
T R E I N T A Y S E I S
B R A D L E Y
—Buenos días, querría saber si podría pedir un préstamo —repetí por quincuagésima vez, como mínimo, en aquellas seis horas de sofocante infierno.
—Por supuesto, ¿cuál es su nombre? —preguntó, igual que todos los demás, una voz femenina aguda y amable.
—Bradley Petterson.
—Señor Petterson, ¿trabaja?
Las ganas de llorar se acumularon en los bordes de mis ojos. De nuevo, esa pregunta marcaba un antes y un después en aquella conversación.
—Ahora mismo, no, pero...
Ni tan solo esperó a que terminara de hablar. La línea se sumió en un cruel silencio que solo se rompía por los pitidos que finalizaban la llamada. Me tiré sobre el respaldo del sofá, bufando como un gato al que le han quitado sus sardinas.
Deseé que mi única preocupación fuera recuperar unas endemoniadas sardinas.
Seis horas. Seis horas en aquel salón. Una llamada tras otra. Llamaba a bancos, a prestamistas, a empresas que pudieran proporcionarme algún crédito, un poco de dinero para salvar la deuda del orfanato.
Nada había servido. Algunas conversaciones tardaban más que otras pero ninguna de ellas me daban la respuesta que buscaba.
"En este momento, no podemos aceptar este tipo de préstamos."
"Disculpa, necesitamos una nómina para poder darle un crédito"
"No podemos hacernos cargo de esa deuda, perdona"
Todo para decirme que no tenía dinero, que era un maldito pobre que pedía un dinero que no estaba seguro de poder devolver. Era arriesgado, lo comprendía. Pero eso no quitaba que mi pecho se hundiera más y más con cada negativa.
Me llevé las manos al rostro, frustrado. Sentía un escozor en los ojos y no supe si se trataba de todo el tiempo que llevaba con la mirada enganchada a la pantalla o si la frustración, la impotencia, hacía todavía más difícil la tarea de evitar llorar.
Miré las notificaciones que tenía una vez más. Incluso en aquel momento, esperé encontrarme alguna señal de mi chica de ojos helados y sonrisa cálida. El picazón se hizo más intenso y, con él, mi mirada comenzó a empañarse difuminando la imagen del salvapantallas que me había negado a borrar.
Era masoquista, de eso no cabía duda.
Enjuagué las pocas lágrimas que habían conseguido salir de mi encarcelamiento. La echaba tanto de menos que se me partía el alma. Me veía en cada mínima circunstancia deseando tenerla a mi lado.
Si cocinaba, deseaba tenerla a mi lado contándome cualquier cosa que hubiera hecho durante el día. Si me sentaba en la mesa de la cocina, me encontraba pensando en que seguramente ella estaría a mi lado tomándose un té con leche o alguna infusión de esas que la volvían loca. Si me sentaba en el sofá, recordaba la cantidad de películas que habíamos visto (y también ignorado) acurrucados y haciendo de todo menos ver la televisión.
Eso por no hablar de cuando entraba a la habitación, cuando miraba la cama en la que tanto y tan poco había sucedido. Recordar sus besos, sus caricias, sus abrazos, su manera de pegarse a mi cuerpo mientras dormía, como si no pudiera soportar la idea de estar alejados. El suspiro que soltaba en sueños cuando mis manos peinaban delicadamente su cabello.
El sonido de unas llaves abriendo la puerta se llevaron todos los recuerdos que atormentaban mi mente y mi corazón. Traté de recoger lo mejor posible el desorden que bloqueaba la mesa. América me mataría si viera el caos de mi casa ahora mismo.
Sin embargo, el único que me fulminó con la mirada fue Zev. No lo había visto en casi dos semanas. Llevaba una mochila colgada del hombro donde supuse que había metido toda la ropa que necesitaría para pasar el tiempo con Cassidy, su novia. Recordé entonces que no sabía nada, que no sabría que el orfanato estaba al borde del desahucio y que lo más probable es que hubiera dejado mi trabajo en el póquer.
El barbudo estaría pensando mil formas de matarme ahora mismo.
—¿Qué cojones es todo esto? —cuestionó. A pesar de su rostro ceñudo, atisbé en sus ojos la curiosidad y la confusión.
No solía tener papeles cubriendo mi mesa. Yo era más de dejar comida precocinada desperdigada después de estar horas jugando a videojuegos a los que después él me ganaría.
Zev echó un vistazo a la pantalla del televisor, como si estuviera confirmando que allí no estaba plasmándose un escenario lleno de disparos, sangre y terror. A continuación, volvió a enfocarme dando paso a una preocupación que supo disimular con soltura.
—¿Qué ha pasado? —interrogó. Mi cara debió mostrar lo frustrado e impotente que me sentía. Dejó la mochila en el suelo de cualquier manera y se sentó a mi lado en el sofá cuando vio que era incapaz de pronunciar ni una sola letra. Tomó entre sus manos uno de los tantos papeles que había sobre la mesa y lo inspeccionó minuciosamente—. ¿Por qué quieres un préstamo? —Me echó un vistazo, analizando mi expresión. Su rostro se tornó blanco—. ¿Has dejado el curro?
Dijo esa palabra como si jugar al poquer una vez o dos a la semana fuera el trabajo más estable del mundo. Aún así, le esquivé la mirada en cuanto lo dijo. Me encogí de hombros, como si no fuera la gran cosa.
—Eso creo —respondí en un suspiro ronco.
—¿Cómo que "eso creo"? ¿Se lo has dicho al barbas?
Tampoco pude mirarle en esa ocasión.
—Creo que lo ha sabido cuando no aparecí esta semana. Ni la anterior.
—¿Estás de coña, no? —exclamó. Su voz se alzó unas octavas pero no del enfado, aunque por su expresión parecía que iba a acuchillarme en cualquier momento. Un verdadero temor empapó su voz—. Sabes que va a hacer hasta lo imposible por joderte la vida. La gente no deja de jugar hasta que él decide que lo hagas. Va a ir a por ti, a por todo lo que tengas, Bradley. Pensaba que...
—Ya lo ha hecho —susurré, deteniendo su sermón cuando sentí que el corazón se me rompía en tantos pedazos que no podría volver a unirlos nunca.
Me ardía la garganta y mis manos habían comenzado a temblar. Zev se quedó unos segundos más callado. Supe que estaba tratando de atar cabos sueltos, de buscar la respuesta en mi rostro apesadumbrado y lleno de dolor.
—El orfanato —dijo. No era una pregunta y yo no tuve que confirmar que era cierto.
Se dejó caer sobre el respaldo del sofá, como había hecho yo minutos antes de que llegara.
—¿Qué opinan los demás? —preguntó. Se refería a Amanda, a Liz, a Peter, a todos los que alguna vez habían sido y seguían siendo una familia para mí.
—Creen que ha sido por impago de cuotas. Están intentando buscar una solución.
—¿Y América? —Evité su mirada, pues eso era más fácil que sentir las lágrimas acumulándose en mis ojos y el dolor apretando mi pecho.
—¿Qué pasa con ella?
Percibí, incluso aún cuando no estaba mirándolo directamente, la mirada exasperada que me lanzó. Si hubiera tenido una sartén en la mano, estaba seguro de que me habría atizado con ella hasta que hubiera reaccionado. Por suerte, no había ningún objeto a su lado que pudiera utilizar para atacarme. Por desgracia, seguía teniendo extremidades y su mano me golpeó en la cabeza con tanta fuerza que sentí que me había convertido en un saco de boxeo.
—¿¡A qué ha venido eso!? —chillé sobándome la parte de la cabeza donde me había pegado y alejándome un par de centímetros de él.
Sus ojos me miraban furibundos. Aún así, un leve matiz de tristeza y preocupación seguían invadiéndolos. Me señaló con el dedo índice como una mama gallina que regaña a sus polluelos.
Yo era el polluelo.
—Deja de tomarme el pelo, idiota. Sabes a lo que me refiero —aseguró. Ambos lo sabíamos. Aplané mis labios buscando las palabras correctas que decirle. O esperando, más bien, a que él hiciera las preguntas porque yo era incapaz de contar toda la historia. No sin cabrearme conmigo mismo o llorar de la impotencia y la desesperación—. ¿Lo sabe todo?
Negué—. Solo una parte.
—¿Qué sabe?
Miré un punto fijo entre todos los papeles. Cualquier cosa era mejor que mirarle a la cara y ver la decepción teñirle la expresión.
—Sabe lo del orfanato. También sabe que trabajo para gente difícil.
—Para gente dificil —repitió, como si quisiera que aclarara aquel concepto.
Tragué saliva.
—No sabe que me gano la vida jugando al póquer —Inspiré profundo —. Y tampoco sabe que salir de ahí es como firmar mi sentencia de muerte.
Se quedó callado. No existían más palabras para seguir con aquella conversación. Estaba jodido, estaba lleno de mierda hasta las cejas. Había destrozado la poca felicidad que aún albergaba en mi vida. Lo poco que había conseguido formar tras habérmelo sido arrebatado. Una familia, un amor de madre, un amor de hermanos. Había tenido por unas efímeras semanas el placer de conocer lo que era el amor en todos sus posibles sentidos.
El amor de una madre que te besaría por la noches y te desearía unos buenos sueños para poder dormir. El amor de unos hermanos que se burlarían de ti pero que te amarían con tal locura que lucharía hasta con su alma. El amor de una novia que estaría a tu lado incondicionalmente, que besaría tus heridas y escucharía tus inseguridades, sin juzgarte, sin dejar de amarte.
Las ganas de llorar volvieron más fuertes que nunca. Tragué saliva tratando de disipar el escozor de mi garganta aunque sabía que solo se aliviaría llorando. Una lágrima escapó. Me fue imposible evitarlo y tampoco me importó hacerlo.
—El novio de Elizabeth —dijo Zev de repente.
Dejé las lágrimas a un lado y enfoqué mi atención en él. Mi rostro se arrugó en una mueca de confusión, sin entender.
—¿Qué pasa con él?
—¿Su familia es rica, no? Tiene dinero para dar y regalar.
Mi ceño se frunció aún más, si eso era posible. Endurecí la mandíbula.
—No le voy a pedir dinero al novio de mi hermana —repliqué.
Eso sí que no. Antes muerto que meter de por medio a más gente. Antes muerto que tener que confesar todo aquello a alguien de quien mi hermana estaba enamorada. Antes muerto.
—No creo que tengas otra opción, Bradley —Echó un vistazo al montón de papeles que cubrían la mesa y de los cuales no había sacado ni un mísero centavo—. Ese chico apenas notará ese dinero. Para esa gente es como un pellizco y ahora mismo lo necesitas. Lo necesitáis —recalcó.
Se levantó del sofá dejándome con la palabra en la boca. Dio por zanjada la conversación y cogió la mochila que había dejado tirada en el suelo al venir. En mi mente, buscaba todas las alternativas que me fueran posibles. Me frustraba ver que mi cabeza era un vacío oscuro de ideas inexistentes.
Maldije de todas las formas posibles y por haber.
Zev se volteó un segundo para observarme. Ni siquiera lo miré porque lo que vería en mis ojos sería la derrota pura y más cruel posible, una derrota tan enorme que no era capaz de mostrarle. No todavía al menos.
—Avísame cuando vayas a verlo.
***
A M É R I C A
Aquello era más difícil de lo que jamás me habría imaginado. El taxi nos dejó frente a un edificio de ladrillos rojos por la que sobresalía una escalera de incendios que, ya desde lejos, se veía oxidada y sucia. Parpadeé varias veces, tratando de dispersar las lágrimas que habían vuelto a la batalla más guerreras que nunca.
La entrada estaba enmarcada por un arco negro sobre el que se podía ver las letras que daban nombre a ese lúgubre lugar. Clínica St. Thomas. La saliva se quedó atascada en mi garganta. Sentí que el aire no llegaba a mis pulmones.
Estaba sucediendo. Finalmente, iba a suceder. Después de tantos años, despues de tantas lágrimas. Después de verlo caer y ayudarlo a levantarse, después de ver cómo se destruía. Si todo iba bien, no solo estaría cuando tocó fondo, sino también cuando logró salir de ese pozo del que no veía escapatoria.
A mi lado, una mano rozó la mía. Tal y como cuando éramos pequeños, sus dedos se entrelazaron con los míos. Les dio un apretón que hizo que mi pecho se encogiera en el acto. Tragué saliva. Mi mirada se desvío al chico a mi lado.
Su rostro era una mezcla de tantos sentimientos que me costó reconocerlos todos. Había recuperado un poco del peso que durante todos aquellos años lo habían estado consumiendo. Aún así, todavía se percibían las hendiduras de sus huesos en los pómulos y en su mandíbula de barba incipiente.
Pese a todo, nunca me había parecido más hermoso. Su cabello caía sobre su frente, rozando levemente sus largas pestañas, como si quisiera esconderse de todo lo que estaba por venir. En sus manos percibí el temblor al que el miedo le sometía. Ese fue el único gesto que hizo que supiera que tenía más pánico del que yo nunca llegaría a conocer.
Cuando se dio cuenta de mi escrutinio, giró su cabeza hacia mí. Como antes de que todo aquello ocurriera, sus labios esbozaron una sonrisa que aceleró los latidos de mi corazón. Sentí la esperanza invadir todas mis terminaciones nerviosas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que volvería a tener a mi mejor amigo de vuelta. Ese espectro que se lo había llevado durante tantos años, por fin comenzaba a disiparse, como si hubiera sido una simple y cruel sombra que le había arrebatado una luz que siempre le pertenecería.
—Cualquiera diría que la que vas a entrar allí eres tú —bromeó, con esa sonrisa que antaño solía destrozar todo rastro de cordura en mi ser.
Sonreí, aunque la sonrisa no llegó a mis ojos. Trataba de mantenerme fuerte. Por él. Porque ya lo estaría pasando lo suficientemente mal como para que yo encima le sumara otro problemas a su lista.
Sin embargo, mi garganta ardió y comencé a pestañear inútilmente. Las lágrimas no tardaron en aparecer y un sollozo resonó en mi boca a pesar de tratar de contenerlo. Solté su mano y me las llevé a la cara, tapándola de lo que creía que sería la peor versión de mí misma.
No sabía si lloraba de alegría o de dolor. Estaba inmensamente feliz de verlo al fin dar el paso para salir de todo aquello. Pero, por otro lado, me aterraba la idea de pensar que no lo superaría, que aquello sería demasiado para él como para poder soportarlo. La ansiedad se apoderó de mí, no solo por él, sino por cómo mi vida había dado un vuelco tan brusco y despiadado en las últimas semanas.
Sus brazos me rodearon y, lejos de calmarme, desataron toda la tormenta que se avecinaba sobre mi cabeza. Como si, de repente, todos mis esfuerzos por mantenerme serena y fuerte se hubieran perdido en una oscura cueva donde jamás podría recuperarlos.
Keane me apretó contra su cuerpo. Apoyó sus labios sobre mi cabeza. Noté que temblaba pero no supe decidir si era por mis sacudidas o porque él también lloraba. Derramé lágrimas hasta que sentí que mi cuerpo se había quedado completamente seco. La garganta me ardía y mis manos no paraban de dar espasmos en sintonía con el resto de mi cuerpo. Se me quedó un hipido propio de la congoja que tardé en controlar.
Para cuando quise darme cuenta, Keane se había separado de mí y me sujetaba por las mejillas. Sus ojos, húmedos por el llanto, me miraron torturados. Enjuagaron las lágrimas que, aunque pensaba que ya no quedaban, caían a raudales por mis mejillas.
—Estoy muy orgullosa de ti, Keane —susurré.
Necesité decírselo, darle ese pellizco de esperanza, de valor. Quería que supiera que, pese a todo, seguía teniendo esperanza en aquel chico que me regaló un enorme oso de peluche por nuestro aniversario o que, de pequeños, me embadurnaba en barro cuando había llovido y el jardín estaba repleto de enormes charcos.
Keane analizó mi expresión, buscando ese indicio de verdad en mis ojos, como si no pudiera creerme, como si no me creyera. Dejó un beso sobre mi frente que se extendió más allá de meros y estúpidos segundos. Para cuando volvió a enfocarme, su expresión era de repleto pánico pero con una determinación que me calmó por dentro. Confiaba en sí mismo y mi corazón se encogió frente a ese gesto.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó.
Descubrí entonces la razón por la que quiso que lo acompañara. La duda de que fuera la última vez. El temor de que hubiera perdido la esperanza en él y no quisiera saber de él después de aquello. El terror que lo consumía al pensar que me había cansado de todo aquello, de él.
Fui yo esta vez quien dejó ese beso sobre su frente. No tuve que alzarme mucho sobre mis pies. Su frente y la mía prácticamente se unían, como si ninguno quisiera que aquello terminara.
—Seré la primera en ver cómo sales por esas puertas y vendré a verte cuando estés dentro todavía —prometí, en sus ojos brilló una luz de alivio que derritío mis huesos—. No te vas a deshacer de mí tan fácilmente.
Una risa temblorosa escapó de sus labios. Me rodeó con sus delgados brazos y me sostuvo fuerte. Una última despedida antes de cruzar esas puertas llenas de promesas que cumpliría y sueños que alcanzaría.
—Gracias —susurró. Y eso fue suficiente para que terminara de abrazarlo con fuerza pues no sabía cuando volvería hacerlo.
—Te quiero, Keane. Siempre —murmuré.
—Te quiero, cariño —se alejó de mí, mirándome a los ojos con un amor que me recordó a cuando éramos unos niños—. Siempre.
***
Buenas noches, hermosos míos.
Espero que los esté tratando bien el fin de semana. Yo llevo todo el día estudiando y, aunque no he terminado, durante la semana he podido escribir este capítulo y no quería no subirlo. Ojalá esta semana también pueda escribir el cap de la semana.
Aún así, ojalá os haya gustado. Estamos en la recta final, apenas quedan 5 capítulos más. Me gustaría saber qué pensáis hasta ahora. Valoro muchísimo vuestra opinión.
Besos y XOXO,
NHOA <3<3<3<3
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