Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

1

Mientras al otro lado del mundo la plaga zombi se desataba silenciosamente, en la casa de los Zúñiga todos nos sentábamos a la mesa y comíamos la cena de la tarde, preparada por mamá. Mateo Zúñiga y su criado, Cristian Colina, discutían acerca de la pesca del día anterior. Yo jugaba con el tenedor, simulando que me comunicaba en clave morse con la chica que, unas sillas al otro lado de la mesa, me miraba sonreída. Alicia ponía ojos bizcos y me hacía gestos con las manos. Mientras tanto, mi mamá y la señora Joana reían a carcajadas recordando las anécdotas vividas la última vez que salieron de compras juntas. Los gemelos Zúñiga, en su esquina de la mesa, se susurraban entre sí, tan serios como siempre, y de vez en cuando echaban una ojeada a sus respectivos celulares, en donde sus amigos de la facultad les estarían escribiendo para verse nuevamente. El señor Isaías, a diferencia de todos nosotros, optaba por sentarse en un pequeño diván en la sala y ver en la televisión su programa favorito: carreras de caballos. Era obvio que no le caíamos bien. Para él siempre fuimos simples empleados y su hijo Mateo, un estúpido confiado. Se aseguró de que nos quedara claro con sus reiterados comentarios despectivos. Pero no tenía de qué quejarse en cuanto a la comida preparada por mamá: albóndigas de carne bañadas en salsa y guisos, un delicioso puré de papas y huevos revueltos con zanahorias y la bola de arroz blanco. Y para acompañarlo, siempre había un jugo de frutas y también una botella de vino que sólo disfrutaban papá, el señor Mateo, el abuelo Isaías y los gemelos. A mis quince años, mamá no dejaba que bebiera alcohol. Y la comida era tan deliciosa que hasta los inexpresivos gemelos Zúñiga sonreían y dejaban el plato sólo manchado de salsa, profiriendo un amable «gracias» antes de retirarse de la mesa. Aquel olor de la comida recién cocinada... Cuánto extraño aquel olor...

Una agradable cena caliente. Esa era una de las escenas típicas en la casa de los Zúñiga.

Me froté los labios secos con mis dedos y al relamerlos con mi lengua, sentí que lamía la corteza de un árbol. Abrí mis ojos y lo primero que vi fue un techo agujereado, repleto de telarañas y vigas de acero dobladas. Sentía el cuerpo pesado, entumecido y mojado. Me palpé la entrepierna. Por un segundo creí que me había meado encima y estuve a punto de proferir una maldición, pero me contuve. Era sudor. Tenía toda la espalda sudada, el cuello, la cara... El polvo de aquella habitación se me pegaba en la piel y me hacía sentir mugriento. ¿Por qué estaba sudando? Hacía frío. Llevaba puesto un suéter de lana y una camisa de tela gruesa encima. Me senté sintiéndome mareado. 

—¿Dónde mierda estoy? —mascullé.

No recordaba haberme tirado a dormir. Ni siquiera estaba seguro de haber dormido. ¿Aquello había sido un sueño? ¿Un pensamiento? Recordaba estar muy cansado, y seguía estando cansado, pero antes me sentía mucho más cansado. La pequeña siesta, o sopor, me había revitalizado un poco. 

El suelo en el que me hallaba sentado estaba repleto de cables mordisqueados. Cables negros, enredados, húmedos, que salían de las paredes, del techo agujereado, y que se conectaban con viejas computadoras despedazadas. Placas madres. Memorias ram. Discos compactos. Impresoras. Alargué mi mano hasta un teclado amarillento y presioné la tecla F, sin entender por qué. El ruido del artefacto alertó a una cucaracha que se escondía debajo y que me hizo dar un respingo. 

—¡Mierda! —grité, poniéndome en pie.

Me tuve que sostener contra la pared para no caerme. Pedazos de pintura descascarillada se pegaron en mis dedos sudados. Me limpié palmoteando mi mano con mis pantalones cargo. En una esquina de la habitación, junto a la pared, había tirado mi mochila, la misma que planeaba usar en mis primeros años de universidad, cuando nadie se imaginaba que unas criaturas sanguinolientas infectaran a medio mundo. La tomé por una de las hombreras y deslicé la cremallera del bolsillo más grande. Metí mi mano, hurgando entre el montón de utensilios que guardaba y que la hacían ver hinchada. Al fondo, palpé el plástico de un paquete de galletas saladas. Lo saqué, abrí el envoltorio achurrado, conté cuatro galletas y me metí una entera a la boca. Empecé a masticarla y, por impulso quise sacar una segunda, pero apreté el envoltorio contra mi pecho, cerrando los ojos.

—No... —murmuré —Para después. Puede que no encuentre más.

Seguí masticando, recostado contra la pared, como un inválido.

Albóndigas de carne. Salsa y guisos. Puré de papas. Bolas de arroz. Jugo de frutas...

Saboreé la insípida textura de la galleta y me relamí los labios. Saqué la botella de agua del bolsillo lateral de la mochila y di un sorbo.

—¡Maldita sea! —farfullé, luego de tragar—, ¿por qué cocinabas tan bien, mamá?

Me había desplomado en el interior de un antiguo internet café, y era gracioso porque no había internet y mucho menos café. Ni siquiera había una máquina. Un título sobre la puerta de entrada rezaba, en letras amarillentas y rasgadas: Internet Viviana. Alguien había colisionado su motocicleta contra la fachada de cristal, haciéndola añicos, y había dejado la moto ahí tirada desde hacía años, inservible, sucia, flateada, incrustada entre la vereda y el interior del piso. No reparé en ninguno de estos detalles antes de tirarme al piso. Me jalé los cabellos. Fue muy peligroso tenderse así casi a la intemperie. Tuve suerte de que ninguna bestia me encontrara. 

Salí a la vereda pisando con mis botas el quebradizo vidrio. La ciudad dormía. Calculé que serían cerca de las 5 de la tarde. Enormes nubes negras rugían en lo alto del cielo gris. Un difuminado brillo de sol, hacia el oeste, empezaba a ocultarse detrás de las azoteas de los edificios. A un lado de la carretera mi bicicleta me esperaba, desplomada como yo minutos antes, como una niña moribunda.

Era una bicicleta montañera negra con los pedales ya gastados que me había robado de un depósito meses atrás. Era el vehículo perfecto para mí, que nunca aprendí a conducir. Silencioso. Pequeño. Todo terreno. No requería combustible. 

Coloqué mi mochila sobre el manubrio y anduve caminando al lado de la bicicleta lo que quedaba de la tarde. Tenía que encontrar un sitio en el que pasar la noche y no podía ser aquel internet café. Tampoco el resto de edificios cercanos. Quería acercarme lo más que podía a Antigua Luz. Ya faltaba poco. Recordaba que el mercado quedaba a un par de cuadras adelante, siguiendo en línea recta por la carretera. Y a unos pocos pasos, el hotel Miraflores. 

Me sentía pegajoso. Apestaba. Lo que más me molestaba de la inmundicia eran los insectos. Miles de mosquitos sobrevolaban la basura. Se escuchaba el agudo coro irritante por doquier. Y cuando no te bañabas por varios días, los mosquitos y las moscas te perseguían. No soportaba el hedor. Tenía que ducharme tarde o temprano, pero no podía gastarme el agua destinada a beber.

La cadena de la bici repiqueteaba. Había avanzado una cuadra cuando vi, a lo lejos, a una de esas criaturas horripilantes.

Yacía a unos trescientos metros, al pie de un poste de luz. Me detuve en seco. Me le quedé observando, tragando saliva. Parecía dormir. Estaba sentado, con las piernas flexionadas sobre su pecho y los brazos cruzados alrededor de las rodillas. En aquella actitud lucía bastante inofensivo. Medía aproximadamente unos dos metros. Este es de los grandes, pensé, y me imaginé una escena en la que yo, completamente solo, huía de la bestia a lo largo de toda la ciudad, metiéndome por callejones estrechos por los que la bestia no cabía, pero la bestia era más rápida y fuerte y siempre me alcanzaba... Estos bichos perdían el cuero a medida que avanzaba la infección y todo su cuerpo (salvo en ciertas zonas de la cara y el abdomen) se convertía en una masa de carne roja. Sus músculos se hinchaban, sus huesos se estiraban y sus dientes se afilaban. La ropa les quedaba más ajustada y con el tiempo se les rasgaba o acababan prescindiendo de ella, de modo que la mayoría de nuestros enemigos eran muertos desnudos. Cuando pensaba en apocalipsis zombis nunca me imaginé nada parecido a esto. Por esa razón no me gustaba llamarlos zombis, el apelativo sonaba muy inofensivo para lo que estos seres representaban. Eran bestias, monstruos, demonios.

El monstruo que dormitaba bajo el poste de luz llevaba puesta una camisa azul rota. Así supe que se trataba de un antiguo oficial de policía. Tenía la cara desfigurada, como la mayoría, pero algo en su faz me tranquilizaba. Era absurdo, pero su rostro aún guardaba un gran atisbo de la humanidad que le había sido arrebatada. Respiraba pesadamente. A su alrededor, muy cerca, hurgando entre la basura, una enorme rata. 

Temí que el roedor, en su inconsciencia animal, despertara a la bestia así que continué mi camino lo más sigilosamente posible, sin apartar la vista de mi entorno. Siempre alerta. Seguí la carretera en línea recta y pronto dejé al monstruo detrás. Por fortuna no volví a encontrarme más bestias en el camino. Llegué al hotel Miraflores cuando anochecía. Decidí que primero tenía que pasar la noche y al día siguiente me aventuraría al mercado a buscar suministros. Dejé la bicicleta en el zaguán. Me interné en el edificio sin mayores riesgos y subí los escalones en busca de una habitación. 

Pasar la noche en un hotel abandonado requiere estómago, pero yo quería acostarme en una cama. Estaba harto de dormir en el suelo. 

Encontré una puerta abierta en el segundo piso. Apunté mi linterna hacia el interior y la estancia se iluminó. Paredes blancas. Muebles de madera tirados en el piso. Algunos trastes rotos esparcidos en una esquina. Un espejo con una grieta en medio. Una cama pelada, sin sábanas, con el colchón roído. En la pared del fondo había una mancha rectangular con cuatro agujeros de tornillos en donde alguna vez estuvo el aire acondicionado. Lancé mi mochila sobre el viejo colchón y seguí alumbrando. Percibí un ligero hedor proveniente de la puerta del baño. De inmediato una corazonada hizo que mis ánimos cayeran. Me acerqué a la puerta del baño y le di un empujoncito. La puerta chilló como una cabra herida y el hedor nauseabundo impregnó toda la habitación. Apunté la linterna hacia el interior del baño y sentí náuseas y miedo. Un cadáver humano en descomposición colgaba del techo. Dejé la puerta abierta, cogí mi mochila y salí corriendo de la habitación, apretando los dientes.

Solo bastó ese vistazo para que la imagen se me grabara en la mente. Piel podrida. Larvas apiñadas, masticando, contorsionándose. 

Seguí subiendo los escalones, pero ya no quería entrar en ninguna habitación. Subí y subí hasta llegar a la azotea del edificio. La azotea estaba iluminada por una luna llena, que las nubes grises habían dejado brillar por un momento, haciéndome saber que no había nada ni nadie más que yo. Caminé tambaleándome hacia el borde del edificio y quise vomitar pero no pude. Me quedé allí sentado, con las piernas al aire, observando las calles de allá abajo. A lo lejos vi una horda de esos monstruos corriendo, como perros salvajes, entre los vehículos abandonados. Daba espanto verlos correr de esa forma sin perseguir a nadie. Eran cinco. Estaban desnutridos. No habían comido en semanas. ¿En qué momento decidirían recurrir al canibalismo, como los demás? Me sentía seguro en la azotea, lejos de aquellos zombis. Tenían una pésima vista, y aunque su sentido del olfato estuviera agudizado, yo olía a mierda, sería difícil identificarme entre tanta pestilencia. 

Me quedé ahí mirándolos hasta que se perdieron al doblar por una calle, pero podía escuchar sus rugidos aún a lo lejos. Se escuchaba el eco. Me traía a la memoria leyendas de brujas que vagaban por las quebradas oscuras en busca de niños para llevárselos. 

Aquella noche no pude dormir, pero volví a caer en el mismo sopor en el que caí cuando me desplomé en el interior de ese internet. 

De pronto un repentino flashback. En aquel mismo hotel Alicia y yo habíamos intentado acostarnos. 

Le habíamos mentido a nuestros padres diciendo que iríamos a casa de una amiga de Alicia a hacer una tarea, y yo la acompañaría porque también la conocía. ¿Qué podían decirnos? Éramos tan unidos... Y tan ingenuos, a la vez. No pensé que en el hotel nos pedirían identificación. Yo tenía 18 años, pero Alicia todavía estaba en sus 17. El hecho de que yo llevara a una menor al hotel resultaba... inapropiado para el receptor. Nos quedamos con las ganas. Me quedé con las ganas. A Alicia no le importaba tanto. Se preguntaba por qué últimamente pensaba tanto en el sexo. «Yahir, ¿alguna vez te has acostado con otra chica?». «No, nunca». Y no mentía, pero meses después, cuando me echaron de la casa de los Zúñiga, con insultos, maldiciones y un arma apuntando mi frente, ella no me creyó nada.

Cuando salí del sopor y de mis pensamientos ya estaba amaneciendo. Me dolía la cabeza. Me dolían los ojos. Me dolía el estómago vacío. Miré hacia abajo. Una caída de unos veinte metros me esperaba. Árboles raquíticos. Cables enmarañados. Coches abandonados. Pensé en aventarme, pero no tuve las agallas para hacerlo. 

—Cuando regrese a casa lo haré —me dije—, escribiré una nota, me la pegaré en el pecho y me colgaré de ese alto candelabro, donde ningún zombi me alcance, para que el día que la plaga termine y me encuentren, sepan quién fui y porqué lo hice.

Más tarde fui a explorar el mercado. Las estanterías estaban completamente vacías. Los refrigeradores volteados y con los vidrios rotos. Ni siquiera habían dejado botellas de detergentes. Nada, absolutamente nada. ¿Pero qué podía esperarse? En una de las gabetas del mueble de la caja encontré un envoltorio de caramelo, pero al desdoblarlo, solo había huevos de arañas. También había otro cadáver, debajo de una alacena vacía. Seco. Era puro hueso resquebrajado.

Me senté en uno de los pasillos y me comí otra galleta salada con un sorbo de agua. Mi desayuno. Me alivió momentáneamente el retortijón de tripas y me dio las fuerzas necesarias para seguir recorriendo la ciudad. Era hora de ir a casa, pensé. 

Me monté en mi bicicleta y pedaleé otro par de cuadras más hasta llegar a Antigua Luz. No me topé con ningún zombi en el camino. La mayoría habría emigrado a la ciudad más grande, al igual que los humanos. Por estas ciudades pequeñas, estos, ahora, pueblos, no quedaba ni un alma, y los pocos zombis que merodeaban estaban flacos, débiles, somnolientos.

El letrero de Antigua Luz colgaba por uno de sus lados, en lo alto del arco de hierro que daba entrada a la calle. ¡Qué terrible panorama! Casi todos los postes lucían quemados, chamuscados. Cables rotos colgando desde la altura y rozando el suelo. La hierba de los jardines había crecido tanto que tapaba casi por completo las fachadas de los primeros pisos de las casas. El césped se había abierto paso hasta la vereda y en medio de la calle crecían, a través del agrietado asfalto, arbustos secos. Me bajé de la bicicleta y caminé lentamente a su lado, en dirección al lugar en donde se edificaba la alta casa de los Zúñiga. Sentía que realizaba una procesión hacia mi muerte. El cielo, de pronto, se ennegreció, trayendo consigo una lluvia de sombras. Los colores del mundo se desvanecieron y daba la impresión de ser las 7 de la noche debido a la oscuridad recién acaecida. 

A lo lejos vislumbré, en la penumbra, el tejado de la casa. Un tejado puntiagudo y negro. Después, los balcones. Cuando estuve lo suficientemente cerca para ver la fachada segmentada, observé que el enorme roble del jardín principal se había desplomado sobre los balcones del segundo piso. El balcón en el que Alicia se asomaba a mirar el barrio y yo, desde abajo, le hacía señas para que bajara y fuéramos a jugar. Ahora estaba destrozado y los ladrillos se sumergían hacia dentro de la casa, dejando un hueco oscuro. Se me erizó la piel. 

Entonces, un trueno sonó y comenzó a caer una leve llovizna.

—Aquí estoy —murmuré. 

Había recorrido 80 kilómetros a pie, 20 kilómetros en bicicleta. Había atravesado estériles prados. Había escapado varias veces de las garras de los monstruos, escondiéndome, defendiéndome con mi humilde puñal. Había tenido que alimentarme de animales muertos, carne cruda, a falta de fuego. Había soportado las terribles tormentas, los fuertes vientos. Había pasado hambre y sed. Y por fin, después de tanto tiempo, había llegado al sitio en el que finalizaría mi viaje. Mi objetivo, el lugar en el que le diría adiós a este mundo cruel. El lugar en el que pasé los años más felices de mi vida, jugando entre los setos del jardín, en las fuentes de agua cristalina, bajo la sombra del frondoso roble. El lugar en el que descubrí el amor, la lealtad y la traición. En donde cenaba con mamá, con papá, a la luz del candelabro. Donde veíamos la televisión por las tardes. Donde escuchábamos las historias del señor Mateo, sus instrucciones sobre cómo hacer negocios. Las risas de papá, las atenciones de mamá y la señora Joana. Pero sobretodo, la sonrisa de Alicia. Sus manos calientes, cuando entrelazaba sus dedos con los míos. Cuando nos quedábamos en su habitación, mirando desde ese mismo balcón, ahora demolido, las estrellas y soñábamos con un futuro distinto al infierno que nos había tocado vivir.

Dejé que mi bicicleta cayera al suelo. Ya no la necesitaría más. Tiré mi mochila también. Saqué del interior las últimas dos galletas y me las comí con el sorbo de agua que quedaba. Con un hondo suspiro, me aproximé al portón de entrada de la caserona. No había candado, pero el pestillo estaba colocado. Lo descorrí, arrancando polvillo de hierro oxidado, que cayó en mi mano y en el suelo. El sonido de la llovizna amortiguó el ruido del rugoso metal. Abrí la puerta de hierro y atravesé el portón. La maleza me llegaba hasta las rodillas. El jardín, delante de mí, ahora era un potrero baldío, un pequeño bosque. 

Avancé por lo que antes había sido el sendero entre los setos. No quedaba más que un estrecho espacio en donde la hierba no crecía tan alta. Con la llovizna empapándome el rostro, no supe si estaba llorando. Pero supongo que sí, pues sentía un peso profundo en el corazón y un nudo en la garganta. La enorme casa derruida me esperaba al final del jardín, y cuando la mire más detenidamente, caí en cuenta de algo.

En la parte izquierda de la fachada, allí donde no habían llegado las ramas del esquelético roble caído, creí atisbar un destello proveniente de uno de los balcones. Me extrañé en un primer instante y quise adjudicárselo al reflejo del cielo en los cristales de la ventana.

Sin embargo, no podía ser eso. Contuve la respiración y agudicé más la vista. No era un reflejo.

En la oscuridad, al fondo de aquella ventana del tercer piso, se podía ver una tenue luz amarillenta. 

La luz parpadeaba, bailoteaba. A veces se iba, a veces volvía, muy tenue. 

Supe que se trataba de fuego. Pero no era un incendio, sino una vela, o un candelabro, o una fogata. Ya no me cabía la menor duda.

Había alguien en la casa.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro