3. A solas con las olas
A la edad de trece años, Andrés Anthares fue testigo de la muerte más estúpida de la existencia: un tipo fue tragado por el mar, por dormirse con resaca a orillas de la playa.
El sujeto había llevado de vacaciones a su hijo menor a Puerto del Carmen. Después se supo, solo había ido para revolcarse con la amante nativa, quien esa misma noche lo dejó.
"El sueño de la cruda agarra fuerte", había dicho su madre, mientras se cagaba de risa. Andrés también lo habría considerado divertido, si el involucrado no fuese su padre en cuestión.
Hoy, Andrés Anthares que no soporta el mar, ni la resaca, tiene una sensación de desasosiego similar a cuando tenía trece.
Su cuerpo entero está sumido en dolor, el aroma a miseria propia llena sus fosas nasales. No tiene idea de donde se encuentra y tampoco tiene la intención de averiguarlo; sin embargo, al percatarse de la camilla rompe espaldas en la que está acostado y las mantas picosas que lo envuelven, cae en cuenta de que es un hospital, muy medio pelo para su gusto.
Hay una televisión apagada, un bebedero limpio y un par de macetitas sin plantas; paredes blancas y una entrada que no tiene puerta. Una habitación pequeña, muy, muy pequeña, acorde a sus ánimos de existir.
Su bolsillo apenas da para comer, no quiere imaginar lo que será pagar la factura de una puta clínica.
La realidad aún no se pega en su cerebro. A lo lejos se escucha el sonido de una radio con canciones pop de mal gusto y, más al fondo, un par de risitas femeninas, muy probablemente del personal.
La sensación de llanto y vergüenza invaden su ser; la expresión "tragarse las lágrimas" no había cobrado tanto sentido como en ese punto de su vida, misma que se va a la mierda cuando, en medio de su creciente desesperación, nota que su Nokia no se encuentra con él.
Lo busca sobre el pequeño buró, junto a la camilla. No está. Luego, lo busca a alrededor, no hay éxito alguno a la primera y se queda en las mismas hasta la quinta. En la séptima las lágrimas ya van ganando terreno, en la novena se resigna entre llanto, sin más.
Sin viborita esa tarde, sin viborita el resto de su vida; acaba de perder su récord, sus contactos, sus notas y más de 200 canciones descargadas en una página de dudosa procedencia.
Las pérdidas son comunes para los perdedores, pero a ellos les duele mucho más que a cualquiera que esté acostumbrado a la victoria.
Su torrente sanguíneo ya no tiene alcohol y está dando hasta lo imposible por detener su llanto, porque ahora ya no hay una buena excusa como la borrachera, no hay compañero de copas, no hay justificación para un performance sentimental.
«Marica de mierda. Tu culpa, tu culpa, tu puta culpa».
Los pasos de alguien llegan en su dirección y Andrés se muerde la lengua.
«Cállate». Las uñas se aferran a su carne y la araña y se muerde. «Cállate». Espera alguna noticia terrible, quizá la milagrosa pérdida de ambas piernas, le extirparon el hígado, seguro sus testículos fueron triturados en combate y sus piernas devoradas por tiburones.
No señor, solo dos huesos dislocados. No señor, usted está íntegro. No señor. El día de mañana podrá irse a casa.
Casa...
El doctor sale y él se deja caer en la dura almohada. Cierra los ojos, irritados y bien rojos, con el deseo de no tener que abrirlos nunca más.
¿Cuál casa, Andrés Anthares?
La segunda vez que despierta ya no se siente tan mal; ahora solo es un niñito casi treintañero, en medio de un mar de incógnitas que ignora e ignora y que van a venir a romperle el ojete.
El pecho se ha dormido lo suficiente para no tener que soltarse en llanto. Andrés Anthares sigue siendo Andrés Anthares, aun si tiene el ferviente deseo de ya no serlo.
En la habitación, fría como teta de muerto, dos pequeñas polillas juegan a las carreritas aéreas. Una enfermera ha traído lo que parece ser comida y él, qr no tiene hambre, se acaba todo sin protestar.
Me avisa el doc que volvió tu primo. Tu primo, el que te trajo. ¡Que bueno!, siempre es bueno estar unido con la familia.
La mera suposición de a lo que se refiere la enfermera, lo tensa. No falla, claro que no, porque Dios se empeña en demostrar lo mucho que lo odia.
—Buenas, güero. —El tono de voz de quien, ahora sabe, no es Jesucristo, tiene un matiz entre vergüenza y burla—. ¿Cómo 'tas? El doctor me dijo que 'tabas bien, cosa de nada, casi casi. Que tempranito te vas ya pa' tu casa.
El cuerpo de Andres conoce a la perfección el malestar que provoca la rabia. Quema, desde el estómago, sube a la garganta. Arde y quema. La respiración se agita y el pecho sube y baja y las manos ya ni las siente porque se duermen.
Dolor en el pecho, todo está lejos y su cerebro sufre un corto circuito, porque también le entran ganas de llorar.
—¿Qué puta mierda haces aquí, cabrón? —Su voz resuena en sus mismos tímpanos, la sensación lo obliga morderse la lengua después de hablar.
El otro moja sus labios, parece que quiere decir algo pero se queda callado. Muerde sus uñas y lo mira. Acomoda su pelo, toma aire. Las palabras no llegan, las disculpas menos.
—Tajeño de mierda, ¡mira lo que me hiciste! —La voz la tiene medio quebrada.
—Te lo ganaste a pulso, güero. —Jesús, que no es Jesús sino Alan, no le sostiene la mirada—. Me lo pediste a gritos con tus joterías, hijo de tu puta madre. Le andabas jugando a la culebrita³ y yo nomás me defendí. Y ni te quejes shicato⁴, que el puto hospital lo ando pagando yo.
El frío de la tarde se cuela por la ventana medio abierta, las cortinas floreadas se levantan y la ráfaga helada no es compasiva con ninguno de los dos. Alan no lleva suéter y Andrés se muere de frío.
—¡Cierra la puta ventana! —grita. La falta de agua le empieza a desgarrar la garganta.
La polillas posan en el foco, parecen estar bastante cómodas ahí. El ruido de la ciudad es mucho más fuerte que en el barrioestación.
Alan se acerca a la ventana y sin decir nada la cierra. Lleva el cabello más limpio que sucio, suelto. Juguetea con las manos, las pone en los bolsillos, luego vuelve a juguetear. Andrés, ahora sentado en la camilla, no tiene fuerzas para decir algo más.
—Perdón... —susurra el moreno, apenas se oye. El otro, que sí lo escuchó, hace como que no. Alan no repite la palabra.
Ambos se sumen en un silencio digno del suicidio, cada quien en su pedacito de infierno.
El proceder, luego de eso, es confuso. El tajeño se pasa el rato entre pláticas innecesarias con enfermeras y vueltas al dos por tres a la cafetería; Andrés está demasiado cansado para todo, pero no lo suficiente para poder dormir de nueva cuenta.
Somos primos, ¿qué no miras?, pero el güero salió más a la familia de su papá.
Un malviviente le pegó, parecía animal, me lo dejó como Santo Cristo. Mi pobre primo no pudo meter ni las manitas pa' defenderse. Una barbaridad, ¡a plena luz del día! ¿se imagina?
Ya hace rato hablé con su mamá; toda la familia anda fuera, en la mera capital. ¡Yo ando aquí de mera casualidad!
Andrés le sigue el juego.
Sin alcohol en las venas, Alan se figura amable, demasiado. Sonriente a terceros, y con la camisa medio abierta, se queda a su lado cuando llegan las primeras horas de la noche.
Al caer la madrugada, el ambiente se deforma y pone la incomodidad al máximo, incluso antes de que se formule la primera oración.
—¿Andas sin jale⁵, ve'a? —La voz tan tranquila de Alan le provoca un escalofrío, esa simple pregunta le hace pasar del enojo al miedo, que se entrevera con ansiedad. De pronto Andrés siente que escupirá su corazón o cagará ambos pulmones—. Ayer me contaste pues, que andabas re mal de dinero.
La cabeza del Anthares, que suele ser una máquina de auto tortura, ahora hace todo lo posible por sacarlo de ahí. El dolor en el pecho se hace más fuerte y la cosa pesada, que desde hace años está con él, se intensifica como pocas veces lo ha hecho.
—Me dijiste también que eras licenciado, ¿no? O algo así de los derechos.
Los ojos de Andrés se humedecen al instante. Un puto tajeño está ofreciéndole trabajo. Un puto tajeño que seguramente está en cosas de narcos, o de trata, o de estafas. Un puto tajeño que no le va a dejar decir que no, que lo va a joder hasta la médula.
La poca esperanza se desliza entre sus dedos, como si de agua se tratase. El futuro no se presenta más allá de una bolsa negra, a orillas de la carretera.
Alan le da un codazo, medio en broma, medio en serio.
—No mal pienses, mi bien. —Y se ríe, medio divertido, medio ofendido—. Soy un hombre de honor, no le hago a nada malo de allá del Tajo. Hace ratote que ni voy pa'allá.
La poca dignidad que le queda la pierde en ese momento; como buen pendejo se suelta a reír, aliviado en serio, pero en broma.
—¡Por cierto! —Mira a Alan salir de la habitación, luego entra, vuelve a salir y vuelve a entrar—. Esto es tuyo, maricón.
Entre las manos del tajeño se asoma su Nokia, intacto y bastante más limpio de lo que él mismo lo tiene con habitualidad. Aún le quedan dos rayitas a la batería. La pantalla, que se alumbra al instante, marca 2:45 a.m. Miércoles.
Esta vez ni siquiera da batalla, solo se suelta a llorar. Alan le da palmaditas en la espalda, como buen compañero de copas, como buen caballero de resacas.
—Tranqui, mariquita —dice, y las palmaditas aumentan—, tranqui mi bien.
Y el mar, esa noche al menos, no se siente tan grande.
3. Jugando a la culebrita: expresión coloquial, un tanto grosera, para decir "te quieres pasar de listo", "te quieres hacer el valiente", usada mayormente en el norte de Albanta.
4. Shicato: manera coloquial y despectiva de llamar a los niños/adolescentes/jóvenes. La palabra se utiliza en casi todo el país.
5. Jale: manera coloquial para referirse al trabajo.
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