S I E T E
No había muchas veces que me sintiera como si tocara el cielo, que tuviera por los huecos de entre mis dedos el algodón blanco de las nubes o tocando el calor del sol con las yemas. Siempre se reducía a la misma sensación de inutilidad y nunca lograba alcanzar aquello que tenía en mente. Buscar una solución nunca me había sido sencillo, pensar dos veces sobre lo que tenía que hacer antes de que lo hiciera pasar, se me daba aún peor. Y cada vez me pasaba una factura mayor.
La pesadez de mis párpados eran como las de mil toneladas de sacos de harina y, hasta que no me lo propuse, no conseguí derribar la montaña que tiraba de ellos. El tono dulce, aterciopelado, de una voz a la lejanía acariciaba mi rostro. Alcé una de las comisuras de mi boca notando al instante el pinchazo agudo que recorría los nervios que rodeaban mis labios. Dejé de intentar sonreír centrándome de nuevo en buscar de dónde provenía aquella voz que un ángel desconocido poseía.
— Bradley —susurró mi nombre. Las letras bailaron por su boca y tocaron sus dientes haciéndolas parecer una tentación que tenía la necesidad de cubrir. Mis ganas de conocer a la persona que cantaba para mis oídos se incrementó conforme una presión de unos dedos se sitúo sobre mi rostro, en mi mentón.
Hice una mueca con la terrible sensación de mil picotazos en cada poro de mi piel. Aún no tenía ni la menor idea de dónde me encontraba pero eso no evitó que pasara de largo la corriente eléctrica que me recorrió toda la espina dorsal. Aunque nunca sabría si se trataría del dolor que todo mi cuerpo presentaba sin una razón que pudiera justificar.
— Bradley. —Volví a escuchar la misma voz con un timbre más severo, más mandón. Deseé que volviera a la misma tonalidad para volver a tocar las estrellas y permanecer ahí hasta los anales de la historia—. Llamaré a Elizabeth como no despiertes —amenazó de un momento a otro.
Esa fue mi señal para terminar con el sueño en el que me encontraba inmerso y comenzar a sentir los primeros pinchazos de tortura en lugares que no tenía ni la más mínima noción de que existían. Moví mis hombros haciéndome falta varios minutos para devolver mis huesos a su lugar y no conservar la pesadez que provocaba que mis párpados no se abrieran.
Vi entre cada aleteo repetido una figura, más bien un rostro que permanecía tan cerca del mío que, si me aproximaba unos pocos centímetros, rozaría sus labios. Por alguna razón que todavía desconocía, mi vista se puso borrosa y no poseía la opción de aclararla. Parpadeé más veces dando con una silueta de cabello negro azabache y ojos de un témpano hielo. Entre la oscuridad que la luz de la luna me proporcionaba, descubrí un rostro tan fino que, si me atrevía a pasar las manos por él, temería quebrarlo.
— ¿América? —pregunté. La voz me salió ronca y evité con el mayor esfuerzo que alcancé, no hacer una mueca.
Un suspiro escapó de sus labios y quise creer que solo era por el frío. El vaho salió de su boca y reparé en la bendita capacidad de ver. Por fin atisbé la posibilidad de fijarme en cada facción que mis ojos me permitían, el manto que envolvía mis ojos en una espesa niebla desapareció y un rayo de luz iluminó mi rostro nada más inclinar la vista para mirarla.
— ¿Qué estás haciendo aquí? —demandé llevándome una mano a mis ojos para restregarme y desperezarme. La presión envió una corriente de dolor que se intensificó conforme dejaba de poner tanta fuerza sobre él. Miré a América, confuso, y las imágenes transcurrieron por mi mente como una película en el cine. Era como si me hubiera quedado dormido en la butaca y alguien hubiera venido a salvarme y hacerme un pequeño resumen sobre lo que me había perdido mientras estaba en mi quinto sueño.
— Acabo de llegar. —Evadió mi pregunta. Quise preguntar porqué pues, por la poca claridad que había en la calle, no sería mucho más pronto de las dos de la mañana. Sin embargo, sus tentadores labios me lo negaron—. ¿Qué te ha pasado?
Recién me di cuenta, justo en ese segundo, de su ceño fruncido resaltando sus delgadas cejas curvadas en un gesto de confusión y preocupación. Una pequeña sonrisa que me costó más de quince segundos de irritación, se formó en las comisuras de mis labios recordándome la razón por la que no me podía mover del suelo.
Aún seguía bastante desorientado pero no lo suficiente como para no notar sus manos acariciando mi rostro con tanta delicadeza que postraría a sus pies hasta al más orgulloso. Cerré los ojos sin saber muy bien porqué. La sensación de sus manos sobre mi piel envió información a todas las neuronas de mi cuerpo que decidieron hacer cosquillear por cada poro de mi tez.
— No es nada, bombón —comenté.
Hice el amago de moverme; mis manos tocaron el suelo obligando a las suyas a eliminar el contacto que manteníamos. Un frío inesperado recorrió mi columna con tanta intensidad que no lo vi venir. Agrandé mis ojos cuando un alarido de dolor que se quedó mudo, salió del fondo de mi garganta. La tortura fue tan inaguantable que me forzó a volver a mi posición anterior. Eso alertó a la hermosa chica que tenía delante y que, automáticamente, se levantó de sus cuclillas y se colocó sobre sus pies.
— Voy a llamar a Elizabeth. —Avisó inquieta. El temblor hizo que su voz vacilara y mi temor me exigió volver a intentar ponerme de pies. Algo que costó más que volcar un coche.
— No. —terminé optando por una alternativa más segura. Tomé aire y me percaté de que hasta eso hacía que mi pecho doliera.
Puto barbudo.
Me notaba cansado, más que de costumbre. No quise ni mover mis pies pues sabía que el dinero que había escondido ya no se encontraba allí. Al menos, habían tenido la decencia de dejarme los zapatos a menos de dos metros de distancia y no tendría que pedir ningunos prestados o llamar a Zev para que me recogiera. No quería que nadie me viera y, para mi sorpresa, me di cuenta de que la presencia de América no me disgustaba para nada. Incluso llegaba a agradar estar a su lado y, si volvía a hacerme esas caricias en mi rostro, la obligaría a que se quedara conmigo toda la noche.
No podría moverme, pero por lo menos iba a ser el chico más feliz del momento con sus dedos acariciando mi rostro.
Despegué la idea de mi mente volviendo la mirada al cabello azabache y a los ojos que acabarían con millones de guerras. Sus pestañas marcadas por una fina máscara y esa línea en el borde de sus párpados que pretendían que me fijara en ellos. Si, además de esos preciosos ojos, se maquillaba de esa manera tan sutil y a la vez perfecta, me llevaría al borde del colapso y no respondería en caso de hacer algo mal.
Porque, Jesús, era más caliente y tentadora que el infierno.
— ¿Qué vas a hacer entonces? —cuestionó con una pizca de molestia teñida en su tono.
Retomé su pregunta luciendo igual de confundido a como ella estaba, miré para ambos lados a mi alrededor. No estaríamos a más de dos manzanas de casa de Liz —y de la preocupada chica que tenía como compañera de calle—, sin embargo, aún quedaban varias calles más en caso de querer ir a mi apartamento.
Mi mentón terminó apoyado sobre mi pecho y me debatí ante la idea de llamar a Zev o a Liz. No quería. Zev iba a echarme una bronca de mil demonios y no tenía ganas de tenerla hasta pasadas veinticuatro horas. Liz, en su lugar, me haría preguntas hasta que descubriera porqué me encontraba de esta manera. No me extrañaría estar magullado hasta en la foto del carné de identidad y Liz se preocupaba hasta de un arañazo.
El fuerte suspiro de la chica de océanos por ojos me instó a inclinar la cabeza hasta observarla. Ella ya me había adelantado y la profundidad que esa mirada me concedió, llenó mi alma de un sentimiento curioso. Atravesó mis pensamiento con solo echar un vistazo en mi dirección. Tuve la sensación de que estaba descubriendo hasta el más mínimo secreto que guardaba y la impresión me hizo sentir desnudo ante ella. La brevedad con la que permanecimos contemplándonos sirvió lo bastante como para que ella se sintiera incómoda y eliminara el contacto visual.
Quise sonreír pero la estupefacción que mi embelesamiento causó, fue extraño. Ni yo mismo me daba cuenta de lo que estaba pasando, era como si vernos fuera la única cosa que supiéramos hacer y lo demás no importaba. Finalmente, se armó del valor suficiente como para tomar una bocanada de aire y pronunciar las palabras.
— Puedes quedarte en mi apartamento —comentó. La sorpresa me inundó desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie. Miré hasta donde ella estaba en busca de una muestra de indecisión. Lo único que pude ver fue una terrible bondad y una fina y tensa línea en sus labios—. Pero lo hago por Liz. —Se justificó acercándose hasta a mí como un león que busca a su presa.
Y, si yo era su presa, no tenía ningún problema en que me cazara y me hincara un diente.
— No... No vas a hacer eso por mí. —Me negué deteniendo su camino. Frunció el ceño.
— ¿Prefieres quedarte medio muerto aquí? —«Por supuesto que no lo quería», quise decirle. Estaba deseando decir que sí a su propuesta pero no quería que me tomara como alguien que no era.
— No quiero incomodarte.
Por primera vez en el día de hoy, me pareció ver el atisbo de una sonrisa que flaqueó hasta desaparecer. Eso me bastó para desarmarme y derrumbar mis justificaciones. No tenía ni la menor idea, pero la imagen de nosotros dos me hizo sentir bien. Demasiado bien para mi gusto. Lo suficiente perfecto como para que pareciera imposible.
— Siempre puedo llamar a Liz—respondió jocosa, casi amenazante.
De no ser porque me encontraba en el suelo incapaz de moverme, me habría acercado a ella, aspirado el perfume que llegaba hasta mi posición y haber retirado el mechón de cabello que creaba una cortina entre ella y yo que me era innecesaria. Preferí hacer como si no la hubiera escuchado porque ni de broma iba a quedarme en casa de Liz. Y, si eso me permitía saber más de ella, no dudaría en tomar la decisión.
— ¿De verdad puedo quedarme?
Tardó unos segundos en responder hasta que finalmente se acercó hasta mí tan cerca que sentí su aliento fresco chocando con el mío. No me di cuenta, hasta ese momento, del frío que tenía y de lo templado que ella me había hecho sentir.
No me reconocí ni yo mismo. Era del tipo de persona que no se andaban con rodeos, que decían las cosas claras y no me callaba cuando quería decir algo. No solía pedir permiso y me vi en la necesidad de confesarle mis pensamientos, aunque ella no me los hubiera pedido y yo no supiera siquiera que los estaba teniendo.
— Vamos a levantarte antes de que me arrepienta —bromeó en voz baja y con una pequeña sonrisa alzando las esquinas de sus labios.
Sus ojos se chocaron con los míos ralentizando el tiempo en segundos que fueron horas y minutos que eran días. Mis dedos cosquillearon con la necesidad de tocar su rostro como ella había hecho hacia menos de un par de minutos. La tentación de sentir cuan tersa y suave aparentaba ser su piel y de sumergirme en ese océano cálido que no parecía tener fin. La conexión era incesable, estábamos atados el uno al otro y me encargué de analizar cada fracción de sus facciones delgadas. Recaí en sus labios finos y delicados que, si llegaba a sentirlos, serían tratados como arcilla que moldear para crear una maravillosa escultura. En sus pómulos que, hasta que no sonreía, no se notaban y en su mandíbula ligeramente triangular.
Sacudí mi cabeza retirando el contacto visual y negándome la posibilidad de volver a quedarme así otra vez. Por su parte no, sentí nada más. Se quedó en la misma posición y, para cuando quise darme cuenta, mis pies otra vez estaban tocando el suelo. Ella no habló. Yo no hablé.
¿Qué demonios acababa de pasar?
— Ya hemos hablado de esto, mamá. Estamos bien, no hay ningún problema —escuché una voz a la que no pretendía hacer caso. Me sentía bien con los ojos cerrados recordando el rostro moreno de mi madre, su cabello color cacao y sus ojos claros como el cielo. Sostenía mi mano y me sonreía a pesar de esa mirada cansada y unas comisuras que cada vez flaqueaban más.
Mi corazón bombeó más fuerte. El rostro de mi madre cambiaba, cada vez más demacrada, más chupada como un vampiro que le ha hincado el diente y no puede escapar de ellos. La grasa en sus mejillas ya no existía y una prominencia allá donde sus huesos se encontraban se hacían más visibles conforme los días pasaban. Su pelo se caía a pedazos, a mechones. Ese cabello largo se despidió de su cabeza y dejo, en su lugar, un terreno seco y vacío.
Abrí mis ojos de golpe, despegué mi espalda del lugar donde me encontraba. Una nube negra apareció sobre mi ojos oscureciendo mi visión y tuvieron que pasar varios segundos en los que únicamente veía luces azules que se encendía y apagaban. El manto se retiró de mi ojos y la confusión llegó hasta mi cerebro al ver unos zapatos de tacón tirados por el suelo.
¿Desde cuándo Zev vestía con tacones?
Miré hacia adelante, una televisión del siglo pasado —de esas que parecía más una caja que un objeto para ver los canales— estaba colocada encima de un mueble con arañazos y descolorido. Una alfombra de un degradado que comenzaba en blanco y terminaba en negro pasando por toda una gama cromática se extendía a lo largo y ancho desde la televisión hasta el lugar donde me encontraba.
«Era un sofá», reparé. Un sofá demasiado blando para mi gusto, en el que me hundía y que tenía un color también grisáceo. De ese tono que encuentras en las carreteras que ya llevan varios años sufriendo el peso y el movimiento de las ruedas de los coches que circulan. La confusión se acrecentaba más por cada segundo que transcurría, no me asusté por alguna razón que desconocía. En el interior de mi oscura y olvidadiza cabeza, comencé a enumerar todo lo que había hecho durante la tarde de ayer.
— Hoy no puedo, ¿qué te parece si quedamos mañana? —Interrumpió mis pensamiento. Era un tono agudo pero no del tipo irritante que te hacía querer tirar de los pelos, sino de aquel dulce que, si seguía hablándote, te atraparía como las sirenas que Ulises quiso oír en su travesía. Descubrí que se trataba de la misma persona que había escuchado antes, mientras soñaba que mi madre moría a cámara rápida.
Volteé mi cabeza hasta el lugar donde creía haber escuchado la voz. La sorpresa parecía ser uno de los sentimientos que más solía sentir desde las últimas dos semanas y la culpa la tenía una única persona que lograba hacerme sentir evidente con respecto a ella.
Pude reconocer su figura de reloj de arena; su cintura enana, sus caderas anchas, sus piernas kilométricas incitando a la tentación. Su cabello largo caía por su espalda en forma de cascada y terminando en un triángulo de puntas cuidadas. Una sonrisa se formó en mis labios sin evitar de ninguna manera esbozarla. Sus ojos no me observaban, pero aún así, podía sentir la tensión en su tono mientras hablaba con la persona tras la línea.
— No, no. No estoy ocupada pero hemos tenido muchas cosas que hacer en clases y ya sabes que las clases particulares me quitan mucho tiempo —respondió con la voz rígida y marcada. Aparentaba que hubiera utilizado la misma excusa durante un periodo largo y se la supiera de memoria.
En un movimiento que no me vi venir, su cuerpo se giro para enfrentarme. El asombro se caló en sus delicadas facciones entreabriendo sus labios sin saber cómo reaccionar y dejándome a mí en la misma situación. Nuestros ojos se debatieron entre la necesidad de seguir mirándonos y la tentación de apartar la mirada, podía observar sus ojos moviéndose por todo mi rostro, analizándome, y los míos contemplando cada rasgo que la hacía ser tan exótica para mí.
— Luego te llamo, mamá. Tengo que hacer una cosa —avisó por el teléfono delatando a la persona del otro lado. Desvió la atención cuando sus ojos rodaron mostrándose exhausta—. Sí, es Keane. Después hablamos, te quiero.
No creí que le diera tiempo a su progenitora a despedirse pues América ya estaba colgando al segundo de terminar la frase. Quise preguntarle quién era esa persona con la que decía que estaba para asegurarme de que, o bien no sabía mi nombre o estaba mintiendo a su madre con respecto a mí. Esperé que fuera la segunda pues me habría muerto si ella no se acordara de mi nombre y tuviera que inventar uno.
Su rostro se inclinó fijándose en todos los lugares menos en mi rostro. Un tono rojizo subió por su cuello y quise carcajearme al verla. La estaba poniendo nerviosa y mentiría si dijera que no me encantaba crear ese sentimiento sobre ella. Me mordí el labio para evitar sacar la carcajada que esta situación me producía. La acción hizo que mis facciones se contrajera por el dolor y que dejara mis labios en paz.
Mis recuerdos se evocaron enfrente de mí como una secuencia de imágenes de un álbum de la infancia. Me incorporé sobre mí mismo enviando pinchazos agudos a cada músculo que podía reconocer. El abdomen, el pómulo y los brazos eran los que, de repente, más me estaban doliendo. Sucedió como un balde de agua fría tirándose sobre ti y que no sientes hasta que el líquido helado cala sobre tu piel y solo quieres agarrar la primera toalla que encuentres y ponértela para tapar y secar tu cuerpo. Ahora no tenía esa toalla y me estaba muriendo de frío.
— Te he dejado un par de aspirinas en la mesa —habló dubitativa. Regresé mi atención a ella y vi cómo lucía. Creí por un momento que se largaría a su habitación y cerraría la puerta hasta que me atreviera a largarme para poder salir otra vez de su cueva. Sin embargo, su valentía me sorprendió una vez más al quedarse y entrar a la cocina.
Despareció tras las paredes que daban a aquel lugar y ese fue mi primer indicio que me decía que debía largarme. Mis oídos captaron el sonido de un microondas y el cierre de un armario o, más bien, una nevera. En un impulso por despertarme, tallé mi cara con las manos ignorando el dolor que eso me causaba. Seguí teniendo la película reproduciéndose en mi cabeza y por fin llegué a la escena donde ella me había recogido del suelo de la maldita calle donde me habían dejado tirado y me llevó a su apartamento.
¿Por qué lo había hecho?
No lo sabía. Pero tampoco me iba a marchar de su casa sin conocer la respuesta.
Con la intención latente en mi cabeza, retiré la manta que cubría mi cuerpo reconociendo que llevaba la misma ropa que ayer. Me levanté del sofá notando los músculos destruidos y convertidos en pequeños pedacitos quebrados de cristal. Tuve que hacer el amago de desperezarme varias veces antes de no sentir tanta pesadez. Aún así, el dolor aún lo notaba.
No quería saber ni que iba a pasar cuando me viera al espejo con todos los moretones que de seguro tendría.
Llegué a la cocina reconociendo al instante el olor al té, a manzanilla seguramente. Mandy utilizaba lo mismo para despertarse y comenzar a cuidar de los niños. Supe que ella sabía que había llegado, sus hombros se pusieron rígidos y la piel que había por debajo de sus uñas se puso blanca ante la presión que ejercía sobre la taza de agua caliente.
— ¿Quieres desayunar algo? —preguntó con la indecisión teñida en su timbre.
— No, gracias. No quiero molestar más —me retracté. Solo venía para saber el porqué.
— No es ninguna molestia —aseguró cruzando su mirada con la mía y dejándome boquiabierto por décima vez ante la frialdad que transmitían—. ¿Quieres? —Ofreció extendiendo sus brazos y dándome la taza de agua caliente junto con la bolsita de hierbas para darle el color y el sabor necesario.
Acepté a regañadientes pues no era amante de ese tipo de bebidas calientes. Era más de la leche chocolateada con sus cinco o seis cucharadas de cacao en polvo para darle el sabor más dulce posible. Aún así, conseguí fijarme en un atisbo de una sonrisa que se formó en sus labios y que fue lo único que me hizo coger la taza y sentarme. Ella se puso a hacer otra moviéndose por la cocina con una gracilidad que me hizo sentir tranquilo conmigo mismo.
Nos sumimos en un silencio que tiraba a la comodidad pero que no estaba del todo definida. No hablaba, ni siquiera quería echar una respiración en mi dirección. Aún así, la encontré varias veces echando un vistazo y comprobando que seguía en el mismo lugar. Esa fue la única señal que encontré para armarme de valor y preguntarle.
— ¿Porqué me has dejado quedarme?
Sus movimientos se detuvieron, sus ojos me observaron y su cuerpo se volteó para enfrentarme. Desplazó la vista varias veces evitando el contacto visual que le proporcionaba y prefiriendo fijarse en otras cosas que le parecían más interesante. Se agarró a los bordes de la encimera como si necesitara estar sujeta a algo para no caer. Finalmente, su cabecita distraída recuperó la sensatez y volvió a inclinarse para mirarme. Lo hizo en menos de un par de segundos pero pude reconocer cada acción que realizaba como si lo hubiera estado haciendo a cámara lenta.
— Necesitabas ayuda.
— Podrías haber llamado a Liz. —tamborileé una melodía sobre la mesa de madera que si tocaba un poco más se desmoronaría. Me concentré en seguir la dirección de sus pupilas y en determinar cuán nerviosa se ponía con mis preguntas. Algo en mi interior se asentó y me hizo sentir como si hablara con alguien que conocía de toda la vida.
— Me dijiste que no lo hiciera.
Me di cuenta de que decía cosas que parecían correctas pero que no establecía ningún contacto visual conmigo. Su cuerpo se removía inquieto y tuve que detener mis intenciones para no sonreír pues el dolor aún perduraba. Supe que esa no era la respuesta que quería y realmente no tuve ni la menor idea de qué esperaba escuchar. Me quedé callado cogiendo la cuchara de mi taza de té y removiéndola hasta que me cansé.
— ¿Y si hubiera estado fingiendo? ¿Y si fuera un ladrón o un violador?
Esta vez, sonrió plenamente—. ¿Lo eres? —curioseó bromista, me encogí de hombros.
— Podría haberlo sido, no me conoces y no entiendo porque te has llevado a una persona que estaba en la calle y que apenas conoces de nada. —Dejé las cosas claras, fue como desde un principio quería tomar el rumbo de la conversación y eso la hizo sentir incómoda pues empezó otra vez a prepararse la taza de té.
— No me importaba que te quedaras —respondió en voz baja tras unos segundos—. No creí que fueras ni un violador, ni un ladrón. Y estabas lo bastante inconsciente como para no haberte hecho el favor.
Alcé mis cejas con una pequeña sonrisa formándose en mis labios—. ¿Entonces te debo una?
Se giró con la taza en sus manos y volvió a sonreír. Mi corazón dio un vuelco en su lugar—. No hace falta.
Para cuando yo terminé mi taza, ella ya se había ido dejándome en su casa con la esperanza de que no fuera un ladrón y pudiera cerrar la puerta de su apartamento. No supe dónde iba a las seis de la mañana y yo tampoco me atreví a preguntar.
Las cosas se estaban tornando demasiado extrañas.
¡HOLAAAAAAAAAA!
Os saludo mientras me muero de sueño así que solo espero que os guste, os encante y os apasiona. Parece ser que América ha ido a su encuentro (pero ya os lo esperábais); pero, ¿os esperábais la reacción y lo que ha pasado después?
¡PREGUNTA!: ¿Qué expectativas tenéis que suceda? O sea, ¿qué pensáis que será la trama de la novela, qué pasará, etc. etc.?
¡ESPERO QUE DEJÉIS MUCHOS BESITOS AMOR Y CARIÑO! LOV U ALL
BESOS Y XOXO,
NHOA.
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