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CAPÍTULO 56


Arthur el mayordomo de la familia Anderson recibió a un John Lerman en una visita inesperada ya que el hombre muy poco visitaba a la matrona, pero tal vez venía en busca de su esposa quien se encontraba reunida con la señora Margot en el salón de costura.

—Buenos días señor Lerman... Pase adelante por favor —saludó con su tono habitual y haciendo un ademán para que el hombre entrara a la mansión.

—Buenos días Arthur —respondió entrando—. ¿Se encuentra la señora Margot? —preguntó volviéndose y mirando a los ojos al mayordomo.

—Sí señor, está en el salón de costura... ¿Desea que lo anuncie? —inquirió percibiendo la tensión en el hombre.

—Sí por favor —pidió y Arthur asintió.

—Tome asiento, regresaré en unos minutos —dijo y se encaminó.

Mientras John intentaba controlar su rabia, durante todo el trayecto solo pensaba en cómo enfrentarse a Margot Anderson, no porque le tuviese miedo sino porque no quería desatar una guerra entre las familias, conocía el carácter de la mujer, pero no iba amedrentarlo, él no iba a permitir que le quitaran a su nieta, era inhumano arrancársela a Elisa.

Él quebrantaría las leyes que fuesen necesarias para que su hija se quedara con sus hijos, ya se sentía lo suficientemente culpable con toda esta situación como para ahora cruzarse de brazos y ver cómo seguían haciendo lo que se les viniera en gana con Elisa.

Su mirada se ancló en Margot con su caminar lento pero seguro, se puso de pie al tiempo que revivían con ímpetu sus emociones; sin embargo, ella no fue la causante de que su rabia se instalara con más fuerza, fue ver a Deborah saludarlo con una amable sonrisa cuando su hija estaba inconsciente en un hospital.

—John buenos días, es grato verte —saludó la mujer haciendo un ademán para que el hombre tomara asiento nuevamente.

—Igualmente Margot —fue él haciendo uso de sus buenos modales quien extendió la mano invitándola a sentarse primero, haciéndolo después de que la mujer tomara asiento, evitando saludar a Deborah quien se encaminó a su lado para refugiarse en él.

—Pensé que llegarías más tarde amor —expuso mirándolo a los ojos, intentado ser la mujer perfecta delante de su madre.

—Sabías muy bien a qué hora llegaba el tren proveniente de Atlanta, pero no te preocupes... no tienes porqué excusarte, no es tu abandono lo que me trae aquí —respondió en susurros para que Margot no fuese partícipe de la discusión que apenas daba inicio.

—John, no entiendo tu actitud tan distante y dura conmigo... Yo tenía unos asuntos importantes que tratar con mi madre, solo eso.

—¿Cuáles asuntos Deborah? —Preguntó alzando un poco la voz, era hora de que Margot entrara en el juego—. ¿Acaso están planeando a qué familia piensan enviar a mi nieta? ¿Están acordando el primer pago? —inquirió desviando la mirada a Margot quien le regresó la de ella impasible, pero él la desvió una vez más a Deborah quien tragaba en seco las emociones—. ¿Por cuánto tiempo pensabas ocultarme esta atrocidad? Estás aquí planeando cómo deshacerte de tu propia nieta mientras tu hija está muriendo en un hospital —reprochó duramente.

—John las cosas no son así, no seas tan duro conmigo, no sé qué le pasó a Elisa y tú llegas armando un escándalo en la casa de mi madre, creo que mejor nos vamos a la casa y arreglamos este asunto en privado —decía con voz trémula, sintiendo nerviosismo ante la actitud nunca antes vista en su esposo.

—¿Entonces cómo son las cosas? Yo no me voy y te recuerdo que a ti quien te manda soy yo, tengo tu potestad, soy tu esposo y si te digo que a mi nieta no la tocas, no lo harás Deborah Lerman —le advirtió sintiéndose cada vez más molesto.

—John disculpa que interrumpa, pero aquí la decisión no es de Deborah, la decisión es mía, no estábamos enteradas de la situación de Elisa, ni de que ya había dado a luz a la creatura y no creímos necesaria tu participación porque es una decisión de los Anderson.

—¿Me excluyen de tomar decisiones acerca de mis hijos? Disculpa Margot, pero eso no lo voy a permitir, Elisa es mi hija y antes que una Anderson es una Lerman, primero es una Lerman y yo decido por ella —le hizo saber tratando de retener ese hilo del que pendían sus estribos.

—Cuando te casaste con Deborah sabías muy bien que tus hijos también se regirían por las normas de los Anderson, que no distan mucho de las de los Lerman, creo que si le hago saber lo sucedido a Mareen Lerman podría ser más drástica que yo; sin embargo, hemos sido los Anderson quienes nos hemos hecho responsables ante la deshonra de tu hija.

—Mi abuela se encuentra tranquilamente en Irlanda, no tienen por qué involucrarla en esto, mi familia nunca ha visto por mis hijos, ni intervienen en mis decisiones, yo decido qué y cómo hacer. Los Anderson no tienen nada que ver —determinó basándose en los estatutos que él mismo sabía de memoria.

—John por favor, mi madre tiene razón y solo estamos buscando lo mejor para Elisa y para su niña —interrumpió Deborah tratando de mediar en un ambiente tan tenso.

—Lo mejor para tu hija y tu nieta es que permanezcan juntas —dijo arrastrando las palabras y mirando a Deborah con odio por ser tan inhumana.

—John, dices que Deborah no tiene voluntad porque está casada contigo, Elisa está casada con Wells, de él depende la voluntad de tu hija —enfatizó Margot buscando otros medios.

—Me importa muy poco la voluntad de Wells, si quiere a mi hija tiene que permitirle que se quede con la niña, sino que le dé el divorcio y así nos ahorramos tantos tragos amargos... y si no cede, yo me quedo con mi nieta, me haré cargo de ella y no se hable más.

Margot y Deborah se miraron a los ojos sin saber qué hacer, hasta que la más joven habló.

—John, lo siento, pero yo no aceptaré a la niña, no puedo ir en contra de mi madre —le dijo mirándolo con temor.

—Es tu nieta, Elisa es tu hija y esa niña es tu nieta, no hagas que la poca fe que aún trato de tenerte se derrumbe.

—Yo no puedo... no puedo, Elisa actuó vergonzosamente, nos deshonró —espetó sintiéndose atada de pies y manos.

—¿Y crees que nosotros cuando la obligamos a casarse no la deshonramos? Si no quieres entonces yo me quedo con la niña y este matrimonio se acaba —dijo poniéndose de pie ante la mirada sorprendida de Margot Anderson y la ahogada en lágrimas de Deborah.

—John, estás actuando apasionadamente, no voy a permitir un divorcio en la familia, es mejor que respires y te calmes —le pidió la matrona.

—Creo que mis hijos merecen toda mi pasión Margot, si no le permiten a Elisa quedarse con su hija, la próxima semana entablo la demanda de divorcio, no me digas a mí lo que está o no está permitido —se puso de pie—. Que pasen buenas tardes —deseó haciendo una reverencia y se marchó dejando a Margot mirando cómo Deborah se limpiaba una lágrima que resbalaba por su mejilla.

Debido al golpe recibido Jules presentó una contusión cerebral y una herida que requirió siete puntos de sutura, ahora solo esperaban que la inflamación disminuyera mientras se encontraba en observación, esperando el momento en que despertara para realizar las pruebas psicométricas. A los familiares le habían puesto sobre aviso, le habían dicho que las personas que permanecían temporalmente en estado de inconsciencia a causa de un golpe siempre se encontraban confusas a la hora de recobrar el conocimiento. También podría presentar pérdida de memoria, dolores de cabeza, fallos mentales y debilidad muscular o parálisis, incluyendo dificultades en el habla. Por lo que le aconsejaron no presionar al paciente a la hora de despertar, haciendo más dolorosa y angustiante la situación de Jean Paul.

Aunque no le dejaban pasar la noche en la misma habitación, igualmente lo hacía en la sala de espera, pero por las mañanas entraba y pasaba el día con su hijo, era terrible para él revivir esa pesadilla, esa misma zozobra que vivió años atrás, al menos esta vez había reaccionado satisfactoriamente a los estímulos motores en sus piernas, lo que indicaba que la caída no había afectado nuevamente su columna vertebral.

—Viejo —la voz de Jean Pierre lo sacó de su estado de letargo debido al cansancio, pero se encontraba en esa situación en que, aunque estuviera exhausto no quería rendirse, no quería separarse un momento de Jules—. Vaya a la casa a descansar unas horas, pasaré el día aquí.

—Pierre no es necesario, ve al trabajo —le pidió el hombre, admirando a un Jean Pierre que se mostraba fresco y recién bañado.

—Ya pedí el día, ahora necesito que usted se vaya a descansar, en la entrada lo está esperando Oliver —le hizo saber refiriéndose al chofer.

—No hace falta, estoy bien Jean Pierre.

—Jean Paul, se va a descansar y no quiero ninguna excusa —su tono de voz era una exigencia—. Viejo terco, recuerde que usted no es de acero y vaya a dormir.

—Ahora sí, los hijos regañando a los padres —refunfuñó el hombre con la guardia baja, poniéndose de pie.

—Únicamente a los padres intransigentes y no es un regaño, usaré la fuerza si no me hace caso... No sé qué es lo que le pasa carajo... Razone, razone, ya suficiente tenemos con uno en el hospital como para tener a otro.

—Está bien... está bien ya me voy, ¿ese puesto en el parlamento te ha llenado los huevos de poder o qué? —reprochó comportándose como un viejo cascarrabias mientras agarraba el abrigo y la bufanda.

—Y duerma mínimo seis horas —le pidió manteniendo la misma autoridad al ver cómo cruzaba el umbral, Jean Paul solo alzó una mano con fastidio y siguió caminando—. ¡Ya veré si lo hace! —le advirtió para después reírse por lo bajo, dejándose caer sentado sobre el sillón.

En la mesa de al lado había varias revistas y el diario del día, se decidió por las revistas, ya que mientras desayunaba se había puesto al día con las noticias en todos sus ámbitos; revisó varias y todas se trataban de economía o de salud con algunos avances médicos.

—Mierda —masculló rebuscando entre las revistas—. Ni un solo Pulps de Spicy & Saucy, con razón la espera en los hospitales es tan aburrida —decía en voz baja.

Aún antes de Jules abrir los ojos y de ser consciente, el dolor de cabeza hacía que las sienes le palpitaran fuertemente, era como si tuviese un tambor en pleno ritual de canibalismo que retumbaba con insistencia y constancia.

Sentía los párpados realmente pesados y no podía elevarlos, lo hacía a medias y una vez más se le cerraban, creando una sensación arenosa que lo atormentaba y solo aumentaba esas ganar de querer abrirlos. Sintió la sensación de que un líquido frío corría internamente por uno de sus brazos, lo que le hizo mover la cabeza y con eso aumentó su dolor; sin embargo, con los ojos a medio abrir pudo ver una aguja en su mano que al parecer le enviaba suero a gotas.

Paladeó varías veces para hablar, sintiendo la lengua pesada y algo adormecida, además de seca.

—¿Qué pasó? —preguntó encontrando la voz, sintiéndola más ronca que de costumbre, se dio cuenta de que era más fácil hablar que abrir los ojos. Escuchó unos pasos que retumbaron en sus oídos.

—Jules... ¿Estás bien? —inquirió Jean Pierre acercándose rápidamente hasta él.

—No lo sé, ¿dónde estoy?... ¿Qué hago aquí? —las preguntas lo asaltaban e intentaba una vez más abrir los ojos, pero la luz blanca de la lámpara encima de la cama le molestaba, hiriéndole la vista.

—¿No sabes lo que te pasó? —cuestionó el hermano mayor preocupándose, aunque ya se lo habían advertido guardaba la esperanza de que no pasara.

—No sé... no lo recuerdo, no sé qué hago aquí —hablaba levantando la mano donde tenía la mariposa que le pasaba el suero vía intravenosa.

—¿No sabes quién soy? ¿No me recuerdas? —preguntó Jean Pierre sintiendo el corazón instalársele en la garganta, preocupándose con anticipación a la reacción de su padre.

—Veo borroso, pero escucho la jodida voz de un senador de mierda —dijo queriendo sonreír, pero no podía hacerlo, el dolor en su cabeza lo torturaba.

Esas palabras llenaron de alivio a Jean Pierre, tal vez Jules solo se encontraba un poco aturdido, pero con los minutos iría aclarando las ideas.

—¿Quieres que llame al doctor? —preguntó percibiendo el esfuerzo que hacía su hermano por abrir los ojos.

—No —dijo frunciendo el ceño—. Lo que quiero es agua, tengo la lengua seca. ¿Acaso estoy pagando alguna penitencia? —inquirió y aunque hablaba claramente la voz era muy ronca y gesticulaba lentamente.

Jean Pierre se encaminó a la mesa donde se encontraba la jarra con agua y un par de vasos sobre una bandeja metálica, agarró un vaso y lo llenó a medias para después caminar de regreso a la cama y ayudar a su hermano a incorporarse.

Jules elevó un poco el torso y aún con mano temblorosa agarró el vaso, impidiéndole a Jean Pierre realizar la tarea, dio dos sorbos y se lo regresó dejándose caer nuevamente, sintiendo que la habitación le daba vueltas, por lo que cerró los ojos para atormentarse menos.

—¿Qué pasó? —preguntó tragando en seco.

—¿No lo recuerdas? —curioseó el mayor de los Le Blanc.

—Si lo recordara no te lo estaría preguntando Pierre —satirizó.

—Te has caído de la yegua o mejor dicho ella te tumbó... Jean Paul quiere sacrificarla, dice que es un peligro —le informó para que no le tomara por sorpresa la decisión que su padre había tomado.

—No puede hacer eso, es mi yegua... Dile que no lo haga, que no la toque —pidió, pero su tono era más una exigencia.

—Está bien lo haré. ¿Y qué es lo último que recuerdas? —Jean Pierre se vio en ese momento en los ojos de Jules que una vez más los abría.

—No sé, lo último que recuerdo es que... —pausó la conversación mientras buscaba en sus recuerdos—. Cabalgué con la yegua y llegué a uno de los gazebos para descansar, leí un poco y después estaba dibujando a Sorcière... Creo que me quedé dormido... De ahí no sé qué pasó, no sé cómo es que estoy aquí... con este maldito dolor de cabeza —se quejó frunciendo el ceño.

—Déjame llamar al doctor, tal vez te den un calmante —avisó poniéndose de pie—. Regreso en un minuto.

Jules cerró los ojos intentando que el dolor en su cabeza disminuyera e inmediatamente una melodía surgía en su mente, sabía que no provenía del exterior, no era alguien que tocara un piano en alguna de las habitaciones o de algunos edificios aledaños, era en él, en su conciencia sonaba una suave y dulce sinfonía, casi podía saber con certeza cuáles notas la componían. Hasta que unos pasos interrumpieron su ensoñación, abrió los ojos y divisó al doctor al lado de su hermano.

El especialista lo revisó, torturándolo con la luz de linterna en los ojos, le hizo saber que enviaría a una enfermera para que realizara la cura de la herida y le inyectara un calmante; hizo varias anotaciones y salió dejándolo en compañía de Jean Pierre.

—Por cierto, vaya manera de celebrar tu cumpleaños —le hizo saber su hermano tomando asiento a un lado de la cama—. Lo has pasado durmiendo, ni siquiera una puta podré regalarte porque dejarás mal parados a los Le Blanc.

—¿Qué fecha es? —preguntó por inercia.

—Ayer fue tu cumpleaños y desde el día tres estabas durmiendo.

—¿Estamos a seis? —inquirió desviando la mirada a la ventana.

—Lógicamente. ¿Qué quieres que te regale?

—¿Cuándo me darán de alta? —la respuesta a su regalo fue una pregunta lacónica.

—No lo sé, depende de cómo evoluciones... tal vez en uno o dos días.

—¿Cómo está mi padre? —la voz evidenciaba el dolor que lo atormentaba.

—Bien, ya lo mandé a que cancelara la recepción que estábamos preparando, pensábamos que por fin nos íbamos a deshacer de ti... —se burló mostrando completamente su dentadura ante la sonrisa—. Tuve que mandarlo a dormir, ese viejo cada vez está más terco.

En ese momento entró la enfermera, era una joven pelirroja, trayendo al presente los demonios de Jules, aunque por más que trataba de disimular no podía evitar mirar a cada segundo el color del cabello de la mujer, sintiendo cómo un nudo se instalaba en su garganta, con ése que vivía día y noche desde que dejó América.

Con la ayuda de Jean Pierre lograron que Jules se sentara para que la enfermera le curara la herida y cambiara las gasas, después le inyectó un calmante; ella observaba de vez en cuando al paciente, notando por primera vez del color de sus ojos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jules cuando se percató de que ella lo observaba.

—Cécile —respondió tímidamente, bajando la mirada para graduar el suero.

—Gracias Cécile —acotó mientras Jean Pierre lo observaba en silencio, con un gesto de diversión en la cara.

—De nada, es mi trabajo... En unos minutos el calmante le hará efecto. ¿Desea algo más? —curioseó observando una vez más el rostro de su atractivo paciente.

—No... nada más por el momento —le dejó saber mientras Jean Pierre parado detrás de la enfermera le hacía mil y una señales para que le pidiera algo más.

—En ese caso me retiro, regresaré en dos horas cuando le toque su baño, aunque si está consciente ya puede hacerlo solo —le indicó y no pudo evitar sonrojarse.

—De hecho, lo haré solo, no hace falta que me pase ninguna esponja, podría ser algo incómodo para los dos.

—Ya lo he hecho por tres días —respondió ella tomando la tablilla metálica donde estaba el historial del paciente.

—Creo que estando inconsciente no podría sentirme incómodo —le aclaró y ella asintió.

—En ese caso le otorgo la razón señor, igualmente pasaré a supervisar el suero. Que tenga buena tarde —deseó con una amable sonrisa.

—Igualmente y muchas gracias Cécile —la voz de Jules evidenciaba el agradecimiento, ella asintió en silencio y se marchó mientras él observaba su cabellera roja, sintiéndose casi hipnotizado.

Jean Pierre admiraba a Jules con una sonrisa de oreja a oreja, sintiéndose orgulloso de su hermano menor.

—Creo que ese porrazo me ha devuelto a mi hermano... pero vienes lento. ¿Por qué no le has invitado a salir? —inquirió divertido.

—Porque no quiero salir con ella, solo quería ser amable.

—¡Ahora si te las coges le llamas amabilidad!... Creo que eres perspicaz hermano —le dijo con picardía y asintiendo—. Me di cuenta de cómo la mirabas.

—¿Cómo la miraba? ¡Vamos Jean, no jodas! —Exclamó con desgano—. Solo fue... gratitud, que se yo... pero no pretendo salir con ella y sabes muy bien porqué.

—Bueno... bueno, mejor no vamos hablar del mismo tema, voy por algo de comer. ¿Quieres algo en especial? —preguntó poniéndose de pie.

—No, lo que sea está bien —respondió y Jean asintió para después salir de la habitación.

Lo dejó una vez más solo con sus demonios, Jules sabía que ya tenía a toda la familia cansada con lo que según todos ellos era un amor enfermizo, si solo supieran cuánta razón tenían, para él Elisa era una adición, estaba incrustada en su ser, había desmoronado su voluntad y se había abrazado a cada neurona que su cerebro poseía, entró invadiendo cada espacio y no podía sacarla, no podía erradicarla, sentía por ella una ciega devoción, era su reina y su Dios, su cielo y su infierno, dolor y bálsamo, era su todo; absolutamente todo.

Elisa llevaba dos horas despierta y ya le habían informado a una parte de su familia, a esa que la esperaba ansiosa fuera de esa helada habitación en la que se encontraba.

Cada vez que veía a una enfermera le suplicaba porque le trajeran a su niña, ya le habían dicho que no podían sacarla de la incubadora pero que se encontraba estable, entonces imploraba por verla, necesitaba verla, anhelaba conocer a su pedazo de cielo y constatar por ella misma que se encontraba bien.

La mancha húmeda en su bata quirúrgica, además del dolor en sus senos le indicaban que su pequeña debía estar ansiando su alimento, llevándola a preguntarse cómo habían hecho para alimentarla durante los tres días que había estado inconsciente.

La mirada de Elisa se ancló en el doctor que entraba acompañado de una enfermera, la que traía una silla de ruedas.

—¿Cómo se siente señora Wells? —preguntó el doctor con media sonrisa.

—Bien, un poco adolorida pero bien... Solo quiero ver a mi niña —pidió y su voz aún se encontraba ronca debido a su garganta irritada.

—Bueno, vamos a que la conozca... Es una belleza; tal vez en un par de semanas podrá llevársela a casa, permítame ayudarla —se acercó aún más, ofreciéndole sus brazos.

Elisa no pudo evitar que una enorme sonrisa se anclara en sus labios y aunque se sintió un poco mareada no dijo nada para que el doctor no desistiera de llevarla con su nena; no anhelaba nada más en el momento que conocer al fruto de su más grande, intenso, apasionado, tierno y poderoso amor.

El corazón le brincaba en la garganta ante la expectativa de verla por primera vez; era esa sorpresa tan anhelada, tan amada, sentía que el corazón no abarcaba tal sentimiento; tanta fuerza y fiereza que sentía por ella se extendía por todo su ser, abarcando su alma.

Hunt la ayudó a ponerse en pie e inevitablemente ante el movimiento sintió el tirón y un ardor en la herida que el hombre le había hecho para poder sacar a su niña, aún recordaba el dolor sufrido y le estómago se le encogía, la piel se le erizaba y el sudor frío emergía en su nuca y frente, pero se obligó a sonreír; mayor que cualquier dolor era la dicha de ese hermoso e invaluable regalo.

La enfermera agarró un cojín y lo colocó en la silla de ruedas. Elisa sintió un cosquilleo en la planta de los pies al sentir el piso mientras con lentitud era ayudada a sentarse; en el momento en que reposó su cuerpo por completo, no pudo evitar que se le escapara un jadeo ante el dolor y se mordió las lágrimas haciéndose el ser más valiente sobre la tierra.

—¿Está bien señora? Sé que duele un poco la presión, pero se le irá pasando a medida que sane la episiotomía; tal vez en quince días ni lo notará —le hizo saber que estaba consciente de lo que sufría.

Elisa solo asintió en silencio mientras retenía la respiración y aguantaba el dolor, el que se hacía soportable con el paso de los segundos. La silla de ruedas se puso en marcha, al salir de la habitación se percató por una de las ventanas superiores que era de noche y a medida que avanzaban, los latidos del corazón eran cada vez más fuertes.

Cuando por fin entraron a la sala neonatal, Elisa buscó desesperadamente con la mirada entre todos los recién nacidos, había quince, pero apartada de todos los demás y en un cubículo de cristal se encontraba su pequeña, en una incubadora. Quiso retener las lágrimas, pero las emociones se desbordaron y se hicieron más intensas a medida que se acercaban, cuando entraron al pequeño cubículo apreció que tenía unos escarpines y gorro en colores verde agua; un sollozo de felicidad y ternura se escapó de su pecho, al tiempo que ese pequeño ser se apoderaba de su alma.

—Eso se lo trajo su abuelo el señor Lerman, al parecer daba por sentado que sería un niño —le hizo saber la enfermera con voz dulce.

—Yo tampoco pensé que sería una niña; tengo miedo... No sé cómo criar a una... Tengo tanto miedo de hacerlo mal, no quiero que sea como yo —dijo sin pensarlo—. Quiero que sea buena, que sea amable —susurraba con voz temblorosa.

—El amor de madre nos guía en su crianza, el amor nos enseña a ser mejores personas... puede tocarla, introduzca su mano, no tenga miedo, no le hará daño —instó la mujer mostrándole el orificio en la caja de plástico.

Elisa con mano temblorosa la introdujo y acarició con la yema de sus dedos la suave y tibia piel de la espalda de su niña, la que la llenó de una energía única y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas y nariz como un río en calma, un río cristalino.

—¿Es hermosa verdad? —preguntó elevando la mirada a la enfermera.

—Es bellísima, tiene unas pestañas impactantes y es muy tranquila... La dejaré unos minutos a solas para que pueda conversar con su niña —informó y salió del cubículo.

Elisa no podía controlar la marea de emociones que bullían dentro de su ser, le angustiaba ver a su pequeña princesa con esas mangueras en su nariz, pero sabía que eran necesarias; era mucho más linda de lo que pudo imaginar alguna vez, deslizó su mano a la cabeza acariciándola con infinito cuidado, logrando que el gorro se le deslizara un poco y pudo apreciar los vellos rojizos que cubrían su cabecita, admiró el pequeño rostro y un sollozo se escapó de su garganta al descubrir justo encima de la comisura derecha del labio superior de su hija un hermoso lunar que podía asimilarse al que Jules poseía y que era hereditario de su familia.

—Eres muy bonita... No voy a permitir que te alejen de mí, te lo juro. Si lo hacen no lo voy a soportar, no lo haré... ¿Qué tengo que hacer? Ayúdame... Cómo quisiera que todo fuese posible, quisiera poder vivir mis sueños... pero la realidad es injusta conmigo, muy injusta; quisiera poder regresar el tiempo, tener la posibilidad de cambiar todo lo que hice mal, llenarme de valor e irme. Me llené de remordimientos por quien no debí, le tuve lástima a quien no la merecía y me equivoqué tanto... Cuando debí ser egoísta no supe... no pude serlo, fue mi debilidad y ahora... ahora es tarde ya... porque me destrozaron la vida, me volvieron mierda la vida desde el mismo instante en que me casaron y Frank me hizo su mujer... Tu padre solo fue una especie de salvación, un sueño en el que viví y ese desgraciado me despertó de la peor manera, me echó un balde de agua fría encima... y los perros salvajes ladraron queriendo deshonrar mi sueño, queriendo ensuciar mi salvación, pero no quiero que mis fuerzas se hagan polvo, no quiero; por el contrario, este odio que siento hacia él crece día a día... Me está consumiendo, pero al mismo tiempo siento que será mi escudo... Quise en medio de mi dolor y desesperación creer en sus lágrimas, que verdaderamente se compadecía de mi sufrimiento, quise creer, pero... descubrí que ya no puedo... no puedo creerle, así como tampoco puedo soñar... no quiero que pienses que esto es una despedida porque no lo voy a permitir... eres mi princesa y te voy a proteger... con mi vida, con mi vida.

Las lágrimas le salían sin parar, no podía controlar el sentimiento; sentía valor y coraje, pero también sentía miedo, sentía mucho miedo porque sabía que su princesa tenía demonios que querían alejarla del castillo, robársela y aunque había dragones que la protegían, las fuerzas oscuras de esas personas eran más poderosas y el poder era poder muy por encima del amor y las ganas.

Lo peor era que su padre "el rey", se encontraba lejos del castillo, muy lejos, librando otra batalla en contra de las incertidumbres que lo acechaban y no podía hacer nada para defender a su pequeña princesa, pero toda su fe estaba con él y sabía que algún día vendría a rescatarlas de la torre, vencería a todos los enemigos y podrían tener un final feliz... era lo que más deseaba, anhelaba por una vez en la vida despertar en sus sueños y vivirlos hasta que no le quedara más tiempo en ese lugar.

La mirada de Frank apreciaba claramente a Elisa a través del cristal, ella estaba sumida en las caricias que le prodigaba a la espalda de la pequeña y en las palabras murmuradas que le regalaba. Era una imagen hermosa pero triste, muy triste, tanto que él no podía controlar sus propias lágrimas.

—Sé lo feliz que debe sentirse señor Wells, pero es real, la tiene a las dos, a su esposa e hija y ambas están salvas, milagrosamente, pero lo están —la voz del doctor Hunt lo sacó de su dolor, ése que sentía al ver a Elisa llorar emocionada por la hija de ese desgraciado—. Si quiere podría llevarlo con ellas, podría estar con su esposa e hija unos minutos para que disfruten de la bendición que ha llegado a su familia.

—¿Podría? —preguntó sin aún poder creerlo y el doctor solo asintió en silencio—. Por favor —pidió mientras se limpiaba las lágrimas.

—Sígame por favor.

Frank siguió al hombre por uno de los pasillos mientras sentía el corazón latir tan fuerte que se sentía un hombre joven y lleno de vida, pero también sentía miedo, temor, angustia. Cuando llegaron a la puerta que se interponía entre el lugar en que se encontraba Elisa y él, la enfermera regresaba y fue ella la encargada de guiarlos.

Elisa escuchó los pasos acercarse y sabía que venían por ella, que era hora de alejarse una vez más de su pequeño ángel, pero su corazón se desbocó y sin poder evitarlo todo empezó a darle vueltas por la debilidad que aún sentía, además de la fatiga que le produjo ver que Frank venía con el doctor y la enfermera, logrando que su pesadilla empezara mucho antes de lo previsto.

—Hola mi amor —susurró Frank acercándose a ella y depositándole un beso en la coronilla. Elisa solo elevó la mirada ahogada en lágrimas, encontrándose con la de su esposo, enrojecida—. Todo va a estar bien —le hizo saber acariciándole tiernamente la línea de la mandíbula con el pulgar.

Ella supo que solo era un teatro, que estaba mintiendo delante del doctor y la enfermera, pero al menos eso la tranquilizó un poco porque sabía que no era el momento de empezar a luchar, al menos tendría tiempo para recobrar fuerzas.

Frank desvió la mirada a la niña, observándola por primera vez de cerca, tal como el doctor y la enfermera habían dicho era un ángel de grandes e impactantes pestañas, podía decir que se sentía enternecido al verla, que algo más latía dentro de él mientras más la miraba.

—Ahora que están los padres aquí, es momento para que nos digan cómo se llamará la pequeña —solicitó el doctor mientras que la enfermera mantenía en la tablilla la historia de la niña en la que apuntaría el tan esperado nombre.

Frank admirándola pensó que Mía sería un nombre hermoso, hasta se imaginó llamándola de esa manera y estaba a punto de dar su opinión cuando Elisa se le adelantó.

—Germaine... Su nombre es Germaine —le anunció a la enfermera mirando a su pequeña, no podía mirar a Frank porque sabía que eso había sido una estocada para él.

—Entonces la pequeña Germaine... Es un nombre muy bonito —acotó Hunt.

—Haz lo que quieras, es tu hija —reprochó Frank saliendo del cubículo, dejando al doctor y a la enfermera desconcertados.

El hombre sentía como si le hubiesen estrujado el corazón, como si lo hubiesen puesto en el puño del Diablo al saber que Elisa iba a llamar a la niña como la madre de ese infeliz, lo que le gritaba que lo tenía presente, que aún seguía latiendo en su corazón, que de nada había valido tanto tiempo separada de él.


Pulps: revistas que se especializaban en narraciones e historietas de diferentes géneros de la literatura de ficción con inclusión de escenas de insinuación erótica, desnudos o sexo explícito, en los años 20.

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