13. La máscara más cara (hombrecito)
Martes otra vez, soleado. Calor y aceite en todo rincón. Silla, escritorio, culpa, más calor. En casa un par de películas, en casa dormir en el sillón porque ya no soporta que el techo se ría todas las noches de él.
Vuelve a empezar y es miércoles. El calor muerde. Verano, moscas, peste. Teclado, portalápices, monitor. Una sola película. Calor. Cansancio, no puede dormir, no tiene sueño. Quizá es culpa de la ciudad, le tiene asco.
Jueves; en medio de este asunto, la tentativa del balcón lo saca del trance. Viernes, no mucho que contar. Igual no está tan jodido poder vivir solo los fines de semana.
Lunes, diecinueve de julio. Sudor, gente, angustia. Impresiones, copiadora, exel. Insomnio.
Martes otra vez. ¿Qué puede ir a buscar? Aquí tiene laburo estable, una silla con rueditas, aquí llega a fin de mes. No hay tal cosa llamada "cambio de perspectiva", no en la verdadera vida adulta. No hay mejores opciones, no allá afuera.
No hay de otra: así será, así siempre fue.
Martes y un tiempo para si, un momentito de café. Un lugar en un jardín inexistente bajo la lluvia. El montaje de un performance con Los Juglares del Siglo Ausente. Una lectura de carnaval. Un espacio donde ensayar con su bajo, para flotar de nuevo con esa ligereza de la que teme olvidarse. El tacto de Alan en su piel, la sonrisa que intimida al sol, el cabello de textura tentadora con aroma a café, a cigarro, a imitación de perfume caro, a libertad y homosexualismo enclosetado.
Lo que daría por verlo respirar.
Miércoles; le tiemblan las rodillas. ¿Desde hace cuánto es que come una sola vez en el día? La ansiedad lo fumiga, le impide levantarse a la hora habitual. Un trozo de servilleta debajo de sus zapatos. Calor, la garganta seca. ¿Qué puede haber más allá? De todos modos siempre es lo mismo, siempre la caga, de una u otra forma.
El pecho no deja de doler, algo se atora en su tórax, en su misma garganta, falta muy poco para que lo deje hueco.
Miércoles en la mañana y toca regar las plantitas de su jardín. El meridiano se va apurado y la tarde viene con olor a sal de mar. Un poco de ejercicio, de dedicación. Un atardecer compartido, una brisa ligerita bañada en los últimos rayitos de sol. Lluvia en la noche y hacen barquitos de papel. Andrés al lado de Alan, Alan al lado de Andrés, ponen a navegar los barcos y ambos se ríen, sin saber porque.
Jueves; hoy, en definitiva, no se puede levantar.
Jueves y toca cafecito en la cama. Toca mimos, toca risas. Jueves de tarde y toca ensayo con los Juglares. Toca soportar a Thiago, toca chisme con Janette. Jueves y ese día no llueve: graniza, entonces se quedan hasta tarde y todos deciden ver una película. Alan con la cabeza recargada en su hombro y luego en su pecho. Al caer dormido, Andrés le da un beso en el pelo, le da las buenas noches.
Viernes, el balcón parece llamarlo.
Viernes, hoy el cansancio le gana incluso a la disociación.
Andrés ya no sabe que mierda hacer ahora.
Es sábado por la mañana y Andrés Anthares sigue echado, cual gato, encima del sillón. Hoy Dios se apiada de su mísera existencia, así que los grados centígrados se han mantenido en números decentes.
Ahora que ha recordado la manera de adormecer el pecho y no sentir demasiado, las emociones pueden quedar en segundo plano.
Pese a no haber comido aún, no tiene ni un poquito de hambre. No obstante, camina a la nevera y por inercia la abre. No ha surtido la alacena desde hace semanas, así que solo encuentra medio limón seco y una lata abierta de piña en almíbar.
Andrés odia la piña en almíbar.
De regreso al sillón, un sonido familiar capta su cerebro de forma brusca. Va casi que corre en dirección al dormitorio y entre los cajones rebusca su Nokia, que suena, que indica que alguien lo llama.
Su corazón late rápido, muy rápido y las manos le tiemblan cuando lo encuentra. Contesta y no mira el número, contesta y le es muy difícil respirar.
—¿Bueno?, ¿Andrés?
La voz del otro lado de la línea lo quiebra, lo desilusiona de sobremanera.
—Fer... ¿qué pasó?
—Es que hace rato que no revisas mis mails —la chica suelta una risita—. Me empecé a preocupar y me acordé que ya me habías pasado tu numero. ¿Cómo estás?
Andrés traga saliva, toma aire.
—Bien, Fer. Que milagro que llames, ¿cómo estás tú?
—Bien.
—Que bien.
Esa plática nació muerta. Después de un par de frases más, cuelga. Sin embargo no guarda de nuevo el teléfono.
Andrés no se haya mucho con la gente.
El Nokia tiene dos rayitas de carga todavía. Entre sus manos, ahora acostumbradas al peso de un iPhone, se siente pequeñito e insignificante.
Aprieta un par de botoncitos y la pantalla se ilumina de nueva cuenta. Entre el menú brilla el ícono de contactos y sabe que nada de eso saldrá bien; de todos modos lo pica.
Para la desgracia de su agenda alfabética, Alan empieza con "A" y es el primero que la lista le escupe. Se siente morir.
Otra vez la nostalgia de lo no vivido.
El pecho adormecido se va a la re mierda una vez que regresa al sillón.
Si fuera más valiente, podría afrontar los problemas como un puto hombre y dejarse de mamadas de una vez por todas.
Si fuera más valiente, no tendría miedo de buscar verdaderas opciones y dejaría esa puta oficina.
Si fuera más valiente, podría buscar a Alan Landero y pedirle perdón, cara a cara.
Pero no es valiente, ni un poquito. Es un pendejo que tiene miedo hasta de si mismo, que obedece sin chistar a su hermano mayor, que está solo porque no tiene los huevos para decir lo que siente.
Un berrinchudo que tiene miedo de crecer, que tiene miedo de caerse, que a veces no sabe ni quien es. Un casi treintañero que duda siquiera en llegar a los treinta. Que anhela el respirar ajeno como si de aire se tratase.
En algún momento de la tarde cayó dormido, en medio de esa telaraña de pensamientos. En algún momento de la madrugada, escuchó su Nokia sonar de nuevo, unas tres veces seguidas. No contestó.
En algún momento de la mañana, escuchó de forma clara el cantó de Alan Landero y las risas de sus padres y entonces supo que, ahora sí, era momento de ir con un profesional.
Conteo de palabras: 1,092.
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