He vagado entre sombras, buscando un lugar, 
donde el eco del dolor se pudiera silenciar. 
Cada paso era pesado, cargado de memorias, 
de batallas perdidas, de antiguas victorias. 
Busqué en el silencio un refugio escondido, 
donde el alma pudiera sanar lo vivido.

Las noches me hablaban con voces distantes, 
susurraban promesas de tiempos brillantes. 
Pero entre tanto ruido, entre tanto vacío, 
me di cuenta de algo que antes no había visto: 
que el refugio que ansiaba no estaba fuera, 
sino dentro de mí, bajo mi propia esfera.

A veces lo olvidamos, cegados por la prisa, 
creemos que el consuelo está en la brisa, 
en lugares lejanos, en brazos ajenos, 
cuando en realidad lo llevamos en nuestro seno. 
Escondido entre las grietas de nuestra piel, 
allí donde las heridas aún duelen cruel.

Busqué en tantas partes, pero no encontré nada, 
hasta que entendí que la búsqueda es errada. 
El refugio no es un destino lejano, 
es aceptar lo roto, es tenderse la mano. 
Es abrazar las cicatrices que el tiempo dejó, 
y en cada fragmento encontrar lo que soy.

El dolor no se apaga al huir de su sombra, 
se enfrenta, se siente, se nombra. 
Y en ese acto de valiente rendición, 
el refugio aparece, en cada latido, en cada canción. 
No es un lugar fijo, ni algo que puedas ver, 
es el espacio que creas cuando empiezas a entender.

Que a veces el refugio está en lo que tememos, 
en los recuerdos oscuros que tanto escondemos. 
Es aprender a amar las partes caídas, 
las que dejamos atrás, las que fueron heridas. 
Porque en cada fragmento, en cada grieta abierta, 
hay una luz pequeña que nunca está muerta.

Y así, en mi búsqueda por hallar ese hogar, 
descubrí que el refugio es simplemente regresar. 
A mí misma, a lo que fui, a lo que aún queda, 
y en esa vuelta encontré la paz tan esperada. 
No es una huida ni un final distante, 
es el viaje de siempre, el más importante.