capaz de dejarla tirada en un momento como este. ¿Si el barbudo me hubiera llamado, lo habría hecho? ¿La habría dejado sola otra vez?

No tuve tiempo para pensar en ello. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante, como si no pudiera soportarlo un segundo más. Temeroso por su rechazo, me acerqué a ella. Un último intento, el definitivo. Extendí los brazos en su dirección.

No luchó por mantener sus murallas. Estaba tan abatida que, cuando mis brazos hicieron contacto con su delicado cuerpo, se derrumbó. Sus piernas no la sostuvieron y su rostro se escondió en mi pecho. Sollozó agarrando mi camiseta con una fuerza asoladora. Solo fui capaz de apretarla contra mi cuerpo como si con eso pudiera notar que estaba ahí, que estaba a su lado y que no me iría.

Nunca.

—Llévame a casa, por favor.

El susurro fue desgarrador. Como si no fuera capaz de formular ni una palabra más, como si abrir la boca le fuera a arrebatar el minúsculo rayo de fortaleza que aún atesoraba.

No dije ni una palabra, obedecí esa súplica como si me fuera la vida en cada gesto. Porque, realmente, se me iba la vida en ello, se me iba la vida en América.


***


Entramos a mi casa después de un largo trayecto. Fui lento. No solo porque quería que América tuviera unos minutos para pensar, sino porque, en caso de querer volver a su apartamento, daría media vuelta y me dirigiría hasta allí.

Había decidido no llevarla allí porque era donde todo había ocurrido y no pensé que fuera el lugar más adecuado al que volver. Si América se dio cuenta de que estábamos yendo a mi apartamento, no me lo hizo saber.

Zev no estaba. De nuevo, se había quedado en el apartamento de Cassidy y no lo agradecí tanto hasta aquel momento.

Dejé nuestras chaquetas encima del reposabrazos del sofá sin desviar la vista ni un segundo de ella. Caminaba ausente, como si no estuviera en ese lugar. Como un espectro que había perdido su alma y no era capaz ni de mantenerse en pie. Se sentó en uno de los taburetes de la isla de la cocina. Al instante, sus codos se colocaron sobre el mármol de la mesa y su cabeza se apoyó sobre ellos. Volvió a esconderse de mí y no supe reconocer hasta qué punto eso me rompió.

No sabía cómo actuar. Me había abrazado en el hospital como si me fuera a escapar de entre sus brazos pero durante todo el trayecto no había apartado la vista de la ventana. Ni siquiera cuando le di un apretón a su mano para transmitirle que estaba allí, ni siquiera cuando había entrelazado nuestros dedos durante todo el trayecto de vuelta. Solo sabía que estaba allí porque podía tocarla. Mientras tanto, su mente divagaba por lugares a los que me aterraba adentrarme.

Sabía que no le gustaba distraerme en la carretera. Sobre todo después de contarme lo que le pasó a su padre. Pero, otras veces, me había devuelto el apretón. Había sonreído mientras pensaba que no la miraba. Sus ojos habían chocado con los míos en alguna ocasión que la había pillado mirándome.

Ahora, solo quedaba el recuerdo de ello.

—¿Quieres que te prepare algo? —pregunté entrando a la cocina con ella. No levantó la cabeza pero, aún así, vi cómo cerraba sus ojos con fuerza. Parecía que estuviera esperando que todo fuera una pesadilla y que, cuando abriera los ojos, nada de esto hubiera ocurrido.

Me vi deseando lo mismo.

Pero no sucedió.

Iba a prepararme para coger una taza y hacerle una infusión para calmar sus nervios descontrolados pero su voz me detuvo en seco.

—¿Por qué volviste? —preguntó con la voz ronca de tanta congoja.

Me volví hacia ella esperando ver sus ojos pero seguía con la cabeza gacha. Una punzada de dolor reverberó en mi pecho mientras en mi garganta se expandían las llamas de un incendio que me dejó mudo.

Comprendí sus palabras aunque no pusiera ningún contexto. ¿Por qué había vuelto a su casa? ¿Por qué había aparecido por allí cuando había actuado de la manera que lo había hecho? ¿Por qué había vuelto cuando, aún pudiendo haber tomado la decisión correcta, decidí tensar más la cuerda y ver hasta dónde podía llegar? ¿Por qué había vuelto cuando, por la forma en la que la había tratado, cualquiera diría que le importaba una mierda?

Tragué duro.

—Yo... Supuse que habrías vuelto a casa y...

—¿Por qué viniste a casa, Bradley? —me interrumpió con la voz estrangulada por el dolor.

Me cortó como un cuchillo, me desgarró el pecho y extrajo mi corazón sin miramientos. Levantó la cabeza al mismo tiempo que pronunciaba las palabras y contuve el aliento. No solo percibí la tortura desgarrando su mirada, sino furia, odio, decepción.

Estaba destrozada, en todos los aspectos.

Y yo era el culpable.

Desvié la mirada. No soportaba encontrarme con todos esos sentimientos y darme cuenta que yo era el causante de todos y cada uno de ellos. Tras los segundos más largos de mi vida, me atreví a hablar

—Iba a disculparme por...

Ella soltó una risa tan ácida como el limón cortando mis palabras Era fría como un témpano de hielo. Se me puso la piel de gallina porque nunca había hecho algo así conmigo, como si no ocupara ninguna emoción en su alma, como si no existiera nada en su interior.

—¿Por qué ibas a disculparte? ¿Porque esperé en casa de mi madre durante más de cinco horas y encima tuve que sonreír para que no supiera que me moría por dentro? ¿Por llenarme de esperanzas a la mínima? ¿Por mentirme más de lo que hablas? ¿Por volverte como un loco maníaco cuando te llega un mensaje?

Lo soltó con una rabia que en aquellos últimos meses jamás había escuchado. De nuevo, me paralizó el miedo. Sus ojos me lanzaba llamas y sus labios se tensionaban en una fina línea, inexpresiva y fría. Todo contribuyó a que de mi boca no salieran las próximas palabras. No tenía nada preparado para decirle. Era la pura verdad y todo se resumía en que era igual a todas las personas que le estaban haciendo daño. Las mismas de las que yo le dijo mil y una veces que se dejara para que pudiera florecer, vivir.

—Yo...

Me callé. No sabía qué decir. Ella lo había dicho todo.

Se quedó un par de segundos más mirándome hasta que la expresión furiosa de su rostro se desvaneció por una decepcionada, agotada. Volvió a bajar la cabeza.

—¿Por qué estabas tan magullado ese día, poco después de conocernos? ¿Por qué te golpearon? —preguntó en un hilo de voz, como si la pregunta le doliera, como si le quemara en los labios. Quizás porque sabía que, si reconocía aquello, si le confesaba la verdad sobre ese día, todo lo demás iría encadenado.

No sabía qué responderle. Otra vez, volvía a estar en la encrucijada de no decirle nada para protegerla de algún modo o decírselo para que se quedara a mi lado aún a expensas de saber que corría peligro. De cualquiera de las dos maneras, le iba a hacer un daño que jamás conseguiría reparar. No me permitiría seguir en su vida escogiendo cualquiera de las dos.

—¿Por qué te alejas tanto de mí cuando te llega un maldito mensaje, Bradley?

Estaba cabreada. Pero más que cabreada estaba desalentada, estaba perdiendo las esperanzas en mí. En nosotros.

No contesté. Me quedé callado por los minutos más largos de mi vida. Minutos en los que cada uno se sentía peor que el anterior, cada segundo desgarraba centímetro a centímetro mi piel, me arrancaba y despedazaba cada parte de mi cuerpo. Me sentí como aquella misma noche cuando Keane comenzó a convulsionar.

Preferí dejarme golpear mil veces, hasta la inconsciencia, antes de ver el dolor que arrugó el rostro de América. Fue peor que una puñalada, fue peor que morir.

Suspiró. Su respiración tembló.

—¿Cómo pretendes que te perdone cuando siento que a la primera de cambio volverás a cometer el mismo error? ¿Cómo voy a seguir a tu lado si cada vez te siento más lejos?

La miré. Una vez más, esa estocada me llegó al alma. Su mirada se apagó, como si se estuviera quedando lentamente sin energía, poco a poco, casi imperceptiblemente hasta que, finalmente, perdió todo su brillo.

Desvió la mirada y se levantó del taburete. Mis ojos no se despegaban de ella, empapándome de su silueta, su rostro, su olor, el recuerdo de su tacto. No sabía qué hacer. Cada palabra que pronunciaba dolía más que la anterior y yo era tan lento que no sabía tomar una decisión que la mantuviera a mi lado. Buscaba y buscaba sin triunfo encontrar la solución que me permitiera tenerla conmigo sin ponerla en peligro.

—Lo siento. Yo... —Se aclaró la garganta. Incluso hablar le dolía. Yo ni siquiera podía abrir la boca sin que las lágrimas no salieran—. No puedo seguir con esto.

Se encaminó hasta el sofá dispuesta a coger su chaqueta. Iba a largarse. El corazón me martilleó en el pecho descubriendo que era un idiota. Aunque eso ya lo sabía, pero era aún más idiota por no detenerla, por dejar que se fuera sin que yo pudiera hacer nada.

—América, para —supliqué. No podía permitir que se fuera, no podía perderla. Ya comenzaba a notar la angustia y la desesperación llenar mis venas.

Me dio tiempo a agarrar su codo y hacerla voltear. Su mirada, enrojecida por las lágrimas que aguantaba, me abatieron por dentro y por fuera. Esto tenía que parar.

—Te lo con...

Y ahí estaba.

Ese sonido. Justo ese.

Mi cuerpo actuó por sí solo. Mi mandíbula se apretó hasta escuchar mis dientes rechinar y pude notar cómo volvía a poner sobre mi rostro esa máscara fría e impenetrable. Mi agarre se hizo más fuerte. Formó una mueca de dolor en su rostro que me sentó como una puñalada.

Aún así, sonrió. Una sonrisa desoladora curvó sus labios. Sus ojos cansados se apagaron definitivamente.

—¿Lo ves? —murmuró en un hilo de voz que puso mi piel de gallina. Lo había decidido. Pese a todo, había determinación en su voz—. No puedo seguir en este plan, Bradley —Se tomó unos segundos buscando una reacción en mí, una reacción que me sentía completamente paralizado como para cometer—. Al menos, no ahora.

Se dirigió a la puerta antes de echar un vistazo a mi alrededor.

—Gracias, Bradley —Su voz se rompió al pronunciar las dos últimas sílabas. Apretó los labios antes de volver a hablar con la voz estrangulada—. Por todo.

Cerró la puerta detrás de ella. Nunca volvió. Lo peor de todo es que yo no hice nada para detenerla.


***

Buenos días, cariños míos. Me encantó el recibimiento del capítulo anterior, espero que este pueda hacer lo mismo o mejor. Aún así, ojalá les encante el capítulo, dentro de lo que cabe. Es uno de los más tristes, de momento. No sé si consolar a Bradley o a América. O a Keane.

Ya no sé nada JAJJAJAJA

En fin, no tengo nada más que decir. Dos capítulos en la misma semana es un triunfo para mí AJJAJAJAJ. Ya solo queda la recta final, supongo que no quedarán más de ocho capítulos, más o menos.

Tened un maravilloso días!

Besos y XOXO,

NHOA.

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