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12. Tan solo tratar de ver el sol otra tarde

Faltan unos minutos antes de que den las tres de la mañana y Andrés Anthares no ha pegado el ojo. Mira al techo y se acomoda en la cama, en un intento burdo por hacer tregua con el insomnio y la incomodidad de habitar en su piel. 

Hay un par de cosas que, en los veranos de Aute, son pan de cada día: calor y ruido. Andrés no es fan de ninguna.

Si bien en su habitación hay aire acondicionado, a unos metros del edificio en que reside se ubica una de las avenidas principales de la capital. Desde el séptimo piso se escucha a la perfección el ir y venir de docenas de autos; en todo momento, y a todas horas, las llantas contra el pavimento son la banda sonora.

Aunque su cama es bastante cómoda, hace unos días que no duerme bien, tal como hoy. Después de la una de la mañana, el techo parece adquirir un amalgama de atractivos inigualable; o al menos eso parece, pues Andrés se queda enormes ratos a contemplarlo como estúpido, en vez de dormir o hacer cualquier otra cosa.

No es como si el techo hablase pero, de hacerlo, seguro se burlaría de él. 

El malestar mayor llega casi siempre en la mañana, cuando se tiene que levantar sin importar las pocas horas de sueño que se cargue.

Aun si ahora tiene agua caliente, la costumbre de bañarse rápido, muy rápido, ha perseverado en su persona hasta volverse un hábito; uno que no piensa abandonar. Pese a poder desayunar lo que se le antoje, la falta de tiempo, y apetito, lo hace optar por enlatados aleatorios, en su mayoría frutas en almíbar y granitos de elote.

El juego de sobrevivir no es muy distinto que en ese entonces, que en todos sus entonces en realidad. La espalda hecha mierda sigue intacta al igual que las ojeras, el saco que pica y el desasosiego en su pecho; lo único novedoso es la tentativa de tener en casa un balcón.

De nuevo entre las calles de Aute. Es martes y hay personas en cada rincón de la calle y la calle es amplia, bastante. Si bien no es largo el tramo que tiene que caminar, el mero hecho de meterse en la Román Castillo es un infierno.

Los puestos de comida frita están en cada esquina y el aroma del aceite se combina con la peste de un vago, quien saluda desde el otro extremo de la acera y lleva en hombros una bolsa negra con sabrá Dios qué. Gente va, gente viene. Entre semana, la Román Castillo es una masa homogénea de claxons, sudor y aire contaminado, que pueden reventar la cabeza de cualquiera.

En el trabajo encuentra un poco de paz pero no mucha, pues hoy martes tiene bastantes más cosas que hacer de lo habitual.

Andrés, que es de desesperarse fácil, habría preferido sacarse los ojos y cocinarlos en brochetas antes de aceptar el cargo de asesorar a pasantes. Sin embargo es lo que hay. Bastian le dijo que era el empleo para él, puesto que podría desarrollar liderazgo. Aunque Andrés intuye que es una especie de castigo, por haber renunciado a su anterior cargo.

En aquel lugar tiene una oficina para él solo, es pequeña, muy pequeña. Impresora, teclado, monitor, una radio vieja y un ventilador que no va muy rápido. Un escritorio, una silla reclinable y un portalápices con la cara del osito bimbo. 

Doce de la tarde y Andrés quiere arrancarle la tráquea al estúpido que está enfrente de él, quiere incinerarlo, quiere gritar y preguntar porqué mierda sacó doscientas copias en lugar de veinte, pero no lo hace. En cambio, le llama la atención y le pide que, por favor, esté más atento. Que cualquiera se equivoca, que es más común de lo que piensa, que si tiene alguna duda en como se usan las copiadoras, le pregunte. El otro asiente, nervioso.

Andrés le hace un pequeño velorio en su imaginación y esconde las copias sobrantes en medio del "papel reutilizable". Suspira y se calma un poquito. 

Al regresar, un desparpajo de papeles encima de su escritorio lo reciben, le dan un gran beso en las nalgas y Andrés se truena la espalda, se limpia el sudor y se desajusta un poco la corbata. Al prender el monitor, mira la fecha. Es seis de julio. 

En seis días, Alan cumplirá veintisiete años.

Las cuadrillas de exel desaparecen lento, muy lento, ante sus ojos. Una vez disueltas, el monitor le muestra —como cada día— un reproche que toma la forma de un nítido recuerdo en bucle, de todo lo que esa mañana hizo mal. La tortura escarba cada uno de sus vasos sanguíneos y los pone a llorar.

La misma escenita de siempre se dibuja en él. El dolor de no haber sido nada y sentir mucho de todos modos lo mata lento. Una especie de culpa por haber deseado no estar ahí y ahora, que ya no lo está, sentirse igual de mal que cuando empezó.

De todas formas, no es como si tuviese muchas opciones. 

Cuando su jefe, un obeso muy obeso y muy blanco, le pregunta si todo está en orden, las cuadrillas de exel regresan a su lugar y Andrés asiente.

Hace tiempo, Andrés Anthares tuvo una oficina mucho más grande, un par de asistentes, un cargo importante y un excelente pago. Tuvo una Harley y una chaqueta de cuero, un circulo de amigos bastante seleccionado, un estante enorme repleto de vinilos y la dicha de adquirir su amado Fender Jazz Precision. Tuvo el orgullo de decirle a su madre que era una maldita y largarse de ahí. Tuvo la errada convicción de su nulo anhelo por dedicarse a la música.

Sin embargo, la visión de tener el trabajo soñado a los veintitrés, se convirtió en un simple exprimidor a los veintisiete. En el limite, las aspiraciones iniciales estaban tan deformes que ni siquiera las reconocía.

De pronto, se hundió en una rutina inalterable que se convirtió en terror cada vez que conducía al trabajo. Nada parecía sacarlo de ahí.

A las semanas de insomnio, de darse cuenta que eso no era lo que quería, que el trabajo lo tenía al tope total, que no podía más, decidió renunciar. El aire de sus últimos días en ese sitio era parecido al que ahora mismo llena sus pulmones.

Andrés está seguro que la nostalgia por lo no vivido va a terminar por matarlo pues, por desgracia, nadie se muere de amor.

Lo único bueno del calor, es poder chingarse un montón de paletas de hielo. 

Lo único malo de chingarse un montón de paletas de hielo, es que ahora necesita ir al baño con urgencia. 

Sábado por la tarde, día libre y Andrés busca con desespero un baño por toda la puta plaza comercial. Siente la vejiga llena, bastante, y no encuentra ni un mísero baño publico. Baja las escaleras, la plaza es enorme y hay gente, mucha gente y Andrés de verdad necesita orinar.  

Dios se apiada de su alma y al fin encuentra los sanitarios; dos, cuatro, cinco monedas, gira el torniquete, entra a prisa. ¡Gloria al Padre Celestial!

Luego, en el lavamanos, una voz inconfundible lo desbarata por completo, le sacude tierra en ambos ojos, lo regresa a su lugar.

"... a flote me queda lo absurdo; lo que no te deje dar.
Tu recuerdo no me toma en serio, tampoco me deja jugar.
Te pierdo al morir contigo y está vez te pierdo en serio.
O al menos por un rato y me vuelvo loco al despertar".

Andrés sigue la voz sin pensarlo. Afuera, a unos metros, una oficial se encuentra en una pequeña caseta de vigilancia, tiene una pequeña bocina con luces led, a todo lo que da.

No conoce la canción pero es la voz de Alan, no hay duda. Andrés reconocería su timbre en cualquier parte, su timbre y sus perfectos agudos.

—¿Se le ofrece algo, joven? —La oficial lo interroga, lo mira de arriba abajo.

—¿Qué escucha? —Andrés no aparta la vista del suelo.

—¿Cómo?

Janette le habría respondido "verga".

—La canción, la que está escuchando, ¿cómo se llama?

—Aaah. La verdad no sé, joven, es el radio.

La presión anuda su pecho, le drena cada célula de si, lo deja embarrado en el suelo. Duele cada puto latido.

Duele haberse ido, duele no tenerlo acá. Duele más de lo que avergüenza. Con los ojos llorosos, Andrés se va a casa y manda al carajo su supuesto día de compras.

"A la par de mi vacío, a flote me queda lo absurdo; lo que no te deje dar".

En dos días, Alan Landero cumplirá veintisiete años; Alan con su vida escrita de la que no forma, ni formará parte.

Andrés Anthares, con veintinueve, es un niño perdido en la gran ciudad.

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