『Salmodia Para el Abismo Nocturno』
Maldecía con fervor entre quisquillosas relamidas que les proporcionaba a sus labios; maldecía al universo mismo por su desquiciada suerte definida por esos astros tan sabios. Mas ellos, ahora mismo, se encontraban lejos de su vista, resguardados tras gigantescas nubes tan oscuras como la penumbrosa noche rebosante de sonidos inexplicables. Sonidos que le causaban incluso más disgusto hasta que se dio cuenta que eran sus propios quejidos, todo gracias a llevar ya casi un día caminando sin detenerse.
Funesto silencio lo atormentaba; había llegado un punto en el cual, si no fuera por su incesante subconsciente maldiciendo a esos astros escondidos, el desolador silencio lo habría vuelto loco. No sentía ningún tacto, esto ya era algo cotidiano; realmente era un ajetreo tener que detenerse cada ciertos kilómetros que avanzaba para revisar si el insistente sangrado de sus pies había llegado a un punto crítico. El dolor le era ajeno, tanto como lo eran aquellas estrellas que anhelaba en ese momento, y que suplicaba por volver a ver.
—De todos los días —charló consigo mismo, una quebrada y seca voz recibiendo casa en sus oídos —... De todos los días en los que pudo haber mal clima, tuvo que ser en el día de nuestro encuentro.
Detrás de ese huesudo cuerpo; detrás de las diversas heridas abiertas que portaba mas no mostraba el mínimo interés por atender; detrás de esa descuidada y apenas visible barba de tres días, había un hombre de poco más de treinta y cinco años. Con una de sus manos sujetaba un maletín negro falto de su característica asa. Esta se había roto pasadas unas horas, y ahora aquel hombre lo cargaba bajo su axila y apoyaba contra el costado de su torso; el cuero tanto del maletín como de su chamarra se desgarraba por fricción de incesante movimiento omiso a riesgos que daba el hombre por su sendero en el bosque.
Si las heridas de su cuerpo y creciente deshidratación no lo hacían aparente, aquel sujeto estaba entregado a completar su misión, absuelto de cualquier dolor o incomodidad. Su demacrado cuerpo solo temblaba en involuntarios espasmos tanto de frío como de veneno que había contraído ya sea por algún Pokémon salvaje o planta que se le atravesó durante su camino.
La situación le era irónica: de todos a su alrededor, el cuerpo de aquel hombre era algo realmente de envidiar.
En cuanto a él le respectaba, su corazón era el único que se mantenía latiendo en todo el mundo. La última memoria que seguía fresca en su mente era una donde salía de su casa en camino a su ahora longeva jornada. Durante el camino, divisó a uno de sus vecinos dando un paseo con su Pokémon. Nunca en su vida había suprimido tanto unas terribles ganas de vomitar, era como si su cuerpo le implorara hacerlo al percibir el nauseabundo aroma que desprendían sus cuerpos en descomposición. Ese fétido hedor estaba quemado en su cerebro: todos olían igual, todos se movían igual, todos eran nada más que cadáveres andantes. El hombre junto a su Lillipup, ese mismo que desafiaba la naturaleza con su horrida estadía en el mundo de los vivos, lo saludó. Se comportaba tan natural; una forma cotidiana de interacción que llevaba años sin experimentar, justamente resguardándose de volverse un participe más en ella.
A la vista de cualquiera, se trataba de un hombre y un Pokémon comunes y corrientes, pero no se iba a dejar llevar por eso. Años habían pasado desde que se enteró de la verdad. La verdad que ahora reinaba en ese mundo: todo ser vivo en realidad estaba muerto. Horas y horas de su vida fueron dedicadas a estudiar el fenómeno. Se hundía en libros de la noche a la mañana, y de ida en vuelta con respecto a esos periodos de tiempo. Poco podía hacer para no recordar la primera vez que se dio cuenta de lo que lo rodeaba. Jadeos incontrolables de pánico y ansiedad; escalofríos atroces que le amedrentaban el cuerpo; fétido olor que le hacía revolver las entrañas a la par que sus violentas arcadas incapaces de suprimir llamaban la atención de todos a su alrededor en la concurrida plaza.
¿Qué era lo que escondían? Esa fue la pregunta más próxima a plantearse poco después de que se enterara sobre la verdad. ¿Qué ganaban con actuar de esa forma? Actuar como si estuvieran vivos. Actuar como si sus cuerpos no se estuvieran pudriendo. No lo aparentaban, pero su olfato no mentía, ni mucho menos ese poderoso instinto de supervivencia que le gritaba por resguardo lejos de los no-muertos. Ese ataque de histeria inicial ahora se le hacía muy lejano. No obstante, esa horrorosa peste le seguía atormentando igual que lo había hecho desde la primera vez que la percibió. Su vida se vio dando un giro en una dirección completamente diferente. Ese fugaz pensamiento, divagante en su mente aburrida de tanto caminar, salió a flote al caer en cuenta de que esta era la primera vez en cuatro años desde que salía de su hogar.
Buscaba respuestas. Cuatro años en completa soledad no le parecían afectar tanto, ese hecho era el que le causaba cierto descontento. A decir verdad, él era un hombre que lo había perdido todo. Todo a lo que él se aferró en su vida se le fue en un instante con la trágica muerte de su prometida poco antes de su despertar ante el crudo mundo que lo rodeaba. El pensamiento de que tal vez su amada siempre estuvo muerta pero no era capaz de percibirlo era una de las tantas cosas que lo privaban de sueño en más de una despiadada noche. ¿Era acaso esta la verdad? Si es así, entonces, ¿por qué solo él es capaz de discernir tan aberrante realidad?
Su tren de pensamientos se vio interrumpido por su estrepitoso resbalar ante una pronunciada colina de tierra que estaba siendo cubierta por arbustos cercanos. La fricción de las rocas en su espalda le rasgaron su camisa blanca abotonada.
Inclusive con su mal aspecto, el hombre portaba un elegante semblante gracias a su pulida y profesional vestimenta. Si el pasar años resguardado en su hogar no lo hacía parecer un loco, ahora este singular comportamiento aclaraba las dudas de muchos. Pero en su mente daba igual, él tenía muy presente el propósito de su vestimenta, y la opinión de unos seres cuyo cerebro estaba próximo a descomponerse no le traía mucho significado realmente.
En bajada, logró agarrar las raíces expuestas de un viejo árbol, frenando su "dolorosa" trayectoria a un charco de lodo. Con la espalda ensangrentada por filosas piedras causantes de su piel desgarrada y hogareña a escandalosas heridas—con su vestimenta hecha añicos, se lamentó más por lo segundo.
Sin embargo, al revisar sus heridas para cerciorarse de que no cruzaran la línea a ser verdaderamente mortales, la luz de la luna finalmente brilló ante él. Se desempolvó su formal pantalón de vestir gris, agarrando mientras estaba empinado el maletín que se postraba enterrado bajo la tierra. Su firme sujetar era producto de la diligencia que nuevamente había encontrado. Dirigió la mirada al cielo, y esas nubes, después de tanto, se abrían paso para dejar ver la preciosa luna. Como por señal divina, este bello cuerpo celeste mostraba su considerable albedo con respecto al sol. Tan brillante era la luna esa noche, que sería absurdo no relacionar este fenómeno con su misión actual.
La razón de llevar casi dos días caminando con pocas paradas. La razón de llevar esa vestimenta. La razón de su maletín. Esa razón, por la que aún le encontraba valor a su vida. Entre sueños le llegó la respuesta; ni las enciclopedias más rebosantes de información y conocimientos serían capaces de darle solución a lo que su espíritu clamaba. Esa gentil voz que le llenaba el alma con un amor indomable; como ciego al sol: no sería capaz de ponerle rostro, pues esta presencia sólo se le hacía cara en sueños de forma auditiva. Incontables veces le dijo que no se preocupara de su forma. Incontables veces le prometió una respuesta a la verdad de su mundo. Incontables veces le declaró su amor.
E incontables veces le dijo que ella era la luna.
Su destino estaba a solo unos cuantos metros. Subir una colina que tenía en frente suya y de ahí, el risco con vista al mar que había intentado alcanzar todo este tiempo. Estaba en los límites del bosque, y poco le faltaba para sentir el fresco viento del mar. El salado y helante ambiente, presente hasta en su paladar, le causaba un deslumbrante fulgor en los ojos que mostraba su deseo de continuar. La luna le había dicho que se acercara con ella. Meses planeó ese encuentro tan esperado. Su corazón muerto de sentimientos se encontraba palpitando sin control ante la emoción de finalmente encontrarla. Encontrar a la luna, aquella que le garantizó significado a su vida y respuestas para escapar de un mundo lleno de muertos vivientes.
Con torpe andar, subió cuesta arriba. La escasa energía de su cuerpo parecía no importar ante nada. Estaba a pocos pasos de caer exhausto como también de caer deshidratado y mal herido. Sin embargo, si eso no le había importado antes, ahora era una preocupación ubicada en el sitio más yermo de su cabeza.
Su formal calzado se interponía entre él y un desplazamiento apresurado hacia su destino. Los zapatos crujían contra la disminuyente hojarasca; a medida que se alejaba, podía agarrar más terreno para maniobrar su estrepitosa trayectoria. Los segundos que transcurrían le parecían eternos.
Sus ensangrentados dedos se aferraban a rocas salientes de la pendiente, y las ampollas en sus manos que se frotaban contra esa superficie rasposa solo empeoraban en heridas vistosas. No controlaba del todo sus movimientos, y sus incesantes jadeos ya eran indistinguibles para él como productos de cansancio o de prominente desasosiego.
Cuando finalmente llegó a la cima, pudo observar lo que sus ojos tanto habían soñado por ver. Más literal que nada, es decir, sus sueños llevaban años de haber sido restringidos a cualquier otro sentido más allá de la audición. Se imaginaba que así era como soñaba un ciego de nacimiento.
No obstante, solo había una imagen muy presente en su cabeza siempre que soñaba. Esa dulce, gentil y femenina voz continuamente le hablaba cuando se encontraba en ese risco con vista al mar. Sus ojos lagrimeaban al observar la escena, era como siempre la había soñado. Sin embargo, nunca en su vida había estado ahí. Si esa no era prueba irrefutable de que no se trataba de un alocado sueño, ¿Qué lo era?
Contemplaba las vistas con detenimiento. El extenso mar llegando hasta el horizonte de su vista en esa luminosa noche; cristalina agua que se arrollaba contra las rocas en los pies del precipicio, al menos unos cincuenta metros por debajo del risco.
Como en trance, no paraba de ver la luna. Fue entonces cuando se percató del resplandor de las estrellas que la acompañaban, y con una sacudida de cabeza se dispuso a caminar hasta la orilla del risco, donde se llevaría a cabo su última labor.
A unos cuantos metros de llegar a la punta, dejó caer su maletín al suelo. En cuclillas lo trajo frente suya, abriéndolo en un apresurado movimiento. Los innumerables papeles que resguardaba por poco eran arrastrados ante la fuerte brisa marítima de madrugada. Puso presión en estos con sus manos, pero en cuanto se dio cuenta de que se estaban llenando de su propia sangre, optó por una alternativa: agarrar piedras cercanas y garantizar que las hojas de papel debajo de estas no salieran volando. Se tardó poco más de media hora, pero finalmente había acabado; delante de sus rojizos ojos, estaban cada uno de esos papeles asegurados contra el suelo rocoso del risco por diversas piedras. Eran cientos de papeles. Podía distinguir los contenidos que yacían transcritos en cada uno de ellos; ciertamente esa noche gozaba de considerable resplandor nocturno.
De su maletín sacó unos binoculares: la última cosa que resguardaba en su interior. Comenzó a alejarse del risco en reversa, hasta que sus ojos fueron capaces de distinguir la figura que se formaba por el conjunto de papeles. Se trataba de diversas constelaciones engravadas con profunda tinta negra que contrastaba en su totalidad con el limpio blanco de las hojas. Discernía con completo lujo aquella figura, pero parecía agobiado. Estaba nervioso de que algo no saliera acorde a su plan.
Llevó sus ojos a los binoculares y observó el cielo, encontrándose con un magnífico espectáculo nocturno. Le agarró por sorpresa: era como si en todo el rato que se encontraba bajo ese mismo cielo, justamente hasta ahora era capaz de apreciar por completo su belleza.
Se preguntó si eso era obra de su luna, quien mostraba envidia por el resto de entidades celestiales y solo quería su atención para sí misma. Una leve sonrisa se le formó en el rostro al considerar aquella opción, más que nada porque parecía muy acertada.
Vislumbró entre el vasto y oscuro cielo nocturno un sinfín de estrellas resplandecientes, ya que cada una con el pasar de los segundos parecían querer lucirse por sobre el resto. Fugaces difuminaciones resplandecían en centelleo. Fueron una catarsis para el mar de emociones que comenzaba a desembocar de sus ojos en forma de lágrimas; de su cuerpo en tambaleo involuntario de trance y sorpresa; de sus ensangrentados y ateridos dedos sujetos con firmeza de los binoculares desenfocando su vista.
Buscó sin cansancio entre ese vasto abismo nocturno por sus objetivos, encontrándolos segundos después de haberse encomendado tal tarea. No era nada de lo que no estuviera familiarizado tras estudiar las estrellas por tanto tiempo esperando ese ansiado día.
La constelación de Drampa tintineaba de forma realmente leve, como si buscara ocultarse en el abismo infinito por el incesante acecho del hombre. Supuso que eso era indicio legítimo de su prueba; el cielo estaba consciente de lo que él estaba haciendo en ese instante, y buscaba jugar con aquel hombre al dificultar su tarea. Esas ocho estrellas que conformaban la constelación de Drampa, el hombre atestiguó, estaban correctamente plasmadas en los papeles.
Nuevamente, continuó con su caza nocturna. La constelación de Altaria fue la siguiente; extendiéndose por una gran parte del cielo, apantallando a cualquiera que quisiera degustar en su sopor nocturno del firmamento sobre sus cabezas.
Nunca se había dado cuenta, pero ahora que se encontraba lejos de toda fuente de luz externa, pudo observar cómo los cúmulos de gas y estrellas en los brazos de la galaxia que formaban tan espectacular vista contrastaban de forma llamativa con el delineado de las estrellas en la constelación: como las acolchonadas alas que portaría un Altaria.
Constelación tras constelación prosiguió. No se detuvo ni por un segundo, y por cada una, revisaba haber plasmado con exactitud su agraciada forma en las hojas de papel, como un pintor paranoico buscando ilustrar a una doncella al más efímero detalle en su lienzo con latente pulso en la muñeca.
Se preguntaba cómo era que su vida ahora mismo parecía estar detenida en el tiempo. Era como si llevara presenciando el hermoso cielo hace una eternidad; todo el mundo se detuvo a su alrededor y quedó hipnotizado por la grandeza del espectáculo nocturno. Se preguntó si así es como se sentían los humanos del pasado. Todos ellos que miraron la misma exhibición con la que él ahora se deleitaba; si lo miraron y quedaron congelados en el tiempo. Si creyeron ser inmortales e inmortalizaron su presencia al otorgar nombres a esos cúmulos de estrellas.
Ahora más que nunca, si es que el mundo no siempre estuvo muerto, pudo sentir algo parecido a una conexión con otra persona, algo que no había presenciado en eones.
Tras finalizar su ardua caza, cayó en su trasero hacia el piso, jadeando como si hubiese estado corriendo un maratón. Frío sudor aún escurría de su frente hasta su mentón; su temblorosa sonrisa lo acompañaba en un delirante recuento de números: una cuenta regresiva.
Pasó varios minutos contando y observando la eternidad por arriba de su cabeza, misma eternidad que parecía observarlo de regreso. Los minutos aumentaban, y tras llegar al cero, regresó de nuevo al número mil y comenzó su enumeración reiteradamente sin parar de contar.
Segundo tras segundo, en perfecta sincronía con las manecillas de su descompuesto reloj de mano cuya aguja que marcaba los segundos sólo podía retorcerse en el mismo lugar.
Junto a ella, contaba.
Una y otra vez. Hubiese cocido sus parpados para nunca cerrarlos de haber podido. Los enrojecidos ojos del hombre no se dignaban a separarse de su cielo, pero más precisamente, de la luna.
Por el recuento de números que llevaba, y la gran cantidad de veces que había contado desde el mil al cero, era fácil suponer que ya habían pasado varias horas desde que comenzó la cuenta regresiva. No obstante, la luna seguía en la cima del firmamento nocturno, como si todavía fuera media noche.
Continuó contando, sin detenerse. Sin respirar como era debido. Sin quebrar contacto entre su mirada y la luna. Sin dejar de alabar su grandeza. Sin dejar de esperar que ella llegara desde el cielo y lo acogiera en su cálido manto como tantas veces le había prometido. Sin detenerse a fantasear con las respuestas que buscaba y ella le daría, como estaba tan inclinado a recaer.
Sin detener su conteo, aun cuando una gigantesca silueta se discernía entre la luna y él; la figura de un murciélago que comenzaba a bajar por los cielos. No se detuvo.
Contuvo la respiración, el balbuceo que emitía se calló al mismo tiempo. Abrumador silencio envolvía todo su ambiente, ni la fresca brisa del mar ahora parecía merodear por el lugar. Estaba completamente solo, nada más que el ruido de fuertes aleteos a la lejanía, y una llamativa melodía.
Dulces notas acariciaban sus oídos, erizando su pálida piel y trayendo calidez dentro de todo su ser. Nunca las había escuchado, pero esa melodía venía de su voz, nadie sería capaz de confundir tan hermosa voz. Sin lugar a dudas, ni al más mínimo margen de error, esa figura pertenecía a su luna, el hombre contemplaba atonito.
Bajaba desde el firmamento de las estrellas, eclipsando por completo la luna y proyectando una gran sombra sobre la figura del hombre. Se puso de pie, llevándose ambas manos al pecho para intentar calmar sus desenfrenados latidos. En gran contraste con el clima de hace horas, ni una sola nube viajaba por el cielo obstruyendo su vista. Estaba despejado, y supuso que esos poderosos aleteos eran algo que se podía atribuir a esta rareza.
Llegado a un punto crítico de su vuelo, la luz eclipsada por la silueta fue capturada por el borde de esta. El ente mostró su figura por completo, ya que el lustre dorado había capturado y reflejado la luz que se filtraba.
No obstante, los destellos intentaban escapar: parecía que esa figura formaba un hoyo negro que succionaba todo a su alrededor y con su apantallante forma regresaba el resplandor de vuelta afuera. Como una gran luna creciente de oro a su izquierda y una menguante a su derecha, los extremos de sus aletas proyectaban la iluminación para el resto de su cuerpo. Un bello delineado de oro que jugaba en contraste con el brillo de la luna llena. Aquella bestia descendía de los cielos; el cuerpo de un murciélago con extremidades blancas apegadas a sus alas renegridas en violeta alusivo al cielo en el cual se alzaba; los extremos opuestos tintineando de un dorado anaranjado reminiscente del crepúsculo.
En su centro, estaba la noche, y de esta se asomaba lo que el hombre sólo pudo interpretar como la luna. Efusivos ojos ensangrentados portaba la bestia, otra cosa que llamó su atención cuando se comenzó a acercar a él desde la cumbre nocturna. Penetrantes y llenos de fulgor, mostraban su brillante pero oscuro rojo ante todo aquel ser que osara adentrarse a sus dominios: la desolada noche. Alrededor de su cabeza portaba otro adorno dorado, llegando desde su mentón donde intervenía a una luna creciente dorada puesta con dirección hacia abajo desde afuera; apuntaba con sus dos picos hacia arriba por donde un patrón de vórtice repetido color blanquecino como sus extremidades se postraba, terminando por formar algo que tenía una latente similitud con una corona.
En un parpadeo que le pareció eterno, finalmente, ese majestuoso ser estaba frente a él. Era más del doble de su tamaño, y por su proximidad, finalmente salió del trance que su bella apariencia le había ocasionado. Sin dudas, aquella era una bestia mítica, un Pokémon protagonista de muchos relatos con los cuales estaba familiarizado; falto de aire lo observó una última vez para cerciorarse de que no estuviera sujeto al mundo de los sueños, pero efectivamente, el conjurador de la luna, Lunala, contestaba su atónita mirada con una cálida sonrisa.
—Pareces más apacible de lo habitual; gran contraste con como era común encontrarte a principios de tu travesía nocturna en los sueños. ¿Acaso me conoces? —la voz de aquel Pokémon resonó dulce y gentil, acariciando el descontrolado corazón del hombre con su tonalidad y señalando de forma algo burlona su estado actual.
Estaba luchando por mantenerse compuesto, pero un violento río de emociones lo impulsaba a romper en presipitado llanto inconsolable. Era un alivio; estaba feliz como nunca antes en su vida de que sus esfuerzos rindieron frutos, y que después de tanto tiempo pudiera hablar con alguien que no desprendía ese pestilente olor a muerte. No obstante, en un lugar recóndito de su mente, un sentimiento impasible le incitaba a no bajar la guardia. Ese Pokémon, lo conocía por muchos relatos antiguos, y en ninguno de ellos se pinta con una buena imagen.
—Eres tú. Todos esos sueños... Lunala... —el hombre vocalizaba con dificultad ya que su rasposa voz arrastraba mucho las palabras. Se quebrantaba por la situación y su creciente consunción—. ¿Cómo me encontraste? ¿Qué es lo que viste en mí? ¿Qué es lo que yo... tengo? ¿Acaso de verdad soy el único en este mundo que sigue con vida? —estalló en preguntas, el reservado semblante que había tratado de preservar todo este tiempo comenzaba a desmoronarse ante la mirada de complacencia del Pokémon legendario.
—Sea pregunta retórica la que te dirigí, creo que es de mala educación contestar una pregunta con un sinfín de cuestiones propias —reprochó la impulsiva acción del hombre—. No obstante, humano, has de disculparme, ya que te responderé todo con... una pregunta. Ahora, dime: ¿Recuerdas tu nombre?
Las preguntas que con anterioridad había producido ocasionaron que quisiera responder a la deriva; para su infortunio, solo logró quedarse boquiabierto y con un respirar entrecortado como respuesta.
Aquel hombre no recordaba su nombre. La comprensión de que no tuviera algo tan personal y significativo para él le cayó de súbito; ¿Cómo era posible que no recordara su nombre? Sin ir tan lejos... ¿Cómo era posible que hasta ahora se haya dado cuenta de que, en su búsqueda por conocimiento, carecía de algo tan básico y primordial para cualquier individuo?
Con unos suaves aleteos para mantenerse en el aire, Lunala bajó la poca altura que guardaba hasta comenzar a flotar unos cuantos centímetros de la punta en el risco. Llevó sus huesudas manos a su propio mentón, y con uno de sus dedos, lo reposó para agrandar su convicción en responder la gigantesca incógnita que le postró al hombre—. Yo aparezco ante aquellos que no tienen nombre. Lo hayan perdido por mérito propio, o por la maldad de los otros, yo vengo a traerles lo que buscan. Vengo a traerles la identidad que han perdido; el malévolo mundo que los despojó de su significado, y, por ende, se ha llevado su nombre; aquel mundo no merece que sufran en sus tierras. Para aquellos que no tienen nombre, les ofrezco el abismo nocturno: resguardo eterno a mi lado, paz y significado para sus existencias. Yo observé tu descontento por mucho tiempo, humano. Observé y me lamenté por tu estado, sufriendo y aislado del mundo, perdido en una jornada interminable por encontrar respuestas que esta tierra y su longeva historia eran incapaces de proporcionar. Perdiste tu nombre; te perdiste a ti mismo y eso es lo que uno como ser consciente nunca puede permitir ocurra. Tu bella alma estaba descarriada; paralela en trayecto hacia el significado de tu ser. Por eso estoy ante ti, para compartir una primorosa velada ante la luz de aquel astro divino que utilizaba para representarme en tus sueños.
—No lo comprendo —susurró entre dientes con su mirada cabizbaja, era todo tan extraño para él. Incoherencias de las cuales no era capaz de encontrar ni pies ni cabezas—, esto es un castigo divino, porque de otro modo, no tiene sentido para mí. ¿Cómo es que alguien pierde su nombre? Nunca tuve problemas de memoria... —el nudo en su garganta se acrecentaba al hablar, la mirada de aquel Pokémon le producía todo menos la conformidad y paz que esperó de ella—... No tiene sentido. Es imposible. Tú... Tú me hiciste esto, ¿no es así?
El legendario expresó su disgusto ante aquella acusación del hombre al exteriorizar su desdén —. ¿Acaso me acusas de esto, cuando yo fui la encargada de informártelo? Muchas veces te prometí respuestas, humano. No pienso quedarme atrás. Pero he de decirte, que la verdad de este mundo no recae en mi existencia. Tu percepción, misma que pinta a todos como cadáveres andantes, no es producto de nadie como lo es de este mundo. Igualmente, tu pérdida de nombre tampoco es mi culpa, es de este mundo. Tan solo estoy aquí porque observé tu situación y quise traerte reposo. Sólo obsérvate: cubierto de heridas abiertas de las cuales no pareces percatarte, deshidratado, delirante, tenso a más no poder y a poco de un ataque histérico. Solamente necesito que recuerdes por qué estás aquí —dio una pequeña pausa sin dejar de observar el atemorizado semblante de su acompañante. En ese instante, una ligera sonrisa se le formó al Pokémon, cayendo en cuenta de algo—. O será que tu paranoia se debe a... ¿Esos cuentos de hadas?
El hombre sabía que había dado justo en el clavo. Tantos años había pasado estudiando escritos y leyendas antiguas con su prometida y aún podía recordar una de ellas con tal lucidez que era hasta causante de temor y confusión. Los mitos acerca del Pokémon legendario Lunala, aquellos que rondaban siglos y siglos de antigüedad, y provenientes de lugares tan diversos como los que separa un gigantesco mar. Sin embargo, en todos se acordaba lo mismo. Lunala era el Pokémon que traía la luna, uno que se aparecía ante aquellos que no solo sabían los méritos para llamarlo a base de conocimiento astrológico, pero que también guardaban una cierta cualidad. Ninguno de ellos tenía nombre.
Los registros más modernos sobre apariciones de aquel Pokémon estaban en forma de relatos, y todos se cuentan desde la perspectiva de algún conocido del hombre involucrado en invocar a ese ente legendario. Todos y cada uno de ellos expresan su confusión al no poder recordar el nombre de aquellos desafortunados con encontrarse ante el legendario lunar. Pocos han sido los que fueron capaces de observar a Lunala y vivir para contarlo, más que nada porque no tienen afiliación con los involucrados en hacer visible su presencia. De ellos, solo quedan cadáveres. Todos suicidios. Y en sus lápidas, no se pueden encontrar sus nombres.
—Yo no te robé tu nombre —aquel Pokémon rompió sin más el silencio que se había formado. Parecía que su paciencia se comenzaba a colmar, pero no denotaba hostilidad, al contrario: estaba a poco de volverle a ofrecer respuestas—. Pero... Podría decirse que aún lo recuerdo.
—¡¿Sabes mi nombre?! —exclamó en réplica, sacado de sus oscuros pensamientos por esa simple revelación—. Espera... Acaso todos... ¿Han olvidado mi nombre, excepto tú?
La sonrisa de Lunala se acrecentó, le gustaba que incluso en su estado, el hombre fuera capaz de sacar conclusiones tan acertadas—. Estás en lo correcto, humano. Me duele saber que una mente tan brillante y llena de conocimiento como la tuya sufriera por este mundo. Te dio la espalda. Hasta tus pocos familiares han olvidado tu nombre, aun cuando ellos son lo suficientemente sensatos como para darte dinero de mes a mes, mas no tan gratos como para visitarte. Hasta ahí llega su conciencia y moralidad. Este mundo ha olvidado tu nombre. Pero ahora, yo estoy aquí, y necesito que me concedas tu completa atención. Necesito que elimines todos aquellos prejuicios de mí y te enfoques en mi voz, justo como en los tantos sueños que hemos compartido. Si hace falta, tan solo cierra los ojos y déjate enredar por mis dulces palabras, ya que yo no tengo otro propósito esta noche además de traerte la paz que tanto ansías; de devolverte el significado, y con él, tu nombre. Necesito que prestes total atención.
Su mente estaba hecha un lio, no podía encontrar alguna ruta que tomar. Su ser le imploraba por quedarse y seguir escuchando la voz de ese hermoso ente, esa voz que tanta paz y resguardo le había proporcionado en las noches más despiadadas de su ahora aislada vida.
Una voz reconfortante y de la cual no era capaz de identificar malicia. Pero, muy dentro de su conciencia, esos relatos seguían dictaminando su juicio al no ejercer una decisión en concreto. Sus impulsos más primitivos le rogaban por correr como un desquiciado lejos de ahí, correr con toda la fuerza que era capaz de recaudar y alejarse de aquel Pokémon. Por lo cual, aquel hombre permaneció completamente inerte, esperando alguna palabra del legendario. Lo que sea para poder decidirse.
...
—Eres un lunático —dijo a poco de quebrar su sonrisa en carcajadas.
Lunala guardó silencio, como esperando que el hombre saliera huyendo despavorido, pero al no ver cambio en su actitud, finalmente se dio a la tarea de hablar:
—Cuando todos están muertos a tus ojos, eres el único vivo y consciente en este mundo, ¿no es así? —ladeó su cabeza, preguntándose eso más a ella misma que al hombre—. Pero, si ya no hay cordura de la cual regirse a partir de lo que los demás dictan, entonces significa que no estás cuerdo. Significa que estás completamente devoto de coherencia racional, y significa que eres un lunático. ¿Alguien cuerdo pasaría casi día y medio caminando para llegar justo aquí? ¿Ignorando de por medio su salud y sufriendo como nunca antes, pero utilizando ese dolor para palpar una existencia que antes creía perdida? Parece que soy muy intrusiva ante tu mente, pero he de admitir, querido humano, que te llegue a conocer mucho en el tiempo que estuvimos juntos. Y comprendo que tus acciones no las hiciste con la percepción de locura en mente, y que de ellas nacía un deseo enorme por estar conmigo. Te prometí respuestas ante este mundo lleno de muertos, y también te prometí felicidad una vez más. No me llamaría un Pokémon legendario si no tuviese un código de honor, y te he de informar que inclusive menguante como llama en vela por brisa matutina, ese amor que te expresé tantas veces aún sigue presente en tu interior. De eso estoy segura, querido humano. Tan solo te pido que abandones este mundo que no te supo apreciar; sus errores y malévolas intenciones que no hicieron más que ocasionarte sufrimiento por tanto tiempo, y te unas conmigo en el abismo nocturno. Tendrás paz eterna, y siempre estaré a tu lado. ¿De qué sirve un cuerpo si no se puede experimentar la vida? A eso es a lo que quiero llegar yo, humano. Tú eres mucho más de lo que aparentas en ese cascarón imperfecto de carne y hueso. Tu alma es tan brillante, más que tu nombre, esta fue la causante de llamarme desde el resguardo oscuro del universo. Con tu devoción que expresaste a la verdad y conocimiento, que este mundo te haya arrebatado tu significado y nombre no es algo que me sienta bien. Por lo tanto, yo prometo pagarte con la misma moneda: si eres capaz de entregarte a mí, yo me entregaré a ti en un descanso eterno. Nuestros espíritus sólo existirán para compensarse los unos a los otros, y con eso te juro devolverle el significado a tu vida, humano. Aquí no hay nada para ti, esa es la cruel realidad de este mundo. En este lugar; este plano terrenal del cual te aferraste en la miseria y disconformidad de un cruel destino, no queda absolutamente nada para complacerte. Yo soy ese portal a una existencia donde podrás encontrar lo que antes eras; donde tu alma brillará una vez más y juntos nos resguardaremos en el abismo nocturno. Tan solo necesito que accedas a mi llamado, querido humano —Lunala comenzó a oscilar entre su estancia flotante, acercándose cada vez más al cuerpo del hombre. Ya a escasos metros, la blanquecina figura sólida en su pecho comenzó a agrietarse. La luna que antes solo se podía percibir por sus oscuras aletas portantes del semblante parecido al firmamento nocturno ahora estaba frente a sus ojos. Una esfera luminosa y resguardada en su cuerpo, la oscuridad del interior de Lunala la acariciaba con lentos sondeos en el interior, y sus siluetas parecían ser pequeñas manos acariciando esa esfera con apocamiento en leves frotes de la palma—. Vuélvete uno conmigo: entrégame tu ser y yo me entregaré a ti de igual manera. Abandona este lugar que tanto sufrimiento te ha generado y huye conmigo a una existencia donde siempre estarás con alguien. Abandona tu cuerpo que no ha hecho nada más que aislarte, y dame tu alma para nunca abandonarla.
Los brillantes ojos de aquel Pokémon observaban al hombre, ese rojo profundo difuminado a un magenta luminoso. Observar el interior de Lunala le causaba una mezcla indistinguible de emociones. Tanto era su embotellamiento que sentía pulsaciones en su cabeza.
Aun así, eso no detuvo a sus pies. Arrastrándolos por el piso y levantando tierra en el camino, se tambaleó en completo trance hacía su compañera nocturna. Su visión se desenfocaba y el silencio fúnebre acobijaba la tenue respiración del hombre. Su mente estaba en blanco, esas dulces palabras del Pokémon lo habían cautivado, y ahí era donde se planteaba cuál sería una buena medida.
No tenía ese susurro en su interior que clamaba una pronta y estrepitosa huida. Se había desvanecido como cualquier rastro del tiempo a su alrededor: el mundo estaba pausado y solo existían ellos dos. Poco le importaba. Nunca le importó. Si lo que en verdad sucedía era más doloroso que vivir como lo hacía ahora, si le tocaba experimentar un infierno, si moría en ese momento, si les tomaba meses encontrar su cadáver desfigurado en el mar, ¿Qué más daba? No le quedaba nada en ese lugar; su existencia era un constante ciclo monótono y sin significado. Ni su nombre era capaz de recordar. Era tan despiadado ese sentimiento de desolación, que cualquier cosa le era preferible.
La punta de sus dedos medio e índice tocaron la superficie de la esfera, retrayendo dichos en un instante. Lunala tan solo se carcajeó un poco al ver la reacción del hombre.
Fue una calidez que no esperaba; el tacto le regresó en ese instante y se le hizo un sentimiento muy difícil de asimilar. Calor y frío; dolor y placer; todo le era ajeno y lo fue por mucho tiempo. Sin embargo, por esa fracción de segundo, uno de sus sentidos perdidos le fue regresado. Fue como un aliento a la vida nuevamente. Si eso era lo que necesitaba para estar vivo, el hombre lo aceptaría. Ya no hay nada para él. Tan solo era un lunático. Un lunático, que atestiguaría a la crueldad de ese mundo.
Al tocar la superficie otra vez, fue tal y como hundir su mano en agua, y seguidamente, hundir su antebrazo. No era jalado ni era obligado: estaba en su completo control alejarse o entregarse. Su significado ahora recaía en una existencia junto a Lunala, y muy en su muerto corazón, eso le otorgaba inconmensurable felicidad.
Llegó del codo al hombro, y de ahí su cabeza y torso. Subió su pie y continuó adentrándose en la esfera, era tan difícil de describir la sensación que le producía. Tan solo procuró hacerlo rápido. Ese sentimiento se necesitaba asimilar, y el hombre estaba desesperado por encontrar un desenlace a su convicción.
Oscuridad: eso fue todo lo que vio al abrir nuevamente los ojos. O al menos mandar a que su cuerpo hiciera tan familiar acción como separar sus parpados. Nada más que infinita oscuridad lo resguardaba. No obstante, un sentimiento peculiar comenzó a originarse en su nuca, y de esta, la calidez se extendió por todo su cuerpo. Hormigueo que cosquilleaba sus extremidades y un latido pausado, tal cual corazón relajado. Estaba en el interior de Lunala, y ese cálido sentir comenzó a juntar sus errantes pensamientos.
Una existencia en la cual no tendría cuerpo, donde sus recuerdos serían eventualmente extirpados de su consciencia al perder un recipiente donde resguardarse: su cerebro. Una forma corpórea de la cual tendría que eventualmente despedirse, si es que no lo ha hecho ya y solo es una ilusión. Tal vez su cuerpo ya estaba flotando en el mar, o tal vez en verdad se encontraba bajo el cobijo de la oscuridad eterna como aparentaba.
Un dulce canto llamó su atención. Era una sonora voz, una de la cual estaba familiarizado. La voz de ese Pokémon legendario que invocaba a la luna. Pensamientos comenzaron a cruzar su mente, pensamientos que no eran suyos, y que eran difíciles de interpretar. Las continuas palabras "Te amo", "Estarás bien", "Aguarda por la eternidad", "Paz eterna en el abismo", "Tan solo recuérdame" y "Canta conmigo" resonaban en su interior. El desasosiego era lo más lejano de sus intenciones en ese momento. Se iba a entregar a la eternidad, ya que en ese instante no era nada más que un alma sin propósito. Cantaría con ella, su salvadora, un canto majestuoso con nada más que una voz omnipresente como la suya en ese momento. Sus pensamientos se juntaban y proyectaban: ¿En qué parte iniciaba su mente y donde acababa? ¿En dónde estaban las reglas para ella de igual manera? Poco le faltaba para teorizar que no era el único en ese negro infinito.
La simple acción de pensar se volvía cada vez más difícil de adjudicar a su conciencia tomando en cuenta que esta podía carecer de validez en esa difusa realidad.
El abrasante calor de un interior invisible mermaba todo dolor, tan solo quería entregarse por completo a ese ser que le había ofrecido su vida. Una relación tan íntima que no caía en los recuentos de nadie regular. Una donde estuviera siempre a su lado, y ni las barreras misteriosas de la mente fueran capaces de separarlos. Su vida finalmente tenía significado una vez más: traerle felicidad a Lunala entregando su alma para siempre. Después de tanto tiempo, logró suspirar en paz.
Su mente frágil y corrupta divagaba entre una colección de efímeros pensamientos; se preguntaba si en verdad estaba cuerdo. ¿Acaso todos habían estado muertos? El estar en ese lugar le causaba dudas, pero ese Pokémon legendario las respondió todas con su llameante presencia. Si esa era la eternidad que le esperaba, aquel hombre no podía hacer mucho además de estar agradecido con quien lo acogió en su mente. Del vacío un canto nocturno, y de este, en un desolado acorde cuyo instrumento es indistinguible, se encontrará su ser. Toda la culminación de lo que significó y significará, acogido por otros más para cumplir con su íntima existencia junto a Lunala, cantando en el abismo nocturno aquella dulce y solemne salmodia.
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