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CAPÍTULO 71


Nunca en su vida se había sentido tan feliz, ansioso y nervioso. El corazón iba a reventarle el pecho, le martillaba sin compasión y no le daba tregua ni para respirar, no importaba cuántas caricias tranquilizadoras le regalara Elisa a su brazo, el nudo en la garganta no se le bajaba.

Era padre, sabía que lo era, pero no tenía la certeza porque aún no se había visto en los ojos de su niña y tenía mucho miedo porque no tenía la más mínima idea de cómo debía actuar, no sabía qué le iba a decir.

—¿Ella no sabe absolutamente nada de mí? —La voz ronca evidenciaba su nerviosismo—. ¿No tiene ni idea de que existo? —ancló la mirada en Elisa, quería reprocharle porque no era justo para él ni para su hija que no supieran lo importante que uno iba a ser en la vida del otro.

Elisa se relamió los labios, después se mordió el inferior clavando su mirada triste en el hombre que amaba.

—No, no sabe que eres su padre, lo siento yo... no podía decírselo amor, él... —trataba de explicarle con voz muy baja, temiendo tener que pronunciar esas palabras.

Jules desvió la mirada hacia el camino, franqueado por altos árboles que podía ver a través del vehículo que los conducía a la Mansión de las Rosas, con mucha rabia se limpió una lágrima caprichosa mientras intentaba ocultarle a Elisa su dolor.

—Lo siento —murmuró ella conteniendo las lágrimas. Sabía que no era conveniente seguir hablando porque eso solo lastimaba aún más a Jules.

Un gran portal de hierro forjado cubierto por rosales les daba la bienvenida, haciendo honor al nombre de la mansión.

Jules por primera vez se mostraría a parte de la familia de Elisa como el hombre que la amaba y no como el amable huésped que habitó en la casa que ella compartía con Frank Wells, ni siquiera lograba encontrar el valor para mirarlos a los ojos, él no se avergonzaba de sus sentimientos, pero sí de las circunstancias en que nacieron, cuando la mujer que adoraba pertenecía a otro, que incluso aún le pertenecía legalmente.

—Por favor, deben entrar rápido a la casa —pidió el chofer en el momento en que estacionó el vehículo en la parte trasera de la mansión.

La puerta ya estaba abierta, esperando para recibirlos.

—Ve tú primero —pidió Jules con la convicción de protegerla, ante todo. Sorpresivamente Elisa se acercó a él sin importarle que el chofer estuviera presente y le tomó el rostro entre las manos regalándole un tierno beso en los labios, un suave toque que duró el tiempo justo para acelerarle endemoniadamente los latidos del corazón.

—Te amo Jules —murmuró mirándolo a los ojos—. Nunca lo dudes, ni por un segundo.

—Con cada respiro correspondo a ese amor —musitó relamiéndose lentamente los labios, saboreando el beso de Elisa.

Ella se separó de él dejándole un te amo en los labios, se bajó del vehículo y casi corrió hasta el interior de la casa, Jules no esperó mucho y al igual que Elisa, entró rápidamente.

Justo en el momento en que entró a la cocina pudo ver a Elisa abrazada a Daniel, él no pudo entender lo que se murmuraban, solo escuchó un sollozo del amor de su vida y el hermano clavaba la mirada en él. No era un gesto de reproche, era uno de agradecimiento, él no supo qué decir, solo se limitó a asentir.

Al ver que rompían el abrazo, decidió avanzar y pararse al lado de Elisa, percatándose de las lágrimas que le mojaban el rostro, por lo que sin importarle la presencia de Daniel la refugió en sus brazos.

—Todo va a estar bien —le dijo al oído mientras le calentaba el rostro con el pecho—. Ya no llores niña de mis ojos que me parte el alma verte así —murmuró regalándole una lluvia de besos en la sien.

—Siento una inmensa y maravillosa felicidad, solo eso.

—No quiero que los niños te vean llorar, no creo que logren comprender que lo haces por felicidad; si quieres podemos quedarnos aquí todo el tiempo que necesites en conseguir la calma —propuso y miró a Daniel quien los observaba disimuladamente, tratando de darles un poco de privacidad.

—Elisa, Jules tiene razón —intervino Daniel acercándose y acariciándole la espalda a su hermana, quien estaba entregada a los brazos de ese hombre como no lo había estado nunca con ningún otro, ni siquiera con él o su propio padre. Lo que le confirmaba que Jules era el hombre adecuado para ella. Verlos al fin juntos después de tanto, le trajo una profunda paz a su alma, ver a su hermana junto al hombre que ama le hizo sentir como si un gran peso abandonara sus hombros.

Elisa respiró profundamente, robándose ese aroma masculino, ese aroma de paz y amor que encontraba en el pecho de Jules y empezó a limpiarse las lágrimas. Sabía que no era prudente que él estuviera tanto tiempo en ese lugar.

—Estoy preparada —dijo alejándose un poco de Jules.

Daniel se adelantó marcándoles el camino que debían seguir. Elisa caminó sintiendo a Jules a su lado; sin pedirle permiso buscó la mano de él y entrelazó sus dedos, sintiendo esa seguridad que estar con él le brindaba, aunque le extrañó que él no le correspondiera al agarre, no se aferraba a su mano.

—No temas amor, no importa lo que piensen, lo verdaderamente importante es sentirte cerca —dijo suponiendo que él no correspondía por miedo, aún no se presentaba formalmente delante de la familia de ella.

—Los niños. Elisa, no soy tu esposo —murmuró muy a pesar de sus deseos sabía que no era prudente que ella se mostrara tan afectiva con otro hombre que no fuera al que ellos conocían por padre.

—Pero dentro de muy poco lo serás —acotó sonriente, entonces él correspondió al agarre.

Las puertas que llevaban a la sala se abrieron y Jules se aferró con más fuerza a la mano de Elisa, buscó desesperadamente con la mirada a su hija, pero Frederick captó su mirada antes de él poder verla por primera vez, el niño se acercaba corriendo hasta su madre y se le abrazó a las piernas.

Elisa tuvo que soltarle la mano, desamparándolo, dejándolo a la deriva para poder acuclillarse y abrazar a su hijo.

En el instante en que sus ojos se posaron en los sorprendidos, pero al mismo tiempo felices ojos de Frederick, sintió la falta tan grande que le había hecho, estaba más alto, en casi tres años había crecido tanto como para llegarle a Elisa por la cintura. Pero el rostro no le había cambiado nada, seguía siendo el niño tierno que conoció cuando apenas era un bebé.

Le sonrió esperando que lo reconociera, que recordara alguno de los tantos momentos que pasaron juntos. Precisamente en ese momento escuchó la más tierna y hermosa de las carcajadas, seguido de un suave golpe en una de sus pantorrillas. Volvió medio cuerpo y ahí estaba ella, su niña, su Germaine, mirándolo con la sorpresa fija en las pupilas, como si él fuera un rascacielos.

Era hermosa, su imaginación nunca alcanzó a recrearla tan bonita, espabilaba batiendo esas impresionantes pestañas rojizas que no opacaban el brillante verde gris de los ojos.

No podía moverse, solo sentía el corazón a punto de explotar, los oídos le zumbaban y las lágrimas le formaban un gran nudo en la garganta. No iba a echarse a llorar porque no quería asustarla.

Sin dejar de mirarlo caminó bordeándolo hasta pararse junto a su hermano, lanzándose a los brazos de su madre quien le hablaba cariñosamente.

—Mami, es el señor especial —murmuró muy cerca de la cara de Elisa, mirándola a los ojos.

Elisa asintió en silencio con gran entusiasmo y las lágrimas ahogaron sus ojos, sintiéndose muy feliz porque su hermosa niña había reconocido a Jules, llamándolo con ese nombre con el que ella se lo había presentado secretamente con una fotografía que había conseguido, le había inculcado amor por ese hombre que era su padre, el que había tenido que mantener en secreto.

—¿Quieres saludar al señor especial? —preguntó con la voz transformada por las lágrimas.

Germaine asintió llevándose un dedito a los labios y miró a su hermano como si a él también le pidiera permiso.

Elisa elevó la mirada hacia Jules y se le aferró a la mano, pidiéndole que se bajara un poco porque a su hija se le haría imposible alcanzarlo.

Él lo hizo mientras tragaba en seco para pasar las lágrimas; sin embargo, tenía la mirada nublada por las emociones. Se acuclilló, teniendo la oportunidad de ver más de cerca a su hija.

Le costaba creer que era sangre de su sangre, carne de su carne. No había tenido tiempo para asimilarlo, pero la amaba, de eso estaba totalmente seguro. Aunque Elisa ya le había dicho, pero se sintió delirar al comprobar que su hija tenía su mismo color de ojos y lo sorprendió ver que había heredado las enormes pestañas de su difunta madre.

Elisa condujo a la niña hasta ponerla frente a Jules mientras ella seguía abrazada a Frederick.

—Hola señor especial —murmuró con el dedo en los labios, mostrándose apenada.

Jules sonrió y no pudo evitar que se evidenciara su llanto al sonreír, así como el par de lágrimas que se le derramaron.

—Hola hermosa Germaine —saludó con ganas de tocarla, pero tenía las manos temblorosas—. ¿Estás bien? —preguntó recorriéndole con la mirada esa cara tan bonita.

—Sí —reafirmó lo dicho asintiendo—. Mi tío no me dio galletas —acusó a Daniel, arrancándole una corta carcajada a Elisa.

—¿No vas a darle un besito al señor especial? —le preguntó mirando a su hija y después a Jules.

En la mirada de Elisa descubrió que siempre le había hablado de él, que, aunque no le hubiese dicho que era su padre, nunca le ocultó de su existencia y lo agradecía, verdaderamente lo agradecía, tanto que si pudiera la besaría en ese instante.

Germaine se acercó y le dio un beso en la mejilla, nada más tierno había experimentado Jules en su vida, nada más hermoso.

Con cuidado llevó sus manos temblorosas alrededor de la cintura de la niña y la elevó al tiempo que él también lo hacía, se puso de pie por primera vez cargando su hija.

—¿Puedo darte un beso princesa? —preguntó teniendo la garganta inundada por las lágrimas.

—Dos —pidió con una hermosa sonrisa, mostrando sus pequeños y blancos dientes.

—Dos, entonces serán dos —llevando su mano a la parte posterior de la cabeza para sostenerla y le dio un beso seguido de otro; sin poder evitarlo la abrazó y la niña le cerró el cuello con los brazos.

Jules no pudo seguir conteniéndose y se echó a llorar aferrado a ese abrazo mientras Elisa le acariciaba la espalda; Frederick miraba consternado.

—Siempre pide dos besos —dijo Elisa sonriente—. Le gusta que la mimen más de la cuenta, ven aquí pequeña malcriada —pidió extendiéndole los brazos.

Jules se la entregó, aunque no quería hacerlo, anhelaba poder quedarse prendado a su hija, embriagándose con su suave aroma. Se acuclilló una vez más, esta vez para estar a la altura del niño quien seguía abrazado a las piernas de la madre.

—Hola Fred —saludó sonriente, secándose la humedad de las lágrimas—. Sé que no me recuerdas, pero éramos muy buenos amigos.

—Sí te recuerda Jules, pero ya sabes que le cuesta hablar —dijo Elisa—. Fred cariño, deja que Jules te cargue —pidió ella.

Y el niño inmediatamente obedeció a su madre y le extendió los brazos a Jules quien lo elevó sin ningún inconveniente.

Elisa los llevó hasta el salón donde había un juego de sofá y tomaron asiento cada uno con los niños sentados en los regazos.

—¿Te gusta el señor especial? —preguntó Elisa a la niña captando la atención de Jules.

—Sí mami, es bonito —sonrió pícaramente elevando ambas cejas.

—Tú también eres muy hermosa pequeña Germaine —aseguró pellizcándole tiernamente una mejilla. Todavía Jules no podía creer lo que estaba viviendo, un par de semanas atrás no tenía ni remota idea de que fuese padre, tal vez si lo hubiese sabido antes no habría pasado tanto tiempo alejado de Elisa, pero ya no conseguiría nada con lamentarse de lo que pudo o no haber pasado, ahora solo debían luchar por recuperar todo el tiempo perdido.

Pasó todo el día en la Mansión de las Rosas, almorzó junto a la familia de Elisa, al menos los que ya habían colaborado con él para que estuviera en ese lugar, al lado de la mujer que amaba y sus hijos.

A Daniel le conmovía ver en la mirada de su hermana nuevamente ese brillo que solo Le Blanc lograba despertar, esa felicidad que emanada por cada poro de su piel. Quería verla feliz siempre y haría lo que fuese necesario para que fuese así.

Brandon y Sean nunca habían visto a Elisa tan feliz, tan desenvuelta, reía abiertamente y le dedicaba constantes miradas a ese hombre, quien sin disimulo le tomaba la mano y le regalaba besos. Todos en su momento, muy en el fondo juzgaron esa relación, todos la veían como algo pecaminoso y hasta cierto punto como algo realmente efímero, pero solo se hacían un juicio de lo que suponían. Verlos juntos sin temor a dejar que sus sentimientos afloraran, compartiendo tantas muestras de cariño y adoración, les hizo darse cuenta de que el amor entre ellos era tan puro como el de cualquier otro.

Los niños cada vez se mostraban más confiados con Jules, jugaban en medio de risas y él se sentía feliz de ver en la mirada de Frederick que aún lo recordaba, aunque no fuera tan parlanchín como su niña. Se pasó todo el día como un tonto enamorado, suspirando al mirar a Elisa siendo madre y amante.

Por primera vez en su vida experimentó lo que era dormir a su hija, la arrulló en sus brazos mientras en su cabeza resonaba esa melodía que había compuesto. En ese instante recordó cómo había surgido y cada poro de su piel se erizó al descubrir que esa tonada había nacido el mismo día que su hija, esa hermosa princesa que estaba soñando entre sus brazos.

Acababa de encontrarle un nombre, se llamaría: "Sueños de princesa". Era una melodía para arrullar el sueño de su hija, de ese pequeño ser que, sin conocer, sin saber que existía, ya le exigía que debía ser especial con ella.

El inminente momento de la despedida llegaba, él debía regresar a la cabaña. Una vez más su corazón era cerrado en un puño, quería que la despedida fuese en medio de una entrega total mientras le hacía el amor, pero debía respetar el lugar donde se encontraban y conformarse con la despedida que tuvieron esa mañana antes de salir de la cabaña.

—Dime que todo va a salir bien —pidió Elisa en tono de ruego mientras lo miraba a los ojos y se aferraba a su espalda.

—Amor mío, todo va a salir muy bien, después del cumpleaños de Germaine te llevaré conmigo, vamos a vivir una vida lejos de aquí, donde solo seamos mis hijos, tú y yo.

—No quiero regresar a la casa Jules, no quiero; por favor llévanos ahora, hazlo ya —suplicó con las lágrimas a punto de derramarse.

—Quisiera hacerlo, pero si lo hago no llegaremos muy lejos, no quiero desperdiciar la única oportunidad que tenemos. Confía en mí, todo va a salir bien.

—Si algo sale mal moriré, ya no quiero seguir al lado de Frank, no quiero seguir encerrada, ya no quiero seguir sufriendo.

—¿Acaso te sigue maltratando? —preguntó con dientes apretados, sintiendo que iba arruinar todo el plan porque sin duda alguna iría a matar a Frank.

—No, ya no lo hace, pero sufro por estar lejos de ti, por estar al lado de un hombre al que no quiero.

—Solo serán tres semanas y todo estará preparado, así la culpa no caerá sobre tu familia —se acercó y le dio varios besos a los que ella correspondió—. Cree en mí por favor.

—Te creo, ciegamente lo hago. Me armaré de paciencia —buscó una vez más la boca de Jules y se unieron en un beso que poco a poco fue cobrando vida hasta convertirse en uno ardiente y húmedo, invitando a las manos a recorrer sus cuerpos.

Jules se le aferraba con pasión arrebatada a las nalgas mientras que ella le enterraba las uñas en la espalda. Con las lenguas enredándose en un vórtice que despertaba cientos de emociones. A Elisa se le subieron todos los colores al rostro cuando su hermano Daniel entró al salón donde se encontraban, interrumpiendo su beso. Entró para recordarle a Jules que era tiempo de partir, pues el camino por la noche hasta la cabaña podría ser muy peligroso.

—Me gustaría poder ver a mi hija el día de su cumpleaños y llevarle un regalo.

—Sabes que no debes ir... Jules, prométeme que no vas a arriesgarte.

Jules calló la promesa con un nuevo beso, tan intenso como el que acababan de compartir.

Esa noche Elisa habló con Frank por teléfono, él la llamó disculpándose por no haber estado con ella el día de su cumpleaños, le recordó que había llamado el día anterior, pero que prefirió no molestarla porque le habían informado que estaba descansando y él se conformó con hablar con sus hijos por varios minutos haciéndoles saber cuánto los extrañaba.

Elisa aprovechó y le informó que lamentablemente había perdido sus alianzas mientras jugaba con los niños en el jardín, que la habían buscado durante toda la tarde con la ayuda del personal de servicio de la mansión pero que aún no los conseguían.

Frank le dijo que no se preocupara que podía comprar unas nuevas, así aprovecharían para renovar sus votos matrimoniales.

Ella no sintió remordimiento por mentirle, no sintió más que rabia en contra de ese hombre que la mantuvo por tanto tiempo engañada, al haber armado el plan para que ella creyera que Jules se había casado, que la había olvidado.

—Debes irte, no quiero que te descubran —pidió mirándolo a los ojos muy en contra de sus verdaderos deseos de que se quedara, porque ella se conformaba con solo mirarlo.

—Ya todo está planeado. Júrame que aún quieres venir conmigo —suplicó ese payaso de sonrisa eterna.

—No hay nada que anhele más, juro que me iré contigo. Ya es hora de que seamos felices, sin remordimientos, sin nadie de por medio.

—Así será —aseguró él tomándole una mano y regalándole un beso en el dorso, cumpliendo a cabalidad con su papel como payaso.

Elisa regresó con Germaine a la fiesta y Jules se marchó, contando los minutos que faltaban para por fin poder llevarse a la mujer que tanto amaba.


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