11. Es Cupido quien me ha escupido, me dio medio corazón
El miércoles por la mañana sorprende a Andrés fuera de rutina. En casa de Mario todo el mundo parece estar de acuerdo con su presencia; a muy clara excepción de quien, por reglamentaria, siempre le lleva la contra.
Habían previsto el martes trece y miércoles catorce como días libres, habían cancelado cualquier compromiso presente. Pese a planearlo muy distinto, ninguno parece tener intenciones de desperdiciar un, ahora, día libre.
La intimidad de aquella casa le resulta familiar. La interacción, que ahora mira en primer plano, es similar a la sensación de empezar a jugar un videojuego y darse cuenta que ya lo ha jugado antes.
Son las once con tres minutos y Mosli camina descalza hacía ellos. Alan aún duerme, su cuerpo inclinado se recarga en Andrés. Andrés, que fue el primero en despertar, se acomoda un poco para que ella tome asiento a su lado.
Mosli se sienta, se sienta y bosteza, y luego habla:
—Mushas gracias por lo de ayer, en serio.
Las mangas del suéter dobladas, la cara somnolienta y una sonrisa sincera que lo hacen saber que, por primera vez, hizo de verdad lo correcto.
—No hay de que...
—No, sí hay de que —interrumpe—. Y en serio, mushas gracias Andrés.
Según los relatos de Alan, Mosli es el tipo de persona que puede decir bastantes cosas entre líneas y ahora, mientras habla con ella, puede saber exactamente el porque.
—Gracias a ustedes. —Andrés le sonríe también y los hoyuelos de la chica reaparecen—. Mosli, no quiero ser imprudente pero... ayer, ¿qué pasó?
Los hoyuelos de la chica se desvanecen, son reemplazados por suspiros que parecen doler.
—Es una explicación muy larga, mi bien, muuuuuuy larga y muy delicada, que no podría decirte nadie más que el propio Alan. —Otro suspiro que suena a angustia, luego otro con clara tristeza—. En resumidas cuentas, y sin detalles, Alan se topó con algunas personas malas en la disquera, con quien ha tenido problemas... conocidos suyos de hace muchos años, conocidos del Tajo. ¿Y que te digo?, se puso muy mal.
—Entiendo. —Andrés sigue sin entender.
Después de una breve pausa, Mosli cambia de tema, o más bien regresa al anterior.
—Tuvimos nuestras dudas... Alan hablaba de ti hasta por los codos y le re brillaban los ojitos; ahí dijimos "este ya cayó"... y pues... pues mushas gracias por andar aquí, mi bien, en serio.
La sangre le sube a la cara, la siente arder. Traga grueso y sonríe de nuevo, sin poder formar alguna especie de respuesta. Ella vuelve a tomar la palabra:
—Aquí entre nos, es raro que Alan le llegue a gustar alguien. Igual siempre intuimos que le gustaban los varones y está bien, pues, pero Alan es necio. Le tiene miedo al éxito el shicato así que, porfa, tenle paciencia. —Mosli suelta una risita y Andrés le hace eco—. No sé, capaz que me adelanto mucho, pero si ambos se animan pues que mejor; aquí eres bienvenido... siempre y cuando lo trates bien, he. Ojo.
Mosli le dedica una última sonrisa y luego se va del sillón. A la par de sus primeros segundos de ausencia, Andrés siente sobre si esas dos lunitas que se clavan en su rostro, que lo miran como siempre y sabe que Alan ya despertó.
Andrés, que no quiere levantar la vista, lo mira. Alan, que no parece muy contento, lo mira también. El choque de ambos luceros se contradice a si mismo, se envuelve en paradoja.
—Sigues acá, güero... —Alan luce cansado, a pesar de su reciente despertar.
—Sí... —Andrés puede sentir la llamada del sueño abrazar sus dos parpados, la espalda gritar—. Quise quedarme aquí contigo.
Su tono y respuesta lo hacen sentir ridículo, como en medio de un guion barato de alguna novela transmitida en televisión abierta.
—Te lo agradezco mucho, mi bien. —El nerviosismo es algo de lo que Alan carece casi siempre, esa mañana parece no ser la excepción—. Pero ya te puedes ir.
Esa sola frase hace caer en Andrés el peso absoluto de la mortalidad. Cala sus entrañas, perfora sus tripas, hunde su cabeza y la desecha por la borda junto con el resto de sus extremidades.
Silencio, luego el proceder del moreno con un supuesto dictamen final:
—Creo que estará bueno dejarnos de ver un rato.
Entonces las agujas se le incrustan en el corazón e interfieren su bombeado habitual, necesario para mantenerse con vida. La sala ya no es una sala, ahora es un desierto, una escalera interminable, un juicio del fin del mundo dispuesto a acabar con él, a arrancarle los dientes uno por uno.
Alan baja la cabeza, no parece tener algo más que decir.
—Alan... —la boca de Andrés se abre sin que pueda hacer nada, está tan desconectado que no sabe siquiera cuales serán sus próximas oraciones—. ¿Qué esa perra mamada que acabas de ladrar?
Y es que hasta para cagarla es pendejo.
—¡Perras mamadas las tuyas, hijo de tu puta madre! —Si Alan estuviese en total lucidez, probablemente no alzaría la voz de esta manera—. ¡Las nuestras, más bien! Andamos acá jugando a ser jotos... Cabrón, ¡somos hombres!
—¡No me digas, Alancito! ¿Somos hombres?, ¿en serio? ¡No me lo creo! —La voz de Andrés saturada en sarcasmo, rota—. Somos hombres Alan, ¡claro que somos hombres!, y eso te estaba valiendo un puto huevo y la mitad del otro.
Los ojos de Alan lo observan con rabia, como si de algún animal se tratase.
—Te me largas a la verga. —Alan, que es mucho de sonrisas, de gestos amables, no deja ni el mínimo rastro de duda en sus palabras—. Te me largas ahorita mismo a la verga.
Hubiera podido hablarlo con más calma. Hubiera podido dejarlo acá en el sillón e ir al jardín, estirarse un poco, dejar que Alan estuviese un rato con su familia y después hablar, como dos adultos, como dos seres racionales.
—Dime porqué ahora, Alan Landero. ¡Dime porqué mierda te importan esas cosas justo ahora!
Hubiera podido ser el primero en gritar, el primero en mandar todo al carajo. Hubiera podido reírse de lo subnormal que se había comportado el día de ayer, gritar que se había quedado por mera lástima. Hubiera podido ser él quien le rompiese el corazón.
—Deja de andar shingando, o me cae que te reviento el puto hocico, cabrón.
Hubiese podido conocer a Mosli antes y enamorarse de ella. Hubiera podido presentarla a sus hermanos, puede que incluso a su madre. Hubiera podido salir con ella en las fotos familiares, besarla en público sin que lo eclipsara la vergüenza y soltarle un "te amo" sin que la culpa se apoderara de su sistema.
—Rómpeme el hocico, pendejo. ¡Rómpeme el puto hocico, tajeño de mierda! ¡Amárrate los putos huevos y ven a romperme el hocico!
Hubiera podido rechazar esas cervezas con sabor a miados, pagar la cuenta y morir dignamente de hipotermia, en alguna calle sucia del barrioestación.
—¿Quieres ver como sí lo hago, cabrón?
Hubiera podido rechazar su puta invitación a ese asqueroso evento barato de su banda mediocre, que suena como el carajo.
—¡Sí pendejo, quiero ver!
Hubiera podido mandarlo a la mierda con su empleo de cagada, en el puto hospital.
Otra vez, Alan Landero suelta el primer golpe.
Hubiera podido no haber entrado nunca a ese bar.
Esta vez, Andrés Anthares le responde.
Hubiera podido ser más cuidadoso con el café.
Esta vez, Thiago Martínez es quien da el último golpe.
«Ojalá nunca te hubiera conocido».
La noche del veintidós de abril del año dos mil diez, el hijo menor de los Anthares celebró su vigésimo noveno cumpleaños en un restaurante costoso, de esos a los que ya no estaba acostumbrado. Sus hermanos mayores, sus futuros cuñados y los amigos de estos hicieron acto de presencia.
Bastian había cotizado un pastel hecho con endulzante artificial para la celebración, pues su prometida estaba a dieta y no quería que se sintiera excluida del evento. Una carta repleta de platillos caros fue la verdadera protagonista de la celebración. Andrés comió lo menos posible para no sentirse tan mal.
Después de cantarle el "feliz cumpleaños", Bastian lo abrazo con tanto amor que Andrés quiso llorar y pedirle perdón ahí mismo.
A la hora de soplar las velitas, Bastian le dijo que pidiera un deseo. Andrés, que procuraba no pensar en Alan, deseó tenerlo al lado en su próximo cumpleaños; a último momento recapacitó el deseo y pidió olvidarlo antes de cumplir los treinta.
Esa misma noche Bastían y él se pusieron al día. En medio de una charla con sabor a un pétalo de girasol artificial, Andrés le interrogó sobre algún puesto de trabajo, a lo que Bastian, con una sonrisa, preguntó:
—¿Es una mujer?
Andrés asintió sin mirarlo a los ojos.
—Ay Andy. —Bastian lo abrazó de nueva cuenta—. Por eso estás tan triste.
Andrés no pudo explicarle nada; de hecho, no le nació ni la más mínima intención de hacerlo.
A inicios de mayo, Andrés llamó a Eloy, le pidió su cuenta bancaria para poder transferirle los meses que habían acordado, le dio las gracias por todo. Una llamada de no más de cinco minutos y un día entero para poder limpiar a fondo el departamento.
Al momento de alzar una envoltura de papas sabor limón, encontró a dos pequeñas cucarachas que se echaron a correr en cuanto repararon en su presencia. Por suerte, había podido matar a ambas con la ayuda de un viejo zapato.
Antes de dar fin a la primavera, Andrés Anthares se olvidó casi por completo de aquel micrófono viciado dentro de su cerebro, gracias a su actual tratamiento con uno de los mejores otorrinolaringólogos de Aute, mismo que era el prometido de Lollia.
También adquirió un iPhone 4, a recomendación de, su ahora, jefe de oficina.
El entusiasmo inexistente de por fin tener trabajo, lo hacen tener ganas de no ir a trabajar. Siente que el retorno de la rutina, tan ajena y a la vez tan bien establecida, le muele el torso a palos. Sin embargo, su incapacidad de pedir perdón, su paranoia eterna a decepcionar a quien debería considerar su padre, su intolerancia al rechazo, al fracaso y su estupidez es mucho —mucho— más grande, que la ansiedad que provoca salir de casa.
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