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Capítulo 6

Las puertas de hierro dejaron paso a las imponentes ruedas que rasgaron el barro y a los trancos poderosos de la caballería de Holz. El repiqueteo podía escucharse por doquier, hundiendo en la nada al silencio invernal.

La sorpresa de padre fue abismal e indescriptible. El carruaje que teníamos ante nuestros ojos era un pequeño sol entre toda la oscuridad de Kälte. Compuesto por un material tan blanco como la propia nieve y cuyos detalles dorados reflejaban la luz. Por un momento imaginé cientos de estrellas fabricando con su brillo aquella maravilla. Era tirado por ni más ni menos que seis caballos de capa torda y guiado por dos hombres vestidos de color hueso. Era la primera vez que veía algo así. Mis ojos se deslizaron por las imponentes ruedas de madera y metal y luego por las pequeñas ventanas que dejaban ver un interior decorado con mimo. Desee verlo más de cerca.

No solo la carroza despuntaba entre el paisaje pobre de Kälte.

Numerosos caballeros reales montaban sobre sus corceles. Todos vestidos con cuatro tipos de túnicas diferentes. Y no solo las formas de las túnicas eran pintorescas, sino también los colores que las componían: cian oscuro, vino tinto, amarillo ocre y verde oliva. Cada pieza de un único color pero, con la misma similitud; todas poseían el emblema de Holz bordado a mano en el pectoral izquierdo con hilo blanco.

—La guardia de la Rosa de los Vientos... —Susurró Lucrecia cerca de mí y su rostro mostró un atisbo de respeto. Más del que le había visto mostrar jamás.

Todos los hombres se encontraban encapuchados y con medio rostro tapado por un velo. El crudo frío les impediría respirar con claridad, pensé. Entonces, entre tanto color una luz blanquecina resaltó. Alguien que cabalgaba el único caballo de color negro y vestía una túnica impolutamente blanca. Fue el único que se acercó. Acabó desmontando su caballo, que fue agarrado por uno de los escuderos, y con un paso elegante acabó enfrente de mi padre, deslizando su mirada sobre nosotras. La capucha y el velo no permitían ver su rostro, pero unos ojos oscuros e intensos se acabaron posando sobre los de mi padre.

—Los vientos de los cuatro puntos le saludan, soberano de Kälte —pronunció el forastero bajándose el velo y la capucha como gesto de respeto hacia mi padre.

—Lord Iabal... —El rostro de mi padre palideció. Parecía haber visto un muerto.

El caballero nos miró. Poseía un pelo ardiente como el nuestro, amarrado en una corta coleta, y unos ojos oscuros como los troncos de los pinos. Se quitó delicadamente uno de sus guantes para agarrar sutilmente mi mano y besarla sin dejar de mirarme. Quiso hacer lo mismo con Lucrecia, pero esta alargó la mano para estrechársela. Ante tal gesto por su parte Iabal sonrió de una manera casi voraz.

—Usted debe ser lady Lucrecia. —Aquella mirada mostraba un brillo de interés sobre mi hermana y creo que ella fue capaz de apreciarlo, ya que le devolvió la sonrisa con otra algo más leve.

—Princesa Lucrecia —le corrigió—. Y usted debe ser lord Iabal I de Holz. La mano derecha del gobernante Declan I de Holz. —Tal comentario de mi hermana produjo sorpresa en Guillermo. En cambio, en el alto lord creó gran interés. Entonces, cuando él fue a abrir la boca ella prosiguió—. Le presento a mi hermana Melania, la futura soberana de Kälte.

Él, por obligación, acabó prestándome atención. No pude evitar sonreír de una manera algo forzada e hice una leve reverencia.

—Es un gran honor que haya venido personalmente a acompañarnos a su reino, lord —dije.

—Créeme, hermana. El honor es suyo. Deberíamos poner rumbo ya. Tendremos tiempo de sobra para hablar por el camino —interrumpió Lucrecia.

Caminó hacia el carruaje con un andar portentoso y fuerte y pude comprobar cómo Iabal no le quitó el ojo de encima. Era la primera vez que la veía tan empoderada. La primera vez que la veía mostrando la inteligencia que siempre había guardado con prudencia en su interior. Lucrecia estaba cambiando y creí por un segundo que de nosotras dos sería yo quien se quedaría en las sombras.

—Disculpe el comportamiento grosero de mi hija Lucrecia. Digamos que es algo... —comenzó mi padre.

—Fuerte y decidida. Sí, lo he comprobado —completó Iabal. Acabó mirándome de nuevo—. Princesa Melania, será un placer acompañarle al carruaje.

Caminamos y cuando tuve la puerta enfrente me ofreció su mano para ayudarme a subir. Sin embargo, por un instante, me hundí en mi propio reflejo en el cristal de la carroza. Aquella mirada neutral. Aquella piel suave y pálida. Ojos de un verde oscuro y una melena ondulada y roja recogida delicadamente en un moño bajo. Miré mis ropajes abrigados y profundamente negros. Negros por un luto permanente que me habían impuesto desde niña. Entonces mi mirada fue más allá y vi mi reflejo carnal. Lucrecia me miraba directamente a los ojos desde el interior del carruaje y, entonces, abrió la puerta para ofrecerme su mano. No dudé en posar la mía sobre la suya y subí, dejando atrás a lord Iabal sin darme cuenta.

Padre quiso subir en un caballo, pero el caballero insistió para que subiera con nosotras. Cuando quedamos encerradas junto con Guillermo el ambiente en el interior quedó muy cargado. Lucrecia miraba por una ventana y padre por la contraria. Yo, en cambio, solo tenía la vista sobre mis manos posadas sobre mis faldas. Deseaba leer para olvidarme de aquella situación, pero con Guillermo enfrente sería imposible. Cuando pusimos rumbo solo pude concentrarme en el traqueteo de las ruedas y el sonido de los cascos de los caballos golpeando el suelo de una manera un tanto desordenada.

No fui consciente de cuánto tiempo pasó. No fui consciente de mí alrededor. Incluso diría que me quedé dormida. Los segundos, los minutos, las horas... Pasaron volando. Y todo gracias a mi mente. Todo gracias al mundo que cree hace años y que habitaba en el interior de mi raciocinio. Mis personajes... Mis amigos. Aún seguían vivos en mi interior.

Cuando creí que estaba en la mejor parte de la historia que había creado un pequeño tambaleo por parte de una mano me hizo regresar al mundo real. Miré a Lucrecia y me percaté que la luz que inundaba la pequeña estancia del carruaje era distinta. Cálida. Limpia. Mi hermana se había quitado su abrigo. Mi padre igual. Empecé a sentir lo que me rodeaba como debía. Hacía... Calor. Por un momento sentí que todas las capas de ropa que tenía encima me sobraban. Pero era un calor diferente a todo aquel que había experimentado. No era como el que proporcionaba una hoguera. No. Era una calidez uniforme. Podía sentirla por todas partes.

Me despojé de mi abrigo y miré por la ventana. No quise creer lo que vieron mis ojos. Un valle completamente verde rodeado por cordilleras de piedra clara que se abría a un mar de un azul tan potente que se fundía con el cielo. Pero aquel paisaje en forma de media luna no era lo más sorprendente. Una ciudadela reluciente se alzaba al cielo. Estábamos lejos, pero aun así las construcciones imponían con su colosal tamaño y altura. Pero había algo que llamaba aún más la atención: El gran palacio. Sus curvaturas blancas casi parecían irreales, terminando en picos que se alzaban hacia el cosmos.

—Pensé que solo eran leyendas... Pero es cierto. Completamente cierto... —comentó Lucrecia, sorprendida. Supe entonces que estaba hablando más consigo misma que conmigo.

Me percaté entonces que el carruaje se encontraba recorriendo un camino por encima de las cordilleras. Estábamos en aquella formación natural de piedra de una altura considerable. Deslicé la mirada recorriendo toda la media luna y, entonces, me cuestioné como llegaríamos al valle si este se encontraba completamente encerrado por aquella muralla natural.

A medida que fuimos avanzando se empezó a escuchar un traqueteo. Me asomé por la ventana y vislumbré una gran estructura de madera al filo del desfiladero. El ruido era producido por un conjunto de cadenas de metal que giraban alrededor de poleas, ascendiendo una plataforma que acabó colocada al ras de nuestro suelo. El carruaje avanzó hacia dicha tarima y cuando todo estuvo preparado comenzamos a descender por las paredes de roca. Mi hermana y yo estábamos admiradas con dicha ingeniería. Padre nos miraba de reojo con una media sonrisa. Me hubiera encantado ver su expresión cuando contempló aquel método por primera vez. Al cabo de un tiempo tocamos tierra de Holz. Entonces, en vez de seguir el rumbo, los jinetes bajaron de sus corceles y empezaron a montar un campamento muy provisional. Supuse que para descansar y estirar las piernas antes de llegar ante su gobernante. Lord Iabal se encargó de abrirnos la puerta personalmente y de acompañarnos hacia nuestro lugar de descanso. Junto con mi padre, acabó distanciándose brevemente de nuestro lado para hablar en privado.

—¿Holz es todo este valle? —pregunté a Lucrecia, quién parecía saber mucho más de lo que yo imaginaba.

Asintió.

—Holz es el territorio habitado más pequeño del continente. Y el segundo más próspero. —Por un momento quise imaginar cómo sería el primero. Atalus debía ser tan bello como describían los libros de historia—. Me imagino que te preguntarás cómo una población tan pequeña es una de las cumbres económicas del continente.

Una cuestión así había pasado por mi cabeza, pero desarrollada de manera mucho más simple. Asentí con la cabeza y esperé a que continuara con su explicación.

—Holz se define así mismo como país democrático, no como un reino. Arrancaron a la monarquía absolutista del poder como si de una mala hierba se tratase. —Recordé lo poco que estudiamos sobre La Revolución y la ejecución de nuestros abuelos. Todo mucho antes de nuestro nacimiento—. Básicamente, la ética de Holz establece que todo ciudadano tiene derecho a una educación y a un enriquecimiento personal. Este último se consigue en su mayor parte gracias al primero: a la obtención de conocimiento. Así, cada ciudadano legal, gracias al saber y experiencia obtenidos, tiene el derecho de votar a un mandatario entre varios. Personas preparadas desde jóvenes en las artes políticas para encargarse de las decisiones más importantes y la organización del país. En las monarquías autoritarias como Kälte el pueblo no tiene el derecho de elección. No importa la preparación del rey. Solo que sea descendiente directo del anterior. Algo que es injusto y, sobre todo, estúpido.

Creí entenderlo mejor. En el fondo me consideraba muy ignorante en este ámbito. Yo era un claro ejemplo de lo último explicado. Alguien no preparado e ignorante con un reino lleno de miles de personas en sus manos.

—No obstante, estoy bastante en desacuerdo con ciertos aspectos de la política de Holz —comentó Lucrecia.

—Estaría encantado de escuchar dicho desacuerdo, princesa.

Ambas nos giramos. Lord Iabal nos observaba con una sonrisa algo sarcástica y una mirada algo felina, a mí parecer. Lucrecia se mostró impasible. Tanto que me producía preocupación. Conocía aquella cara de neutralidad que estaba poniendo. Estaba pensando que argumentos soltar para aplastarle, tal y como solía hacer con mi padre. Cuando fue a hablar él la interrumpió. Aquello hizo que mi incomodidad creciera.

—Tengo entendido que en Kälte las mujeres no tienen ningún tipo de autoridad. Incluso siendo reinas la figura del varón las hace sombra —comentó el Lord—. Me sorprende que viniendo de tal lugar usted tenga argumentos y conocimientos sólidos de política. —Caminó alrededor de ella hasta ponerse en frente, sin quitarle ni un ojo de encima.

¿Qué intentaba? ¿Intimidarla? Creo que no era consciente de que estaba jugando con fuego.

—Lo que a mí no me sorprende es tal comentario viniendo de usted. —Entonces el caballero paró su rumbo—. Porque lo que tengo yo entendido de Holz, es que no tiene voto femenino. Es más, no hay ni una sola mujer en su Parlamento. Ni en sus universidades de estudios políticos. —Le miró directamente a los ojos. Estaba neutral. Y esa expresión tan tranquila junto con unos argumentos tan sólidos podían enervar hasta a la persona más pacífica—. Por eso no me sorprende unas palabras tan vastas hacia los argumentos de una mujer viniendo de un alto lord de Holz como usted. Era más que esperable.

Pude notar como él tragó saliva. Pareció que iba a responder, pero acabó prefiriendo la prudencia.

—Así que, como sé que por el simple hecho de ser mujer no tomará mi opinión en cuenta, prefiero ahorrar saliva, dejarle a usted con las ganas de debatir y exponer mis pensamientos a alguien que realmente se lo merezca. Ahora, ¿podría dejarme a solas con mi hermana y meterse en la conversación de otro?

Avergonzado, el lord asintió con la cabeza y se dispuso a irse con sus hombres. Un acto de huida. Un acto de cobardía. Pero aún no estaba completamente aplastado, metafóricamente hablando. Solo le faltaba unas palabras más para no tener ningún tipo de huida verbal.

—Y lord Iabal. —Como esperé, ella atacó de nuevo. El hombre se volvió a girar, pero no del todo. Solo lo suficiente para mirar a Lucrecia a los ojos—. No se tome esto como algo personal. Más bien... Como un primer roce para entender quién soy yo y quién es usted. Le aconsejo que no llegue a oídos de su gobernante, porque le aseguro que acabará perdiendo más que ganando.

Iabal sonrió de lado. No entendí ese último comentario de Lucrecia. Ahora el lord iría corriendo a argumentar lo ocurrido a Declan.

—¿Me está amenazando, señorita?

—Qué va. Más bien tómeselo como un consejo. O como una advertencia. Lo primero que dirá su gobernante de usted es que no supo defender su país de unos argumentos lanzados por una princesa de tan solo diecinueve años. A menos que altere la realidad con sus palabras y lleve la situación a su favor. Tiene la espada en sus manos. Solo debe saber utilizarla.

Iabal, algo confundido, soltó una risita baja para finalizar la conversación. Anduvo y su cabellera rojiza se perdió entre las tiendas.

—¿Por qué le has dicho eso? Ya le habías dejado en su sitio —miré a Lucrecia, seria.

—Noto preocupación en tu mirar, hermana. ¿Qué interrumpe la calma de tu joven alma?

Su ironía me irritaba. No me importaba que fuera buena en la palabra con el resto. Pero lo que me dolía es que hiciera lo mismo conmigo.

—Lo que me preocupa es que acabamos de pisar Holz y ya estás buscando problemas. Intenta estar más serena, Lucrecia. El resto del mundo no es como padre. Aquí podrías ganarte enemigos reales.

—Yo no soy una niña asustada, Melania. Tengo un gran arma en mis manos y es mi fluidez argumental —Entonces, se acercó a mi oído para guardar prudencia—. Además, a los niños hay que agarrarles de la mano para guiarles en su camino y a los tontos dejarles el camino hecho. Y en este caso, quiero que Iabal sea mi niño tonto.

Mi mirada neutral pasó a una de sorpresa. Ahora lo entendía todo. Esas últimas palabras no eran amenazas ni consejos. Eran una trampa y en estos momentos Lucrecia estaba esperando a que su presa cayera en ella. Quería llegar hasta Declan a través de Iabal, y así demostrarle a él lo válida que era. Quería darse a destacar en Holz para ganarse un buen renombre, a diferencia que en Kälte.

La llegada de Lucrecia a Holz no había hecho más que empezar.

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