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CAPÍTULO 8


El puerto de Barranquilla les daba la bienvenida, Jules bajó del barco y apenas llevaba unos pasos por el lugar con dirección al auto que los llevaría al hotel cuando ya sentía que se estaba ahogando.

El insoportable calor entró por sus pies y recorrió todo su cuerpo, el sudor corría por su espalda mientras que sus sienes eran adornadas por dos hilos de sudor, los cuales retiró disimuladamente pero apenas se los secaba cuando dos más rodaban haciendo su camino por las patillas. El vapor en su cuerpo hasta cierto punto era intolerable, se sentía como un vegetal al vapor y solo llevaba poco más de media hora en suelo colombiano.

Recorría con su mirada el puerto, percatándose de que era el centro de atención de los transeúntes, tal vez ante su altura ya que todos estaban por debajo de la estatura promedio de los estadounidenses, aunado a eso sobresalía su vestimenta, con pantalón de vestir, saco, camisa y sombrero.

—¿Tiene calor francés? —preguntó uno de los hombres que lo acompañaba, evidentemente a manera de burla porque su estado demostraba que estaba a punto de sancocharse.

Jules discretamente sonrió de medio lado, intentando contener las ganas que tenía de asesinar al hombre en ese momento, pero no lo hizo porque era quien le llevaba el equipaje. El auto que los esperaba parecía estar cada vez más lejos y los latidos descontrolados de su corazón hacían eco en su cabeza y para acrecentar su tortura, dos de los cinco acompañantes se detuvieron en un colorido puesto ambulante de lo que parecía ser comida; en realidad todo era muy colorido y a la gente parecía no molestarle el calor en lo más mínimo. Realmente no podía comparar su vestimenta con la de ellos, ésta era mucho más vaporosa, incluyendo a las mujeres que vestían ropajes más desinhibidos, resaltando sus prominentes y sensuales curvas.

—Cierra la boca, francés —le pidió uno de ellos cuando inevitablemente su mirada se escapó tras una mujer de piel color canela, no era deseo sino simple curiosidad ante fascinante fisionomía—. Mira que aquí en el puerto hay muchas moscas, no te vayas a tragar una —continuó el hombre y los demás soltaron las carcajadas.

Uno de ellos le tendió algo y pudo ver cómo los otros lo tomaban, por lo que los imitó, llevándose el sorbete a los labios y probó una bebida realmente refrescante y con un sabor único, lo saboreó y una vez más sorbía, sintiendo cómo el líquido renovaba su garganta seca.

—¿Esto qué es? —preguntó observando el líquido casi cristalino.

—Coco, es agua de coco —le informó Jairo—. Buena... buenísima —agregó y Jules asintió en silencio—. Si esto te parece bueno, espera que pruebes el aguardiente —acotó sonriendo—. No solo vas a beber sino a comer, pero con unas cuantas "pelaítas" que te pongan a trabajar no te van a dejar engordar.

—¿Pelaítas? —preguntó Jules tratando de imitar el español sin saber a qué se refería. El hombre hablaba en inglés, pero también utilizaba algunas palabras en español.

—Mujeres, francés —le respondió mientras miraba a un chico que llevaba algo amarillo en una bandeja—. ¡Peláo ven acá! —llamó a punto de grito haciendo un ademán para que el joven se acercara.

El chico emprendió una carrera y en pocos segundos estaba ahí, Jairo pidió uno de esos que tenía.

—Toma Jules —le ofreció la fruta picada.

El francés lo miró algo desconcertado, pero no rechazó el ofrecimiento, antes de llevárselo a la boca miró cómo lo comía uno de los hombres y lo imitó, llevándose un pedazo a la boca e hizo lo mismo que con el agua de coco, lo degustó y le pareció que era lo más delicioso que había probado.

—¿Y esto qué es? —preguntó mientras masticaba y se llevaba otro pedazo a la boca.

—Mango... Una fruta al igual que el coco, son frutas tropicales —explicó sonriente.

—Es buenísimo, había escuchado de estas frutas, pero nunca las había probado —respondió llevándose otro pedazo, después de eso también le dieron a probar la masa de coco, apenas consciente de que lo sacaron del mismo al que él se le tomó el líquido.

Al terminar subieron al auto que los dejó en el hotel que estaba a orillas de la playa, Jules entró a su habitación. Las paredes de ésta eran de un blanco total, adornadas con algunas conchas de mar. Las puertas de maderas que daban a una pequeña terraza estaban abiertas, por lo que la brisa entraba refrescando la habitación. Se quitó el saco y lo dejó caer sobre la cama al igual que la camisa, quedando solo con la camisilla, la que tenía húmeda a causa del sudor.

Se encaminó a la terraza y disfrutó de una vista maravillosa, una paradisíaca playa de arena dorada, inhaló todo lo que pudo, llenándose los pulmones del aire puro con olor a salitre y el sonido del viento silbaba en sus oídos mientras la brisa mecía fuertemente sus cabellos, sintiendo que una gran calidez lo envolvía por completo. Apoyó sus manos en la baranda de la terraza y cerró los ojos, extrañando que los brazos de Elisa rodearan su cintura, anhelaba sentir la mejilla de ella descansar sobre su espalda; solo faltaba la mujer que amaba para que ese fuese su paraíso particular, comer mango y coco con ella, robarlo de su boca seguramente así tendrían mejor sabor.

Dejó libre un suspiro y abrió los ojos, perdiendo el verde gris en el mar, estaba seguro que las aguas serían realmente cálidas. El cansancio lo estaba venciendo, por lo que decidió dirigirse al baño donde una ducha lo renovó, eliminando el sudor que había cubierto su cuerpo; después de casi una hora bajo el agua, enrolló una toalla en sus caderas y se dirigió donde había dejado sus maletas sobre un sofá de tres puestos, abrió una y sacó un pantalón de pijama, se lo colocó y se metió en la cama que era sumamente ancha, pero no lo suficientemente larga, quedaba justo en ésta; sin embargo, era realmente cómoda. La brisa entraba a la habitación atontándolo por completo, tanto que no supo en qué momento se quedó dormido.

Los llamados a la puerta lo despertaron, abrió los ojos pesadamente y se incorporó quedando sentado al borde.

—Un momento —pidió con la voz ronca, se puso de pie y buscó en la maleta una camisa, mientras se la colocaba se dirigió a la puerta. Al abrir se encontró a Pastrana.

—Son las cuatro y media de la tarde, te espero en el lobby eso sí, busca algo fresco que ponerte —le sugirió con una amable sonrisa.

—¿Algo como qué? ¿No nos íbamos dentro de dos días? —le preguntó sin despertar del todo.

—Claro que nos vamos dentro de dos días —dijo y sin pedir permiso entró a la habitación, la recorrió con la mirada y vio dónde estaban las maletas de Jules. Empezó a buscar entre las prendas—. Pero no te vas a quedar como un marica metido en la habitación... Allá afuera nos espera la fiesta, vas a saber lo que es una... ¿Qué es toda esta mierda? —preguntó mirando el equipaje de Jules que revolvía de un lado a otro—. Puros trajes de sastres italianos y franceses... Papá, estás en Colombia no en Mónaco.

—Esa es la ropa que uso... no tengo más informal, traje lo más informal que tenía tal como me pediste Pastrana —masculló rascándose la nuca.

El hombre dejó libre una sonora carcajada.

—No quiero imaginar la de gala, pero tranquilo ya te traigo algo —acotó dejando caer la tapa de la maleta y salió de la habitación.

Jules dejó libre un suspiro, era imposible dialogar con esos hombres, al parecer nada lo tomaban en serio y eso que pensaba que Kellan era quien se tomaba las cosas a la ligera, pero estos le habían ganado. Después de unos minutos llamaron a la puerta y él que estaba revisando algunas cosas en su equipaje las dejó de lado y se encaminó a abrir. Una vez más Pastrana aparecía, entró dejando caer sobre la cama un pantalón blanco y una camisa manga corta con flores naranjas y verdes, Jules frunció el ceño ante los colores tan llamativos, pero no dijo nada.

—Jules, primero tengo que hacer unas cosas, prepárate y baja al lobby a las siete, aquí la noche es joven, a las diez es que se pone la cosa buena —informó llevándose las manos a la cintura a modo de jarra.

El joven solo asintió en silencio.

—Está bien, a las siete —repitió para que supiera que había entendido.

Pastrana asintió en silencio con una gran sonrisa y salió de la habitación, dejando a Jules solo, el cual se encaminó al baño y se duchó nuevamente. Se colocó el pantalón, pero éste le quedaba muy corto, por lo que él mismo soltó una carcajada al verse, no tuvo más opción que doblarlo hasta dejarlos por debajo de sus rodillas.

Se puso la camisa, aunque le quedaba bien no pudo evitar horrorizarse en el momento que se vio en el espejo y se la quitó como si tuviese alguna peste, esos colores no le gustaban, lo hacían verse ridículo, por lo que se dirigió a su equipaje y tomó una camisa blanca, la que dejó por fuera, evitó cerrarse los primeros tres botones, dejando el pecho al descubierto y las mangas las dobló hasta sus codos. Al mirarse al espejo notó la gran diferencia. Apenas eran las cinco y quince, miró varias veces el reloj de la pared del baño y el sol aún se encontraba en lo alto. Fue a la maleta por un poco de perfume, ahí se percató del cuaderno de dibujo que había llevado para matar el tiempo.

Se fue a la terraza y se ubicó en una silla de madera, sus manos empezaron a eternizar ese atardecer maravilloso que se ponía ante él, un sol tan inmenso y naranja como nunca antes lo había visto.

Era la perfección ante sus ojos, nada pasaba en vano, desde unas gaviotas que quedaron plasmadas hasta la baranda de barrotes de madera de la terraza, pero algo faltaba, algo para ser el lugar más envidiado en el universo, por lo que los trazos empezaron a darle vida a una silueta femenina sentada al borde de la terraza, sonriéndole mientras lo admiraba dibujar.

A minutos cerraba los ojos para hacer los detalles del rostro de Elisa, esos que conocía a la perfección, hasta se la imaginó con un sencillo traje blanco a juego con todo lo que les rodeaba. El crepúsculo le anunciaba que el tiempo había pasado y que lo más seguro era que serían entradas las siete. Se puso de pie y se encaminó a la puerta, dándose cuenta de que estaba descalzo y que definitivamente sus zapatos no quedaban con la ropa que llevaba puesta, así no saldría. Pensó que debía hacer algo, por lo que se fue sin colocarse ningún calzado a la habitación de al lado, le habían dicho que las seis habitaciones contiguas estarían ocupadas por el equipo de trabajo que viajó con él. Llamó a la puerta y abrió Iván Manjares, quien vestía un pantalón beige y una camisa en un color amarillo realmente llamativo que cegaba a Jules por segundos, al parecer esos tonos eran los primordiales para los colombianos.

—¿Qué pasó francés? —le preguntó sonriente.

—Iván, no tengo calzado apropiado —hablaba Jules cuando el hombre dirigió la mirada a sus pies y lo detuvo.

—Ni se te ocurra ponerte tus zapatos —suplicó uniendo sus manos y Jules se encogió de hombros ante un obvio gesto de que no se colocaría sus zapatos—. ¿Cuánto calzas? —le preguntó esperando poder resolver el percance de Jules.

—Trece y medio —contestó de manera natural.

—Mierda, aquí ninguno calza tanto... eso está por el 47 en la medida colombiana —le dijo algo preocupado y Jules ya había decidido que no saldría, pero la mirada de Manjares se iluminó al minuto—. Vamos a tu habitación —propuso y ambos se encaminaron inmediatamente, al llegar le pidió prestado los zapatos—. Regreso dentro de media hora.

—¿Qué vas hacer? —le preguntó Jules al ver que salía con sus zapatos en mano.

—Tú espera aquí... ya verás —prometió y salió.

Jules se quedó sentando en la cama, después de un rato estaba acostado, no sabía cuánto tiempo había pasado, tal vez veinte minutos o más. Seguramente ya Pastrana lo estaría esperando cavilaba cuando por fin alguien llamó a la puerta, se puso de pie, se encaminó a abrir y era Manjares quien regresaba con una bolsa donde traía sus zapatos y otros.

—Toma, tuve que mandarlas hacer porque tampoco habían de esa calza, lo supuse y por eso me llevé tus zapatos... recordé que cuando entrabamos al hotel vi el puesto —explicó entregándole lo que le había traído.

—¿Las mandaste hacer? —le preguntó sonriente sin poder creérselo—. Me gustan, son iguales a las tuyas... ¿Cómo se les llama? —preguntó colocándose el calzado.

—Son "abarcas", calzado de cuero y caucho muy populares aquí. Son tuyas, te las puedes llevar a Chicago, aunque allá se te congelarán los pies... Pero al menos te quedan de recuerdo.

—Gracias —dijo poniéndose de pie y probándoselas, le parecieron bastante cómodas.

—¿Ves? Listas en veinte minutos, ni en París mi hermano... Esto aquí es calidad, ahora vamos que ya todos están esperándonos en el lobby.

Ambos se encaminaron al lobby y al salir del hotel era como si hubiesen entrado a otro mundo. El bullicio de los transeúntes, la música, muchas personas caminando descalzas con ropa de playa; recorrieron unas cuadras y Jules nunca había visto lo que según Jairo eran puestos ambulantes de comida, gente en las orillas de las calles sentados y contando chistes que al parecer eran muy buenos porque ellos reían como locos, se quedaron ahí unos minutos.

Después de caminar un poco más, entraron a un lugar donde la música retumbaba muy alegre, ellos dijeron que se llamaba vallenato y varias parejas lo bailaban muy animados mientras reían y tomaban, no esperaban terminar de bailar para ir por una copa, había mesas que bordeaban una pequeña tarima que estaba alegremente adornada. Todos se volvían a mirarlos y saludaban como si se conociesen de toda la vida. Pastrana los guio a otra parte del salón que era al aire libre, solo estaba cercado hasta la mitad con barrotes de madera, teniendo detrás el mar que refrescaba y Jules lo agradeció porque adentro estaba sudando nuevamente. Había una parte que no estaba cercada, seguramente para salir a la playa. Apenas tomaban asiento cuando llegó una mujer joven y les dejó una botella de cristal con un líquido cristalino junto a varios vasos pequeños de vidrio.

—El primero hasta el fondo —propuso Iván mientras servía, todos los tomaron y chocaron los pequeños vasos. Jules solo miraba e imitaba lo que ellos hacían, se llevaron el vaso a los labios y lo vaciaron de un trago, el francés hizo lo mismo y sintió el líquido correr por su garganta quemándola y dejándole una sensación de ardor, frunció un poco el ceño, pero le gustó, al parecer todo en ese país tenía un sabor extraordinario—. ¿Está bueno el aguardiente francés? —preguntó Iván al verle la cara.

Jules asintió en silencio aun saboreando el licor, después de media hora ya reía con ellos, los efectos del aguardiente eran positivos y el gusto aumentaba, hasta la música le agradaba aún más, contagiándolo.

Iván y Felipe bailaban con unas jovencitas mientras él observaba la destreza de los hombres al tocar los instrumentos que Pastrana le había dicho eran la caja, charrasca y flauta.

Dos chicas se encaminaron hasta donde él estaba sentado y se le ubicaron una a cada lado, las dos con la piel color canela y una dentadura perfectamente blanca. Una de cabello rizado que le llegaba a la cintura y la otra con una cabellera sumamente lacia y brillante, ambas de hebras negras como el ébano, una de ellas con las caderas generosamente favorecidas, la otra con una diminuta cintura, llevaban una falda y una blusa que se amarraba debajo del busto, dejando al descubierto su torso, el que era adornado por una cadena de plata. Él las admiró embelesado, sin lugar a dudas el aguardiente le había hecho olvidar y que todo fuera de ese lugar no existiese. Pastrana que era el único que permanecía a su lado, lo instó a que bailara con una de las chicas, pero él se negó, estaba algo ebrio, pero no tanto como para hacer el ridículo.

El hombre no le insistió porque se volvió a la joven que había llegado hasta él y los besos entre ellos no se hicieron esperar, seguidamente su mirada se dirigió a su pecho, donde una de las chicas posó la mano y empezó a acariciarlo. La otra se acercó a su cuello y empezó a besarlo, tal vez serían las tres de la madrugada y unas cinco botellas de aguardiente se habían consumido, Jules cerró las cinturas de ambas acercándolas más a él, sintiendo cómo los senos de una de las chicas rozaban sus costillas.

Cerró los ojos ante la maravillosa sensación, pero inmediatamente ésta se esfumó ante la sonrisa que se estrelló contra sus párpados caídos, esa sonrisa estaba acompañada por unos ojos marrones que lo desarmaban, no pudo evitar sentirse miserable. Abrió los ojos y sin decir una palabra se puso de pie, dejando a las chicas completamente desconcertadas. Pastrana se había ido con la otra mujer, solo Jairo bailaba con otra en una esquina del lugar. Salió caminando hacia la playa y empezó a transitar por la orilla, sintiendo la brisa fresca estrellarse contra sus mejillas y agitar con fuerza sus cabellos, se llevó las manos a los bolsillos y continuó caminando lentamente, le esperaba una larga extensión de costa por recorrer.

—Perdóname Elisa... Soy un maldito, ¿en qué demonios estaba pensado? No, no estaba pensando... Prometí que no lo haría y ha sido lo primero que he hecho —se decía mientras las olas que morían en la orilla bañaban sus pies. Se detuvo y se dejó caer sentando, quitándose las abarcas, el agua que llegaba a segundos le mojaba los pies y sin siquiera proponérselo unas lágrimas se asomaron a sus ojos—. Todo fuese tan distinto si estuvieses en este instante aquí conmigo... Entraríamos al mar a esta hora y te haría el amor al movimiento de las olas, esperaríamos abrazados el amanecer y así yo poder ver tu hermoso rostro pintado de naranja por el sol, eso sería perfecto —hablaba mientras observaba hacia el horizonte.

Después de un rato se puso nuevamente de pie y siguió caminando hasta que el sol lo sorprendió, realmente era hermoso, al parecer en ese lugar salía con más fuerza y más grande que en cualquier parte del mundo, sus destellos naranjas pintaban el mar. Entonces decidió regresar al hotel, lo que hizo caminando. Al llegar se dio un baño y se metió en la cama donde se quedó dormido en pocos minutos.

Las náuseas que lo asaltaron en medio del sueño lo despertaron abruptamente, obligándolo a ponerse de pie casi inmediatamente, pero al tocar suelo se sacudió con fuerza. Estaba realmente mareado y la cabeza le pesaba toneladas, por lo que fue a dar al piso, como pudo se puso de pie y corrió hasta el retrete, devolviendo todo lo que recordaba haber comido y lo que no.

—¡Dios mío! ¡Me voy a morir! —apenas logró susurrar con la voz ronca y la garganta adolorida, dejándose caer sentado en el suelo del baño—. Se me explota la cabeza... ¿Qué es esto? —se preguntó llevándose las manos a la cabeza—. Nunca una resaca me había dado tan fuerte —tan solo pudo decir, cuando nuevamente su cuerpo devolvía solo un poco de líquido, ya no tenía nada que vomitar y aun así las arcadas lo sacudían mientras pensaba que ese era el peor de los castigos, porque si había algo que él odiaba era vomitar.

Se puso de pie como pudo y en el lavabo se enjuagó la boca, miró la hora y eran las dos de la tarde, se dirigió a la ducha y se quedó bajo el chorro de agua por casi una hora mientras sentía un terrible escalofrío recorrerlo.

—Maldito Pastrana —susurró cuando las ganas de vomitar lo atacaron nuevamente sin tener nada que vomitar; sin embargo, un poco de líquido amarillo salía con un sabor extremadamente amargo, no era más que la bilis, se calmó un poco y volvió a enjuagar su boca mientras el estómago le ardía, se colocó un albornoz de baño sin siquiera secarse, se encaminó a la cama y se dejó caer pesadamente, ahí se quedó y aunque cerraba los ojos tratando de dormirse de nuevo todo le daba vueltas, la debilidad en su cuerpo apenas le dejaba descansar. Escuchó cuando llamaron a la puerta, por lo que desde la cama invitó a pasar.

—Francés, que nos vamos de playa —dijo Jairo enérgicamente, al ver que no obtuvo respuesta se aventuró a acercarse más a la cama y a preguntarle—. Hey Jules, ¿francés qué te pasa?

—Me estoy muriendo Jairo —susurró sin atreverse a abrir los ojos.

—Mierda francés, te ganó el aguardiente —expresó en medio de carcajadas—. Bueno, eso se te quita con agua de coco... Ya te envío una jarra y algo de comer, pero si te tomas una cerveza bien fría en seguida se te pasa.

—El agua de coco está bien, pero no quiero ni una gota más de alcohol por favor... solo quiero irme a Chicago... este maldito calor me está cocinando.

—Está bien... Solo agua de coco, también te voy a enviar un Bocachico frito con yuca... ensaladita y en menos de tres horas estarás como nuevo —comentó sin dejar de reír—. No te preocupes por el calor, mañana temprano nos vamos a Medellín allá es más fresco.

—Eso espero —anheló con voz ronca ante las ganas de vomitar que lo atacaban nuevamente.

Jairo salió y en media hora Jules tenía en la habitación la comida que le había prometido y una jarra con agua de coco, la que Jules se tomó en menos de veinte minutos, el almuerzo estuvo realmente delicioso y tal como dijo Jairo, en tres horas estuvo mucho mejor, por lo que volvió a dormir otro poco.

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