
T R E I N T A Y C U A T R O (parte II)
No tenía ni la más mínima idea de lo que me encontraría al llegar a su apartamento. El corazón latía desbocado en mi pecho. Juraría que se me saldría la garganta. Tuve que tragar saliva en más de una ocasión para disuadir la bola de fuego que arrastraba en mi garganta.
El mensaje de Elizabeth me asustó más de lo que yo misma quise reconocer. El hielo cubría de escarcha mis manos y temblaba, sacudiéndose y encogiéndose de miedo. A pesar del calor de aquella noche, mi cuerpo se congelaba por segundos.
Tenía miedo. Estaba atemorizada.
Keane estaba en el hospital. Bradley y yo nos habíamos dado un tiempo, tratando de entenderme y de entendernos. Y, por si fuera poco, Liz me llamó, aterrorizada, porque creía que le había pasado algo a Bradley.
¿Qué le había pasado?¿Qué ha sido tan importante como para que Liz no pueda ir a ver qué le pasa y no sea capaz de decirme por qué cree que algo anda mal? ¿Por qué demonios tenía que suceder todo el mismo maldito día?
Una pregunta tras otra, misiles bombardeando sin descanso, arrasando hasta el último centímetro de racionalidad que atesoraba. Cuando llegué a la puerta de su apartamento, las dudas todavía no habían encontrado su respuesta. Mi respiración se aceleró por el miedo y la expectación. ¿Debía tocar a la puerta o era mejor si utilizaba las llaves que Bradley me prestó?
Acerqué la oreja a la puerta, con delicadeza para no hacer mucho ruido. A lo mejor había salido o estaba durmiendo. Opté por utilizar las llaves pues no estaba segura de si podría estar dormido y no quería despertarlo. Liz me había llamado hacía media hora, no tenía ni idea de cómo había llegado en tan poco tiempo teniendo en cuenta que no tenía medio de transporte y me había pateado casi seis manzanas para llegar hasta aquí.
El abrigo pesaba quinientas toneladas sobre mis hombros. Puse la llave en la cerradura, preparándome para lo peor. No sé si me sorprendí o me lo esperaba, la casa estaba sumida en una escalofriante oscuridad, en un eterno silencio. Un escalofrío me recorrió de la cabeza hasta la punta de los pies.
Abrí completamente la puerta. Mi boca se abrió en sincronía cuando mi vista reparó en el demoledor paisaje que se destapó ante mí. Un desastre absoluto en cada pulgada de la sala. Vasos hechos añicos, platos rotos en mil pedazos, un corazón tan quebrado que parecía unirse a aquel dolor.
Ahogué un sollozo llevándome la mano a la boca. Frente a mí, bajo una tenue luz dorada, un cuerpecito encogido temblaba de angustia en una esquina. Las lágrimas empañaron mi visión, pero tuvieron suficiente tiempo como para atisbar un pedazo de cristal aferrado a una de sus manos, a unos dedos que sangraban ligeramente.
Sus piernas estaban dobladas, su pecho pegado a ellas. Tenía las manos sobre la cabeza, con una de ellas sosteniendo su cabello como si quisiera arrancarlo. Como si supiera que, puesto que no podía arrancarse el alma, podría sustituirlo por otra cosa.
Aquella imagen se caló tan hondo en mi mente que, por unos instantes, no supe cómo respirar, cómo moverme, cómo vivir. Creía estar viéndolo todo a través de una pantalla, como ver una película sabiendo que no puedes meterte dentro para hacer las cosas a tu manera. Me sentí fuera de mí misma, fuera del mundo y, sobre todo, tan lejos de él que creí no poder alcanzarlo nunca.
Moqueé, con las mejillas empapadas por la congoja. El sonido pareció alertarlo pues levantó la cabeza, enfocándome también a través de sus lágrimas. La respiración se quedó atorada en mi garganta. Todo un universo de dolor dominó su risueña mirada. Abrió la boca, lo suficiente como para darme cuenta de lo difícil que era para él aquel simple gesto.
Escuché mi corazón romperse. Pedacito a pedacito.
—¿América? —preguntó, como si fuera un sueño, como si no pudiera creerse que estuviera allí.
—Estoy aquí, amor —susurré, la voz rota en mil pedazos. Me acerqué a él lo suficiente como para tener que acuclillarme. Acerqué mi mano a su rostro, acariciando su piel húmeda por las lágrimas, sus labios temblorosos por el llanto. Sus ojos se cerraron ante mi caricia, como si fuera el consuelo en un mar de dolor.
—¿Qué... —Su voz sonó ronca. Como si llevara siglos sin hablar, años sin dejar de llorar—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Lo miré durante los segundos más largos de mi vida. Cada pestañeo, cada palabra pronunciada por sus labios cortados, cada movimiento estaba cargado de una tristeza que me arrancó el corazón del pecho.
Tragué saliva, ordenando a mi voz a trabajar.
—Liz me ha llamado. Estaba muy preocupada por ti —confesé. No le dije que yo también estaba cagada de miedo en aquel instante, que tan solo deseaba ponerme a su lado y abrazarlo hasta que nos quedáramos sin aire en los pulmones.
No lo hice porque no sabía en qué punto estábamos en aquel momento. No lo hice, porque yo había sido la que le había pedido tiempo y ahora me había plantado en su casa sin saber qué demonios hacer. No lo hice, porque era lo bastante insegura como para pensar que me apartaría de su lado en cuanto llegara a él.
Una risa cínica salió de sus labios. Dejó de observarme para echar un vistazo a su alrededor. Me quedé plantada en el mismo sitio hasta que volvió a enfocar mi rostro arrugado por la congoja.
—No debería estarlo. Debería odiarme, no merezco que se preocupe por mí.
Fruncí el ceño, percibiendo como un pequeño rayo de luz se filtraba a través de la oscuridad de la noche. ¿Aquello le hacía sentir mejor? ¿Saber que estaba a oscuras, como si estuviera en el mismísimo infierno?
—¿Por qué iba a odiarte? Liz te quiere como a un hermano, Brad, por supuesto que va a cuidar de ti. Siempre.
—Si supiera todo lo que he hecho, me odiaría. Hasta yo me odio, ¿cómo demonios no va a odiarme alguien?
Eché un vistazo al cristal entre sus dedos, acercándome lentamente a él. Las dudas impregnaron mi cabeza y no me dejaban hablar. Sentí la garganta en carne viva y mis mejillas no terminaban de secarse para cuando las lágrimas volvían a cubrirlas de dolor.
—¿Por qué dices eso? No... —Tragué saliva, tratando de buscar alguna pizca de bondad en sus ojos—. Eso no es verdad.
Pese a todo lo que ha pasado, pese a todo lo que nos ha pasado, mi corazón seguía y seguirá creyendo que es la persona más increíble que ha entrado jamás en mi vida. Estaba segura de que a mi padre le habría encantado conocerlo, le habría tratado como al hijo que nunca tuvo.
De nuevo, esa sonrisa amarga emergió en sus labios. Se levantó del suelo con una agilidad que me impulsó hacia atrás. Conseguí estabilizarme y ponerme de pie hasta estar a una altura más o menos igual. La garganta se me cerró con terror al verlo moverse con aquel cristal entre sus manos, esa sangre seca cubriendo su piel.
—Soy la peor mierda que ha pisado este mundo. La he cagado. La he cagado con todo, América. Soy un puto egoísta. Un imbécil. Un idiota. Un...
—¿Qué demonios estás diciendo, Bradley? —No se me escapó la manera en la que dijo mi nombre, tan enfadado consigo mismo que ni siquiera se percató de que no había utilizado ese mote que tanto fingía odiar. Habría dado lo que fuera por no escuchar mi verdadero nombre salió de entre sus labios. Tampoco se me pasó por desapercibida la manera en la que se movía, como un león enjaulado.
—No seas ilusa, América. Sabes de lo que hablo. Por eso me has dejado, por eso he tirado por la borda a la única familia que me quedaba. Sabía que terminaría haciéndolo porque así soy yo. No sé hacer nada bien, solo sirvo para destruir. Los he destruido a todos.
Se pasó las manos por la cara, luego se sacudió el pelo. No dejé de observar en todo momento el cristal en sus manos. Las heridas volvieron a abrirse por la presión que ejercía sobre él. La sangre comenzó a brotar de nuevo.
Era tal el dolor en sus palabras, que me ahogaba. La presión en mi pecho era tan fuerte que creí que se me haría un agujero, me dejaría sin alma. No me quería ni imaginar cómo se sentiría él.
—No has destruido a nadie. Tú... —"Nos has salvado a todos", quiero decir, "tu amor nos ha salvado a todos".
Pero no me da tiempo a decírselo. En dos pasos se planta ante mí. Sus ojos colmados de odio y asco hacia sí mismo.
—¡Los he mandado a todos a la calle, América! El puto orfanato se va a ir a la mierda por mi culpa, joder. Te he hecho daño a ti, les he hecho daño a ellos. ¿Cómo cojones sigues creyendo que no soy un jodido monstruo? No soy mejor que ninguno de ellos.
—¿Quiénes son ellos? —pregunté. Sus ojos, ardiendo en llamas, me miraron. La duda se agrietó por un resquicio en esas pupilas negras, sin vida. El debate llegó a su fin antes de que pudiera siquiera tocar su brazo, hacerle sentir que estaba allí.
—Ellos son la razón por la que te he dejado tirada tantas veces. Ellos son los que han destrozado el orfanato, quienes los han tirado como si fueran basura. Ellos...
—Ellos no eres tú, Bradley.
De nuevo, la furia se desató en su interior.
—¡Sí lo soy! ¡Sí lo soy, joder! —El cristal se hundió con más fuerza entre sus manos. El miedo sabía a sangre y cobre, matándolo poco a poco. Matándome a mí con él—. ¿Por qué otra razón habrías roto conmigo sino? —Resopló, la amargura en su tono era un ácido que desintegraba mi garganta—. Te has dado cuenta de que soy un mentiroso. Un traidor egoísta. Un cobarde. ¿Quien querría estar con alguien así? ¿Quién querría estar con alguien como yo?
Por cada palabra de sus labios, un paso me acercaba más a él. Sus ojos taladraban mi rostro, buscando alguna prueba de confirmación en mi rostro. Buscando que le dijera que tenía razón, que era la persona más horrible que yo hubiera conocido en mi vida.
—Merezco estar solo, morirme solo. Pudrirme en la tumba, solo. Por lo menos, así, no haré daño a nadie.
Era un lobo enjaulado, luchando por liberarse del odio y la rabia hacia sí mismo. O peor aún. Por sucumbir ante ese asco, ese desprecio, para sentir que al menos estaba haciendo algo bien. Aunque fuera contra sí mismo. Aunque lo matara lentamente, como una enfermedad que se apodera poco a poco de cada parte de su cuerpo.
Convertí mis labios en una fina línea. Había sobrepasado los límites. La agonía que sentía por cada una de sus palabras era incomparable a cualquier cosa, sobrepasaba lo mínimamente humano. Jamás había sentido tanta impotencia, tanta necesidad por hacerle saber que él era la mejor cosa que me había pasado desde que mi padre murió. Desde que mi corazón dejó de sentir, hasta que él entró en mi vida, hasta que me hizo vivir.
—Escúchame esto, Bradley. No pienso aguantarlo, no pienso soportar cómo te pudres en esta mierda —Sus ojos me miraron sorprendidos, no solo por el tono de mi voz, duro y firme, sino por mis palabras, tan crueles y directas, llenas de malas palabras que pocas veces habían pronunciado mis labios—. No voy a soportar ver cómo te odias cuando lo único que has hecho ha sido amarnos. Amarnos por cada suspiro, por cada abrazo, por cada beso.
—El amor no te salva de vivir en la calle.
—El amor, Bradley, es capaz de cruzar cualquier límite. El amor salvó a Liz de caer en una depresión con apenas ocho años cuando llegó al orfanato por primera vez. El amor ha salvado a Amanda de morir de estrés por tener que cuidar de más de cincuenta niños ella sola durante años. El amor ha salvado a Peter, a Scott, incluso a tí —Estaba quieto, rígido. Miraba cada centímetro de mi rostro, buscando la mentira entre mis rasgos, cada vez más cercanos, cada vez más cerca de él. El cuerpo me ardía al sentirlo prácticamente pegado a mí, tan cerca que solo bastaría recorrer unos centímetros para tocarlo, para besar sus labios, recorrer sus brazos con las yemas de mis dedos—. Tu amor me salvó, Bradley. Yo...
Te amo, estuve a punto de decir, te amo por lo que eres, te amo porque tú eres todo lo que está bien en este mundo. Pero me detuvo.
—Ni se te ocurra —advirtió. Sus ojos se fundieron con la rabia, como si no soportara que esas palabras salieran de mis labios.
Una punzada de dolor me recorrió de pies a cabeza, aniquiló cualquier rastro de calidez que había sentido mientras pensaba que lo recuperaba, que volvía a tener entre mis brazos a mi chico de cabello rubio como el sol y sonrisa socarrona. Las lágrimas se anegaron en mis ojos aguardando el comienzo de una batalla que conducía al fracaso.
—¿Por qué te cuesta tanto verlo? ¿Por qué te cuesta tanto aceptar que te...?
Sus labios se estrellaron contra los míos. Callando mis palabras, callando mis sentimientos. El dolor barrió cada rastro de cordura. Sus manos se aferraron a mis muslos, alzándome para que lo rodeara con mis piernas. Nos convertimos en una maraña de besos, arañazos, mordiscos, tirones de pelo.
La guerra por el poder, la guerra por descubrir quién era el primero en sucumbir al otro. Era una batalla que estaba dispuesta a ganar, aunque la angustia y la impotencia cargaran contra mí, debilitándome. Era capaz de luchar por él, de destruirme a mí misma si hacía falta con tal de salvarlo de aquel tormento, de aquella destrucción contra sí mismo.
Sus dientes retuvieron mi labio inferior, mordisqueándolo hasta que se me escapó un gemido desde las profundidades de mi garganta. Tiré de su cabello hacia atrás. Mi cuerpo quedó de pronto sometido a la presión de una dura pared detrás de mí. El peso de sus caderas sobre las mías con el impacto envió un torrente de placer por todo mi cuerpo. Jadeé al mismo tiempo que su voz se convertía en un gruñido que encendió cada partícula de mi cuerpo.
Tiré de su cabeza hacia atrás cuando sus labios se volvieron más frenéticos, más duros y exigentes. Miré sus ojos, divisé cada pequeño sentimiento que estos tenían para ofrecerme. Por un momento, pensé que había encontrado a mi chico, acurrucado en una esquina, con sus brazos rodeando sus piernas y su cabeza escondida entre ellas, llorando desconsolado. Buscando el amor de alguien que lo ayudara a salir de aquella tortura que había estado soportando durante años.
Acaricié sus mejillas con dulzura, tratando de transmitirle todo el amor que sentía por él, todo el cariño, la bondad, la felicidad que él me había hecho sentir cuando sentía que mi cuerpo vivía, pero mi alma había muerto.
—Bradley...
Tan pronto como hablé, sus ojos volvieron a convertirse en ese fuego que arrasó con todo mi ser. Sus labios aplastaron los míos, castigándome por haber intentado quebrar sus barreras. Me mantuvo lejos, aunque su cuerpo se apretara contra el mío y mi cordura se perdiera por algún lugar.
Las lágrimas amenazaron con salir pero me negué a dejarlas escapar. En su lugar, agarré entre mis dedos el cabello de Bradley y apreté su boca contra la mía, torturándolo con besos duros y tan demandantes como los que él me había dado hace unos segundos.
La tristeza pronto se convirtió en rabia. Rabia porque no me creía. Mordí su labio inferior. Rabia porque se odiaba tanto a sí mismo. Mi nariz recorrió la curva de su mandíbula y de su cuello, su cuerpo estremeciéndose ante mí. Rabia porque no dejaba que entrara en su vida. Con mis labios, torturé su piel. Lamiendo, mordiendo, succionando. Su gruñido envió una corriente de placer que llegó hasta mi centro. Gemí.
Rabia porque lo amaba. Lo amaba con toda mi alma.
—Eres una niña mala —rugió contra mi piel. Fue su turno de atacar mi piel. Tiró de mi cabello hasta que lo apoyé sobre la pared. Sus manos se escondieron por debajo de mi camiseta, la dureza de su piel se sintió como una llama que se encendía por cada centímetro que recorría.
Ascendió a través de mi vientre, acarició mis costillas, rozó el borde de mis pecho para temblar y gemir cuando descubrió que no llevaba sujetador.
—Vas a ver cómo se castiga a las niñas malas —Apretó sus caderas contra las mías. En aquel momento mi cuerpo era un sinfín de sensaciones, de emociones, todas tan entretejidas, tan enredadas, que era incapaz de recordar ni mi propio nombre.
—Bradley —jadée.
Sus manos se alzaron lo suficiente como para quitar mi camiseta (su camiseta) y no demoró un segundo en tirarla por algún lado. Sus labios bebieron de mi piel, como si necesitara tocar cada parte de mi cuerpo si no quería morir. Recorrieron mi clavícula y llegaron a la cima de mis pechos.
Se llevó un pezón a la boca, mordiendo, lamiendo, besando. Gemí tan fuerte que creí que se habría escuchado en la otra punta del continente. Hizo lo mismo con el otro. Yo no sabía dónde agarrarme. Su cabello se enredaba entre mis dedos, mi otra mano arañaba su espalda, incapaz de calmar a mi cuerpo de ese fuego, esa agonía que exterminaba mi ser. Todo mi cuerpo ardía, sentí sus manos por todas partes, su piel apretando cada centímetro de mi piel.
Tiré de él hasta que volvió a tomar mis labios y rugió cuando nuestras lenguas se enlazaron. Pelearon buscando someternos el uno al otro, explorando, descubriendo hasta dónde llegaban nuestros propios límites.
Mis caderas se levantaron rozando las suyas en una provocación silenciosa. Gruñó apretando mi culo entre sus manos, arrancándome un gemido.
—Eres exquisita —jadeó sobre mis labios. De nuevo, mis caderas se levantaron buscando la manera de aliviar la necesidad que tenía de él, de su cuerpo, de su piel desnuda sobre la mía.
—Bradley —gemí, cuando, de nuevo, su dureza tocó un punto delicioso que envió una oleada de placer a través de mis venas—. Necesito... —No conseguía encontrar mi voz, estaba perdida en lo que su cuerpo me hacía sentir, en las provocaciones de su lengua, de su boca.
—¿Qué necesitas? —preguntó. Pude sentir la sonrisa que formaba sobre mi piel, aquella arrogancia que me enfadó y me excitó a partes iguales. Mis labios se reencontraron con los suyos y lo castigué con un mordisco que lo hizo suspirar.
Me apretó más contra él, devolviéndome el juego. Su nariz recorrió mi mandíbula de la misma forma que lo había hecho yo hace unos segundos. Con la diferencia de que se acercó a mi cabello, sus labios besaron el lóbulo de mi oreja. Jadeé. Su respiración sobre mi cuello me estremeció.
—¿Qué es lo que quieres, bombón? —El corazón me dio un vuelco ante esa última palabra. Fue como enviar un chispazo de placer a todo mi ser, lo miré a los ojos, apoyando mi frente sobre la suya, mis brazos sobre su pecho. Sus manos seguían en mis muslos, acariciándolos y haciendo que me ardiera la piel con ese simple toque, a veces recorriendo la cara interna, a veces apretando mi trasero hasta que me hacía suspirar.
—A ti, Bradley. Te quiero a ti, ya —demandé.
Su sonrisa prometía tortura, deseo, placer.
—Tus deseos son órdenes.
Me despegó de la pared. En aquel momento solo conseguí besar la piel de su cuello, de su mandíbula, de sus labios. Necesitaba tocarlo, atarcarlo con las pocas armas que me quedaban. Porque él no ganaría, no si yo podía estar ahí para impedirlo. No se perdería a sí mismo, no dejaría que la rabia lo consumiera si esa misma rabia podía utilizarla contra mí. Si podía desencadenar su ira torturándome, creyendo que estaba ganando. Si esa era la única forma de que dejara de odiarse, aunque fuera por unos momentos, era capaz de besar duro, morder y arañar como toda una arpía.
Antes de darme cuenta, mi espalda chocó contra el colchón. Su habitación estaba a oscuras pero pareció iluminarse con el choque de nuestras caderas. Mi cuerpo se incendió con ese roce y, entonces, volvimos a la batalla con las pilas más cargadas que nunca.
Mis manos rozaron el borde de su camiseta y la agarraron para levantarla por su cabeza y tirarla hacia quién sabe dónde. Su boca reclamó la mía mientras sus manos él buscaba otros planes para mí. Se detuvieron en el botón de mi pantalón, desabrochándolo y tirando de él. Levanté mis caderas, gimiendo por el contacto de su miembro contra mi sexo. Eliminó la barrera que nos separaba y puso una mano sobre ese punto exacto que ansiaba su contacto.
—Estás empapada —gimió, mordiendo mi cuello como recompensa. Jadeé, deseando a través de la tela de mi ropa interior que calmara ese ramalazo de dulce tormento.
—Bradley, por favor —gruñí, deshaciéndome ante él. Le estaba dando la victoria en bandeja. Lo que él no sabía, era que yo libraba mi propia batalla, una muy diferente a la suya. Luchaba por salvarlo, por alejarlo de la tortura que ahora él ejercía sobre mi piel.
—Vas a saber el monstruo que soy, vas a saber porqué no debes amarme. Nadie debe amarme —susurró tan cerca de mi oreja, esa promesa vacía, sin sentimientos, porque en aquel momento no había sentimientos, no había amor ni dulzura. Solo odio y desprecio.
Escondí las lágrimas. Aplané mis labios dejando que de mi garganta escapara un sollozo camuflado en un jadeo. Él no se dio cuenta, no se detuvo.
Arrancó la prenda que quedaba y yo me moví hasta que mis manos quitaron su pantalón. Sentir su piel contra la mía fue como sentir el infierno castigános a ambos, dictándonos sentencia por sucumbir a la lujuria, al pecado capital.
También me deshice de todo lo que nos mantenía separados. Tocarnos nos hizo gemir tanto que las paredes temblaron con nosotros. En un momento, sus labios torturaban a los míos y al siguiente le estaba suplicando que acabara con aquello. Que él había ganado pero que hiciera desaparecer esa dulce agonía.
Entró en mí tan hondo que mordí su labio hasta saborear la sangre. No le importó, su boca se fundió con la mía y gritamos el nombre del otro hasta quedarnos sin voz. Sus caderas se movían con fuerza, entrando y saliendo de mí sin piedad. Puse mis piernas sobre su espalda y el ángulo cambió de una forma en la que lo sentí llenarme entera. Me llené de él, de su piel, de sus devastadores labios, de sus dientes tortuosos.
Las arremetidas se volvieron más rápidas, más necesitadas. Hasta que tocó el punto exacto en el que mi ser dejó de existir, el orgasmo arrasó con la poca cordura que me quedaba y me dejó destrozada con su cuerpo sobre el mío, con el clímax arrastrándonos a la vez.
Respiramos, agitados, no fui capaz de mirar su rostro, no fui capaz de decir una palabra. Su cuerpo se movió a mi lado, nos tapó a los dos con una manta a los pies de la cama y descansó la cabeza sobre mi pecho. Mis dedos acariciaron su frente, su cabello mientras él dejaba un último beso sobre mi cuello y caía en un sueño profundo. Sin un te quiero, sin un te amo.
Solo allí, en aquel momento, fue cuando me permití llorar. Porque había ganado mi propia batalla y había usado su ira contra mí en lugar de contra sí mismo. Porque cuando se despertara a la mañana siguiente, yo ya no estaría allí.
***
¡Hola, hola!
Capítulo nuevo, mis amores. Espero que os guste. Siendo sincera, estoy muy orgullosa de cómo ha quedado. Tuve que reescribir este capítulo como tres veces, pues las dos anteriores mi ordenador decidió dejar de funcionar y se me perdió todo el trabajo. Pese a ello, creo que desde hace mucho tiempo que no he tenido una escena tan fluida de escribir como esta JAJAJJAJA.
En fin, disfrutadlo, que no queda nada. ¿Qué creéis que pasará? ¿Qué os ha parecido? ¿Alguien a quien queráis matar JAJAJJAA? Os leo en comentarios!
Besos y XOXO,
NHOA.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro