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Como el agricultor que siembra en la tierra, 
arando con esfuerzo, bajo el sol que quema, 
así sembramos la esperanza en el alma, 
aun cuando la tormenta su furia desata.

Cada surco que abre el dolor profundo, 
es la promesa de un mañana fecundo. 
Y aunque a veces el terreno es seco, 
es la fe quien riega con su eco.

Las manos del alma están llenas de heridas, 
de momentos perdidos, de noches caídas. 
Pero seguimos sembrando, sin miedo al quebranto, 
porque sabemos que después del llanto, 
la esperanza brota como un rayo de luz, 
incluso cuando parece que ya no hay más cruz.

El tiempo pasa, la cosecha es lenta, 
a veces el suelo no responde y se ausenta. 
Pero igual que el labrador no abandona su campo, 
seguimos adelante, con pasos de encanto. 
Sabemos que, aunque el fruto tarde en llegar, 
en cada semilla está el renunciar.

Renunciar al miedo, a las dudas que nos frenan, 
a las sombras que dicen que no vale la pena. 
Porque el sol siempre vuelve, y el verde germina, 
la esperanza florece, aún en la neblina. 
Es en lo más profundo de nuestras raíces, 
donde la vida renace, tras las cicatrices.

Y cuando llegue el día de ver los brotes crecer, 
recordaremos las noches de miedo y perder. 
Pero en esos momentos, con lágrimas sinceras, 
sabremos que la lucha no fue pasajera. 
Que cada herida, cada caída, fue una lección, 
y que al final, en la siembra, está la redención.

Así como el agricultor cosecha su siembra, 
nosotros también recogemos la esperanza eterna. 
No en los grandes éxitos ni en las glorias que gritan, 
sino en los pequeños gestos, en las manos que invitan. 
Cosechar la esperanza es un acto de fe, 
es creer que, a pesar de todo, la vida volverá a ser.

Y mientras recogemos los frutos sembrados, 
vemos que en cada paso, no hemos estado aislados. 
Porque en la soledad también hay compañía, 
y en cada estrella caída, una nueva energía. 
La esperanza es el puente entre lo roto y lo entero, 
es el cultivo del alma, el resplandor verdadero.