18. Quemé la acera que me lacera
La madrugada del domingo, Auté se envolvió en un espesor descomunal; el escenario que brindó la ciudad entera era digno de una película con un filtro vintage de mal gusto, de esas que trasmiten las corrientes de aire frio desde la pantalla. La neblina no se deja ver muy seguido en la capital, mucho menos en agosto.
Esa misma madrugada, Andrés Anthares regresó a su departamento, solo.
En medio del insomnio, evocó una y otra vez los besos de Alan para poder dormir, dando pelea así al miedo de encontrarse en una simple ilusión, de despertar al día siguiente con la noticia de que todo lo acontecido en las últimas horas fue producto de su psique, desesperada por brindarle algo de alivio.
El lunes por la mañana, un mensaje de texto confirmó la veracidad de sus hechos; dos simples palabras y una carita feliz. El remitente: Alan Landero.
"mucha suerte :)"
Andrés respondió al instante, con la sospecha de que el moreno había tenido una noche igual de mala.
"Gracias <3"
Lo primero que hizo al despertar, fue darse un baño con agua tibia. Champú, jabón, ¡a la mierda los ecologistas!, de verdad necesitaba pasar más de cuarenta minutos en la regadera.
"que es <3???"
Después de un obligado desayuno, se lavó los dientes y escribió un mensaje largo a Bastian, que, entre líneas, era en realidad una disculpa anticipada. Antes de enviarlo, lo borró, y lo redactó de nueva cuenta. No le gustó. Los nervios, que recién despertaban, le hacían dar vueltas dentro de su propia cabeza y rebuscar, entre los escombros mentales, las palabras exactas para su hermano mayor.
"Es un corazón, Alan. El < es el piquito y con el 3 se forman las puntas redondas"
Al final, decidió llamarlo. Una conversación corta, demasiado, con un alegato de urgencia para hablar, lo antes posible, en su departamento. Por desgracia, Bastian tenía el día entero libre. La eterna calma en su voz, muy de hermano mayor, retorció cada una de sus vertebras.
"muy gei, no?"
Por si a la mera hora le entraba la cobardía, antes de reunirse con Bastian, envió por correo su carta de renuncia. En la bandeja de entrada había un par de correos de Fer. No los leyó, en cambió redactó uno nuevo, con oraciones cargadas de algo muy semejante al cariño, pero con un genuino agradecimiento. Luego, al releerlo, se vió obligado a escribir otro, en aclaración a que no era una despedida suicida ni nada por el estilo.
"Sí, la verdad <3"
Con la conclusión de que nadie nunca está listo para estas cosas, su mente se quedó en una calma similar a una inyección de anestesia y, justo ahora que escucha sonar el timbre, siente que va a cagar su esqueleto entero y quedará tirado en el piso, convertido en una vulgar bolsa de agua y órganos, envuelta en piel.
"pinche güero <3"
Cuando Bastian toca por segunda vez, Andrés cierra los ojos y evoca, de nuevo, los labios de Alan sobre los suyos y la textura de su pelo por entre sus dedos. En el tímpano se le cuela una abeja y emite, a susurros suaves, un zumbido que forma una réplica del respirar ajeno, que va de forma lenta, que trae su imagen dormida, que le indica que tiene que abrir ya.
La sonrisa que su hermano pone al saludar es ideal para la publicidad de alguna pasta de dientes costosa, de esas que solo se venden en las farmacias; sin embargo, hoy no la porta consigo, quizá porque la intriga o la preocupación se anteponen a cualquiera de sus gestos relajados.
El mayor de los Anthares nunca ha sido bueno para disimular con maestría su sentir; por ello, para Andrés, Bastian es una hoja de papel periódico medio borroso y desgastado, pero legible.
Ambos hermanos están ahora en la cocina. Andrés no le ofrece ni un mísero vaso de agua, Bastian no lo pide tampoco. La mirada de su hermano recae en cada una de sus facciones, las analiza en un intento que Andrés sabe vano, que le construye a la perfección un panorama ya vivido, con preguntas que fueron hechas hace mucho tiempo.
Gestos, movimientos, alteraciones cardiacas y una verdad inamovible que reina el seno de la familia Anthares.
En repetición exacta: el trasfondo será lo de menos, la sinceridad de las palabras se lanzará al vació porque al llegar a ese tema lo demás no va a importar.
Las explicaciones se echarán por el desagüe, junto con el valor y la dignidad del hermano pequeño, que siempre fue tan pequeño y que ahora se siente tan adulto e intenta quebrantar lo inquebrantable.
En un chistar repentino, Andrés se interroga si de verdad vale la pena tener esta conversación y explicar lo que ya explicó.
En pleno eco de sus recuerdos, su romance adolescente, vivido en tercera persona, regresa a él en forma de un cruel reclamo y toma el aspecto de los primeros besos que le gustaron, los mismos que le fueron prohibidos.
Aquel nombre, que tenía muchos más nombres, pecaba de sucio en cada uno de sus rincones y Andrés, siendo Andrés, no tenía ese derecho porque un hombre no besa a otro hombre, y eso es un mandamiento escrito en ninguna parte, pero sabido por toda la familia.
Ahí, con Bastian de frente, sabe que lo qué pasará hoy, ya pasó; pues, desgraciadamente, el homosexualismo es algo que no se le curó a los diecisiete, y no se le curará a los casi treinta. Sin embargo hoy no piensa perderse, aun si el costo sea el repudio de la persona por quien daría la vida.
De todos modos, la inevitabilidad de su inapropiada naturaleza iba a arrastrarle, tarde o temprano, el castillo de arena.
Que mal que no se le ocurrió recibir a Bastian con un abrazo, le hubiera gustado sentir su calor de hermano mayor por una última vez.
Dos segundos antes de romper el equilibrio de existir, Andrés rememora el rostro enamorado de quien, a los diecisiete, lo enamoró también. Hoy, que todos esos mimos se sienten como el ruido de las cosas al caer, sus ojitos azules, en los que rara vez piensa pero nunca olvidó, le dan las gracias a través del ventanal de sus recuerdos.
Tarde, pero no tanto, Andrés le regresa, con la misma gratitud, uno de los tantos besos que le quedó a deber.
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