1. ¿Ya barrió esta Sion, en el Barrioestación?
Las mañanas en ese mugre barrio de La Platea son, sin duda, las más escandalosas de Albanta. El tren de carga, que transita a unos metros, hace escandalo a diestra y siniestra. Lo más jodido, quizá, es que pasa a las cinco y media de la mañana.
El ruido del puto tren y el movimiento a tierra que provoca en esa miniatura que Andrés tiene por apartamento, es motivo suficiente para despertarlo e inquietar al par de pequeñas cucarachas que habitan debajo de la cama. Es ahí, con la cabeza molida y la espalda hecha mierda, donde empieza el juego de sobrevivir.
Los días a partir de su despertar son un verdadero cagadero.
El boiler, que apenas sirve, calienta agua para duchas de no más de ocho minutos. si la piel de Andrés no fuese tan chocante, no importaría tardarse más y bañarse con agua fría.
Si bien La Platea es una de las ciudades más bellas del país, los barrioestación¹, ubicados a sus orillas, tienen una peste similar a cervecería con multas de salubridad y a miados; contraproducente, en definitiva, a la hora de discernir qué sirve de su refrigerador y qué no. Para no tomar riesgos, con esa nariz tan torpe, es mejor negarse a comprar comida fresca e irse por enlatados baratos.
El desayuno de hoy: una latita de granos de elote con limón.
El departamento, que más bien es un cuarto chiquitito y medio amueblado, grita desorden en cada rincón. El hábito de limpieza, que antes de sus veinticinco era fundamental, no es algo que haya escogido en los últimos años y el par de cucarachas, que ahora lo acompañan en la cocina, mueven las antenas triunfantes, pues lo saben.
Al salir de su hogar, que de hogar no tiene mucho, las palabras de Eloy le resultan un zumbido.
Tres vueltas de llave a la puerta, las llaves bien guardadas en la bolsa de tu camisa. No sacas tu celular y no das los buenos días, aquí se comen fácil a la gente como tú. Si un mendigo te pide veinte pesos tu das cincuenta, si te pide cincuenta tu das cien, si no tienes a la próxima das doscientos, y cuando caiga la quincena te me pones guapo con las alegrías² ¿me oyes?
El camino a la parada de colectivos, que a pie son unos quince minutos, se vuelven treinta a paso lento.
Todas las mañanas saluda a los trabajadores, que a las seis salen del turno nocturno de la fábrica textil y quienes por cortesía, imagina él, siempre están dispuestos a invitarle unos tragos. Tragos que, por primera vez, esa mañana aceptaría, si no fuese por la entrevista de trabajo que lo espera a las ocho.
La oportunidad, seguro dada por el mismo Dios oyente al fin de sus súplicas, es la primera que ha conseguido desde hace cinco meses. La miseria, siempre presente pero nunca tan insistente con su cartera, lo está comiendo vivo.
Desde su renuncia, las cosas se han tornado barranca abajo y el pesar de aquello siempre lo embarga en el camión, sentado en el mismo lugar, mientras mira la ciudad que amanece, sin realmente mirar.
Todo es mejor que regresar con mamá.
Al finalizar el trayecto, mira de reojo en el espejo retrovisor antes de bajar del camión; aunque la foto de San Judas Tadeo y un rosario colgante impiden la visión completa, no le desagrada lo poco que el reflejo da a mirar. Hace rato que no usa uno de sus trajes.
No hay mucho que se pueda hacer en el pleno centro de la Platea, no a las 7:32 a. m., cuando esa parte de la ciudad aún duerme.
Poco tráfico, poca gente y Andrés se dirige a la dirección anotada en el mensaje de texto.
Una molestia en sus oídos lo hace detenerse un par de veces: es el pitido de siempre, como un puto microfonito viciado en su cerebro. Aun si el sonido está adentro de su cabeza, él se cubre las orejas sin soltar el portafolio. Duele.
Las piernas le flaquean pero no deja de avanzar. Cuando pasa la calle, con el semáforo en verde, un claxon le reinicia el sistema nervioso y se queda inmóvil. Para su desgracia el conductor no lo arrolla, en cambio grita "¡quítate pendejo!" y Andrés, obediente, se va a la otra acera.
Con los oídos ya no tan adoloridos, decide que el tercer salario será para el otorrinolaringólogo.
Llega cinco minutos antes al edificio, el policía en la puerta dice "buenos días, lic" y su sonrisa es genuina al escuchar de nuevo su título universitario. El recepcionista, en cambio, lo mira de mala gana.
¿A quién buscaba? Tome asiento, va a tardar. Sí señor, pero va a tardar. Yo lo llamo, tome asiento.
Sentado, pasa otra media hora de tiempo muerto, mientras juega a la viborita en su Nokia.
La voz del recepcionista, que no conoce pero ya odia, lo llama. Andrés Anthares se acerca, lo escucha y se aleja.
Abogado David Reyes, tercer piso, a un costado de "Recursos humanos".
Después, mucho después, Andrés no sabría decir con exactitud el momento exacto donde la cagó. Solo recordaría sus manos temblorosas y el monitor humeante, lleno de café. El nerviosismo como si fuera un niño pequeño y las manos de su ya imposible jefe, que lo empujaban con benevolencia. La sonrisa burlona del tipo de recepción y el "hasta luego, lic" del policía, que lo hizo querer llorar.
En los barrioestación no es raro mirar bares abiertos desde las once de la mañana. Lo que es raro es que Andrés, acostumbrado al whisky caro, tome cerveza con sabor a miados de perro moribundo. Más raro aún mirar el llanto de un Anthares, sobre todo cuando es tan fluido.
Los gritos cercanos de, quien supone, es el dueño, le dicen a un tal Sion que por favor se ponga a jalar. La música corriente lo aturde de sobremanera y el antes mencionado se acerca a la mesa y pregunta si quiere otro trago. Andrés asiente con la cabeza, demasiado derrotado para hablar.
En el llanto, que cada vez es menos disimulado, una voz resuena y Andrés mira al mismo Jesús descender del reino de los cielos, la orquesta celestial anuncia su llegada y los humanos se arrodillan ante él, suplicantes. Jesús le ha tendido un pañuelo para soplarse los mocos.
—¿Tas bien, güerito? —pregunta el hijo de Dios y él llora aún más, al darse cuenta que Jesucristo tiene acento de Tajo.
La mano de Jesús, que Andrés sabe que no es Jesús, pasa por su cabello y en un lastimero gemido dice lo único que puede decir.
—No sé que voy a hacer.
1. Barrioestación: son los barrios ubicados en la cercanía de las vías del tren, a las orillas de la ciudad. Por lo general, son barrios rezagados con un alto índice de delincuencia.
2. Las alegrías: nombre coloquial para referirse a las drogas. También se usa "chinches de colores" o "chicles felices".
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