Seguí tu sombra en la arena,
sin atreverme a mirarte de frente.
Esperaba que te fueras por el viejo camino.
Por el mismo camino en el que habías venido
y en el que yo te había seguido. Más no lo hiciste
y al perder tu sombra en la arena dorada volteé a verte,
con desespero te busqué. Caminabas directo hacia las cuevas rocosas,
más allá de la arboleda.
Te seguí como siguiendo un llamado silencioso.
No te volteaste a mirarme ni una sola vez.
Avanzaste con el Crepúsculo hasta que te perdí de vista
y desesperada y ansiosa y sin poder contenerme más
corrí hacia esas cuevas y con desesperación tu nombre grité.  El eco de mi voz me asustó
y entonces sentí tu mano de rosa sobre la mía temblorosa.
Me di la vuelta y así entre penumbras
y con el brillo de la primera luz de luna que comenzaba a inundarlo todo,
acaricié tu rostro por primera vez.
Sentí que soñaba pero tu sonrisa traviesa me confirmó que aquello era demasiado perfecto para hacer un invento de mi mente enamorada.
Aún con miedo a despertarme en cualquier segundo,
caminé hacia ti.
No me perdonaría dejar pasar aquella única oportunidad
y con la luna llena reflejándose en la cueva y en tu piel,
posé mis labios en aquel lunar
al el que tantas veces soñé poseer.
Te sentí vibrar, te sentí estremecer
y temerosa de que ese sueño acabace,
me abalancé sobre ti.
Miré tu cuello desnudo,
miré con deseo aquella camisa transparente y empapada de lluvia
y ya no me pude contener.
Sin atreverme a mirarte a los ojos, sin pedirte permiso, comenzaron mis dedos a descender.
Y uno a uno los botones fui rompiendo.
Te despojé sin aviso de aquel fino abrigo que llevabas.
Y sin siquiera susurrarte una palabra de amor o una promesa vana o todo lo que sentía mi corazón,
te atraje hacia mí desesperada
y prendí mi boca a tu pecho trémulo
y bebí de tu seno que llevaba deseando hacía tanto tiempo
y con más sed que nunca comenzaron mis labios a descender.
Te despojé de tu falda,
la que afuera el viento cómplice acaba de envolver.
Te sentí vibrar, me aferré a tus muslos
y comencé a beber de tu humedad.
Y por cada gemido que me regalaste aquella tarde sin igual, guardó un recuerdo mi corazón en cada latido acelerado que aquella cueva fue testigo y escuchó retumbar.
Sé que no lo soñé
porque me dejaste de rodillas cuando acabé,
implorando por más
y viéndote, corriendo, desaparecer
sin antes regalarme un trémulo beso en mis labios húmedos y mirándome...
como prometiendo que no sería una despedida sino un "hasta luego",
un... "hasta un próximo atardecer"...