14. Que la locura ya no lo cura (con los pies)
Lunes en la mañana y el justificante médico para sus próximos días de ausencia en la oficina, es la copia de una receta psiquiátrica, que tiene su diagnostico en letras rojas.
Trastorno depresivo mayor.
Si no fuese hermano de Bastian, Andrés está seguro de que ese obeso, muy obeso, lo mandaría mucho al carajo con todo y recetita.
Da igual, se larga a casa a descansar una semana entera.
Antes de tomar camino a su departamento, Andrés se dirige a la farmacia. Prozac, Rivotril, Paroxetina, ¡solo lo mejor para su hermosa vida!
Luego, ya en su sillón, no sabe que mierda hacer con su vida.
El proceso siempre es complicado, Andrés. El tratamiento médico requiere paciencia, puesto que las mejoras relevantes comienzan por ahí del sexto mes. ¿Me entiendes? En esos meses es necesario apegarse estrictamente a los horarios, a las dosis y, sobre todo, estar atento a tu persona y las reacciones que puedas tener ante esto. ¿Me entiendes?
Nueve del meridiano y desde hoy se entrega al Dios de la casualidad. Si es que gusta matarlo, que lo mate.
También es necesaria la atención psicológica, la distracción, la actividad física y, sobre todo, el apoyo de tu familia. Familia, amigos, de la gente que te quiere mucho, pues. Es preciso recordarte que no estás solo, ¿me entiendes? Qué mejor que un abrazo dulce en la desgracia, un mejor amigo para tiempos difíciles. Andrés, siempre son necesarios los amigos.
Un suspiro sale desde el fondo de sus entrañas. En la soledad de su cuarto quisiera tener, por lo menos, un perro.
Agosto, nuevo mes alcanzado en este puto año de mierda.
Agenda cita dentro de cuarenta y cinco días. Ánimo muchacho, no todo está perdido.
Andrés se quiere morir y lo quiere tan en serio que le ha puesto candado a la puerta que sale directo al balcón. Fuera tentativas, shu, shu. Las quiere lejos de este cuerpo lleno de ganas de vivir.
Esa mañana desayuna un empaque de galletas de mermelada y un vaso de leche, pues el psiquiatra le prohibió el café. Luego, pone en su mano las dos pastillas y piensa que si los laboratorios le pusieran colores llamativos a las píldoritas o alguna decoración alegre, los antidepresivos podría llamarse como tal. Porque meterse esas mierdas tristes a la boca, solo lo hace sentir más jodido de lo que ya está.
La tele se encuentra prendida. Algún canal de chismes mañanero, experto en divulgar la vida intima de celebridades con menos cerebro que talento. Para la ocasión, una nota exclusiva: Julieta Márquez captada en cámara con Polo Contreras, el prometido de Laura Lobato.
Andrés no sabe quien pijas es Julieta Martínez, Polo Contreras o Laura Lobato, sin embargo no le cambia de canal. «Dios mío, esto sí es caer bajo».
No se acaba el paquete de galletas, tampoco el vaso de leche.
Dan las doce y Andrés se mete a bañar. Apesta a sudor, a depresión y a fracaso. Luego se cepilla los dientes, por primera vez en días. Se peina y por fin se rasura esa maldita barba que no tiene el derecho de considerarse "barba".
Aun medio arreglado, el espejo lo muestra hecho una porquería, atorado en una ruta que no tiene salida. A este punto no hay cosa que aún no haya rotó, no hay instrucción que no haya seguido mal. No hay convicción, tampoco, para tratar de hacerlo mejor.
Tan acabado que ni siquiera tiene fuerzas para llorar.
En la desesperación absoluta, en el abismo de un hueco lunar, los pensamientos le juegan tan sucio que quiere deshacerse de ellos a punta de golpes contra la ventana. La desolación le llega hasta la sien, lo cubre en totalidad y lo ahoga, lo hace tragar peróxido, lo incita a matarse de verdad.
No puede evitar filtrar el recuerdo de un antes mucho mejor que su ahora, un antes mucho más atrás de su ahora. La estación, las canciones y lo absurdo que resultaba preocuparse por cosas como el sentido de la vida.
No sabe como terminó aquí, pero no quiere estar aquí. Quiere volver, volver a donde podía jugar seguro en el jardín de su casa, a donde podía contar estrellas y tomar chocolate caliente al despertar. Volver a su Nunca Jamás, a su idea feliz, a cuando un muro enorme lo protegía del mundo real.
No quiere estar aquí, ¡aquí no, la puta madre! Aquí todo duele tanto y todo está carente de sentido. Aquí no, me lleva la verga. Seguro papá sabría que hacer.
Aquí no, por favor. No en un departamento que asfixia, con un techo que todas las noches lo traga vivo. No en este silencio eterno, que no se llena con nada, que nunca se acaba, que lo obliga a escuchar la peor parte de si. No en el terror de estar solo, todo el puto tiempo solo. No en este barco en naufragio, que se hunde en la mierda, con él como capitán.
¿Qué se hace ahora, Andrés Anthares? ¿Qué carajo se hace ahora? ¿Cómo sigue la vida después de los treinta? ¿Cómo cumplir treinta, en primer lugar?
¿Cómo haces de un infierno una puta carita feliz?
El psiquiatra dijo "distracción" y Andrés, que no tiene ánimos de salir, planea salir.
La feria del libro llegó a Aute y está instalada a unos veinte kilómetros de su edificio. El programa de hoy incluye cuentacuentos para niños, danza, teatro, música en vivo, entrada libre al Museo Móvil de Historia De La Literatura Latina y la presentación estelar del mayor orgullo Albantes: Alberto Mosso de Armas, quien estará autografiando libros, ¡completamente gratis!
O al menos eso dice el panfleto arrugado que salió de una bolsa de su pantalón, que seguro agarró por inercia mientras caminaba por el centro.
Igual no es mala idea ir un rato a babosear, a que le pegue el aire fresco. Quizá, con mucha suerte, Alberto Mosso de verdad se encuentre ahí.
Y así lo hace, directo a la parada del metro. Si La Platea es enorme, Aute está en otro plano terrenal, es casi un submundo.
La seis de la tarde con veintidós minutos y Andrés Anthares camina el recorrido que queda. Paso lento, demasiado, incluso dentro de su propio estándar de lentitud.
La dichosa Feria del libro este año se encuentra en el Morcillo López, uno de los parques más amplios de la ciudad. Hay kilómetros y kilómetros de filas con cientos y cientos de libros, personas en todas partes, en cada pasillo y, como imagino, ni rastro del escritor Mosso de Armas.
Andrés se cuela por entre la gente, por entre los libros y el efecto de la distracción comienza a actuar en él, cuando se encuentra con títulos que jamás pensó ver en físico.
Hay estantes que venden comida rápida y una que otra golosina regional. Bombonitos en toda variante posible, porque ser albantes es cuando bombonitos y como Andrés es albantes se compra unos de cajeta y unos de fresas con crema.
Adquiere tres libros, se chinga ocho bombonitos, no la pasa tan mal.
Al caminar de regreso, apresura un poco el paso pero sigue sin ir rápido. Las nueve con once, el manto nocturno maquilla con gracia los rincones que suele odiar. Las luces ahora le son tan vividas que duelen. La Avenida Valderrama nunca duerme, y a esa hora se encuentra más despierta que nunca.
Quizá son las luces, la falta de alguien con quien hablar, la tremenda agonía que atraviesa o el mero instinto, pero la necesidad de llorar inunda cada parte de su ser. Las lágrimas cristalizan sus ojos, los hace vidrios rotos y se muerde el labio para no tener que pasar más vergüenza. No sirve de mucho.
Por suerte llega a la parada del metro y la encuentra casi vacía, con la excepción de un chico rubio, muy rubio, en compañía de quien parece ser su hermanito. Andrés se limpia los ojos, sorbe su nariz. No quiere llorar, no al menos hasta llegar a casa.
Sorbe su nariz de nuevo y escucha al niño jugar a su lado. Es un niño cachetón y adorable, de esos que, por fuerza, ocupan el papel de angelito en la pastorela escolar.
—¿Quieres papel? —El chico rubio, muy rubio, lo mira con algo de curiosidad, y Andrés lo reconoce al instante, lo sabe el chico de las Earnie Ball, el poste de luz que había peleado con la espinaca.
—Gracias —Andrés acepta el papel y, de alguna forma, sana un poco la deuda de las cuerdas, la compensa con la perdida de su orgullo—. En serio, muchas gracias.
El rubiecito hace un par de alas de avión con sus bracitos y la boca la convierte en motor. El mayor, que está a su lado, lo mira con ojos de amor puro.
—Tú eres el tipo de la tienda, ¿verdad? —pregunta el poste sin verlo si quiera.
—Síp.
—Ya decía yo que te me hacías conocido.
El nene ahora salta y salta cual rana, ríe y salta.
—¿Vienes de visita o eres de acá? —El rubio, muy rubio, ahora sí lo mira.
—De acá.
El pequeño se voltea hacía su hermano, corre a su dirección, alza los las manitas y Jacke Brownstone (que así decía la bolsa) lo toma en brazos, lo despega del suelo.
—Jacke, ¿quién este señor? —interroga la pulga rubia.
Jacke lo mira y Andrés se presenta:
—Andrés Anthares, un gusto.
El chiquillo hace la seña "hola" con la mano izquierda y luego pide bajar de nuevo.
—Es una bala —dice Andrés y reafirma su posición de señor con comentarios propios de señor.
—Y sí.
El metro viene próximo y Jacke toma en brazos de nueva cuenta a su hermanito. Los tres suben a bordo. Gracias al cielo viene casi vacío.
El transporte empieza a avanza y el rubio, muy rubio, no suelta a su pequeña réplica.
Si algún percance se llega a dar en el viaje, si alguna amenaza se presenta, si alguna persona desagradable llega a abordar; él sería responsable de cuidar a los dos niños con quienes viene al lado. El casi treintañero adulto que es ya adulto.
El peso generacional recae en sus hombros y por primera vez no lo asusta tanto. El peso recae exactamente donde debe, porque a los dieciséis años Andrés Anthares no era capaz de cuidarse por sí solo; a los cinco dependía por completo de papá y mamá.
Porque al final tiene veintinueve y no dejaría a un par niños solos.
Ambos rubios se bajan dos paradas antes que él, se despiden con un "hasta luego".
Tal parece que lo más agrio del tiempo es que no se detiene. En contraparte, lo más dulce es dejarlo pasar, como arena entre los dedos, como agua por sus mejillas.
Hoy le da batalla, por fin, a Peter Pan.
Conteo de palabras: 1,798.
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