Luazinha
Aquel don que les había sido indicado como divino era una manera de encontrarse con lo que eran realmente tras sus fachadas de piel; manifestado en valorar la belleza de la hermosa faz dormida de un amante ahíto de placer; en un sexo rubicundo y pleno en su extasis. El Dios cristiano se flagelaba para encontrar la belleza y el amor en las trazas de sangre de sus penitentes, entregados en un sacrificio de pureza. En cambio, aquel Creador con el nombre de All'ah parecía elegir sus ejemplos de otro modo.
Al-Ándalus, al final, los había educado como señores de tres culturas; moviéndolos entre los textos sagrados y los profanos, bajo los vapores de los tabacos y la cadencia del hachís.
Por eso Antonio tomó la mano de Gabriel, para rozar su mejilla en ella; lleno de una vieja confianza.
—Hacedme olvidar las reglas, sonreídme esta noche y entregadme el consuelo de tu recuerdo, porque Eros flagela mi carne con cien saetas y Afrodita se burla de mi reflejando en la luna el brillo de tus dientes perlados —le dijo en un susurro, buscando su piel para hablar contra ella, el aliento húmedo y cálido —concédeme al menos el placer de veros desnudo para recordar mis pecados ante el confesor, y arrepentirme en su justa medida de esto que no tiene perdón.
Los ojos de Dos Anjos estaban más verdes que nunca ¿Como ser tan débil ante esa miel? Antonio siempre había sido tan diestro en las palabras, que daba en el punto exacto para conquistar un corazón incauto.
—Irmao... — cuando Fernández Carriedo temió del rechazo inminente, vio como Gabriel tomaba ambas manos del español y las besó fervientemente —. Sigue hablándome. Me haces bullir la sangre y agradezco que esta vez sea porque te adoro.
Las manos sujetadas a las otras impulsaron los cuerpos hasta que pudo besar la mejilla izquierda, de ojos cerrados. Las botas a un lado, nunca puestas, serían las únicas testigos de aquello.
La puerta ladeada se terminó de cerrar, sellando lo prohibido para el resto del mundo.
—Me dejaré caer en el abismo de mis pecados solo por una sonrisa más de vuestros labios —continuó el español, entregado como cuando era un jovencito que declamaba sus metáforas a solas con Al-Ándalus, para sorprenderlo— . Hermano mío, mi amante más sincero pues compartimos la matriz de nuestra madre, si solo supieras de mis desvelos —bajó a su cuello, para hablar allí — ; de cómo rasgaba el sol con las manos en la negativa. Negué todo deseando que volvieras a mí, y te vi tan lejano que por un momento hasta perdí el aliento. Pero recordaba nada más la fragilidad de tus caderas soberanas y volvía a respirar. Solo la firmeza de vuestra espada me impidió caer de mi corcel ante los bárbaros. Solo vuestras manos refrescaron mi frente en la fiebre del barco... solo a vos quería, entregarme para caer luego fulminado por el rayo.
Lo miró intensamente.
>>—¿No decían los griegos que veníamos enteros y el rayo nos hizo mitades errabundas sin amor ni consuelo? — rozó su boca contra la otra, sosteniéndole la cara con fascinada contemplación y respeto para su cicatriz — Pues que Dios me parta de nuevo, porque sin vos Gabriel... angel de mi cielo, sin vos prefiero que el Hades me niegue todos los privilegios y me rapte al Estigia, para vagar en agonía.
Lo besó.
>>—Dadme la vida, que sin vuestra venia, la vida nada vale. Sin vuestra gracia, ni esta Gran Conquista me llena.
—Toninho...
El tono fue esta vez de desolación. El luso era conciente del dolor del pecho de Antonio, como también era consciente de que sus males eran sus propios beneficios; y que no desharía lo que los separaba, ni se alejaría de Inglaterra; aquel príncipe de los colores de la tormenta, con los rayos esmeralda en sus ojos y el sol frío reflejado en su pálida piel, apenas salpicada con pequeñas manchas del pasado.
Entonces se dio cuenta de que su propio rayo había partido en dos seres a los cuales albergaba en su corazón. Y ambos, siempre gallardos, lo colmaban de amor y caricias para aliviar sus heridas o sus enojos.
>>—Hazlo de nuevo— le pidió otro beso. Cuando se lo dio, la demanda se repitió— . Dame otro... no te canses de darmelos. Es pecado pero no me importa— se ruborizó— . Quiero recordarlo.
Y fue el que plantó el beso en los labios ajenos, jalándole el cabello para que no se separasen, y arrastrándolo consigo a la cama central, ajenos ya de todos los protocolos.
España se encimó en Gabriel, sin quitarse la ropa, los ojos brillantes de añoranza, el alma dejando escapar todas las bellas palabras que cultivó por años en los campos de su amargura y su desdicha. Le soltó la cabellera larga de la cinta de terciopelo, la suya, también suelta desde que se refrescó en la fuente. Se parecían tanto enlazados ahora en el lecho; ignorando abiertamente la temblorosa seña de las velas en su candelabro, desdeñando los placeres de su corona para ostentar el desafío de amarse nuevamente. Era verdad; Antonio nunca rompería el lazo de amor y compañía que Albión y su hermano construyeron a través de los siglos. Sin embargo...
Sonrió lamiendo la boca ajena, consciente de que de esa misma forma, el inglés jamás hendiría el lazo de carne y alma que lo haría para siempre el primero amor verdadero de aquel hombre entre sus manos. Y mientras lo besaba siguió dedicándole sus metáforas, con sus sus palmas en movimientos circulares para desnudarlo.
—No os dejaré despertar, lua mía —le dijo acariciándole la melena con alegres ademanes — sería como arrancarme los dientes o el corazón—puso la mano de Gabriel sobre su pecho — ¿Sentís, hermano mio? Mi centro de luz es vuestro; tomadlo y comedlo, dáselo a Albión para cenar si os apetece. Pero por piedad, poned fin a mi quebranto y amadme. Dime que aún soy aquel que recordáis con felices remembranzas. Miénteme y dime que no me odiáis. Dejame sentir una noche más que nada nos separará.
—Deus Santo, ya no sufras más — Portugal lo calló de su verborragia, completamente acongojado. Tenía unas ganas inmensas de llorar por aquel, el dolor y el despecho atravesaban su cuerpo, como si estuviera transmitiendoselo en la piel. Dos lágrimas cayeron de los ojos verdes, que rápidamente se repararon entre los besos ajenos —. Ya no atosigues tu pobre corazón, irmao. Aquí estoy — le acarició la espalda, peinando la pequeña melena suelta — . Nunca dejaré de amarte, eso puedes sentirlo bien... — sonrió con ternura — Es bueno saber que aún estás allí, detrás de todas estas capas bajo las crueles guerras.
Lo miró un segundo, peinando el flequillo para verle los ojos.
>>—Aunque sea, por esta noche...
Dos Anjos acarició los muslos y lo subió sobre él, callando sus ganas de sollozar con un beso. Al mismo tiempo, las manos de Antonio también hicieron lo suyo para transportar el alma de Gabriel desde el dolor hasta el suave éxtasis de estar juntos. No habrían cambios, no importaba lo mucho que llorase contra su pecho, su hermano no abandonaría su manera de ser.
—Venid conmigo al lecho —susurró cuando se decidió —; porque tenéis razón, mitad de mi alma: No estamos solos en nuestras prisiones, ni con nuestros deberes. Ahora — los ojos verdes se quedaron en los otros, abrazándolo con todas las dimensiones de las cuales el alma es capaz — , ahora solo sonreídme. ¿Recordáis las sedas suntuosas en las cuales él nos envolvía en las noches de luna llena para llevarnos al balcón de Toledo? apreciáis el mismísimo Endimión, la luna enamorada de vuestra piel... — le puso la mano sobre una de las cicatriz del rostro, aún demasiado fresca para los ojos ajenos — Sois el único capaz de enloquecer a los hombres.
Gabriel lo llevó en silencio al borde de la cama y se sentaron allí. Le tomó las manos y sonrió, suspendiendo con ternura todo el arrebol de pasiones que se asomaba en las pieles gemelas, por un instante.
—Meu caro, no necesito forzarme a soñar, tus ojos me transportan a esa época de felicidad— susurró en voz baja, acariciando la mejilla ajena con la punta de los dedos— . Y me hace tan desdichado saber que poco a poco ese brillo inmaculado de tu cálido sol se fue apagando con cada rencilla, cada pedazo de tierra... ¿No es acaso lo que odiábamos de nuestros criadores, los mal llamados padres en la eternidad? Nos burlábamos de sus intereses, de su desesperación y de sus guerras, nimias frente a las cosas importantes del mundo, y ahora... míranos. Estamos exactamente igual, o peor, que aquellos grandes seres.
Se quedó callado un segundo.
>>—La verdad, no es ningún mérito para mí.
Se acercó a Antonio y rozó los labios, tentando un beso, conduciendo las manos a la cintura para que lo sujetara, mientras se deslizaban entre las sábanas.
>>—Quiero que veas que aún profeso esos momentos felices y nunca los olvido. Son mi consuelo, cuando tus miradas me atraviesan con el odio que solamente descarna por sangre. Porque no hay dolor comparable al que puede causarte un hermano.
Sus labios bajaron y aspiró el aroma de su cuello, detectando los aromas naturales entre criaturas como ellas; aromas a sus tierras, a la historia, a sus elementos; exquisitamente combinados de manera única, en cada uno de ellos. Un gesto que significaba un erotismo intenso y complejo, rápidamente correspondido con gemidos y caricias. Por eso, las manos ajenas llegaron a los muslos, apretando sobre las grandes cicatrices que cruzaban ambas piernas, hundiendo los pulgares sobre la piel hendida. Portugal tembló y gimió, dejándose desnudar.
—Mis ojos ahora están llenos de miel, de ambrosía que tenéis que beber antes de que me duela más... — la piel de Gabriel se descubría con el arte de quien provoca y no lo nota, las cicatrices sin romper la armonía de aquella imagen que España tuvo siempre de él; incluso con las más horribles señales de las guerras, el cuerpo de su hermano sería el más deslumbrante.
Pronto las piernas ajenas quedaron desnudas, y Antonio a su vez se desnudó también. Sus marcas estaban grabadas con fuego y hierro en el pecho, el estómago y la espalda. Con una sonrisa llena de sol lejano, las yemas de sus dedos fueron la vanguardia de esta conquista de juguete, erizando la piel ajena con los deliciosos tremores de la perversión perfecta.
—Somos ángeles incestuosos en una nube, arrebatados en el furor de nuestra desobediencia... —lamió la boca de su hermano y la besó sin cerrar los párpados — pequemos, olvidaos del mundo ahora — por la cintura fue buscando la espada para homenajearla como correspondía — . Que nos miren con odio — y la ambición se tornó un vivo y desesperado deseo — . Volved conmigo a la matriz de la suave muerte bajo las luces del palacio, donde Dios admirará la sincronía de nuestra belleza.
—Nunca dejaste de ser insolente — contestó con gracia, tapándole los labios con un dedo que inmediatamente el otro mordió rápido y fuerte como jugueteo, provocando una queja y una respuesta. El lusitano le jaló el pelo y compartieron una risita cómplice, tímida, como si los espiaran.
En otras épocas, aquello era un digno espectáculo de ser mostrado; y era un prestigio entre los siervos, o los que formaban parte de las cortes reales de ese lejano reino que ahora, frente a su realidad, les parecía una fantasía onírica de algún tipo, escondida tras sus deseos impuros.
Emitió su primer jadeo cuando Antonio, impaciente como era, apretó las piernas y les dio certeras y ruidosas palmadas sobre las marcas.
>>—Irmao... ¡ah! — Cerró los ojos y acarició el pecho. La garganta se le secó de repente y no pudo emitir más que jadeos, hasta que alguna impaciencia de su mente lo llevó a empujar al otro bajo suyo para sostenerle las muñecas y lamerle el pecho con hambre, mordiendo la piel y degustando con glotonería.
—Hermano.... sois ¡mmmmh! moriré esta noche bajo tus manos, tal es el poder de mi placer — cada mordida era suave, pero en la piel castigada de soledad y desdén parecían los manotazos de un dios que trataba de matarlo. Tembló como la tierra temblaba en los confines de los araucanos indomables y sus piernas se abrieron para recibir mejor a su amante, su amado, la otra mitad de su alma — . Me acaricié tantas noches... y mis manos fueron espinas comparadas con vuestra soltura y respeto. — las miradas eran indecentes, complementándose en ansiedad con la calma de su boca llena de arte cortesana.
Apretó las caderas ajenas entre los muslos, su corta melena desmigajada en hebras de canela oscura para el deleite de su amante. Acarició el bozo de las mandíbulas de Gabriel y sonrió.
>>—Seréis una delicia cuando os posea, luazinha... — sonrió con seguridad.
— Mnh... aún suena tan bien ese acento en tu boca — acarició los labios entreabiertos por el habla— . Había olvidado cómo te divertías regañandome porque sonamos diferente. Y me ponía triste hasta que volvías hablándome en el lenguaje de mis hijos de vientre para disculparte y me regalabas una flor, tulipanes robados del jardín del Califa.
—Era importante reconciliarme con vos, para beber de tus labios la única brisa que podría refrescarme... — se onduló contra él para demostrarle que no sólo se alimentaba el alma en este encuentro; la carne para ellos era un vehículo importante y al que debían homenajear en consecuencia a su importancia.
Gabriel percibió entonces la vara encendida, tibia y atractiva entre los muslos suaves, mirándola por un instante y apartando la vista al superar su propio pudor. Le gustaba contemplar la simetría del cuerpo que conocía todavía mejor que el propio. Antonio comprendió todo en una mirada y dejó que sus dedos se apoderasen de la carne firme y moldeable de las nalgas; una expresión ladina en las suaves curvas de sus labios apetitosos, mientras se apegaba las caderas ajenas y lo obligaba a frotar la hombría portuguesa con la propia, complacido por el gesto de sublime agonía de su hermano.
>>—Irmao, derretíos sobre mi vara de carne y permitidme esta noche el placer de veros sentado en mi regazo a contraluz.
Una brisa se metió en la habitación y apagó algunas velas, dejando una penumbra en la cual Gabriel lucía todavía más místico de lo que su hermano lo recordaba en sueños. España rió como un emperador de buen humor y traviesa lengua, mientras Portugal se arqueaba bajo las manos presurosas, elevando el rostro con los ojos cerrados y la boca entreabierta; arrebatado, endulzado e invadido tanto en las palabras como en la carne.
—Quiero beber de tu fuente. Mi corazón latirá imbuido de sangre nueva hoy, colmado de esa felicidad que nadie sabe darme en el mundo más que tú... ¡Ahh! — los gemidos pronto comenzaron a salir en el vaivén de las caderas, apretando cada vez mas fuerte. Antonio lo contempló largamente, como si estuviera ajeno a sí mismo; un espectador de una fantasía vívida.
Dos Anjos era quizás una de esas criaturas que más reflejaba todas sus facetas del Otro Lado, bajo su piel humanoide; sobre todo cuando perdía un poco de racionalidad, nadando entre las emociones, ondulando su cuerpo con la gracia de las sirenas en el mar. A su vez, su faz poseía la libertad de quien surcaba el cielo, volando como decían que volaban los dragones en tiempos remotos; el vaivén de las olas en sus caderas, la humedad de la arena entre sus piernas. Los ojos del luso, entrecerrados, brillaban más que cualquier joya de la tierra, más incluso que el oro que guiaba todas las acciones de su hermano España.
Lo amaba, con certeza lo deseaba tanto como le dolía no tenerlo a su lado; mas esta noche fue menester dejar atrás las reyertas de quienes compiten por lucirse más para entregarse. Por eso, a medida que su dulce mitad fue acomodándose sobre él, Antonio se ocupó de expandir el aceite de su sexo en las partes sensibles. Sus dedos, tan hábiles con la espada y la pluma, no dejaban de hacer las mismas maravillas entre la hombría y el centro del pecado mortal, tanteando la carne henchida. Tuvo el deseo de lamerla, pero decidió dar paso a lo urgente. Ya quedarían horas en el manto de las estrellas para dibujar con su lengua los contornos de Portugal, cuando este durmiera.
—Gabriel, a fe mía que nunca amaré a otro como os amo a vos... ¡mhhhh! —su cuerpo comenzaba a abrirse paso en el otro, su vista fija en cómo el rostro ajeno apretaba los párpados y la quijada para respirar hondo y dejarse caer en la lanza de su humanidad, cual mártir o santo.
Entre esos que son adorados en las iglesias y este, adorado entre las sábanas, siempre sería su hermano el más puro y digno de homenaje. Porque sí que a este Dios lo había creado a su imagen y semejanza.
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