Sepia esperaba atentamente de pie en las afueras del baño. Ahora tenía una esperanza más de que sus ruegos fueran escuchados y Eliza accediera a hablar con el.
Su móvil sonó de repente haciéndole perder la concentración. Pensó que era Eliza pero no. En la pantalla el nombre de su padre se reflejaba bajo la inscripción del señor Dago.
Algo inusual tratándose de su padre, quien rara vez lo llamaba y mucho menos si estaba en clase.
—Hola papá ¿Sucede algo?
Sepia sólo escucho el sonido del motor de un auto, también la respiración agitada de alguien.
—¿Papá estas ahí?
—Hijo…
La voz de su padre sonó un poco débil, demasiado para el chico.
—¡Sal de la escuela, en un minuto paso por ti!
—¿Porque?, ¿Que paso? —pregunto Sepia preocupado.
Su padre no estaba actuando normal, el pudo presentir que algo le sucedía.
—¿Pasa algo malo?
—Es Ricky —espetó el señor Dago intentando conservar la compostura—. Tuvo un accidente camino a su escuela… Sepia tu hermano esta muy grave.
Sepia intento calmarse y tomar aire. Su corazón empezó a latir más a prisa. El móvil se le cayo de las manos y camino casi como un zombi hasta la entrada de su escuela.
Ricky, su hermano. Ni siquiera podía pasársele por la cabeza la idea de que algo malo le hubiese pasado. El era su oriente, en donde nacía el sol, el era eso; su luz.
El señor Dago ya esperaba a Sepia. Sus manos apretadas en puños cubrían el volante y su mirada sombría se fijaba en la carretera. Sepia se subió a el vehículo incapaz de mirar a su padre.
El señor Dago como si fuese un máquina programada puso en marcha el auto, sin siquiera voltear. Sus mejillas estaban mojadas, la seña clara de que ya había llorado.
Sepia tenia miedo de hablarle, de que la connotación de la palabra: “grave”, quisiera decir otra cosa. Que quisiera decir, “muerte”.
Observo de soslayo al hombre de cabello negro y traje de oficina que parecía por su apariencia más su hermano mayor que su padre.
Sepia se aclaró la garganta antes de hablarle.
—¿Cómo esta?
Su pecho bajaba y subía en un vaivén ensordecedor. Como si el órgano vital a cualquier momento abandonara la caja torácica y saliera despedido del pecho de Sepia estrellándose en mil pedazos contra el vidrio del parabrisas.
—Me llamaron de la clínica, esta muy mal —contestó con un susurro apenas audible—. Su auto se estrelló contra un tracto camión. Me dijeron que esta vivo de milagro.
Sepia no pudo más y empezó a llorar. “Vivo de milagro”, eso no era muy esperanzador. Nunca había sentido esa incertidumbre, dolor, rabia, impotencia, todo mezclado junto.
Ricky no podía morir, no podía dejarlo sólo. Desde que había nacido lo había visto junto a el. El estaba siempre, no podía faltarle ahora.
—¿Mama ya lo sabe? —farfullo Sepia.
Miro sus temblorosas manos y se percató del tono sombrío que tenían sus máculas. Como anunciando lo que vendría. Su padre estiró su mano y tomó a su hijo de los hombros para poder acercarlo a el.
—Ella no lo sabe, no tuve valor para decírselo.
Sepia se recostó del hombro del hombre que lo había protegido desde el día en que nació. Necesitaba su protección ahora que el camino se veía más tenebroso que nunca.
—Va a estar bien, tiene que estar bien —musito su padre.
Los recuerdos se arremolinaron en la mente de Sepia, como la hojarasca a la vera del camino.
Ricky le enseñó a ir al baño solo. Ricky jugaba con el a la pelota. Ricky le ayudaba con las tareas. Cuando los demás niños no querían jugar con el, Ricky si lo hacia.
Siempre estuvo allí; en cada Navidad, en cada cumpleaños, en cada graduación, en cada problema, en cada golpe…
Sin Ricky, ¿Quien era Sepia?
Un barco a la deriva, una paloma sin nido, un perrito sin casa.
¿Que era Ricky para el? ¿ Era su hermano?. Prácticamente lo era todo.
Si tan sólo pudiera abrazarlo una vez más...
Cuando llegaron a la clínica, el señor Dago bajo de primero. Sepia con las piernas entumidas y los labios inertes siguió los pasos de su padre, como si fuese un robot detrás de su amo.
La señorita del cubículo, vestida completamente de blanco, ignoraba por completo el drama familiar o simplemente ya tan acostumbrada a ver esas escenas días con días, lo único que pudo ofrecer a los dos hombres, fue un amable; “Espere un momento por favor, el doctor ya viene y les traerá noticias de su familiar.”
¿Cuanto dolor en un solo sitio?, ¿Cuanto llanto y sufrimiento guardan esas blancas paredes?
Si la muerte pudiera verse de seguro mancharía todos esos pasillos con su oscura y esbelta figura.
Cual amargo puede ser volver a el sitio en el cual has perdido a un ser amado. Tus ojos instintivamente se desvían hacia ese lugar, y tu mente viaja a través de la habitación que fue su última morada.
Vives de nuevo ese instante en que su cuerpo inerte descansaba sobre la fría cama, y entonces aun recuerdas la voz de la enfermera, hasta su tono, “Salga un momento, vamos a alistar el fallecido.”
No quieres salir porque aun crees que esta vivo, no quieres dejarlo sólo. Cierran la puerta y tu te quedas allí afuera, esperando a que la enfermera salga y te diga que es mentira. Que aun está vivo y que mañana se irá contigo a tu casa a seguir con su vida. Que todo volverá a ser como antes.
Es la última vez que puedes verlo de cuerpo completo. Entonces te sientes incapaz de seguir. Incapaz de volver a tu casa sin el. La gente te mira con lástima y dice lo siento, pero no es verdad cada ser humano siente distinto. Por eso cada dolor es diferente. Cada partida marca a cada persona de distinta manera. Lo único seguro es que después de ello ya no vuelves a ser el mismo, porque te falta algo. Porque jamás vuelves a estar completo.
Sepia y su padre siguieron en completo silencio. El chico seguía en el pecho de su progenitor, esa calor y ese tictac de su corazón le daban calma. Era un muchacho frágil aunque no lo demostrará. A veces sólo de vez en cuando necesitaba cariño y amor.
Los minutos pasaron más lento que de costumbre. Un hombre de aproximadamente unos 50 años, salió por una de las puertas. Su rostro estaba clavado en una planilla que llevaba en la mano.
—Familiares de Richard Stern Eblore —llamó el hombre.
El señor Dago se levanto de un salto.
—Yo Soy su padre —espetó el Señor Dago—. Por favor doctor dígame como esta.
—Estamos haciendo todo lo posible por salvarlo —añadió el galeno.
Era increíble la capacidad que tenían para darte una noticia de esa magnitud sin siquiera tartamudear.
—Debemos operarlo de inmediato, hay que extraerle uno de sus riñones. Ha perdido mucha sangre. La cirugía durará demasiadas horas. Intente no angustiarse y procure avisar a sus familiares, por que las siguientes horas son cruciales.
Sepia tuvo que sostener a su padre de los hombros, para evitar que su cuerpo tocará el suelo. Lo condujo a una de las sillas.
El mundo se les estaba cayendo encima. En un instante todo se venía abajo. Su madre no iba a soportar la pena si algo le pasaba a Ricky. Ella no estaba hecha para soportar ese tipo de dolor, perder a Ricky no era una opción. Su padre tenía el pulso acelerado.
—Llamé a tu tío Alexander, el fue a contarle todo a tu madre —el señor Dago miro a su hijo a los ojos y no pudo contener las lágrimas—. Sepia, tu madre no tarda en llegar, debes estar tranquilo. Es nuestro deber darle fuerza, tranquilízate hijo. Tu hermano va a estar bien, es un muchacho fuerte y se va a reponer de esto, te lo aseguró.
Sepia sólo asintió con la cabeza. Las palabras de su padre parecían ser más que todo para el mismo, el mismo se daba consuelo.
Sepia se secó las lágrimas. Tantas veces que Ricky había conducido ese auto, tenía pase y todos los papeles en regla. Siempre respetaba los semáforos. Jamás tomaba alcohol si iba a conducir. No excedía los límites de velocidad. Se aseguraba de llevar su auto constantemente al mecánico, para que lo revisará y todo estuviera en regla.
¿Porque tenía que pasarle algo así?. Cuántas veces no llevo a Sepia a su escuela y a entregar los Cupcakes. Aun así nunca sucedió nada. Cuantas veces condujo de noche, bajo la lluvia; jamás sucedió siquiera un pequeño accidente. No se podía explicar como en un segundo un siniestro de ese tipo estaba a punto de acabar con la paz y la vida de toda una familia.
—¿Y las niñas? —se atrevió a preguntar Sepia recordando a sus hermanas—. ¿Van a contárselo?
—Si —contestó su padre con la mirada absorta en el suelo—. Tu tía Lucrecia lo hará. Irá por ellas a la escuela y las llevará a casa. Le pedí que no las trajera aquí, es mejor que estén allí.
—¡Todo va estar bien! —exclamo Sepia—. El tiene que estar bien, no es justo que le suceda algo así. Jamás ha roto las reglas, nunca ha cometido un delito, ¿Porqué le paso esto a el que es tan bueno?
—No lo sé —repuso el señor Dago, posando sus ojos en los de Sepia—. Tal vez hoy no era su día, o simplemente estuvo en el lugar equivocado a la hora incorrecta. Dios jamás nos ha abandonado, se que no lo hará ahora. El va ha curar a tu hermano, como esa vez cuando casi te perdemos a ti.
—Si el decidió darme vida a mi que no lo merecía, ¿Porque no hacer lo mismo con Ricky? —repuso suspirando profundamente, su padre colocó una mano sobre su hombro—. Si el dispuso que yo viviera, es apenas justo que deje que Ricky siga viviendo también. El quiere ir a la universidad, estudiar esa carrera tan… mal paga, sólo por ayudar. Tiene un futuro tan brillante. El tiene que surgir, poner su propia veterinaria. Luego tendrá una linda novia con la cual va a casarse, y tendrá muchos niños. Saldrá a la farmacia a comprar pañales. Le regalara un Golden Retriever a los niños para navidad. Al llegar a casa los niños van a esperarlo para jugar y entonces el perrito lo saludara moviendo la cola y…
Sepia rompió en llanto, estaba destrozado.
—Sigue hijo —le instó su padre, tomando su rostro con las manos—. Oírte nos hace bien a los dos.
—Fue el mismo quien me lo dijo. Un día le pregunté cuales eran sus sueños y me contó todo tal como yo te lo estoy contando.
—¿Qué más te dijo? —interrogó Don Dago.
—Su esposa lo esperara para dormir. Los niños crecerán mientras el envejece, los verá casarse y tendrá nietos que van a correr por el jardín.
Sepia se froto las cienes con fuerza. Sus manos estaban empapadas por las lágrimas.
—Y morirá cuando sea un anciano. Rodeado de su familia, como debe de ser y su foto estará en la sala de sus hijos. Entonces ellos van a recordarlo y dirán Ricky fue un gran hombre y lo más importante; fue feliz. Lo recuerdo relatándome esto como si estuviese leyendo in monólogo.
—Dios va a oírte, y veras que saldremos de este hospital. Tu hermano sonreirá mientras nos dice una de sus tontas bromas — el señor Dago río amargamente—.Volveremos a casa juntos, y todo será como antes.
La cara de la señora Leonor era un mar de angustia y confusión. Su hermano menor, Alexander la traía sostenida de un brazo para ayudarla a caminar. La mujer a duras penas y respiraba.
Ya de por si era algo exagerada cuando de la salud de su hijos se trataba. Se la podían imaginar ahora que tenía todos los motivos para estar preocupada.
—¿Donde esta Ricky? —preguntó la mujer—. ¿Pudiste verlo?
—No mi amor —le contestó su esposo, colocándose de pie.
La tomo de las manos y la abrazo a su pecho, en donde la mujer pudo llorar con toda libertad.
—Lo están operando, tranquilízate el va ha estar bien. Nuestro niño se va a mejorar y sera el mismo de siempre.
—Mi niño… —sollozo la mujer.
Sepia pudo sentir como el corazón se le rompía en mil pedazos. No soportaba ver sufrir a la mujer que le dio la vida de esa manera.
—Se muere mi niño.
Las horas que siguieron fueron las más largas que Sepia podía recordar. Los trabajadores del hospital corrían de un lado a otro, llevaban y traían pacientes.
Algunas familias como la de Sepia esperaban noticias de sus familiares.
La incertidumbre era el pan de cada día. El tío Alexander no fue capaz de pronunciar palabra alguna. Sepia oía su murmullo, sabía que oraba en silencio. El se comunicaba con Dios y tenía un puente directo con el.
Su madre siempre le dijo a Sepia que Dios oía a el tío Alexander porque el tenía la fe suficiente para establecer la señal que le hacía falta a el mundo. Ojalá y Dios ahora también le hiciera caso. Que el tío Alexander encontrara esa señal lo bastante fuerte para establecer comunicación directa con el de arriba.
Su madre seguía en el pecho de su padre. Pronto la noche apareció en el firmamento. Alexander se retiró por un momento para poder avisarle a su hermana Lucrecia lo que sucedía. En la casa del muchacho todo era dolor e incertidumbre, todos estaban inertes, como muertos en vida.
—Deberían ir a la cafetería, a comer algo —agregó Alexandre. Se parecía mucho físicamente a la señora Leonor, ambos tenían el mismo aire—. ¿O quieren que les traiga algo de allí?
—Nada —respondió el señor Dago—. No soy capaz de tomar siquiera agua.
—¡Esta incertidumbre me está matando! —farfullo la señora Leonor—. ¡Necesito saber como esta mi hijo!
—Cálmate madre —repuso Sepia tomando su mano—. No podemos hacer nada, sólo hay que esperar.
—Tranquilízate mi amor —susurro el señor Dago—. Pronto tendremos noticias de el.
—Les traeré café —repuso Alexander—. ¿No necesitan nada más?
—Tráele algo más a Sepia —comentó la señora Leonor. Ni siquiera con todo el dolor que tenía se le olvidaba que su hijo llevaba todo el día sin comer—. Debe tener mucha hambre.
—No mama estoy bien.
—Ya vengo, no tardó.
Sepia si tenía hambre, y mucha, también sed. Pero suprimía todas sus necesidades básicas sólo por quedarse allí esperando cualquier noticia de su hermano.
El tío Alexander pronto volvió con café, unos sándwiches y un jugo. Sepia no le sintió siquiera el sabor a la comida, ni a su jugo de fruta. Solo lo hizo porque sabía que era necesario.
Si no comía tenía el peligro de enfermarse, y era lo menos prudente en esos momentos.
Era imposible reconocer en esa fila de médicos cual era el que estaba atendiendo a su hermano, todos se veían iguales.
Ellos eran tan indispensables pero así como daban vida también la sombra de la muerte los cubría y los acompañaba en su camino. Dicen que el hombre se convierte en aquello que piensa más. Por esta razón si un doctor trae a el mundo todos los días a un niño ese doctor indiscutiblemente se convierte en vida.
Así del mismo modo si un doctor tiene que todos los días darle a los familiares la noticia de que un ser querido ha muerto. Entonces se podría afirmar que se volvían la muerte vestida de blanco.
El Doctor Travis Laden llevaba su traje blanco impecable para quien acaba de salir de una cirugía tan grave. Eran alrededor de las 2 de la mañana. Sepia estudio lo mejor posible el rostro del hombre, quería intuir en el alegría, el resultado favorable de la cirugía.
El hecho de que Ricky estuviera bien. Sin embargo vio todo lo contrario: la decepción, la tristeza, la frustración.
El hombre camino hasta estar a el frente de la familia, y negó con la cabeza. El gesto necesario que Sepia jamás olvidaría. Las palabras que le siguieron acabaron con una parte de su vida que jamás podría recuperar.
El chico nunca, ni con el pasar de los años volvería a ser el mismo.
—Lo siento mucho, Ricky no evolucionó muy bien en el transcurso de la operación. Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos, su hijo acaba de…
Ese día Sepia nació de nuevo, comprendió la vida y la muerte
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