
T R E I N T A Y C U A T R O
B R A D L E Y
El mismo dilema se cernía sobre mi cuerpo como una oleada abrasadora que me quemaba la piel. Ni siquiera sabía si se le podía llamar dilema porque en mi cabeza todo estaba muy claro, cristalino. La quería en mi vida, quería que me sostuviera la mano cuando íbamos caminando después de haber pedido café en nuestro local favorito, quería que me sonriera como si fuera la única persona que existiera en su mundo, quería que me mirara y que sus ojos brillaran tanto que mi corazón golpeara exaltado e ilusionado por saber que yo era la causa de todo ello.
Sin embargo, esos deseos habían quedado reducidos a cenizas. Ni el mismísimo Fénix podía hacerlos resurgir. No quería que todo aquello acabara de esa manera. Nuestra relación no podía terminar sin apenas haber comenzado.
Y yo no solo la quería. Era algo más. Iba más allá de lo físico, de lo convencional. En ese momento, el verdadero debate se encontraba entre el orfanato o ella.
Aquella noche lo decidiría todo. Si iba a casa de América ahora y le contaba todo, el orfanato estaría en peligro porque no habría podido asistir a la cita con el barbudo de mierda. Si no iba a su casa y salvaba el orfanato, perdería a una de las personas más importantes de mi vida, a mi bombón, a la persona que endulzaba mis días sin siquiera saber que eran tan amargos.
Miré mi reloj una vez más. Había pasado una hora desde que América se había ido. Cuando cerró la puerta para marcharse, un estremecimiento recorrió cada mísera terminación nerviosa de mi cuerpo. Un temor atroz, descontrolado, empapó mis venas al no saber si volvería a verla.
Llegaba tarde a la cita de esta noche. Sabía que el barbudo me echaría la bronca pero se quedaría únicamente en eso y podría seguir la noche sin ningún inconveniente.
Entonces, ¿por qué no estaba cogiendo la chaqueta y marchándome?
No estaba haciendo ni una ni otra. En mi cabeza solo había lugar para la chica de ojos azules como el hielo y cabello suave y sedoso. Sabía cómo se sentía tocar su piel, saborear sus labios, recorrer sus mejillas con mis dedos mientras nos besábamos.
El corazón se me encogió en un puño. Apenas sabía lo que era respirar en esos momentos. Mi organismo ejecutaba sus funciones más básicas mientras que todo lo demás había quedado en segundo plano.
Era como estar enterrado vivo. Y el dolor me estaba matando.
Tiré de los pelos de mi cabeza soltando un gruñido gutural que hizo vibrar mi pecho y arder mi garganta.
Por esto odiaba comprometerme. Por esto había estado tanto tiempo pasando desapercibido ante las personas, por eso pretendía ser únicamente un personaje secundario en la vida de los demás antes de ocuparme de los cargantes problemas de un protagonista.
Lo odiaba. Odiaba haber hablado horas y horas con América como si el tiempo no existiera para nosotros. Odiaba haber besado esos labios que hicieron derretir mi piel y enternecer mi alma. Odiaba haber mirado esos ojos que me observaban como si fuera un gema preciosa, un valioso descubrimiento, como si fuera único en el mundo, único para ella.
Odiaba amarla.
Pero odiaba todavía más ser incapaz de odiarla.
Esto no podía acabar así. Esto no podía seguir conmigo siendo un egoísta retraído y con ella siendo un apoyo incondicional. Mi actitud debía cambiar. Estaba en mi mano hacer que ella viera con mis ojos todo por lo que estaba luchando, todo hacia lo que me daba pavor enfrentarme.
Emprendí mi camino. Dejé de darle vueltas a todo una y otra vez para alejarlo hacia el lugar recóndito de mi mente, donde ni yo mismo pudiera alcanzarlo. Era tiempo de coger al toro por los cuernos y dominar la situación.
Mi móvil sonó en el momento en el que yo lo cogía para llamar a América y decirle que iba a su casa, que iba a contárselo todo y no me importaba si algo me pasaba a mí. Porque a ella no le tocaría ni el aire, de eso me encargaría yo.
El nombre de Liz apareció en la pantalla y, aunque quise colgarle y llamarle en otro momento, mis dedos temblaron al tocar la pantalla y acabaron pulsando el botón equivocado. Gruñí y me llevé el teléfono a la oreja para cortarle cuanto antes.
—Liz, no puedo atenderte justo ahora. Te llamo luego —me disculpé a punto de colgarle.
—¡Bradley, para!
El brazo se me quedó paralizado a medio camino y, muy lentamente, volví a ponerme el móvil en la oreja. La sangre palpitaba en mis venas al escuchar la voz quebrada de Elizabeth y el sollozo estrangulado que vino a continuación. Comencé a sudar, mis manos tuvieron que sostener el móvil con más fuerza para que no cayera.
Sentí la presión de la isla de la cocina al dejarme caer sobre ella. Algo no iba bien. Algo que creía saber que era.
—¿Qué ha pasado, Elizabeth? —susurré, demandante, en un hilo de voz.
No eran las palabras mejor escogidas. Solo la había llamado Elizabeth dos veces en toda mi vida. Y no precisamente para cosas buenas. Otro sollozo escapó de sus labios, podía ver cómo se llevaba la mano a la boca para esconder el sonido porque sonó amortiguado cuando llegó a mis oídos.
Mis ojos se llenaron de lágrimas que no dejé caer. Cerré los ojos con fuerza, deseando que al abrirlos aquello no fuera más que una pesadillas, que nada había pasado y que todo seguía igual que antes, igual que ayer.
—Liz. Necesito saber qué está pasando —volví a decir, escogiendo con meticulosa exactitud las palabras para tratar de estar calmado pero saber lo que había pasado.
Tuve que sostenerme a la encimera esperando el golpe. Escuché como cogió aire.
—Hemos perdido el orfanato, Bradley. La semana que viene lo subastarán. Mandy y todos los niños tienen tres días para recoger sus cosas y...
El móvil se resbaló de entre mis dedos. Abrí los ojos. Todo era de un rojo tan intenso como la sangre. Sentí mis uñas clavarse en las palmas de mis dedos tanto que noté como rasgaban la piel más superficial.
Miré a mi alrededor. Mis ojos pararon en la mesa detrás de mí. Todas las tazas, las botellas y los platos colocados meticulosamente sobre la encimera.
Cogí uno por uno lanzándolos con toda la fuerza que fui capaz de encontrar por todas partes. El sonido rebotó por las paredes junto con los cristales que caían al suelo. Algunos de los trozos rotos tocaron mi piel sobresaltándome pero disfrutando del dolor que estos me provocaban, de la adrenalina que conseguía sustituir la furia y la agonía que dominaba mi organismo.
Cualquier cosa bastaba para dejar de sentir la decepción y el asco que me tenía a mí mismo. Porque yo era el culpable de todas las desgracias que le sucedían a los de mi alrededor. Sin mí, todo el mundo estaría mejor, vivirían una vida mejor, no tendría problemas para sobrevivir.
El barbudo me había advertido de hacer lo que fuera si no seguía sus malditas instrucciones. Me había amenazado y yo había desobedecido esas malditas amenazas porque prefería conseguir mi propia felicidad antes que la de la familia que amaba.
¿Realmente era capaz de amar? No era amar si destrozabas a las personas que se preocupaban por ti, las personas que crees que quieres. El dolor se extendió todavía más. No solo logró calar en mi pecho, que se sentía como si lo estuvieran retorciendo unas manos duras y descomunales, sino que logró extenderse a cada centímetro de mi piel. Debilitó tanto mis piernas que acabé cayendo de rodillas sobre el suelo sintiendo pequeños trozos de cristal clavarse en mi piel permitiéndome pensar en otra cosa que no fuera en mí mismo por un momento.
Solo servía para destrozar el mundo. Solo era un estorbo, un obstáculo, un fastidio.
Era el villano de la historia y estaba dispuesto a castigarme como fuera.
Miré al suelo cuando no quedó ni un solo rastro de la vajilla, nada que lanzar, nada que hacerme olvidar que era la mayor escoria que habitaba sobre la faz de la tierra.
Mis ojos tropezaron con un trozo relativamente grande justo a centímetros de mis manos. Lo cogí entre mis manos con la cabeza revolucionada de pensamientos, cada uno peor que el anterior. Con la otra mano quité ferozmente las lágrimas que mojaron mis mejillas. De nada servía llorar cuando iba a seguir siendo un problema para las personas que me rodeaban.
Por mi cabeza pasó un último pensamiento. Sostuve el trozo de cristal con más fuerza entre mis dedos.
¿Y si...?
A M É R I C A
Un móvil sonó en la distancia. Con la puerta cerrada y el aparato a más de cinco metros de mí, pensaba que sería incapaz de oírlo. Pensé que podría ignorar todo y regodearme en mi calvario, en lo ilusa que era y el tormento que se sentía.
Como si fuera poco ver a Keane en una cama de hospital con intravenosa y prácticamente muerto, me había sentido como una intrusa al ver el comportamiento de Bradley. Su mudez y desconfianza había sido la gota que colmó el vaso.
El móvil volvió a sonar.
¿Tampoco podía estar sola conmigo misma?
Con mi cuerpo pidiendo el retiro, me levanté de la cama arrancándome las sábanas para coger la llamada. Había llamado tres veces. Y ahora volvía a llamar.
Como fuera Bradley iba a mandarlo a la mierda.
Iba a mandar a todos a la mierda. Fuera quien fuese.
Tenía los ojos acartonados y me costó varios segundos adaptarme a la luz una vez salí de mi sombría cueva. Caminé hasta la pequeña mesa de centro enfrente del sofá. El sofá donde Bradley y yo habíamos compartido uno de los momentos más preciados de mi vida. El corazón se me encogió y por un momento dolió tanto que sentí que no podía respirar.
Aparté la mirada, enfadada conmigo misma por ser tan masoquista. En la pantalla apareció el nombre de Liz. Fruncí el ceño. No esperaba encontrarme con esa llamada.
—Dime, Liz —hablé tratando de que mi voz sonara lo más estable posible.
Contra mis expectativas, mi tono sonó como si hubiera estado llorando toda la noche. No muy lejos de la realidad. Sentí mi garganta ardiendo y me dirigía a la cocina para aclararme la voz con un vaso de agua. Su respiración desenfrenada detuvo mis pasos, y sus palabras pararon mis latidos.
—Tienes que ir a ver a Bradley. Ahora mismo.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Miré a todos lados buscando algo con lo que salir de casa. Todo cuanto había llevado conmigo estaba tirado por el suelo. Las zapatillas en una esquina donde las había lanzado tratando de soltar mi furia y el abrigo hecho un higo fruto de la rabia.
Lo cogí todo, hiperventilando.
—Es urgente, América, tienes que marcharte ya. Yo estoy a más de una hora de su casa, no podré llegar a tiempo. Tienes que ir, por favor.
Me calcé y me puse la gabardina sin importarme que debajo solo tenía una camiseta de Bradley y un pantalón holgado de pijama.
—Estoy saliendo pero necesito que me digas qué ha pasado, Liz.
Solo recibí un devastado gemido que soltó desde lo más hondo de su pecho. Sus palabras solo consiguieron ponerme los pelos de punta.
—Corre, por favor.
***
uyuyuyu, se acerca lo fuerte!! espero que hayáis disfrutado el capítulo. a ver si esta racha de capítulos semanales la sigo manteniendo JAJAJAJA
¿qué os ha parecido? ¿alguna idea sobre lo que pasará despues?
muchas gracias por todo vuestro apoyo. no olvidéis que la estrellita me ayuda a crecer. ¡os leo en comentarios!
besos y xoxo, nhoa <3<3<3
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