En mis obras jamás sobras
Alan Landero no habría tenido reparos en advertirse el caos desde el mero principio, una y otra vez; no obstante, al estar cerca de Andrés Anthares, su sensatez se nublaba casi por completo.
Al inicio, Alan pensó que la fijación que Andrés tenía con su pelo era una simple cualidad portadora de alguien muy observador. Luego, al percatarse de que esa mirada no recaía en la cabellera de ninguna otra persona, supo que aquello estaba lejos de ser una regla general.
El segundo detalle a reparar, fue su propio aroma. Y es que Andrés tenía un modo especifico de acercarse, hablar y proceder para llegar a su lado y jura —de verdad jura— podía sentir la intención de robarle su olor.
El tercero, el vencido, fue su tacto. La manera en la que Andrés enredaba los dedos por su pelo y después los deslizaba, una y otra vez en un método que no era una caricia, pero se le asemejaba.
Sin quererlo, Andrés le había despertado un debate interno en donde se discutía lo indiscutible. Un debate que se detenía cada vez que estaban cerca.
Alan Landero supo que iba en serio cuando notó sus propios modos, que se encendían de forma automática, cada vez que estaba en su presencia. La manera de sonreírle, la forma de arreglarse el pelo, e incluso la necedad de portar el mismo perfume todos los días.
Alan, que no era de improvisación ni de riesgos, se exilió de su zona segura y se dejo llevar por esa piel pecosa y esas pupilas miel, que le pintaban la vereda de colores impensables.
Estar con Andrés era caminar de espaldas con el mundo en la alfombra, era falta absoluta de templanza, masticar hielo y luego escupir todas las muelas. Era cielo e infierno, dependiendo por completo del cuando, del como y el donde.
Andrés Anthares supo darle un cuando, un como y un donde. Alan, por el contrario, se negaba a dejar clara su respuesta, a pesar de ser un pésimo actor.
El día en que Andrés tuvo el descaro de besarlo, Alan supo que estaba a su merced. El simple roce lo derritió, lo hizo empezar de cero. No tenía duda de que Andrés era de otro mundo, uno ajeno e intocable, donde no había lugar para humanos como él.
Su tono, sus ojos, sus palabras, todo indicaba estar lejos de si mismo, de lo que él representaba. Todo en él era contrario, sin punto medio: Andrés parecía ser una edición especial y él un error de fábrica.
Alan lo supo imposible en el instante en que descubrió a su pecho dedicarle todos sus latidos. Sin embargo, algo en su interior se aferraba a seguirle el juego, al punto incluso de robarle un segundo beso.
Después, Alan explotó en rabia consigo mismo y se obligó a poner los pies en la tierra, a recordarse sus orígenes. Al otro día, al viajar en carretera, al estar a su lado, poco le importó la catarsis de la noche anterior.
Esa misma tarde, Alan sintió ganas de vomitar y de orinarse encima, al reconocer a dos de sus peores verdugos del Tajo. No era casualidad: el universo le recalcó su frágil existencia con la carta más sucia.
Andrés Anthares era inalcanzable y ahora lo tenía bien clarito. Andrés no era compatible de ninguna forma con alguien tan muerto, tan roto y tan usado. Andrés pertenecía a otra realidad y esa realidad no tenía cabida para Alan Landero.
En medio de su propia tormenta, Alan supo que esas caricias serían las últimas, que la paz de dormir a su lado era mera ilusión; que precedía la despedida al amanecer, porque le sería más fácil decirle adiós que explicar el motivo de sus lágrimas.
Y es que a Alan le aterraba tener que dar explicaciones, le aterraba tener que mencionar la manera en la que tantas veces le destrozaron la piel. Porque seguro que Andrés huiría y Alan lo entendía porque, si él tuviese la oportunidad, también huiría de sus propias cicatrices.
Alan deseó tenerlo lejos y perdió todas sus fuerzas cuando Andrés se alejó. Entonces no tuvo opción más que cantarle a su nuevo siglo ausente, a lo no vivido, en nombre de todo lo que no le dejo dar.
Y ahora que lo tiene en frente, que le delinea el cabello con la mirada, Alan quiere arrancarse el pelo, los labios y el aroma para meterlos en una cajita de regalo y, con ella, pedir perdón. Quiere hacerse bolita y dejar que lo envuelva con su tacto de sol. Quiere perderse un ratito y dejar que Andrés lo encuentre, porque en estos meses de ausencia todo ha ido de mal en peor.
Alan Landero está cansado y le sonríe y hace unos días que no duerme porque no encuentra la salida. Y hace unos meses que a los Juglares del Siglo Ausente les va mejor que nunca y desde hace un mes, la canción que le compuso suena en la radio; así que es posible que el mismo Andrés ya sepa cuanto lo necesita.
Hace unos meses Alan Landero comenzó a buscarlo hasta perderse, y ahora, que no tiene nada más que perder, se dispone a dejar que Andrés se disculpe primero, aun si sabe que todo es culpa suya.
Alan, que saluda y mira a Andrés como siempre, siente las piernas flaquear y sabe que, ahora sí, tendrá que darle explicaciones, aunque sea de a poquito.
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