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20. Y tu voz quema durante el invierno y el bosque madura ante mí

Las primeras gotas de sol, que se cuelan por la ventana, le recuerdan que debió cerrar la cortina. La luz cae directo en su cara. No es desagradable, pero el despertar no es tan ameno gracias a ello.

El desorden mañanero reina en cada parte de la habitación. En el suelo hay envolturas de papitas y latas de refresco, gracias a la película de ayer.

Afuera, los pajaritos organizan su torneo diario por la medalla al mayor escándalo posible. Si Andrés fuese parte de la mesa de jueces, sin duda se la otorga a las desgraciadas urracas.

6:38. Nadie debería despertar tan temprano los domingos.

A su lado Alan sigue en el quinto sueño. Acurrucado, con ambas manos bajo la almohada y la cobija hasta el cuello. El pelo aún atado y la respiración tranquila que indica un descanso a profundidad.

Cuando duermen juntos, casi siempre es el moreno quien despierta primero. Hoy, que es Andrés, las quejas quedan en segundo plano al poder contemplar la belleza del contrario.

En tanta cercanía, los detalles en el rostro ajeno se pueden mirar con facilidad. Como el lunar escondido en la ceja izquierda, la barba medio dispareja  o el encanto de sus rizos, perfectamente definidos, en las pestañas.

La calma le adorna ambas mejillas. Los labios entreabiertos que no puede evitar tocar.

Las mañanas a su lado son, por lejos, las mejores. A su lado la vida se siente como un álbum de figuritas, que bailan felices en tribunales.

Los brazos de Andrés lo rodean y el abrazo se estrecha de inmediato. Alan, que capaz que no está tan dormido, entrelaza los brazos alrededor de su cuello y posa la cabeza sobre su pecho. Las piernas de ambos se enredan.

Andrés sonríe y le da un par de besos sobre el pelo. Alan no dice nada, pero sus dedos dibujan, con caricias, constelaciones encima su piel. Invoca esas miles de terminaciones nerviosas que solo se encuentran presentes bajo su tacto.

Este año, la primavera llegó más cálida de lo habitual. El reverdecer de temporada parece querer dar tregua por el invierno tan crudo que recién da fin.

Sin posponer el presente, Andrés trata de rememorar que pensó al mirar por vez primera a Alan Landero. La impresión que tuvo ante los golpes de un perfecto extraño, ante la amabilidad del mismo unos minutos atrás.

Puede que la nube de alcohol y desesperación de aquel entonces no dejen muy nítidos sus recuerdos. De igual forma, sabe que jamás de los jamases se le habría ocurrido terminar atado a su aroma, llevarlo impreso en todos lados.

Bajo el manto que le ofrece su respirar, ambos yacen acurrucados en la misma sintonía. Laten en conjunto. Su vida, hecha de caleidoscopios, está escrita en un barquito derechito a alta mar, a orillas del fin del mundo.

Las mañanas en ese lado de La Platea son, sin duda, las más agradables de Albanta. El tren de carga, que hace escandalo a diestra y siniestra, queda a kilómetros de distancia. Pasa a las cinco y media de la mañana. Pasa lejos, muy lejos de acá.

Posponiendo un ratito el presente, a unos días de cumplir treinta, se pregunta si por primera vez en su vida el Dios de la Casualidad le jugó en perfecto favor.

O si por primera vez en su vida hizo las cosas bien.


La emoción del veintidós de abril parece tener mucho más efecto en Alan que en el propio cumpleañero.

En aclaraciones anteriores Alan le dijo lo pésimo que era para las fiestas sorpresas, así que le propuso organizar todo en conjunto.

El ir tomados de las manos aún no se les hace costumbre. Sin embargo, hoy sus dedos van entrelazados a todas partes. Esa acción los convierte en imán de malas caras, que ya no tienen el mismo peso en ninguno de los dos

La lista de invitados es bastante corta. La intención de tener una celebración más íntima fue algo que Alan apoyo de inmediato.

En la cocina de su pequeño departamento, el ventilador está prendido. Andrés se encuentra sentado en el fregadero. Alan prepara algo para comer y habla como si no hubiera un mañana, en medio de una especie de descanso momentario.

—Se cortó todo aquí. —El moreno deja la espátula y señala la parte baja de su clavícula. —Aquí mira, todo hasta por acá.

Andrés hace un sonido de repelús.

—¿Y luego?

—Y luego nos los llevamos corriendo al hospital —continua la anécdota—. No fue grave la cosa, gracias a Dios, pero el susto casi nos mata. Igual le quedó la cicatriz. Sí las has visto, ¿no?, luego el Thiago anda con la playera medio abierta y ahí se le ve.

El timbre interrumpe la plática. Los ojos de ambos chocan, en busca de la misma respuesta.

—Voy —dice Andrés y de un salto baja y camina directo a la puerta.

Lo que mira al abrir no lo deja tan extrañado como amerita.

—¿Qué hacen aquí?

Thiago alza una ceja, Andrés evita a toda costa su contacto visual.

—¿Qué no es tu cumple? —pregunta Janette.

—Sí, pero, ¿por qué a esta hora?

—Porque le pregunté a mis ovarios y me dijeron que sí —responde ella.

—Teníamos hambre —dice Mario al mismo tiempo.

Andrés se resigna. Los deja pasar.

—Feliz cumple —dice Mosli al entrar y le entrega lo que parece ser una cajita músical de madera.

Andrés sonríe. Le da las gracias. Ella lo abraza.

—Gracias a ti —susurra.

Todavía no lo admite, pero con ellos se siente de nuevo casa, este donde este.

La reacción de Alan, en la cocina, es la misma.

—Que la shingada. Parece que ustedes nunca pueden llegar a la pinshe hora.

Por el mirar del moreno, sabe que la sensación de estabilidad y cariño es compartida.

—¿Qué pasa mi bien?, ¿vas a llorar? —Thiago le da un ligero golpe en la espalda—. ¿Va a llegar alguien más?

Ey, —Alan choca el puño en la mandíbula del mayor, simulando un golpe. —Viene la hermana de Andrés. Loila. Loilia... ¿cómo es?

—Lollia. —La risa de Andrés es inevitable.

Thiago rueda los ojos.

—Eso. Vienen ella y su esposo.

Puede, que desde ese instante, la dichosa fiesta se pueda considerar iniciada.

Pegado a la cocina se encuentra un corto pasillo que lleva a la puerta de su habitación. Andrés lo cruza rápidamente en busca de su teléfono. No obstante, al regresar, se encuentra con Thiago afuera de la puerta.

La confusión es visible en sus ojos.

Thiago no dice nada. Solo le entrega una cajita de púas Timbertones.

El oxígeno le deja de llegar al cerebro.

—Feliz cumpleaños —murmura el más alto— Y a ver si con eso te me pones más vergas en el pinshi bajo, mi cabrón, por que en el próximo disco te quiero al cien.

Andrés le sonríe ligeramente.

—Gracias.

—Sí, sí, ya.

Ambos regresan a la cocina.

Tener a ambos mundos en casa le brinda una extrañeza desmedida. Es parecido a ver un capítulo donde se mezclan dos series de renombre. Incluso si no es la primera vez que Lollia y su cuñado están con sus amigos.

La noche se pasa entre risas, juegos de mesa y malos chistes. La emoción de un cumpleaños que no protagoniza, porque tiene la libertad de no protagonizar.

En ecos de felicidad, al soplar las velitas, Andrés no sabe que deseo pedir.

La cajiita musical que le dió Mosli se ha quedado en el estante, al lado de las púas de Thiago, la foto enmarcada de los hermanos Anthares y su frasco de antidepresivos.

La brisa fresca de sus olas le dan la bienvenida a los treinta. Lo sabe cuando en la madrugada, antes de ir a dormir, las risas de un niño que caza pequeños insectos en la playa reaparecen en su interior.

Es fugaz, pero lo entiende.

Al volver a caminar descalzo en la arena, no le da miedo la incertidumbre. En medio de esas imágenes tan conocidas, mira al pequeño y lo deja hacer castillos, sin temor a que el mar se los lleve después.

El reflejo del ocaso parece agradecido. Gira y retrata su propia historia en forma de recordatorios. Un principio y un fin que van de la mano con sus fantasmas, que avanza con ellos y se los entrega uno por uno.

Algo nuevo llegará, lo sabe. El mundo siempre va a cambiar, lo quiera o no.

La nostalgia de lo ya vivido aparece y Andrés la deja fluir. Sentado en la orilla, con la brisa en el pelo y la sal sobre la ropa, mira de reojo al chiquillo, quien le sonríe de oreja a oreja y toma lugar a su lado.

Al parecer, lo que Andrés buscaba en su lejanía, hoy lo tiene justo acá.


Lo tuvo siempre acá.

Entre las manos.



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