16. Al loco yo lo coloco lejos de mí
Andrés no sabe la manera en la que regresó a su departamento, el martes por la madrugada. No sabe, siquiera, hasta que parte de la ciudad caminó.
Domingo de tarde y recién se levanta de la cama. El dolor que se carga en el cuerpo, es parecido a cuando Alan se lo agarró a chingadazos. El cansancio en sus ojos puede que sea el triple de aquellos meses.
Tres de la tarde y en primera instancia, siente que su existir le pide a gritos un maldito baño, así que se mete de mala gana a la regadera, no sin antes prender el radio. Las gotas de agua, que pasean por su piel desnuda, parecen querer animarlo, reafirmar lo correcto de su veredicto.
Se rasura, aun si todavía no hay mucho que rasurar; se peina, o al menos lo intenta, y cepilla sus dientes al ritmo de lo que parece ser el éxito actual de las radiodifusoras que, ahora sabe, se llama "Vacío".
Los Juglares del Siglo Ausente están destinados a la fama rotunda y eso Andrés lo supo desde el primer momento en que los escuchó.
El miércoles, se paso el día entero en la cama, sin poder pegar los parpados. La cabeza le daba vueltas y vueltas y puso, por primera vez, todas sus cartas sobre la mesa.
Repasó cada una de sus opciones y, mientras lo hacía, se repetía una y otra vez que nadie iba a hacerlo por él, que ya tenía veintinueve años, que ya había caído demasiado bajo, que ahora tenía que subir a como diera lugar, aun si se cagaba de miedo con la sola idea.
Como un buen adulto, le dio de zapes a la pared.
Dan las tres y media y Andrés, después de comer, se dispone a tragarse la sertralina. Odia con el alma la somnolencia que esa pastilla de mierda le provoca, pero odia más sentirse como ahora se siente.
El jueves en la tarde prendió la radio. El jueves en la mañana salió a comprar un radio y también unos audífonos. El jueves en la tarde escuchó atento la voz de Alan y confirmó que Alan Landero le había escrito una canción.
El jueves escuchó el radio hasta ya muy tarde, "Vacío" sonó cuatro veces durante ese rato. El jueves en la noche le habría llamado a Mosli sin tan solo recordara su número celular.
Nunca ha sido fanático del gimnasio, sin embargo es una buena manera de pasar el tiempo, distraerse un rato y ponerse mamadisimo, lo piensa un poco y luego lo anota en su libreta, de la marca Fulanitos. Andrés Anthares continúa su lista de cosas por hacer y por retomar, lista que empezó desde el viernes en la tarde.
En la orilla de la hoja, se asoma un pollito como parte de la decoración; Andrés, por instinto, le dibuja lentes de sol.
El viernes en la mañana se dispuso a lavar toda su ropa sucia, incluso aquella que seguía en las maletas. Al sacar las primeras prendas encontró, en el bolsillo de uno de sus pantalones, una tarjeta de presentación decorada con un par de jirafas.
"Mocedades Amparo
Diseñadora"
Su latir se detuvo y su mente hizo corto circuito, (plop, como palomitas de maíz). Con una sonrisa boba, muy boba, se quedó a mirar la tarjeta y olvidó por completo su cometido inicial. Se sintió, entonces, como un vil rehén de su propia voluntad y se desesperó al no poder tomar su maldito teléfono entre las manos.
Sudaba, sudaba y era viernes y se puso a enlistar las cosas que necesitaba hacer y retomar, solo para tener algo más que ocupase su mente.
Andrés no iba a llamar, no señor, y no lo iba a hacer porque no había nada que decir.
Una vez acabada la lista, Andrés Anthares mira su reflejo: se ve podrido y eso da igual porque tiene un buen desodorante.
Cuatro con dos minutos, cuatro con tres, cuatro con cuatro y Andrés se queda suspendido en el marco de la puerta. Alguna cobra venenosa lo mordió, seguro; lo mordió y le pegó el germen del terror y del homosexualismo y entonces ahora no quiere salir de casa y no quiere y no quiere y justo ahora no recuerda como moverse.
Andrés en el fondo de un río, Andrés a orillas del mar, en medio de una autopista, a punto de saltar a las vías del tren; Andrés en caída libre, sin alguna especie de paracaídas. Andrés no sabe ni donde está pero está ahí, en el marco de la puerta. No se mueve, apenas respira. Tiene miedo de salir pero tiene más miedo de quedarse ahí.
El sábado en la tarde, Andrés Anthares Serrat llamó a Mocedades Amparo. Ella, a los tres tonos, respondió.
Esta vez tuvo que conducir sus palabras, dibujar cada sílaba a conciencia para poder decir exactamente lo que necesitaba. Esta vez no dejo que el pecho se durmiera, por el contrario, sostuvo su corazón entre ambas palmas y sintió sus propios latidos durante toda la llamada.
Esta vez actuó como precisaba, aun si en el proceso se terminó por desbaratar.
Cuatro con doce, cuatro con quince y el marco de la puerta parece tener una especie de fuerza gravitacional que lo obliga a permanecer estático. Su sangre bombea a mil por hora, en cualquier momento se detendrá. Toma aire una y otra y otra vez y sabe que no puede tardarse mucho tiempo. Y sabe que sí o sí se tiene que mover.
El sábado en la mañana, mientras lavaba su ropa, Andrés Anthares desempacó cada una de sus maletas, incluso las que se habían mantenido cerradas desde su estancia en el barrioestación.
Como una señal caída del cielo, como una señal naciente del averno, una reliquia surgió entre un montón de documentos que había olvidado que existían. Una fotografía: los tres pequeños Anthares, Bastian de catorce, Lollia de diez y él mismo con seis añitos.
El porte de Bastian, desde jovencito, era fuerte y amable. El de Lollia, una gama de ternura y extroversión curiosa, furor. Y ahí, en el retrato, su misma figura tímida y algo sosa, de apariencia débil pero contenta.
No recordaba esa fotografía, no obstante tenía presente la imagen de papá tomando fotos en todo momento, en cada mínima oportunidad. Como todo un mal fotógrafo que era amante de la fotografía. De aquí para allá con su cámara.
Papá, que había sido un mal marido pero un increíble papá, no tenía reparos a la hora de retratar a sus hijos a cualquier hora del día. Papá, que murió joven y se casó joven y por mero compromiso, no tenía reparos en decirle al mundo lo mucho que amaba a sus hijos. Papá, que no aparecía muy seguido en la mente de Andrés y que tenía un parecido enorme a Bastian, habría tomado su hombro ese día, habría tomado su hombro durante toda su vida.
Papá sonriente, papá sereno, papá su héroe. Papá, que sabría que hacer.
¿Y que haría papá? Agarraría el teléfono y llamaría a Mosli. Así que Andrés Anthares así lo hizo.
¿Y qué haría papá? Tomaría aire y se alejaría del marco de la puerta. Así que Andrés Anthares así lo haría.
Papá, que viajó hasta Puerto del Carmen para conocer al amor de su vida, que en realidad murió de un paro cardiaco en el mismo lugar donde miraba a su amante nativa, que después el mar se lo tragó; que no pudo pedir el divorcio ni la custodia, ni hacer nada de que lo que a Andrés le contó.
Papá, que ya no está presente y de todos modos Andrés lo siente ahí con él, justo ahora, cuando más lo necesita.
A Andrés le tiemblan las manos, le tiembla todo el cuerpo y, sin importarle el puto temblor, logra soltarse del marco de la perra puta puerta.
Avanza, de a poco, pero avanza. Se aleja de su mugre departamento y avanza en dirección al ascensor y baja hasta la primera planta. Con el pecho que suena al aleteo de un colibrí, con el miedo que decora cada uno de sus dientes, con la seguridad de saber que Jonathan Anthares está acá, junto a él.
Andrés Anthares, que no es de pedir perdón, de luchar por lo que quiere ni de afrontar lo que le asusta, va sentado en el vagón de la línea veintiuno, en el metro de la ciudad de Albanta. Va de camino a una cafetería situada en le otro extremo de la ciudad. En ese sitio Mosli lo espera, y Andrés espera no tener que encontrarse a nadie más, ahora que sabe que todos Los Juglares están en la capital.
Andrés, que ahora baja del vagón, que ha llegado a la parada, se caga de calor y nervios y mira pasar a un pequeño ciempiés a ras de suelo. Con los ojos bien abiertos, con la conocida constante de su mala suerte, el destino le vuelve a poner el píe pero ahora no está dispuesto a caer, porque Johnny lo sostiene de su mano, lo hace saber que todo irá bien; le susurra que, de ahora en adelante, él sabrá que hacer.
Al lado de la máquina expendedora de boletos, a unos pasos del ciempiés, Alan Landero se encuentra atónito y lo mira como siempre, con esas dos lunitas que se clavan en sus pupilas, que se hunden en su carne.
Alan, con su misma funda de guitarra, con una camisa a cuadritos, con el pelo suelto y desarreglado y una botella de Coca-Cola en la mano, le sostiene la mirada y Andrés, que no sabe que decir, solo lo mira.
Luego, Alan le sonríe con esa sonrisa tan de Alan que Andrés tanto extrañó. Andrés le sonríe también, sonríe porque sabe que este Alan es Alan, no otro desliz de su deprimida mente.
Alan se acerca y Andrés también. Su aroma a café, a cigarro, a imitación a perfume caro se encuentra intacto, al igual que su emoción por tenerlo cerca. Y esa voz, que es su voz, dice lo mismo que le ha dicho una y otra vez:
—Buenas güerito.
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