
T R E I N T A Y O C H O
Aquello era lo último que me quedaba pendiente. El recuerdo de mi padre brotó en mi mente. Había ido a visitarlo hacía unas horas. Necesitaba a alguien con quien vaciar toda esa angustia que quemaba en mis venas y ardía en mi garganta. Mi padre siempre había sido mi primera opción. Le expliqué hasta el último segundo de los meses más caóticos y hermosos de mi vida. Cuando acabé, se sintió como todas aquellas veces que nos sentábamos en la mesa del salón, con las piernas cruzadas como dos indios, comiendo comida tailandesa del puesto de la esquina mientras mamá tenía una de esas cenas semanales con sus mejores amigas de la infancia.
El recuerdo envió una punzada de añoranza. Lo único que logra mitigarlo es la cálida sensación de paz florece en mi pecho. Desahogarme con él fue un soplo de aire fresco en la vorágine de sentimientos de estos últimos meses. Fue como volver a revivir, como si no me hubiera dado cuenta de lo vacía que estaba hasta que no se lo dije. Sentí su mano en mi hombro, su tierno beso sobre mi cabeza y sus dulces palabras de consuelo, incluso cuando ya no estaba, incluso cuando solo podía imaginar que estaba a mi lado, pasara lo que pasara.
Tragué saliva, armándome de un valor que no tenía. Frente a mí, se alzaba la casa de mi infancia y adolescencia, donde había pasado los días más felices, pero también los más duros. Miré al cielo, pidiéndole a papá que me diera esa fuerza que trataba de encadenar a mi lado pero que cada vez era más fuerte y tenía más ansias de escapar.
Un paso tras otro. Un atisbo de valentía tras otro, recogiéndolos en pequeñas piezas hasta llegar a la imponente puerta que parecía tirarse sobre mí. Llamé al timbre, reconociendo la voz de mi madre avisando de que llegaba al segundo timbrazo.
Abrió la puerta con ímpetu, una cordial sonrisa rellenando sus carnosos labios. Su gesto se evaporó al verme. Frunció el ceño con preocupación. Mi cara debía ser un cuadro. Se acercó a mí y sostuvo mi barbilla, inspeccionándome.
Hacía menos de dos horas que había ido a ver a papá. Pensaba que ya había llorado bastante como para cubrir el mes entero pero mi cuerpo siguió sorprendiéndome y, más pronto que tarde, un sollozo escapó de lo más hondo de mi garganta. Me envolvió en sus delgados y reconfortantes brazos. Busqué refugio en ellos, casi como un instinto de supervivencia. Su abrazo desató tanta desesperación que tuve que abrazarla tan fuerte como pude porque sentía que desfallecería.
—Dios mío, cariño. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —preguntó de carrerilla. Sus manos se movían, frágiles, por mi espalda y mi cabello, asegurándose de que no había ninguna herida física palpable o a la vista.
Un par de lágrimas más se deslizaron por mis mejillas. Siempre quedaban suministros para unas cuantas lágrimas más. Me reprendí a mí misma por seguir así, por dolerme tanto el corazón que sentía que nada era suficiente.
Mamá me cogió por los hombros delicadamente, como si temiera romperme. No era consciente de que ya me sentía rota. Sus ojos, enrojecidos, terminaban de dar forma a su rostro colmado de preocupación. Me preguntó con la mirada. Vi su mente maquinar en todos los escenarios posibles.
—Estoy bien —respondí con la voz ahogada por las lágrimas. Todo lo bien que se podía estar cuando sentías que te ahogabas. Ambas nos merecíamos tener una conversación—. ¿Puedo... —Carraspeé, con la voz ronca y pastosa— ¿Puedo hablar contigo?
Mi madre sonrío e, incluso tras esos ojos hinchados por el temor, me pareció la mujer más hermosa del mundo.
—Por supuesto, mi amor.
Uno de sus brazos me rodeó por los hombros y me pegó a ella. Juntas, nos dirigimos hacia la cocina. Ese era uno de los sitios que le encantaban a mamá. Mientras que papá me invitaba a comida tailandesa y a una película en el salón, mamá me llevaba hasta la cocina y me preparaba un té con leche y un terrón de azúcar. Si la semana había ido bien, incluso nos atrevíamos a comprar unas pastas. Pasábamos casi toda la tarde apalancadas allí hasta que papá llegaba del trabajo y nos daba un beso a ambas antes de recordarnos lo mucho que nos amaba.
Se volvió una rutina. Nunca me había dado cuenta de lo importante que era aquello hasta que papá murió y lo que era una rutina se convirtió en un momento ocasional, casi espontáneo. Cada vez que mamá y yo volvíamos a tener alguna de esas tardes, las atesoraba en mi memoria con un pánico enorme a que fuera la última.
Me animó a sentarme en la mesa de la cocina mientras ponía a calentar la tetera. Sacó dos tazas del armario y puso un terrón en la mía y la mitad de otro en la suya. Mientras se movía por la cocina, mi mente no dejó de recrear la conversación en mi cabeza. Aunque se lo había contado a papá hacía nada, contárselo a ella era como olvidarse de todo lo que has estudiado para un examen y tener que recurrir a la lógica para sacarlo adelante.
Buscó en los armarios y en la nevera algo para comer. Al final, se decidió por un par de cruasanes que dejó silenciosamente sobre la mesa. Me sonrió, compasiva, cuando nuestros ojos chocaron. No conseguí devolverle más que una sonrisa ladeada que apenas creí que notaría. Alzó una de sus manos para sostener mi barbilla y acarició con su pulgar mi mejilla. Cerré los ojos cuando se acercó y dejó un sonoro beso sobre mi cabeza.
Sentí una punzada de cariño en el corazón. Ese amor que solo una madre o un padre podía darte. Ese que te daba seguridad y confianza, que te hacía sentir querida, la niña más hermosa y amada del planeta tierra.
Se volteó para servir el agua caliente en ambas tazas para después dejar dos bolsitas de té negro en cada una de ellas. Sacó la leche de la nevera y la dejó sobre la mesa, tal y como nos gustaba. Té hirviendo, leche fría. ¿Resultado? Un té con leche templado que mi garganta agradeció infinitamente.
No dijimos una palabra al dar los primeros sorbos de ese té. Aquello era algo que también formaba parte de la antigua rutina. Permitirnos saborear la exquisitez de aquel momento para después disfrutar de la dulzura de una conversación madre e hija.
—Keane ha entrado en un centro de desintoxicación.
Mis palabras la hicieron detener sus manos, que sostenían la taza. Me miró boquiabierta, con los ojos abriéndose tanto que me recordó a un cervatillo deslumbrado por las luces de un coche en una noche de espesa oscuridad.
No supo qué decir, boqueó con la voz perdida en algún lugar de aquella casa. Con manos repentinamente temblorosas, dejó la taza sobre la mesa, mirándome espantada. Seguí para ahorrarle el mal trago y porque necesitaba soltarlo todo de carrerilla o me acobardaría. Aquello era algo que debía haber hecho hace mucho tiempo.
—Él... él no está bien. Desde poco después de que papá muriera, comenzó a juntarse con gente... conflictiva, que no le hacían bien.
—Pero su madre es drogadicta —Esa palabra me oprimió el pecho. Keane también lo era y esa forma de decirlo tan despectiva, tan obvia, me rompió el alma.
—Intenté detenerle, te juro que lo intenté, mamá —prometí. Se me rompió la voz. El té dejó de tener ese efecto milagroso de sanación y la herida había vuelto a arder. En mi pecho necesitaba justificar el no haber estado lo suficiente a su lado como para haberlo frenado a tiempo.
Antes de darme cuenta, mi madre estaba acuclillada frente a mí. Con sus pulgares acarició las lágrimas que caían por mis mejillas sin freno.
—Mi amor, tú no tienes la culpa de nada.
Quise creerla, pero en mi pecho sentía que había fallado a mi mejor amigo. Había sido tan egoísta por escuchar solo lo que yo tenía que decir que no me había parado a pensar en lo que otros podían necesitar. Estaba tan dolorida y triste por papá que no me fijé en que estaba dejando de lado a otra persona que también quería y que estaba viva.
—Keane comenzó a comportarse diferente —dije, tratando de alejar aquellos pensamientos de mi cabeza. Sentí que volvía a respirar, aunque fuera un poco—. Al principio lo dejé pasar, pero después comenzó a ser más brusco. Estaba drogado y al día siguiente ni siquiera lo recordaba. Me besaba cuando le pedía que no lo hiciera, venía a casa cuando no quería verlo. Llegó un momento en el que llegó a ser asfixiante y yo... Sabía que era por las drogas, sé que era por las drogas. Y lo alejé todavía más de mí.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó. No lo dijo recriminándome algo a mí, sino recriminándoselo a sí misma. Enfoqué la vista en ella a través de las lágrimas para percatarme de que ella también estaba llorando. Desplacé la vista, incapaz de ver que le estaba haciendo daño.
Retiré mis lágrimas a sabiendas de que en pocos segundos volverían.
—Ni siquiera podías escuchar el nombre de papá sin huir de mí. Te recuerdo tanto a él que apenas puedes sostenerme la mirada —inspiré hondo, hipando—. Y no es culpa tuya. Yo... —tragué saliva, sin poder mirarle a los ojos—. Supongo que no quería que te sintieras peor. No quería ser una carga.
—Cariño —susurró, su voz sonó rota. Se alzó del suelo y, al instante, sus brazos me arrullaron.
Un sollozo escapó de mis labios, volviendo a ser aquella niña que lloraba por las noches temiendo que un monstruo saliera de debajo de la cama. Mi madre fue de nuevo la heroína que ahuyentaba mis demonios, que me amaba tanto que su luz era capaz de abatir la oscuridad, el miedo y el dolor.
—Nunca serías una carga, cielo. Siento muchísimo que te hayas sentido así. He estado tan ocupada en mí misma que no me he dado cuenta de lo mucho que sufrías —Escuché su corazón latir acelerado y no supe distinguir realmente si era el suyo o el mío—. Si tan solo me hubiera fijado un poco más...
—No dejé que lo vieras, mamá.
Asintió con la cabeza soltando un suspiro agitado, pero ni eso pareció convencerla realmente.
—Dime por lo menos que alguien estuvo a tu lado —murmuró con el pánico acechando en cada una de sus partículas.
En mi mente, recreé sus gestos. Su sonrisa socarrona, sus pecas imperceptibles en la oscuridad pero que brillaban como mil estrellas en cuanto un rayo de luz se abría paso en la mañana. Su cabello rubio, por el que tanto amaba pasar mis manos y desenredarlo porque siempre estaba lleno de pequeños nudos.
Sonreí, con el corazón encogido en el pecho. Bradley también tenía problemas que resolver, batallas que ganar, pero jamás me arrepentiría de sus besos, de sus palabras, de sus visitas improvisadas cuando el mundo se me caía encima, de sus brazos sosteniéndome cuando iba a caer y su manera de impulsarme para levantarme por mí misma, para luchar por mí y por nadie más.
Lo amaba. Lo echaba tanto de menos y lo amaba tanto que creí que no era humano sentir tanto.
—Conocí a alguien —murmuré, tras una pausa en la que nuestras respiraciones se calmaron. Incluso en la distancia, Bradley era capaz de calmar mi corazón y sacarme una sonrisa. Mi madre se alejó, con una pequeña sonrisa formándose en sus labios cuando vio la mía—. Se llama Bradley. Ha estado conmigo todo el tiempo.
Se llevó con sus pulgares las lágrimas de mis ojos y su sonrisa se agrandó al oírme.
—¿Podré agradecerle algún día?
Bajé la mirada. Ojalá. Lo deseaba tanto que dolía.
—No lo sé —susurré, porque no sabía qué sucedería, no sabía cuándo volveríamos a encontrarnos y si habríamos sanado lo suficiente como para volver a estar juntos.
Mi madre asintió porque, aunque mi vínculo con mi padre era más fuerte, ella siempre había sabido cuándo las palabras no salían. Era capaz de entenderme sin hablar, solo con una mirada, con un gesto, con una sonrisa dolida.
—Te amo muchísimo, cariño.
* * *
Llevaba casi una semana sin ver a Liz por el instituto. Ni siquiera me cogía el móvil cuando la llamaba y me contestaba a los mensajes tras varias horas. Necesitaba hablar con ella. Sabía que había discutido con Thiago, sabía que lo habían dejado y yo necesitaba que ella estuviera bien, quería recuperar a mi amiga.
Puede que también me ayudara a despejarme de la tormenta de emociones de los últimos días. Después de hablar con mi madre, había estado a punto de llamar a Bradley. Fue como un acto reflejo. Salí tan feliz de aquella conversación que lo primero que se me vino a la mente fue contárselo a Bradley. Ni tan solo lo pensé, simplemente era como un acto cotidiano del que no me había fijado nunca.
Se sintió horrible coger el móvil y recordar que ambos estábamos sanando, que habíamos roto y que todavía nos quedaba un largo camino por recorrer. Yo estaba comenzando a unir las piezas de mi desordenada vida y él estaba arreglando las partes perdidas y dañadas de la suya.
Por eso, me pareció bien que, tras una intensa jornada de clases y trabajos, echara una mano a una rubia que parecía estar igual o peor que yo. No sabía si Bradley le habría dicho que nos habíamos separado, pero no quise pensar en ello cuando abrí la puerta de su apartamento con las llaves que un día cualquiera me prestó.
La oscuridad llenó cada rincón del lugar. De no ser porque un rayo de luz se colaba por el dormitorio de Liz, habría pensado que allí no había nadie. Su cuerpecito estaba tapado por una colcha enorme, incluso su cabeza estaba bajo las sábanas. Un suave moqueo fue lo que necesité para acercarme a ella, fingiendo estar molesta.
—¡Ya me he cansado, Isabella! —le grité por su segundo nombre sabiendo lo mucho que lo odiaba.
No necesité sacarle las sábanas de encima. Ella misma se levantó de un salto y se llevó la mano al pecho, recuperándose del sobresalto. Me miró como miraría un adolescente a su madre después de decirle que no puede salir de fiesta. Iracunda.
—¿Qué narices te pasa?
Me crucé de brazos. Si ella iba a mostrarse como un octogenario amargado, yo podía comportarme como una amiga molesta tratando de recuperar a quien una vez mostraba tantas sonrisas que podían descongelar el Ártico.
—Nada —respondí con sarcasmo, alargando más de lo necesario las palabras. Me moví recogiendo las sábanas que, incluso desde aquella posición, olían tan mal que me dieron arcadas. Le dirigí una mala mirada, debatiéndome entre zarandearla o hacerle limpiar la habitación—. Más te vale que cuando venga estés metida en la ducha y tarareando una canción alegre, Isabella —Agarré bien las sábanas y la miré furibunda cuando se disponía a replicar—. Se te ha acabado ser miserable.
Si las miradas mataran, la suya ya me habría enterrado sin funeral siquiera. Con todo el orgullo que fue capaz de sostener (teniendo en cuenta que llevaba un pijama rosa de ositos), arrastró sus pies hasta el baño. Se detuvo antes de entrar.
—No me llames así, Rose —murmuró, sabiendo que aquel era también mi punto débil.
Proferí un insulto antes de que ella, con una sonrisa ladeada triunfante, se encerrara en el baño. Negué con la cabeza, imitando su sonrisa. Por lo menos, había conseguido que saliera de la cama. No quería saber cuántas horas llevaría allí, recreándose en su desgracia.
Llevé las sábanas a la cocina para meterlas en la lavadora y activar el programa. Lo puse una hora. Seguramente me demoraría en su apartamento lo suficiente como para tenderlas si ella no estaba por la labor. Apenas eran las seis y hacía un día tan soleado que se secarían enseguida.
Cuando volví, con la intención de recoger los pañuelos que se abrían paso por el suelo como una alfombra roja, vislumbre un móvil encendido y el sonido de una canción que provenía de la cama. Lo cogí rápido y llamé a la puerta del baño con ímpetu.
—¡Isabella! ¡Te están llamando!
Liz salió enseguida, encharcando todo a su paso. Pude ver en su rostro lo irritada que estaba. No podía negar que me divertía aquella situación. Al menos, comenzaba a olvidarme un poco de los problemas que llevaba a mis espaldas. Aunque sonara egoísta, enfocarme en los problemas de los demás siempre me resultaba mucho más fácil.
—¿Mandy? —llamó. Me tensé y escuché expectante, con el corazón latiendo acelerado en mi pecho. Recé para mis adentros porque todo estuviera bien. En mi mente resurgió el recuerdo de un rubio que podría estar sufriendo un ataque de ansiedad como la última vez. Mi instinto quiso que recogiera mis cosas y me fuera a verle, pero mi parte más pausada me instó a quedarme donde estaba. El miedo y la angustia se adueñaron de todos mis sentidos.
Elizabeth hablaba. Decía tan pocas palabras que apenas entendía el hilo de la conversación. En la línea contraria, sin embargo, escuchaba a Mandy parlotear como un loro, sin cesar. Elizabeth la instó y, cuando imaginé que Amanda había terminado de hablar, me acerqué a ella.
Estaba paralizada. Moví una de mis manos frente a sus ojos para sacarla de aquel trance. Cuando enfocó su mirada en la mía, sus ojos llenos de lágrimas me devolvieron la atención. Me puse en el peor de los escenarios. Se sentó en la cama, como si no pudiera soportar seguir de pie, como si se fuera a caer en cualquier momento. La imité.
—¿Thiago? —Fruncí el ceño, sin entender a qué venía aquel tema de conversación—. ¿Amanda? Necesito colgarte, ¿puedo llamarte luego? Necesito procesar todo esto —susurró. A pesar de que trató de que sonara como una broma, supe por su mirada que estaba tan perdida como yo me sentía en aquel momento.
El mundo se me cayó encima. No dejaba de pensar en Bradley, en lo que estaría pasando, sintiendo. Unas ganas irrefrenables de huir de aquella habitación me dominaron, pero logré superarlas y acercarme a Liz. Porque ella también sufría y sufría solo y únicamente para sí misma, como si nadie más pudiera ayudarla.
—¿Malas noticias? —pregunté, con el miedo calando cada sílaba, cada letra.
—Thiago ha pagado la fianza —murmuró, aunque no sé si se lo dijo a sí misma o me lo decía a mí. Pegué un brinco saltando de la cama, la sonrisa en mis labios reapareció. El corazón me latió acelerado mientras
—¿Qué estás haciendo aquí, entonces? —apuré. Solo pensaba en que ella tenía que agradecerle a Thiago. Estaba segura de que la inseguridad y el impacto de la noticia habían hecho de ella un trapo fácil de moldear y era mi oportunidad para darle el empujón que necesitaba para que saliera de ese torbellino de tormentos. Ambos lo necesitaban, ambos se amaban y no entendía cuál era la razón por la que no podían seguir junto. Pero la rubia no se movía—. ¡Lárgate de aquí, Liz! —grité, más de lo que me habría gustado, si soy sincera.
Por fin salió del trance. Levantó la mirada y una enorme sonrisa comenzó a curvar sus labios. Sonreí de vuelta agradeciendo volver a tener a mi amiga de nuevo a mi lado. Se movió por el apartamento buscando algo. Rodé mis ojos, exasperada, y la empujé fuera.
—¡Sal ya de aquí! —le recriminé, agitada. Estaba segura de que buscaba sus llaves para cerrar el apartamento—. Dejaré las llaves debajo del felpudo en cuanto salga, pero tú —hice énfasis en la última palabra— vas a recuperar a tu chico.
Se volteó para verme. Una dulce sonrisa curvó sus labios. Sus poco a poco recuperaban ese brillo que llenaba de calidez hasta el más oscuro y frío escenario.
—Muchas gracias, Mery, de corazón.
Sonreí antes de darle el último empujón para tirarla al rellano. A pesar de que mi corazón supuraba ternura, me armé de valor para no darle importancia y sonreír como una enana.
—¡Déjate de cursilerías, Isabella! Tienes un chico al que besar.
Bajó por las escaleras tan rápido que apenas la vi. Lo que sí percibí fue la enorme sonrisa que curvaba sus labios. Era imposible no verla.
Cerré la puerta de su apartamento. El móvil vibró en el bolsillo trasero de mi pantalón. Lo primero que vi fue la pantalla de bloqueo, con esa foto que Bradley y yo nos hicimos en el mercadillo donde me regaló aquel hermoso cuadro que todavía colgaba de las paredes de mi apartamento. La sonrisa se tambaleó, aunque traté de mantenerla.
Un mensaje entró. Era Liz.
Creo que tú también tienes asuntos que resolver. :)
Suspiré, sabiendo que lo mío era mucho más difícil de conseguir. No sabía si estaba preparada. No sabía si él estaba preparado. No sabía si algún día llegaríamos a estarlo.
No habían pasado ni tan solo dos minutos desde que Liz se fue cuando escuché el timbre de la casa sonar. Negué con la cabeza con una pequeña sonrisa asomando mis labios. Seguro que Liz había olvidado algo. Esa cabra loca siempre hacía lo que fuera para alargar el tiempo como fuera.
Fui directa a la puerta. La abrí sin siquiera prestar atención a si realmente era ella. Un error garrafal.
—¿Se te ha olvidado al...?
Me callé. Porque no era Liz. Sino Bradley.
(***)
Chan chan chaaan
Bueno, espero que os haya gustado y pronto estará el siguiente. No quería demorarme mucho en subirlo porque solo me falta el epílogo pero no quería subirlos todos de golpe y después tardar un siglo con el epílogo. De todas maneras, ya está todo en el horno. Ahora solo falta degustar JAJAJAJA
Otra cosa, estaré activa estos días por twitter y me encantaría escuchar vuestras opiniones del cap <3 (el usuario es: @Nhoa20021, por si quieren comentar por allí también). Intentaré volver a Instagram también en cuanto recuerde la contraseña >.<
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