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6. Yo a este lo ablando hablando

En la casa donde Andrés se crio —la casa Anthares—, había una persona encargada de todas las compras, desde alacena hasta mecánica; por lo que ni él, ni sus hermanos, ni mucho menos su madre tenían que desplazarse a lugar alguno si necesitaban algo.

Aquellos ayeres, de infancia y adolescencia, trató de no acostumbrarse a la comodidad de recibir todo en las manos y falló, claro está. Por eso hoy sábado, tumbado en la cama, se le hace horrorosa la idea de tener que ir al mercado.

Día de descanso. Las siete de la de mañana y sigue acostado, sin ganas de masturbarse siquiera. Su cuerpo adolorido le implora dormir, su mente le dice "ni madres". En medio del chiquero habitual, las dos cucarachas pasean tranquilas por la basura, en busca del desayuno. 

A los quince, los días sábados, solía quedarse en cama hasta tarde con los audífonos puestos y el walkman que Bastián, su hermano mayor, le regaló en año nuevo. Mientras miraba el techo, se pudría en fantasías de una vida adulta, una vida de artista, lejos de todo lo que hasta ahí conocía. 

Con la energía de los quince y la seguridad de poder hacer historia, intercalaba los casetes que alguna vez fueron de su padre y los que Bastián compraba, especialmente para él. 

Bastián siempre fue de Beatles, de Nirvana, de John Lennon, y de Pink Floyd, de tocar la guitarra; Andrés más de Bee Gees, Guns N Roses, de ABBA, de Queen, de odiar a Lennon solista y tocar el bajo.

Su padre de José José, de rock en español, de Billy Joel.

Lollia, su hermana, que no era de música, sino de películas, era más a su padre en todos los aspectos. El orgullo de este mismo, recalcado claro está, hasta el fin de sus días. Por ende, la vergüenza de su madre.

Su madre, que era de gritos y reproches, de humillaciones cada que se presentaba la oportunidad, de meter hombres jóvenes a la casa y reír de desgracias ajenas, tenía especial afición por Andrés. Bastián, que era de gritar más fuerte, de gritar por los tres, de reemplazar a su padre y llorar cuando terminaba de pelear con su madre, tendía a mantenerlo lejos de ella y cerca de él.

La sensación tan nítida lo hace hundirse, más aún, entre el breve espacio del presente y el pasado. Ambos planos temporales de pronto se entreveran ante sus ojos y le revuelven los órganos, los siente reventar. La nostalgia de lo no vivido llena sus pulmones. Al final no se comió al mundo, no es una estrella de Rock, no hizo nada importante, no es especial.

Se quiere morir.

El recuerdo que le pica el cerebro, lo azota, le escupe, lo humilla y lo obliga a prender su teléfono, a sabiendas que no devolverá una sola llamada, ni contestará los mensajes.

(Número desconocido)

346 38 8 9097
54 llamadas perdidas
76 mensajes sin leer

Se quiere matar.

El mercado más cerca de su casa, se ubica a unos veinte minutos a pie. Andrés, que es lento a propósito y cada vez que puede, los convierte en cuarenta. 

La tarde no está tan nublada, lo cual agradece pues lo único limpio que le queda es su bermuda azul. La playera, que apesta pero no tanto, sirve para otros dos días, capaz tres. Sin calcetines no soporta los zapatos, así que lleva chanclas. 

Este año la primavera llegó más fría que de costumbre.

En la entrada del mercado un hombre con una guitarra toca "La Planta" de Caos, él pasa de largo y comienza a tararear la canción.

En su selección alimenticia, Andrés siempre se ha ido por carne, carne y más carne; no fue hasta hace unos meses que se dispuso aprender a cocinar verduras de forma comible, pues sus dotes culinarios no son los mejores y su bolsillo ya no daba ni para embutidos. Antes de mudarse al barrioestación, al menos, pues fue ahí donde descubrió que podía vivir de enlatados.

Entre vueltas en el mercado, que es grande y con bastante gente, escoge las cosas para surtir su alacena. Cosas que necesita, cosas que quiere nomás, cosas que sabe va a ocupar y un par de calcetines cómodos, de esos que tanto le gustan. Si bien no sabe escoger fruta ni verdura, lo intenta y esa pequeña acción lo hace sentir un poquito más adulto.

La idea de que, con un poco más de ingresos quincenales, incluso le alcanza para chingarse unos moches⁹, en uno de los puestos de comida, lo hace sonreír de oreja a oreja. Es a mitad de aquel pensamiento donde un par de manos lo toman por los hombros, lo traen a la realidad. Al voltear y al mira, la emoción lo embarga, lo hace desconocerse por unos segundos.

—No te pensaba mirar por aquí, güerito, si se ve que tu puro güolmar —bromea con ese acento tan de Tajo, tan conocido y Andrés piensa que esta coincidencia espacio-tiempo debe ser un intento vano de la vida, para arruinarle el momento feliz.

Alan lleva el cabello suelto, recién lavado; es la primera vez que lo mira con suéter. Carga dos bolsas que indican que, como él, vino a hacer las compras de la semana. Por la lista arrugada que tiene en la mano, Andrés deduce que tiene bastante más establecida la rutina que él.

—Ya ves. —La voz de Andrés suena feliz, tanto que él mismo se extraña.

Alan se ríe y Andrés también. Y ahora ambos caminan juntos.

—¿Ya comiste? —La invitación sale sola.

—Justo andaba buscando algo pa' tragar.

Pasan en frente de un puesto de aguas de sabor y hay abejas por todos lados. Zumban, juegan, son cómplices y se cuelan por entre los cucharones, por entre la gente.

—¿Quieres ir por unos moches? —Los labios de Andrés le hormiguean de la emoción, siente que lo que esta apunto de decir es una de las mejores cosas que ha logrado en la vida—. Yo invito.

Y Alan sonríe, feliz de mirarlo feliz, feliz de mirarlo bien. Y Andrés le sonríe de vuelta, ridículo y feliz, como hace rato no se sentía, como hace unas horas se pensó incapaz de sentirse.

Dentro de un local chiquito, chingandose unos moches con un montón de limón, Andrés no extraña su oficina, ni su primer despacho, no se siente un fracasado. Ahí, riendo con Alan, las cosas dejan de ser frágiles por un instante. Por primera vez en mucho tiempo, Andrés ablanda esa coraza suya y se permite escuchar a alguien que no es él.

Alan, que es parlanchín pero no tanto, le cuenta que tiene veintiséis años, que trabaja en lo que trabaja desde hace algún tiempo; que no sabe nadar y que se largaron del primer local que rentaron porque una figura de niño se les aparecía en el baño. Le habla sobre sus amigos, que son más familia que otra cosa, sobre Mosli, su mejor amiga, que espera presentarle pronto porque puede que sea su tipo. 

Le menciona la marca de cerveza que más le gusta y su dulce favorito, que en Tajo a veces se miran ovnis en la noche. Que ama cantar y, por ello, formó una banda con sus amigos; que a veces se presentan en los mismos bares en donde les toca armar sonido. 

Cuando Andrés pregunta si tienen bajista y Alan le dice que no, de inmediato sabe que lo primero que hará mañana en la mañana, será ir a comprarle cuerdas a su bajo. Agradece a su yo de hace cinco meses por reusarse a venderlo. 

Rato después, en su departamento, la sonrisa de Andrés reluce después de mucho tiempo, en frente a su propio espejo.

9. Moches: Comida típica de Albanta, específicamente de la zona sur, a donde es perteneciente el estado de Sanviento, (donde se ubica La Platea). Consiste en una tortilla de trigo grande, con carne de res, longaniza y queso encima. Aunque los ingredientes pueden variar.


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