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EPÍLOGO


La noticia sobre la muerte de Frank corrió como pólvora, rápidamente a Elisa le empezaron a llegar cientos de tarjetas de personalidades importantes del país donde le expresaban sus condolencias por la irreparable pérdida.

Fue una noticia que tomó por sorpresa a todos, hasta a ella misma quien no terminaba de reponerse a esa sensación de libertad que gritaba dentro de su ser; sin embargo, una parte de ella sentía la muerte del que había sido su esposo y padre de su hijo.

Los niños no podían entender el significado de la partida definitiva del hombre que los había criado y le dolía tener que explicarles porque estaba segura que sufrirían.

—¿Y mi papi? —preguntó la pequeña Germaine cuando era su hora de dormir y Frank no había llegado a darle sus dos besos de buenas noches.

—Cariño, tu papi no puede venir, está ocupado —explicó Elisa acariciándole tiernamente una mejilla mientras batallaba con el nudo de lágrimas que se le formaba en la garganta. No solo sentía la pérdida de Frank, sino que también se sentía agotada por todo el proceso que conllevaba organizar un funeral. Aún no sabía si llevaría a los niños porque no quería que recordaran a su padre en un féretro.

—Quiero verlo mami —pidió haciendo un puchero.

—Lo sé, pero ahora no podemos verlo... —la barbilla empezó a temblarle y se hubiese echado a llorar si Jules no hubiese abierto la puerta en ese momento.

—Hola —saludó tratando de mostrarse entusiasmado.

—Hola... ¿Y Fred? —Elisa se volvió al hacer la pregunta.

—Se quedó dormido, vine para ofrecerte ayuda con esta hermosa pequeña —con cuidado se sentó al borde de la pequeña cama.

—Gracias, es necesario que lo hagas, voy a despedir a mi tío.

—Ya se ha ido, dijo que no te preocuparas. Daniel y Vanessa se han retirado a su habitación, creo que debemos reponer fuerzas para mañana.

—No será un día fácil, no sé qué hacer, no estaba preparada para que pasara esto —sentía que las lágrimas iban a ganarle la partida, pero sintió una reconfortarle caricia en su espalda.

—Sé que no será fácil, pero estoy aquí para ofrecerte todo mi apoyo.

—Gracias. ¿Le escribiste a tu familia?

—Sí, pero supongo que las noticias llegarán antes que mi carta. No podrán creer todo esto, ellos no están al tanto de lo sucedido, piensan que estoy en Australia, ni siquiera saben de Germaine.

—¿De mí? —intervino la niña que poco entendía de la conversación, solo reaccionó ante su nombre.

—Sí, de ti —le llevó la mano a la pequeña barriga haciéndole cosquilla. Ella se retorció en la cama mientras se carcajeaba.

Jules no se cansaba de admirarla, le parecía mentira; aún no lograba comprender que era padre de esa hermosa y tierna creatura. Había perdido tanto de ella, verla en el vientre de su madre, verla nacer, enamorarse de ese bebé.

Elisa vio en la mirada de Jules anhelo, deseaba otorgarle más tiempo con su hija, que la conociera y compartiera con ella.

—Mi vida —no pudo evitar sonreír al ver que había captado la atención de ambos—. ¿Quieres que el señor especial te duerma?

—Tengo algo especial que compartir contigo —dijo Jules para que accediera.

—¿Un besito? —le preguntó mirándolo con curiosidad.

—Además de los dos besitos —se acercó un poco más a ella y le dio un beso en la frente y otro en la mejilla—. ¿Me prestas tu piano? —preguntó posándole un dedo sobre la nariz.

—Sí —asintió para reafirmar sus palabras.

Jules se levantó de la cama y caminó hasta el pequeño piano blanco que estaba en una esquina de la habitación y con mucho cuidado se sentó en el banquito.

Germaine se llevó las manos a la boca para cubrir la risa que le causaba ver al señor especial sentado en su banquito de piano porque él era muy alto. Con gran picardía miró a su madre quien también la imitaba tapándose la boca.

—Pueden ponerse cómodas —pidió mirándolas de soslayo.

Elisa se quitó los zapatos y se acostó al lado de Germaine, envolviéndola en un tierno abrazo. En ese momento una dulce melodía empezó a inundar el ambiente, llenándolo todo de ternura.

Los dedos de Jules se desplazaban con gran facilidad y destreza por las teclas de marfil, dándole vida a esa melodía que había compuesto para su hija, sin siquiera saber de su existencia. Sentía las lágrimas inundarle la garganta en una mezcla extraña de dicha y tristeza, pero no se detendría en su presentación, mientras imaginaba la cara que pondría su padre al leer la carta y enterarse de esa manera que ya tenía una nieta que llevaba el nombre de la abuela, de esa mujer a la que él más amaba sin importar que ya no estuviese presente físicamente.

Elisa le acariciaba el cabello a su niña mientras admiraba al maravilloso hombre que idolatraba regalarles esa tonada que movía todas las fibras de su ser, Jules sencillamente era encantador; ella aún no se perdonaba haberle robado tantos momentos importantes al lado de Germaine, sabía que nada de lo que hiciera sería suficiente para que los recuperara, ni aunque le brindara la experiencia de hacerlo padre una vez más.

Jules dejó de regalarles la melodía hasta que se cercioró de que ambas estuviesen completamente dormidas, se levantó y caminó hasta la cama, acuclillándose frente a su hija, quien era realmente hermosa, igual a la madre; sus espesas y largas pestañas eran de un granate brillante. Se moría porque supiera que era su padre, porque lo llamara papá, pero constantemente se armaba de paciencia porque sabía que ese momento tarde o temprano llegaría.

Con mucho cuidado apartó el flequillo de la frente de su hija y le dio un beso. Hizo lo mismo con Elisa y se fue a la habitación que habían dispuesto para él, estaba seguro que el día siguiente no iba a ser fácil.

Elisa guardó luto el tiempo justamente necesario, los meses que siguieron a la muerte de Frank fueron la mayor prueba de fuego para ambos, porque inevitablemente las habladurías se levantaron ante la inesperada muerte del magnate de la industria ferroviaria y naviera, así como el repentino regreso de Jules al país y verlo constantemente al lado de la viuda.

A ella no le importaba porque estaba verdaderamente cansada de limitarse por los malos comentarios de las demás personas, solo le interesaba ser feliz al lado del hombre que amaba, ya suficiente se había sacrificado como para darle peso a las opiniones de unas cuantas viejas chismosas.

Jules tampoco había hecho caso a las amenazas que sin ningún reparo se atrevieron hacerle la madre y la abuela de Elisa, exigiéndole que se alejara de ella. La matrona de los Anderson hasta lo humilló al ofrecerle dinero, como si eso pudiera comprar el amor, ni aunque fuese un indigente le hubiese puesto una cifra a sus sentimientos; tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no olvidar que era una dama y evitar decirle las mil y una manera del uso que podría darle al cheque que le ofreció.

El puerto El Havre recibía a Jules junto a su familia, así era como la consideraba porque dentro de un par de meses su más anhelado sueño se haría realidad, se casaría con la mujer que amaba, lo haría lejos de los malos comentarios que bullían en Estados Unidos. Al enlace en París solo asistirían las personas más cercanas a ellos, esos que verdaderamente querían la felicidad de los que alguna vez vivieron un amor prohibido.

Desde la rampa de desembarque la mirada verde gris de Jules captó a su familia esperando por él, no pudo evitar que una gran mezcla de felicidad y miedo se apoderara de los latidos de su corazón, por primera vez su padre, hermano y hermanas conocerían a la mujer que amaba, así mismo a su pequeña Germaine; también los vería después de casi dos años de ausencia, desde el instante en que había partido de regreso a América y secretamente armara todo el plan de que se había ido a Australia. Nunca estuvo en ese lugar, se encargó de buscar a alguien que se parecía a él y lo envió con varias cartas, para que se encargara de enviarlas hacia Francia y así despistar a los sabuesos de Frank.

Durante los veintiún días que duraron en el trasatlántico, Elisa y Jules poco a poco empezaron a dar muestras de amor delante de los niños, algo que habían estado evitando durante los meses que ella guardó luto y que pacientemente Jules respetó, no querían que los pequeños se sintieran desconcertados ni mucho menos celosos, eran conscientes de que Frank había sido el padre que habían conocido.

Jules cargaba a Germaine e intentaba ponerle detrás de la oreja un mechón rojizo que el viento agitaba y ella reía feliz de estar entre los brazos del señor especial mientras que Frederick iba de la mano de su madre, tan apegado a ella como siempre. El niño lograba comprender un poco más lo que estaba pasando y se sentía algo descentrado, no era fácil para él dejar su hogar, su país y emigrar a uno con nuevas costumbres y diferente idioma.

A Elisa el corazón le retumbaba en el pecho, aunque Jules la tomaba de la mano no era suficiente para reconfortarla, era una experiencia totalmente nueva la que le tocaba vivir, era presentarse ante la familia del hombre que amaba. Ellos que conocían su pasado, ellos que habían sido amigos de su difunto esposo, con quien no le tocó lidiar con ninguna presentación familiar porque sencillamente Frank no la tenía, solo eran ellos y nadie más, sin la opinión de familiares, pero ahora que se uniría definitivamente a ese hombre, jamás podría borrar las huellas de que habían sido primero amantes, no estaba preparada para que la juzgaran, no quería que eso pasara.

Jules no se sorprendió al ver que sus hermanas corrían hacia él, haciéndose espacio entre el tumulto de gente que llegaba y era recibida por sus seres queridos.

—¡Qué hermosa! ¡Hola Germaine! —saludaron al unísono a la niña quien las miraba desconcertada y se volvió aferrándose al cuello de Jules, al sentirse un poco asustada ante la efusividad de las chicas.

—Es hermosa Jules, tiene tus ojos y ¡qué bonitos se les ven con el contraste de las pestañas! —dijo Johanna quien había bordeado a su hermano para poder ver a la niña que les había dado la espalda y la miraba sorprendida.

—¡Hola, estoy muy bien!... Después de casi dos años supongo que no he cambiado mucho, ni mucho menos me han extrañado —esbozó Jules tratando de captar la atención de las gemelas quienes estaban mirando a la niña y se habían olvidado de todos los demás.

—¡Claro que te extrañamos! Pero moríamos por conocer a Germaine... Es muy linda, ¿me la prestas? —parloteaba Johanna acariciándole las manos a la niña quien aún le cerraba el cuello a Jules.

—Hola, es un verdadero placer conocerte al fin. Eres muy hermosa y elegante, ahora comprendo porqué mi hermano casi enloquecía por no tenerte... Me encanta tu vestido —saludó Johanne a Elisa, reprochándose internamente no haberlo hecho antes. Realmente la mujer era hermosa, las fotografías no le hacían justicia, en persona se le notaba más delgada y con la nariz más respingada.

—Gracias... —miró a Jules para que le ayudara con el nombre porque las dos eran idénticas y se le haría imposible al menos por el momento distinguirlas.

—Johanne —dijo él con una sonrisa que le hacía iluminar la mirada ante la dicha, se sentía muy orgulloso de la mujer a su lado.

—Gracias Johanne, el placer es mío y cuando quieras podremos irnos de compras, me encanta la moda parisina —sin saberlo había tocado el punto débil de la hermana de Jules.

—Por supuesto, supongo que hoy van a descansar, pero mañana por la tarde podemos ir, aprovecharemos que tenemos inicio de temporada.

A Johanna solo le bastó un minuto para ganarse la confianza de Germaine, quien se le lanzó a los brazos dejando sorprendidos a Jules y a Elisa.

Frederick miraba desconcertado a las dos jóvenes que eran iguales, nunca había tenido la oportunidad de ver a dos mujeres tan parecidas. Johanne se acuclilló frente a él con una alegre sonrisa.

—Hola Fred, ¿cómo estás? —le preguntó en inglés mirando al niño, quien rápidamente se escondió detrás de la falda de su madre y solo asomaba la mitad del rostro mientras que en sus pupilas tenía estampada la curiosidad.

—Mi vida, saluda a la dama —le pidió Elisa regalándole una caricia en los cabellos—. Disculpa, él es poco expresivo —lo excusó.

—Fred, ¿recuerdas cómo se deben saludar las damas? —le preguntó Jules acuclillándose a su lado.

Él asintió dejando claro que sabía cómo hacerlo, ciertamente hasta tenía ganas de hablarle a la joven, pero los nervios le hacían más difícil expresar alguna palabra.

—Hazlo mi pequeño caballero, anda no temas —lo alentó guiñándole un ojo.

Frederick se llenó de confianza y dio un paso hacia el lado, parándose frente a Johanne le tendió la mano y la chica hizo lo mismo, entonces con respeto le recibió la mano y le dio un beso en el dorso, provocando una brillante sonrisa en la gemela y él sonrió satisfecho de lo que había hecho, sintiéndose por primera vez en la vida capaz de hacer algo más allá de lo imaginado.

—Es un verdadero placer Fred —aseguró la gemela.

Elisa admiraba a su niño que sonrojado volvía a esconderse detrás de su falda hasta que Jules lo cargó y se lo llevó encima de los hombros.

—Vamos —pidió al ver a los demás integrantes de su familia avanzando hacia ellos.

Johanna caminaba con Germaine en brazos, regalándole de vez en cuando besos en la mejilla y mostrándole las gaviotas que revoloteaban por el lugar.

La mirada verde gris se ancló en la de Jean Paul, quien inevitablemente tenía los ojos ahogados en lágrimas ante la felicidad de ver a su hijo después de tanto tiempo y por fin feliz al lado de la mujer que amaba; ansiaba conocer a su nieta; sin embargo, la urgencia por abrazar a su hijo era mayor.

Era muy poca la distancia que los separaba y ambos aligeraron el paso, hasta que se amarraron en un abrazo mientras Jules mantenía a Frederick seguro sobre sus hombros.

En medio del estrecho abrazo se confesaron cuánto se habían extrañado y lo felices que estaban de verse una vez más, lo decían en medio de lágrimas que intentaban disimular.

Jules no solía ser un hombre que hablara mucho de su familia, pero ante la muestra de afecto de la que era testigo a Elisa no le quedaron dudas de que la amaba.

Mientras padre e hijo permanecían abrazados, Jean Pierre en compañía de su esposa quien visiblemente se mostraba embarazada, se acercó hasta Elisa.

—Bienvenida, es un placer conocerte.

—Gracias, el placer es mío —Elisa anhelaba poder hablar un poco más, ser más comunicativa pero los nervios no la dejaban, aunque no notaba ningún tipo de recriminación en las miradas de los Le Blanc, ella no podía olvidar que todos ellos habían sido muy amigos de Frank.

—Te presento a mi esposa, Edith.

—Hola Elisa es un placer, siento que te conozco. Jules no hacía otra cosa que hablar de ti —confesó la esposa de Jean Pierre depositándole un beso en cada mejilla a Elisa.

—Siento que los haya torturado de esa manera —acotó sonriente, presintiendo que con las mujeres de la familia se las llevaría muy bien o al menos haría lo posible para que así fuera.

—Hasta dormido hablaba de la mujer que lo tenía hechizado —Jean Pierre ratificó lo que Edith había dicho y Elisa no pudo evitar que las mejillas se le sonrojaran—. La niña es verdaderamente hermosa, no comprendo por qué Jules no nos había comentado antes —desvió la mirada hacia Germaine, quien estaba en los brazos de Johanna y no pudo retener sus impulsos por acariciarle una mejilla con el pulgar.

—Él no lo sabía, algunas situaciones me llevaron a ocultárselo, él me reprochó que lo hubiese hecho y tenía todo el derecho de hacerlo —Elisa se avergonzó anclando la mirada en su hija, a la que Jean Pierre le ofrecía los brazos y ella como si lo conociera se fue con él.

—No te preocupes, sé que no ha sido fácil la situación por la que han pasado, pero lo verdaderamente importante es que ahora tienen la oportunidad de vivir plenamente sus sentimientos —la tranquilizó mientras miraba los ojos de la niña y se impresionó de ver que parecían ser los de Jules perfectamente calcados.

En ese momento Jules y Jean Paul rompieron el abrazo y con gran orgullo el hijo le presentó a su padre la mujer que le robaba el sueño.

Elisa recibió un afectivo abrazo del hombre, siendo consciente de que la altura Jules la había heredado del padre. Ella se sintió realmente querida por todos los miembros de la familia Le Blanc, jamás imaginó que la aceptarían con tanta facilidad, sin al menos reprocharle la manera en que nació el amor entre ambos.

Jean Paul vio entre los brazos de Jean Pierre a su nieta, no le quedó la menor duda cuando sus ojos se posaron en esas pestañas que alguna vez lo habían enamorado, sintió que el corazón se le rebosó de felicidad y nostalgia, nunca imaginó que volvería a ver unas pestañas tan largas y hermosamente curvadas como las de su adorada esposa. La genética demostraba ser generosa con él porque su nieta no solo llevaba el mismo nombre, sino que físicamente era una viva estampa de la madre de sus hijos, aunque tuviese el cabello rojo y brillante como el granate.

Las lágrimas empezaron hacerle estrago en la garganta, las emociones se les desbordaban y todos los presentes podían comprender su sentir, todos los que hubiesen visto el inmenso cuadro que estaba al subir las escaleras de la mansión Le Blanc sabían el gran golpe de felicidad que había impactado a Jean Paul, quien desde ese instante se apoderó de la niña como si fuese el mejor regalo que la vida le hubiese dado después de tantos años.

Dos meses después, en el parque Champ de Mars, Jules y Elisa contrajeron matrimonio bajo una hermosa carpa blanca y una decoración de miles de rosas rojas, teniendo de fondo a la imponente Dama de Hierro.

Desde América viajaron las personas que anhelaban la felicidad de la pareja, entre ellos los testigos del enlace matrimonial, Dennis quien ya tenía un niño de un año y Kellan junto a su prometida Elizabeth, con quien estaba pronto a casarse.

John Lerman quien finalmente había conseguido el divorcio, aprovechó la oportunidad para presentarle a sus hijos la mujer que formaría parte de su nueva vida, ésa que lo hacía sentir plenamente feliz.

Daniel y Elisa se sintieron felices de ver en los ojos de su padre la dicha como nunca lo había sido con su madre, quien había exigido quedarse con la mansión Lerman, en la que actualmente vivía sola.

A la boda sorpresivamente asistió Gerard Lambert en compañía de su esposa Gezabel, el hombre venció su orgullo y le pidió perdón a Jules quien no le negó una disculpa a ese hermano que creía perdido, Gerard también lo hizo con Elisa y les deseó lo mejor para la nueva vida que emprenderían juntos.

Elisa y Jules fijaron su lugar de residencia en París, donde él tenía sus negocios además de estar a cargo de la presidencia de las minas de la familia.

Kellan Parrichs, había sido el hombre elegido por Elisa para que administrara el imperio Wells, continuando con la sede principal en Chicago, ella confiaba ciegamente en el hombre que siempre demostró fidelidad.

Los recién esposos no podían creer la dicha que habían alcanzado, por fin unieron su vida de manera definitiva. Volverían a vivir cada angustia, a derramar todas las lágrimas, a sentir todo el dolor si al final conseguían estar frente a la Torre Eiffel disfrutando de su primer beso como marido y mujer como lo estaban ahora, en medio de sonoros aplausos y una lluvia de pétalos de rosas rojas.

Jean Paul y Jean Pierre admiraban a la pareja compartiendo un beso apasionado, sin importarles si levantaban murmuraciones entre los presentes, habían tenido el tiempo suficiente para conocer a Elisa y saber que estaba a la altura de los sentimientos de Jules, que nunca él estuvo errado cuando la defendía, cuando peleaba con uñas y dientes por ese amor, porque realmente era correspondido. Ella lo miraba no solo con inmenso amor sino también con devoción. Poco a poco ella supo ganarse el cariño de todos y ellos comprendían y agradecían el sacrificio que había hecho por mantener a salvo a Jules.

—Ven conmigo —pidió Jules tomándole la mano a Elisa, aprovechando un momento para estar a solas.

Ella se dejó guiar mientras se aferraba a la falda del vestido para poder llevarle el trote a su recién esposo.

—¿A dónde vamos? —le preguntó con gesto curioso pero cargado de picardía y tensión sexual.

—No muy lejos —aseguró con una gran sonrisa.

Muy cerca los esperaba un vehículo, al que subieron y él no perdió la oportunidad para besarla.

—Mi esposa, mía —murmuró contra los labios de la pelirroja quien sonreía extasiada.

—No ha sido correcto que nos escapáramos de la boda —confesó acariciándole las mejillas.

—Volveremos, primero quiero darte mi regalo —le dijo repasándole el labio inferior con el dedo pulgar.

A través de la ventanilla Elisa vio un globo aerostático en blanco que decía en letras rojas "Je t'emmènerai au ciel perle de mes yeux".

—¡No lo puedo creer! —gritó emocionada al tiempo que el auto se detenía.

—Créelo porque esta es la realidad que nos espera —bajaron del auto y él tomándola por sorpresa la cargó mientras ella reía sintiéndose completamente plena.

La metió dentro del globo y él de un brinco entró a la aeronave que tenía el piso cubierto por miles de pétalos de rosas.

Poco a poco empezaron a elevarse, acercándose cada vez más al cielo, él empezó a buscar entre los pétalos su regalo y los fue encontrando uno a uno, eran todos los cuadernos que había llenado con los dibujos de la mujer que amaba, desde el primero que le hiciera esa vez mientras ella cabalgaba.

—Solo para que te hagas una idea desde cuándo me traías loco —le entregó el primero—. En todos ellos podrás ver que a cada lugar que fui, que en todo lo que viví, siempre estuviste conmigo niña de mis ojos.

Elisa sin poder creer lo que tenía en sus manos empezó a pasar una hoja tras otra, admirándose plasmada en cada página y en otras leía letras que expresaban el amor y la pasión que sentía su esposo por ella; inevitablemente las lágrimas se le derramaron y su manera de agradecerle a Jules tanta devoción, tanto amor, fue abrazándolo y casi comiéndosele la boca mientras París quedaba a sus pies, observando desde esa perspectiva lo imponente que se veía la Torre Eiffel, sobresaliendo por encima de cualquier edificación.

Durante mucho tiempo parecía que hubiesen vivido en el paraíso, en once años que llevaban de casados solo un evento triste había opacado la felicidad de los Le Blanc y fue cuando Jean Paul abandonó el mundo de los vivos para por fin ir a reunirse con su adorada esposa, se fue sin sufrimientos; una mañana cuando su nieta Germaine fue a despertarlo como lo hacía todos los días, no despertó ni porque le dio más de dos besos, su abuelo no respondió, el rostro se mostraba sereno y una sutil sonrisa le adornaba los labios.

A pesar de eso el dolor embargó a la familia, la joven de casi catorce años a la que rondaban docenas de pretendientes, no pudo evitar echarse a llorar junto al hombre que la había consentido durante toda su vida.

Ya Frederick era todo un joven bohemio, a quien le apasionaba la pintura y poco a poco se estaba haciendo de un nombre como artista en París; sin embargo, recibía grandes críticas de la sociedad moralista porque sus obras de arte solo expresaban la perfección del cuerpo femenino sin ningún artificio, siendo así asediado por las jóvenes que querían posar para él; todas enloquecían por quitarse cada prenda frente al artista de hermosos ojos avellana; un joven misterioso, de poco hablar pero a quien no le hacían falta las palabras cuando bien sabía hablar con la mirada y las caricias.

Jules intentó en vano conseguir un hijo varón, después de Germaine le siguieron unas trillizas, quienes parloteaban por mil y quienes le hacían recordar a sus hermanas, las que ya habían formado sus propias familias. Después de las trillizas otra niña llegó a iluminarles la vida, teniendo la certeza de que era él quien siempre sufría de los malestares de los embarazos de Elisa, algo a lo que no le encontraba ninguna lógica. En ese entonces Jules aceptó que su único hijo varón solo sería Frederick, quien le hinchaba el corazón de orgullo cada vez que lo llamaba padre. Aunque constantemente le diera dolores de cabeza por andar de Casanova.

Elisa que había aprendido todas las recetas que Ivette le enseñó por años, aprovechaba los días especiales para sorprender a su esposo con grandes banquetes, a los que invitaba a los hermanos de Jules; las gemelas que cada una había tenido dos varones y Jean Pierre con Edith se habían convertido en padres de tres niños y una hermosa niña.

Una mañana de 1935 decidieron emigrar a Estados Unidos, cuando los rumores de que la segunda guerra mundial estallaría se convirtieron en realidad. Elisa no iba a permitir que reclutaran a su hijo a la guerra, no lo soportaría; antes de que eso pasara prefirió regresar al país en que nació y donde estaba su familia, llevándose no solo a sus hijos, sino también a sus cuñadas con sus inseparables esposos Thierry y Christian y sus hijos, quienes temían quedarse en Francia.

Tanto Daniel como su padre y el resto de sus seres queridos le expresaron a Elisa el júbilo que sentían por su regreso a los Estados Unidos, sobre todo su gran amiga Dennis, quien siempre estuvo presente en su vida, pues tanto Elisa como Jules nunca olvidaron agradecer todo el apoyo que les brindó.

Jean Pierre seguía en su posición política y no pudo acompañarlos, pero les prometió que se mantendría seguro; los gobernantes nunca eran afectados por la guerra, al menos no físicamente y Jean Pierre estaba perfilado como el próximo presidente de Francia.

Elisa regresó a la que había sido su jaula de oro, esa que sus leales sirvientes se encargaron de mantener en óptimas condiciones. Ella nunca perdió contacto con ellos, la tecnología le había brindado la oportunidad de que la comunicación fuese más frecuente.

Se maravilló al ver las remodelaciones que le habían hecho a la mansión, había pedido que las hicieran pero no había tenido la oportunidad de verla porque desde que se había mudado a Francia solo había visitado tres veces el país y una de ellas fue para el funeral de su abuela, la que aunque nunca le perdonó que se casara con el que había sido su amante, no pudo evitar asistir para darle el último adiós, pues a pesar de todo Elisa no le guardaba rencor. En esa misma visita reafirmó que su madre tampoco se lo perdonaría.

Deborah le recriminaba lo que había hecho, le hablaba dándole algunos de sus consejos, le decía que la quería pero que no aceptaba a Jules y a las niñas muy poco las toleraba. Cada vez que tenía la oportunidad profetizaba que ese hombre terminaría engañándola como lo había hecho su padre, porque todos los hombres eran iguales.

Elisa prefería ignorarla y no discutir con ella porque no quería herirla más, estaba segura que su madre vivía su propio calvario en la soledad.

Una vez más estaba entre las paredes donde todo comenzó, donde se enamoró del hombre que todos los días la amaba como si solo tuviese un minuto para hacerlo.

A su llegada Elisa organizó una reunión familiar a la que asistió gran parte de la familia, percatándose de que durante los años que estuvo fuera de Chicago el número de integrantes había crecido considerablemente. Empezando por su hermano que junto a Vanessa habían tenido siete niños. Jules aprovechó la oportunidad para recomendarle a su cuñado que buscara otros métodos para distraerse y no pasar tanto tiempo en la cama con su mujer.

Sean había tenido dos niñas y un niño al que habían adoptado, rompiendo una vez más la regla de los Anderson en la que no se permitían niños que no llevaran la sangre familiar.

Así como ellos casi todos los miembros de la familia no habían perdido el tiempo para asegurar una nueva generación bastante numerosa. Su tío Brandon y Fransheska continuaron con sus viajes y aventuras por todo el mundo, aunque en los últimos años estaban asentados en Chicago, apoyando el ímpetu de sus hijas, quienes aspiraban tener una profesión en el mundo del arte.

Germaine estaba con su prima Valentina en una fiesta de pijamas en la casa de Sean, donde las hijas de éste las habían invitado y pasarían todo el fin de semana. Frederick tal vez buscando alguna joven que le sirviese de modelo, a la que después de dibujarla desnuda la metería en su cama, amenazando con ser el peor dolor de cabeza de las moralistas americanas; las demás niñas se encontraban en el salón de música, bailando el alegre Son que su padre les tocaba en el piano mientras su madre aplaudía y ellas reían.

Elisa y Jules estaban seguros de que ese día era especial, tan solo bastó que compartieran una mirada para acordar que necesitaban estar a solas, la llama del deseo que aún con los años se mantenía flameante les exigía privacidad.

—Juliette —Jules llamó a una de las trillizas, quien casi inmediatamente detuvo sus vueltas y se soltó la falda del vestido para correr hacia su padre—. Toca un poco para tus hermanas —dijo poniéndose de pie y le tendió la mano a Elisa—. En un rato regresamos —aseguró mientras le sonría a Elisa.

Ambos se tomaron de las manos y salieron del salón, dejando a las niñas en medio de risitas cómplices que expresaban la felicidad que sentían de ver a sus padres tan enamorados.

Los esposos Le Blanc salieron al jardín, compartiendo miradas y sonrisas se alejaron hasta el pie del árbol que fue testigo de ese primer beso que él le robó, para amarse una vez más libremente con toda la magia, la pasión y la lujuria que ardía en ellos tan fuerte como el primer día.


Traducción al español: Te llevaré al cielo perla de mis ojos


NOTA: GRACIAS INFINITAS POR ACOMPAÑARME EN ESTA HISTORIA QUE DEMUESTRA QUE EL AMOR PUEDE SUPERAR EL TIEMPO Y LA DISTANCIA. UN AMOR PROHIBIDO PERO TAN INTENSO Y HERMOSO QUE NOS ENAMORÓ. 

¿QUÉ TE PARECIÓ LA HISTORIA? 

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