CAPÍTULO 45
Llegaron a la mansión Le Blanc después de más de cuatro horas fuera, ambos entraban mientras conversaban entretenidamente. Ivette interceptó a Jules y le entregó un sobre.
Él al ver el remitente lanzó al sofá el sobre que contenía el certificado de adquisición de Sorcière y una sonrisa se dibujó en su rostro. Jean Pierre al verlo solo le palmeó el hombro en un gesto de complicidad y subió a su habitación para ducharse.
Jules se quedó admirando el sobre, sintiendo que la ansiedad lo dominaba, se encontró solo en la sala, pero no quiso leer la misiva en ese lugar y prefirió subir a su habitación.
Se sentó al borde de la cama y a medida que rasgaba el sobre su corazón latía demasiado rápido, hasta se sentía estúpido por el temblor en sus manos, sacó la hoja y la desdobló, constatando que era la letra de Elisa y el pecho se le iba a reventar ante los latidos, se le hacía imposible controlar esa sonrisa que se había anclado en sus labios; empezó su lectura sin perder más tiempo, quería saber si esa misma semana viajaría a América.
Chicago, octubre 4. 1926
Jules, sé que lo que te voy a decir no es fácil, solo te pido que me comprendas, por favor.
Te amo, pero no puedo hacer lo que me pides, así que no vengas a buscarme, no lo hagas porque no iré a ningún lado contigo, no puedo dejar a Frank, él es el padre de mi hijo y no puedo arrebatárselo, como comprenderás, tampoco voy a dejarlo.
Frederick para mí está por encima de todo, por encima del amor, por encima de cualquier cosa.
Debes olvidarme y tratar de hacer tu vida, lo que había entre nosotros solo era un juego, ¿lo recuerdas? Bien, terminó, llegó a su fin.
No es necesario que respondas nada, no quiero que me escribas más, por favor deja que continúe con mi esposo y mi hijo, ellos son mi familia, la verdadera. Te agradezco que no me busques problemas, ya fueron suficientes.
A pesar de todo, fue un placer conocerte.
Elisa Wells.
Jules al terminar de leer la carta sentía las lágrimas arder al borde de sus párpados y un remolino de emociones arrastrándolo al mismísimo infierno, su corazón lo sentía latir con una velocidad nunca antes alcanzada, un sollozo se escapó de su pecho, pero no salieron las lágrimas, no se derramaron, aun estando al margen no lograron rebasarlo.
Todos los recuerdos de lo vivido junto a Elisa desfilaron ante sus ojos sin ningún orden y demasiado rápido, los recuerdos se atropellaban entre sí, siendo enmarcados por la sonrisa de la mujer que amaba; su respiración se agitó inmediatamente y el papel escapó de sus manos, estrellándose en la alfombra mientras la mirada de él se perdía.
No lo podía creer, le parecía la más absurda de las pesadillas, quería hablar para al menos darse ánimos, pero la voz no le salía, ni siquiera lograba moverse, solo se dejaba envolver por la tiniebla que le estaba nublando la razón.
Trató de respirar, de hacer un gran esfuerzo para que el oxígeno llegara a sus pulmones y la sangre circulara nuevamente porque sentía que se había detenido, la presión en el pecho lo estaba asfixiando, inhaló profundamente para poder ser consciente de lo que lo rodeaba, pero esa acción solo logró despertar a algo irreconocible.
Estiró la pierna y pateó con todas sus fuerzas la mesa de noche, provocando que se estrellara contra la pared del frente, la lámpara se hizo añicos y la mesa ante el golpe expulsó las gavetas. Sintió cómo el peso se alivianaba un poco y quería deshacerse de éste, quería sacar ese peso de su alma, realmente no quería sentir porque el proceso de tortura lo estaba matando.
Se puso de pie y se encaminó hasta el primer mueble que tenía cerca, pero esta vez utilizó sus manos para desbaratarlo a golpes, después llevó sus puños y los estrelló en el espejo, haciéndose trizas los nudillos, veía la sangre, pero no sentía dolor, no sentía cansancio, no sentía nada, solo una energía que lo desbordaba y no le permitía detenerse en su arrebato, en su locura.
Jean Pierre se estaba duchando cuando el estrépito lo hizo sobresaltarse, pensó que tal vez sería algún recipiente que se le había caído a alguno de los sirvientes pero no había pasado ni un minuto cuando los estruendos se desataron en una avalancha, por lo que con la rapidez que le era posible se colocó un albornoz de baño y tenía la mano en la perilla de la puerta para salir de su habitación cuando unos llamados desesperados golpeaban la hoja de madera, abrió rápidamente y se encontró con sus hermanas llorando presas del miedo.
—Jean, es Jules... se ha vuelto loco —informó Johanna llorando.
—Quédense aquí —ordenó y se dirigió rápidamente a la habitación de Jules donde entró sin llamar, encontrándoselo destruyendo todo a su paso—. ¡Jules! —Gritó, pero ni se inmutó, continuó como si no lo hubiese escuchado por lo que se acercó hasta él y lo sujetó por un brazo—. ¿Qué demonios haces? —preguntó sumamente molesto por todo el desastre causado, percatándose de la sangre que manchaba las manos de su hermano, la sangre había manchado gran parte de la vestimenta de equitación que llevaba puesta.
—¡Déjame y lárgate! —respondió a punto de grito, sacudiéndose el agarre violentamente, provocando que Jean Pierre retrocediera dos pasos.
—¡Respeta pedazo de mierda! —Reprendió dándole un fuerte empujón—. ¿Qué diablos te pasa? ¿Qué es lo que te pasa? —le preguntaba empujándolo violentamente—. Esta casa la respetas, deja de destrozar las cosas —exigía mientras Jules lo miraba a los ojos y Jean Pierre no esperaba que su hermano respondiera empujándolo tan fuerte que lo hizo caer sentado, en un cuerpo a cuerpo definitivamente Jules le ganaba por altura y fuerza.
—¡No es tu maldito problema lo que me pase! —gritó con toda la ira que lo estaba consumiendo, se encontraba demasiado alterado y dolido como para caer en cuenta y controlar su comportamiento.
Jean Pierre se puso de pie sin salir del asombro con el pecho adolorido ante el empujón y aún más molesto con Jules se encaminó hasta él y sin dejarlo espabilar le atinó un golpe con todas sus fuerzas en la mandíbula.
—¿No es mi maldito problema?... Pero sí lo era cuando querías que te ayudara, no es culpa de ninguno lo que la mujer de Frank te diga... ¿No que estabas muy seguro de su amor imbécil? Solo quería que te la cogieras nada más, que la hicieras gozar, solo eso... Ahora deja la histeria y contrólate... Supéralo, te usó imbécil, no siempre eres tú quien sale ganando —le gritaba cuando un golpe de Jules en el ojo hizo que sus palabras llegaran a su fin.
—¡Cállate la maldita boca! ¡No la ensucies! —dijo sin poder controlar su ira, no era consciente de que estaba golpeando a su hermano mayor.
En ese momento Jean Paul llegaba a la casa y escuchó los gritos; subió tan rápido como pudo, cuando estaba por llegar a la habitación Jules salía totalmente irreconocible, tropezó con su padre al que ni siquiera se volvió a mirar, pasó de largo y el hombre se llenó de rabia al ver la altanería de su hijo.
—¡Jules! —gritó para que se detuviera, pero éste hizo caso omiso—. ¡Jules Louis te estoy hablando! —le hizo saber el padre, pero tampoco respondió, solo bajaba las escaleras rápidamente.
—Déjelo padre —aconsejó Jean Pierre quien salió de la habitación de Jules limpiándose la sangre de la comisura derecha y sintiendo que el ojo se le explotaría ante el dolor—. Es mejor que esperemos a que se le pase la rabia —desvió la mirada a donde estaban sus hermanas llorando—. No ha pasado nada, vayan a sus habitaciones... Es solo que Jules no se siente bien —mintió con voz suave, ellas apenas asintieron y se marcharon a sus habitaciones, tratando de controlar los nervios y el llanto.
—¿Se atrevió a golpearte el mocoso ese? —Preguntó Jean Paul ante lo que era evidente, por lo que continuó sin esperar respuesta—. Deja que regrese... Le voy a dar la paliza de su vida —prometió el hombre sin poder contener la molestia.
—Padre, por si no se ha dado cuenta Jules ya no es un mocoso, sé que le cuesta porque nos ha criado usted solo, pero hemos crecido, Jules ya es un hombre mucho más alto que usted y que yo, mucho más fuerte... Sus problemas ya no son los de un adolescente rebelde, deje de tratarlo como a uno... No le sirve de nada encerrarlo o mandarlo lejos —le hizo saber Jean Pierre para que comprendiera un poco a su hermano, aun cuando lo había maltratado.
—Si no aprende a ser responsable ¿Cómo no quieres que lo vea como un estúpido adolescente caprichoso? —inquirió preocupado ante la nueva situación que Jules les estaba poniendo.
—Es responsable, claro que lo es, solo que usted tiene el sentido de responsabilidad ligado al de intachable, las personas responsables también cometen errores, también se equivocan y se enamoran hasta la médula; nunca habíamos tratado con un Jules enamorado, para él las mujeres solo eran su centro de entretenimiento, ahora la que no puede tener es la que lo colmó con el verdadero sentimiento y sé que no es nada fácil... usted también lo sabe —aseguró palmeándole el hombro y se encaminó a su habitación, entró dejando atrás a su padre, quien al estar solo levantó la mirada al retrato de su difunta esposa.
—Germaine, cuando te fuiste sabía que no sería fácil, pero tenía la esperanza de que no fuese tan difícil, sabes que lucho día a día para seguir adelante porque te lo prometí, prometí que cuidaría de nuestros hijos y he tratado de hacerlo de la mejor manera, pero amor ayúdame... por favor, ayúdame con Jules... no permitas que cometa una locura, sabes que cuando nos toca renunciar al amor se puede perder la razón... Fue poco lo que me faltó para echarme al olvido cuando me dejaste, pero no lo hice porque tenía una razón sumamente fuerte, los tenía a ellos, pero mi hijo no tiene nada más —el hombre hablaba y las lágrimas les corrían por las sienes al tener la cabeza elevada para poder admirar el retrato.
Aún con el uniforme de polo, el que cada vez se manchaba más de sangre, caminaba sin rumbo y sin sentido por las calles de París, siendo el centro de atención ante su estado y vestimenta. Se sentía pesado, adolorido, con el suéter presionaba las heridas en sus manos para detener la hemorragia, pero sabía que mientras la rabia siguiera instalada con tanta fuerza en él, la sangre circularía más rápido y se le haría imposible detenerla, poco oxígeno llegaba a sus pulmones y la presión en su pecho lo torturaba, quería liberar esa angustia, llorar, gritar pero no podía hacerlo, se había sumido en un letargo doloroso y confuso, ese de donde nada ni nadie podía sacarlo, sus esperanzas se habían quebrado en mil pedazos, tropezaba con personas a su paso, pero no se detenía, seguía sin importarles y mucho menos detenerse a pedir disculpas, caminaba sin parar, sin sentir cansancio.
No tenía idea por dónde andaba, conocía París completamente pero su inercia no le permitía reconocer el lugar. Unas luces lo cegaron y un claxon lo ensordeció, seguido de un golpe en su costado derecho, el que lo lanzó al suelo, todo el oxígeno se había esfumado de sus pulmones y por instinto llevó una de sus manos a las costillas; abrió la boca en medio del jadeo tratando de absorber todo el oxígeno posible, cegado por el golpe no era consciente del espectáculo de personas que lo rodeaban, todas murmurando acerca de su estado.
—¡Señor! ¡Señor! —Alguien lo ayudaba, su mirada borrosa empezó distinguir a esa persona frente a él—. ¿Está bien?... Usted se atravesó... usted se atravesó —repetía con voz temblorosa y llevó las manos hasta las mejillas de él para elevarle la cara.
—Mujer tenía que ser, no sé para qué se ponen tras un volante —escuchó Jules a alguien del tumulto de personas a su alrededor reprochando.
—¡Jules! —exclamó la voz femenina que lo había atropellado.
En ese momento reconoció la voz, imposible no hacerlo y en un acto reflejo se incorporó intentado ponerse de pie para alejarse de ahí lo más rápido posible, se llevó una vez más la mano al costado para aguantar el dolor y apoyó la otra en el capó del vehículo.
—No... no, espera... espera Jules, no te muevas, puede ser peligroso... no quise hacerte daño —la voz de la mujer temblaba ante los nervios y la emoción de verlo nuevamente.
Él no dio ninguna respuesta, se puso en pie como pudo y se encaminó haciéndose espacio entre la gente que lo veía sangrar, muchos pensaban que era a causa del golpe.
Sintió cómo ella lo retenía por una de las manos, pero él se sacudió siendo algo brusco, lo que menos quería era ver ahora a esa psicópata obsesiva, eso era lo que significaba Chantal para él, después de todo lo que le había hecho y lo mucho que le había costado quitársela de encima.
No quiso hacerle daño, acaso le había parecido poco todo lo que le hizo en el pasado, romper los cristales de su auto, hacerle rayones que dijeran "Maldito desgraciado", envenenar a su perro, llevar a Johanne a una fiesta, emborracharla y cortarle el cabello a la altura de la nuca, convencer al padre para que saboteara la campaña de Jean Pierre, llamar a Jean Paul e inventar que él había tenido un accidente en el cual había muerto y un sinfín de barbaridades más. Estaba loca.
Chantal era depresiva, obsesiva, compulsiva, ninfómana, bipolar y fumadora de opio, qué más podía esperar, era una tragedia que nada de eso se pudiera apreciar, a simple vista parecía ser una joven indefensa pero no era más que el Diablo con tacones.
A medida que se alejaba haciendo un gran esfuerzo por caminar, le dolía más el costado y le costaba respirar, no quería detenerse, no quería pensar en la carta, no quería pensar en Elisa, pero su mente traicionera una vez más lo inundaba de recuerdos y las palabras escritas en la hoja cobraron sonido e hicieron eco en sus oídos con la voz de Elisa, aumentando la tortura e intensificando el dolor de su alma.
Las lágrimas no se desbordaron, ya eso le había pasado anteriormente y solo con ella, con ese vacío que lo ahogaba cuando no encontraba salida a tanto dolor y sabía que necesitaba hacerlo, necesitaba llorar para que el dolor fluyera redimiendo la agonía.
Llevaba horas fuera de su casa y lo sabía porque el tráfico de personas cada vez era menos, se encontró caminando por el amplio campo enmarcado en árboles.
Levantó la mirada al horizonte y tragó en seco para pasar ese nudo que lo atormentaba, su vista se ancló en la base de la Torre Eiffel a cierta distancia, la que le gritaba, le abofeteaba y le estrellaba en la cara que estaba en Francia lejos de Elisa, lejos de esas ganas de vivir que ella le brindaba, se había vuelto dependiente, adicto a su querer, a su risa. Se había vuelto adicto a ella por completo y ahora le pedía que la olvidara.
Llegó a la base de la imponente estructura de hierro, se paró debajo amparado por el colosal ícono parisense. Elevó la cabeza mirando el centro vacío del monumento, así como se sentía él en ese momento, se dirigió a la parte de las escaleras, pero la reja tenía el candado puesto, quería subir y el precinto de seguridad no se lo impediría, por lo que se alejó buscando algo que le sirviera para violar la cerradura, al encontrarlo regresó y el candado dejó de ser un obstáculo.
Empezó a subir sin sentir cansancio, la confusión y el dolor que habitaban en él eran más poderosas que cualquier agotamiento físico, solo era consciente del dolor en sus manos, a pesar de que habían dejado de sangrar, dolían y mucho más cuando las movía e intentaba retirar la sangre seca.
Llegó a lo más alto de la torre Eiffel casi sin aliento, se dejó caer sentado al borde, dejando sus piernas suspendidas al aire mientras su mirada se perdía en la ciudad y su vida nocturna, la que poco a poco fue desapareciendo, solo se presentaban ante él una vez más los momentos vividos junto a Elisa y por fin las lágrimas se hicieron presentes al tiempo que sentía el cuerpo quebrársele, la respiración se le agitó y se llenó de rabia, dolor y lástima en contra de él mismo.
—Elisa, ¿por qué has tomado esta decisión que duele tanto? —La voz ronca por las emociones que lo embargaban al fin se dejó escuchar—. Quiero saberlo... No quería que mis sueños se rompieran de esta manera, no quería enfrentarme a esta realidad, solo querría que mi vida fuese totalmente distinta a todo esto, a todo este vacío, a este dolor —las lágrimas dieron paso al llanto y al desespero. El dolor y la impotencia lo estaban consumiendo—. ¡¿Por qué?! —Gritó con todas sus fuerzas y el viento arrastraba esa pregunta donde no tendría respuesta—. ¿Acaso no sabes que esa decisión cambia irremediablemente el curso de las cosas, como cuando decidí quererte?, ahora no me pidas que deje de hacerlo... Todo cambia, yo por ti me jugué todo... todo. Decidí mentir, traicioné, oculté, por ti crucé esa línea y ahora me dices que fue un placer conocerme... No me hagas esto, no me lo hagas porque yo sin ti no soy nada... Apenas he logrado sobrevivir estos días porque tenía la esperanza de que íbamos a estar juntos para siempre, de que íbamos a envejecer juntos... yo le había quitado tu nombre a lo imposible, para mí eras esperanza y ahora... ahora me dices que fue un juego... Maldita manipuladora —un sollozo se atravesó en su garganta—. No me hagas esto... por favor, no lo hagas Elisa —el tiempo pasaba y Jules seguía llorando, sintiéndose cada vez más perdido, sin saber qué hacer ni cómo salir adelante, no sabía cómo salir de ese hueco y a cada instante se colmada de rabia, dolor, amor y tristeza.
Dos días después llegó a su casa, había caminado un largo trayecto por lo que traía los pies adoloridos, lo hizo mientras trataba de poner su mente en blanco y olvidar. No quería que nada llenara su cabeza, tampoco su alma; quería vaciarla por completo, tirar a la basura los recuerdos; se había propuesto volver a ser el mismo de antes, a solo buscar placer de momento, a sentir sin entregar nada a cambio.
Entró y divisó a Johanne sentada en la sala, ninguno de los dos se saludó, sabía que todos en la casa debían estar molestos con él, pasó de largo a su habitación y se la encontró casi vacía, con solo el armario y la cama; estaba seguro que su padre había ordenado vaciarla. Entró al baño y se desvistió lentamente ante el dolor de las heridas en sus manos, al estar desnudo y pasar frente al espejo del baño se percató del gran hematoma que tenía en su costado derecho, respiró profundamente y sintió una punzada interior que le arrancó un jadeo, respiró una vez más para calmarse un poco y terminó por entrar en la ducha, permaneció bajo la regadera unos cuarenta minutos, donde apreció mejor las pequeñas zanjas en sus manos, al haber erradicado por completo la sangre seca, trayendo consigo los recuerdos del momento en que leyó la carta; una vez más temblaba de dolor al tiempo que el nudo en la garganta lo atormentaba, un sollozo seco se escapó de su garganta sin poder retenerlo más y el llanto no se hizo esperar, quería golpear al pared, llenar de golpe ese vacío que lo ahogaba pero sabía que solo conseguiría lastimarse más físicamente, suficiente tenía con suponer que tenía alguna costilla lesionada porque el dolor se volvía casi insoportable ante el llanto, el que tampoco podía evitar, ése que se confundía con el agua de la regadera.
Johanna se encontraba leyendo en su habitación cuando escuchó la puerta de la habitación de Jules abrirse y cerrarse. Sabía que había llegado y quiso ir a verificar que se encontraba bien, porque le había asustado demasiado la sangre que brotaba de sus manos cuando salió de su habitación y las manchas que había dejado en su habitación, pero no podía ir a verlo, su padre se lo había prohibido, le pidió que lo dejaran solo cuando llegara.
Ahora a ella se le formó un nudo en la garganta al escucharlo llorar, aun cuando se confundía con el sonido de la regadera. No sabía por qué su hermano sufría tanto, sabía que era por amor y por eso temía enamorarse, no quería saber lo que se sentía porque debía ser doloroso para que Jules actuara de esa manera tan agresiva y llorara como si fuese un niño.
Se había prometido que le ayudaría, buscaría la manera de que fuera feliz y que tuviese un final como el de los personajes de los libros que él le regalaba cuando pequeña.
Jules al salir se encaminó desnudo al armario, agarró la ropa interior y el pantalón de un pijama, los que se colocó sin siquiera secarse, con cuidado se acostó en la cama tratando de moverse lo menos posible para no aumentar el dolor en su costado.
Maldijo a Chantal antes de sumirse en un sueño profundo, tal vez se debía a tantas horas de desvelo, pero no supo por cuánto tiempo se mantuvo sumergido en la quimera porque al abrir los ojos y mirar por la ventana era de noche.
La habitación se encontraba en penumbras y un dolor de cabeza lacerante provocó que se llevara una de las manos a la cabeza, estaba seguro que era porque había dormido demasiadas horas. Una hoguera se le había instalado en el centro del estómago, sentía mucha hambre y sed, por lo que cuidadosamente se levantó y se dirigió al interruptor, percatándose una vez más que las pequeñas heridas de sus manos habían sangrado, se dirigió al baño y encendió la luz, se dispuso a lavarse las manos y el rostro.
De regreso buscó en los armarios algo que le sirviera para las manos, por lo que agarró una corbata y con la ayuda de la navaja de afeitar la cortó a la mitad, envolviendo cada pedazo en sus manos a modo de venda. En el armario vio su reloj de pulsera, el que marcaba las once y cincuenta.
Estaba seguro que ya todos estarían durmiendo, sabía que tenía una conversación pendiente con su padre y con su hermano, para pedirles disculpas por su comportamiento, aun cuando sabía que eso no era suficiente, pero eso podía esperar porque en ese instante estaba famélico y lo único que quería era comer.
Decidió salir de la habitación solo con el pantalón del pijama, la camisilla y descalzo, con la firme intención de saciar su apetito. Al llegar a la cocina se preparó algo rápido, se sentó y comió muy despacio porque hasta para masticar y tragar le dolía el costado, después se quedó en el mismo lugar sin hacer nada, con la vista perdida en algún punto imaginario, perdido en la nada, la que fue cortada al escuchar unos pasos, elevó el rostro y vio a Johanna bajo el umbral.
Bajó la mirada tratando de huir en ese momento porque se sentía sumamente avergonzado con todos, sobre todo con las gemelas a quienes había asustado.
—Deberías estar durmiendo Johanna —susurró con la voz ronca por las emociones que despertaba en él la vergüenza—. Además, estás en camisón, las señoritas no salen así de su habitación.
—Tú tampoco estás acorde, los caballeros deberían llevar el pijama completo —contestó encaminándose y cruzando la mirada por unos segundos con la de Jules, antes de que él bajara la cabeza.
Ella se paró a un lado de él y sin pedirle permiso agarró entre sus manos el rostro de su hermano, obligándolo a que lo elevara y la mirara, le dio un beso en la frente, sintiendo cómo él tragaba en seco para pasar las lágrimas.
—Todo va a estar bien, ya verás —susurró la gemela levantando la cara de Jules y mirándolo a los ojos, acariciando con sus pulgares los pómulos masculinos. Él llevo sus manos y cubrió las de ella—. Mira nada más... necesitas vendas de verdad Jules —le hizo saber soltando el agarre y encaminándose a unos de los botiquines de primeros auxilios que estaban en la cocina—. ¿Dónde habías estado estos días? Papá está preocupado.
—En prisión —respondió escuetamente.
—¿Qué has hecho Jules? ¿Por qué estabas en prisión? —preguntó asombrada y volviéndose para mirarlo a la cara.
—Si violentas la cerradura de la torre Eiffel te encierran por cuarenta y ocho horas... lo siento, no quise que papá se preocupara —susurró con la voz ronca por las lágrimas retenidas, contemplando cómo ella tomaba algunas cosas de la gaveta.
—No te preocupes, hermanote —le dijo con una maravillosa sonrisa colocando las cosas sobre la mesa y con un gesto le pedía las manos, desamarró los pedazos de corbata dejando las manos al descubierto—. No son tan grandes, sanarán pronto —agarró una mota de algodón con alcohol y esterilizó un poco mientras Jules aguantaba el ardor, no se mostraría débil delante de su hermana—. Jules, hice algo... no te molestes conmigo, por favor —hablaba untando crema antiséptica con un hisopo clínico en las heridas mientras él la miraba sin comprender qué era lo que quería decirle—. Sé... sé que es de mala educación hacerlo y... —se detuvo mientras envolvía las vendas en las manos de Jules, quien se mantenía en silencio, sintiéndose temerosa por la reacción de él—. Pero quería comprender algunas cosas... —hablaba mientras tomaba asiento, frente a su hermano—. Leí la carta —le hizo saber con un gesto entre vergüenza y disculpa de por medio, pero al ver que él no dijo nada, ella continuó—: No sé qué pensarás... o cómo era tu relación con ella... —no la dejó terminar cuando intervino.
—No debiste leerla, no debiste enterarte de lo que hice en América —le hizo saber con palabras suaves porque no estaba molesto, pero tampoco le agradaba saber lo que había hecho, más que todo por vergüenza delante de ella. Su comportamiento no era para enorgullecerse, si bien se había enamorado de Elisa sus hermanas no la conocían, pero Frank había sido prácticamente un tío para ellas.
—No debes sentirte mal Jules, mírame ya no soy una niña... entiendo muchas cosas y sobre todo de tu relación... Sé que no está bien pero no soy quién para juzgarte, creo que nadie puede hacerlo porque al amor no se juzga... Por tu reacción creo que piensas que Elisa solo jugó contigo o que en realidad no quiere saber más de ti; yo por el contrario, pude descifrar en esas palabras mucho dolor y amor... amor por ti y por su hijo... solo eso, la primera palabra te lo dice... te dice "te amo" una mujer no dice esas palabras si verdaderamente no las siente, ella espera que la comprendas... que comprendas que tiene que sacrificar el amor que siente por ti a cambio del que siente por su hijo, también entiendo que no quiere que vayas, solo ella sabrá por qué te lo pide, cuando te pide que la comprendas es porque espera que hagas lo que te pide... No puede ser que estés enamorado y no sepas interpretar lo que una mujer quiere decir —hablaba Johanna limpiando las lágrimas de Jules, las que se derramaban silenciosas mientras escuchaba las palabras de su pequeña hermana.
—Me pide que la olvide... eso me pide Johanna —dijo en un susurro tembloroso.
—¿Y crees que eso es lo que verdaderamente ella quiere?... ¿Sabes qué? Mejor ve a tu habitación, la carta está debajo de una de las almohadas, léela nuevamente e imagínatela a ella frente a ti diciéndote cada palabra, pídele que te mire a los ojos, solo tú tienes la respuesta porque solo tú sabes si te ama... Jean Pierre no puede saberlo porque no la conoce, solo estaba molesto por tu comportamiento porque te estabas haciendo daño y él solo quería ayudarte, solo que ante la impotencia no pudiste verlo —la voz en remanso de su hermana lo hacía ver una luz al final del túnel.
—Lo sé, sé que Jean solo quería ayudarme y ahora no me da la cara para mirarlo... gracias enana, gracias por cada una de tus palabras —se acercó y le dio un abrazo, agradeciendo el apoyo que le brindaba su hermana, tal vez le hacía falta que una mujer le explicara el proceder de otra.
—No es nada grandulón... Eres mi hermano y te quiero, no sabes la falta que me has hecho, que nos has hecho a todos —le dijo correspondiendo al abrazo y depositándole un beso en la mejilla—. Ahora sí me voy a dormir —se marchó dejando a Jules solo, quien después de veinte minutos subió a su habitación y buscaba algunas cosas en el armario cuando se topó con el cuaderno de los dibujos. Lo agarró y se encaminó a la cama, al abrirlo se perdió en la imagen de su ángel pelirrojo, buscó debajo de las almohadas y encontró la carta, la leyó una vez más deteniéndose a segundos para mirar el dibujo, al terminar la dejó sobre la cama, buscó papel y pluma.
París, octubre 27. 1926
Elisa, amor mío.
Aun cuando me pediste que no te escribiera no puedo dejar de hacerte saber esto, solo esto.
Sé que tú una vez antepusiste todo por mí, excepto a Frederick, siempre me lo hiciste saber; ahora comprendo, sé que no somos la misma persona, que somos diferentes; seguro tienes tus miedos y no estoy a tu lado para ayudarte a vencerlos. No quieres que yo vaya, está bien, no lo haré, pero ahora te pregunto: ¿Tan malo he sido como para no luchar? Sé que tienes miedo y solo quieres protegerte y proteger a tu hijo... a nuestro hijo, porque lo considero como mío también, y te comprendo.
No he podido dejar de amarte en este tiempo, dos meses no son suficientes para sacarte de mi corazón y también sé que, aunque quieras olvidarme no podrás, ni por todo el empeño que quieras poner en borrar mi recuerdo, no lo conseguirás.
Elisa, yo me juré que te iba a decir todos los días que te amo... y cada vez que despiertes por las mañanas tendrás un te amo esperándote.
Solo espero que cuando tengas el valor suficiente, cuando quieras luchar por lo que sentimos, me lo hagas saber. Te juro que agarro el primer barco y le parto el alma a quien sea por verme nuevamente en tus ojos, pero si quieres intentar olvidarte de mí, si quieres continuar amarrada a él, quiero que sepas que igual yo te estaré esperando, te esperaré siempre, siempre.
Te amo.
Jules Le Blanc.
P.D: Si algún día quieres escribirme; por favor, prefiero que no firmes antes de colocar tu apellido de casada, no me hagas eso, por favor, por los momentos hermosos que vivimos, por el día más feliz de mi vida, ese en el que pudimos salir tomados de la mano y demostrar nuestro amor al mundo.
Jules terminó de escribir y se dejó caer acostado en la cama con la mirada perdida en los relieves del techo cuando sintió cómo lo que acababa de comer subía por su garganta, las náuseas lo obligaron a ponerse en pie y dirigirse al baño, donde devolvió lo poco que había comido.
Después de vomitar y no aguantar el ardor en la garganta, se dirigió al espejo, suponía que debería de estar acostumbrado a los vómitos porque llevaba mucho tiempo en eso y según el médico que lo había revisado, le había asegurado que en él todo estaba normal. Los exámenes que se había realizado no arrojaron ningún virus, solo tenía que esperar porque los malestares cesarían de un momento a otro, afirmándole que la causa de todos esos extraños síntomas era a consecuencia de la presión vivida.
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