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CAPÍTULO 1

Sepia nació un 16 de junio del año 2004. Cuando nació todo fue normal, pero durante sus primeros años de vida y tras un evento traumático aparecieron las primeras manchas. Las primeras fueron más imperceptibles sin embargo con el paso del tiempo fueron aumentando. Con cada mácula acrónica que aparecía sobre su piel Sepia fue haciéndose más rebelde y testarudo.

El vitíligo le cambio la vida y no sólo a el sino a toda su familia.

Sus padres fieles cristianos, tenían prohibido siquiera sentir un sentimiento de aversión hacia el niño. Lo consideraron un regalo de Dios, “Y es que cada niño lo es”, y una prueba a su fe y a sus creencias. Así pues con esa idea lo criaron, como si Sepia fuese como los demás niños. Jamás hicieron diferencia entre el y sus otros hijos. Buscaron dermatólogos y siguieron tratamientos tediosos para ayudar a su hijo; pero el vitíligo no tiene cura.

Sepia fue creciendo y en todo lo demás era normal. Las personas se acostumbraron a verlo. Los vecinos se acostumbraron a los marrones claros y a los ocres. Al color del arequipe, a la luminosidad del día y a la blancura de la niebla. Sepia jamás se acostumbró a ser lo que era, renegaba de su estado día y noche. Tanto que ya no sonreía, ya no vivía o tal vez jamás lo hizo. Día tras día vivió entre la burla y el rechazo de una sociedad que no soportaba aquello que era diferente. Una sociedad egoísta que por desconocimiento lo condenaba a la soledad.

Mientras Sepia se debatía entre darle una mordida a su emparedado, su hermano mucho más enérgico devoraba con ansias todo lo que su madre había dispuesto en la mesa. Necesitaba muchas energías, ahora gastaba menos que antes ya que se iba a ahorrar las continuas peleas que tenía a causa de Sepia. Desde que Sepia nació; Rick el hijo mayor de la familia, lo había defendido de todo aquel que quisiera burlarse de el, y esto acarreaba que semana tras semana el joven llegará con alguna abolladura.

Eleonor y Leticia; las dos hermanas menores solían desayunar a destiempo y siempre de afán. Pues los minutos que pasaban frente al espejo escogiendo un atuendo o arreglándose algún  peinado les cobraban una factura muy cara; y era que las muchachas por más que la señora Leonor se esforzara en apresurarlas, se les hacía tarde.

El padre de la familia era mucho más meticuloso, siempre estaba mirando su reloj. El no llegaba tarde a ningún lado, sólo cuando tenía que dormir; por que allí si el reloj se le atrasaba y su retorno solía ser cuando empezaban a cantar los gallos.

Los muchachos lo sabían: sin embargo nadie tenía permitido hablar de las amantes de su padre. La señora Leonor no lo juzgaba, sus creencias no se lo permitían. Ella tan solo obedecía y se conformaba con tener un plato de comida sobre la mesa y un que otro trapo pasado de moda en el armario. Ni siquiera la idea de divorciarse pasaba por su cabeza, se había casado con ese hombre, y así seguiría siendo hasta el día de su muerte. Eso era lo que ella creía.

Y no me equivocaba “Lo que ella pensaba”, porque su esposo mientras fingía leer el periódico no hacia nada más que pensar en su joven y voluptuosa secretaria, y en las noches apasionadas que solía pasar con ella.

Miro a los muchachos y se dio cuenta que tal vez eran ya lo suficientes maduros para sobrellevar su separación. Que tal vez había llegado el momento de acabar con esa farsa. No obstante sus ojos de detuvieron justo en Sepia, que no había probado bocado. El muchacho era frágil, el lo sabía, cualquier situación podía desencadenar el estrés y la depresión que lo agobiaban por su condición. ¿Y si Sepia se derrumbaba en su ausencia?, ¿Y si no podía salir adelante por que su familia estaba rota?

Al percatarse de que el muchacho notó sus ojos inquisidores, Don Dagoberto volvió su mirada a el periódico y los pies a la tierra. Sólo por Sepia lo haría, por el y sus hermanos; no era feliz con su esposa, alguna vez lo fue pero ya no. Sin embargo el debía pensar en sus hijos primero y seguir en esa casa. Sepia solía ser muy rebelde y el único capaz de controlarlo era el, no podría irse y dejarlo a la deriva.

El autobús que llevaba a los muchachos a la escuela trino su bocina avisando su presencia. El torbellino empezó de un lado para otro, y los tres jóvenes salieron despavoridos del lugar. A duras penas y pudieron despedirse de sus padres.

Sepia continuó jugando con el desayuno, en realidad que no se le antojaba bajarse ni un trozo de comida.

—Termina ya hijo  —intervino su padre después de un rato—. En cinco minutos salimos.  Recuerda que ahora debo llevarte a tu escuela.

—Lo se —contestó el muchacho con desagrado—. ¿De verdad es necesario que vaya?

—Ya hemos hablado de esto —replico su papá dejando aun lado su periódico.

Sepia era un muchacho muy difícil, para el todo el mundo estaba en su contra.

—Se que te gustaba mas tu anterior escuela, pero debes entender...

—Si, ya se que me expulsaron —le interrumpió Sepia.

Las conversaciones con su papá se le hacían cada vez más tediosas. Su mamá se dedicaba a lavar la loza, eso era algo que Sepia odiaba: su anonimato. Que se dedicará a hacer las labores de la casa como una empleada y no tuviera voz ni voto, nunca había tenido carácter. Todo lo aceptaba, todo lo compadecía, todo lo justificaba, parecía un mueble más. El muchacho se puso abruptamente de pie.

—Deberías dejarme en paz,  ¿Sabes lo que va a pasar hoy en las escuela? ¿ Lo sabes? —grito el muchacho golpeando la mesa.

Su madre ni siquiera se volteó, no le gustaba ser partícipe de las discusiones de su esposo y su hijo. Simplemente dejaba que el señor Dago lo arreglará todo. El señor permaneció en silencio, procurando guardar la calma.

—¡Claro que no lo sabes!, no lo sabes porque tu eres normal, de ti no se burlaban en la escuela, ¡pero soy yo papá, soy yo el que sufro!

—¡Deja de auto compadecerte! —exacerbo su padre mirándolo con severidad—. Tu fuiste el que provocó tu expulsión, y me estoy cansando de que te excuses en tu condición para no hacerte responsable de tus actos. Iras a esa escuela porque yo lo digo y punto.

El señor Dago camino hacia la puerta. Estaba exhausto de la actitud de su hijo, su negativismo, su mala conducta y la falta de respeto que tenía para con todos. A veces muy en el fondo se imaginaba la vida sin el, y pensaba que era mejor que jamás hubiera nacido.

Entonces recordaba el día que lo llevo al parque por primera vez; o cuando mientras lo sostenía en sus brazos este lanzaba un largo suspiro al aire y con sus ojillos medio abiertos le dedicaba una hermosa sonrisa cargada de dulzura. Entonces se regañaba a sí mismo, y le pedía perdón a Dios por pensar así. El hombre guardaba ese oscuro secreto en lo más profundo de su corazón de donde jamás debía salir.

Sepia se quedo inerte de pie en la cocina. Su madre le empaco su emparedado en una bolsa y se lo guardo en su mochila, por si al rato le daba hambre. Camino hacia el muchacho y le paso su maleta, subió lentamente su mano; acaricio su rostro con dulzura y finalmente le mostró una gran sonrisa.

—Mi niño, se que esto es difícil pero debes hacer un esfuerzo.
Sepia seguía con sus ojos llenos de furia, odiaba en esos momentos a su padres. No sólo a ellos a el mundo entero también.

—No me esperes despierta esta noche.

—¡Sepia! hijo por favor.

Pero el muchacho no le presto atención. Salió detrás de su padre azotando la puerta, la mujer se quedo de pie mirando por donde había desaparecido el muchacho minutos antes. Tenía mucho miedo de que pudiera cometer alguna locura, o que alguno de los miembros del casino ilegal al cual acudía pudieran asesinarlo.

Lo que más le preocupaba a la señora Leonor era que ahora Rick estaba muy lejos de Sepia para poder defenderlo, el muchacho tomaba clases de lucha libre igual que Sepia, solo para defenderse de cualquier ataque. La madre desde hace tiempo que no dormía bien, La angustia la hacia desvelarse hasta altas horas de la noche. Y no lograba dormir hasta que constataba que cada miembro de su familia dormía en la seguridad de su hogar.

Sepia no hablo durante el camino a su nueva escuela. El señor Dago por su parte intentaba buscar las palabras correctas para hablarle.

—Hijo, se que esto es difícil para ti. Por favor haz un intento de encajar —el señor Dago aparco fuera de la escuela—. Sabes que todo lo que hago lo hago por tu bien.

—Lo se papá, pero no me pidas que encaje —Sepia largo un suspiro—. Yo nunca voy a ser como los demás, sabes que soy distinto. Jamás van a aceptarme.

—Porque así es como te vez, yo siempre te he visto igual.

—Papá no me digas mentiras, yo no soy mi madre para creértelas.
 

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