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Capítulo 4


El frío del invierno abrasaba mis mejillas. Las arañaba con tanta fuerza que llegué a imaginar que el propio viento poseía uñas afiladas. Aquella mañana de partida estaba siendo más dura de lo que llegué a imaginar. Horas atrás no fui capaz de despegarme del último abrazo que le di a Lucrecia. Fue tan largo que padre tuvo que ordenar a dos hombres separarnos. Entre un llanto desgarrador me obligaron a subir a un caballo, cosa que no había hecho en toda mi vida.

—Cuando lleguemos a las fronteras de Holz mandaran un carruaje para vos. No obstante, aquí eso es impensable. Las ruedas se quedarían atascadas en el barro y la nieve. Tardaríamos más de lo debido —me explicó Guillermo debido a que mi inseguridad a lomos del animal era completamente clara.

Me daba explicaciones, pero yo no le escuchaba. Solo tenía puesta toda mi atención sobre la mirada de mi hermana y a medida que la caballería avanzaba hacia el horizonte alejándome de ella comencé a sentir más frío que nunca. Cuando mi hermana desapareció en la distancia la posición que yo adaptaba sobre el lomo del caballo que me habían asignado se convirtió en mi nuevo punto de interés.

Noté que, tanto la silla de montar como mi postura sobre él eran distintas a las de todos los hombres que nos acompañaban. Ellos se encontraban a horcajadas sobre el lomo del animal y con un estribo en cada lado. Yo, sin embargo, iba sentada lateralmente. Ambos estribos se encontraban a mi lado izquierdo; uno sobre la panza del caballo y otro sobre su hombro. Por último, para mi comodidad, entre ambas piernas se encontraban dos soportes de cuero donde podía apoyarlas. Todo aquel sistema de correajes se encontraba bajo mi vestido oscuro. Al principio creí que tal postura sería más confortable para mí. Más tarde descubrí que era todo lo contrario. Con el paso de las horas sentí como mi espalda comenzaba a llenarse de pinchazos a lo largo de toda la columna y, además, la presión de mi cuerpo comprimía mis lumbares íntegramente. Por ende, mi pierna izquierda, en constante tensión, ardía debido al esfuerzo. En cambio, la derecha estaba completamente dormida por la falta de movimiento. Cada segundo más que pasaba en aquella posición era un nuevo cuchillo imaginario clavándose en alguna parte de mi cuerpo.

—Padre, necesito descansar —añadí sobre el silencio de los presentes.

—Descansaremos a la noche cuando montemos el campamento. Es un día y medio de viaje, Melania. Debes intentar aguantar.

—Pero, padre... Esta postura es realmente incomoda. —Casi no creía que me había atrevido a replicar al rey. Tal fue mi osadía que varios de los hombres de Guillermo me observaron con miradas serias e inquietas.

Él mantuvo el silencio, pero no quitó su poderosa mirada sobre mi rostro. Ardiente y furiosa. Y a medida que pasaban los segundos más de sus hombres se paraban a observarme, creando una gran red imaginaria que me envolvía como a una pequeña presa. Supe entonces que todos aquellos ojos me estaban juzgando. Supe que había errado.

La tortura se extendió hasta que el sol comenzó a perderse en el horizonte. Cuando los hombres decidieron parar la marcha, padre me ayudó a bajar de mi corcel. En cuanto mis pies tocaron el suelo y el peso de mi cuerpo se apoyó en mis piernas, estas fallaron debido al entumecimiento y cansancio que llevaban encima. No obstante, Guillermo no permitió que cayera y me mantuvo erguida lo más posible para no perder mi figura fémina delante de todos sus caballeros.

Todo mi cuerpo estaba exhausto y congelado. Sentía partes en mis músculos que no sabía que existían hasta ese momento. Uno de los oficiales de mi padre me guió a la primera tienda que habían montado y me ayudó a sentarme frente a una hoguera, que ya comenzaba a resaltar entre las luces tenues del ambiente. Observaba y escuchaba la madera repicando contra el fuego, casi incluso gritando por el sufrimiento que creaban las brasas. Llegué a imaginar entre aquellos leños a los personajes de la historia que mi padre había destruido. Llegué a ver a mis mejores amigos quemándose en el propio infierno de un papel escrito.

—Buenas noches, princesa.

Una voz me liberó del limbo mental. Al dirigir mi mirada siguiendo el hilo de aquellas palabras contemplé a un chico levemente inclinado con un plato sobre sus manos. Diría que era el hombre más joven que había visto nunca. Probablemente tendría mi misma edad.

Colocó el plato sobre una de las cajas que se reposaban al lado de mi tienda y contemplé que en su interior descansaba un trozo de carne, patatas y zanahoria cocidas. Miré al chico de nuevo y le sonreí gentilmente.

—Muchas gracias.

Por un segundo miré mis manos vendadas. Dudé por un instante pero alargué los brazos para agarrar el plato a duras penas. Sin embargo, antes de que los tejidos que las envolvían pudieran tocar el metal la mano del joven se posó con delicadeza en mi antebrazo. Nuestras miradas se encontraron y no pude evitar retirar la mía al instante.

—Su padre me ha mandado cuidarla y alimentarla personalmente. ¿Tiene frío?

Fue entonces cuando le observé colocar nieve limpia en una cazuela y poner esta al fuego. Se fue y volvió con una manta para colocarla sobre mis hombros y taparme.

Negué levemente de manera tímida, pero pareció hacer caso omiso a mi gesto y me envolvió por completo con las telas. El joven acabó sentándose enfrente de mí y vi cómo de su capa sacó unos cubiertos de plata envueltos en cuero. Agarró el plato con sumo cuidado y comenzó a cortar todo el alimento en pequeños cachos.

Alargó con cuidado el cubierto hacia mis labios con un trocito de carne clavado y no pude evitar sentirme incomoda. Pero, el delicioso olor del alimento caliente se deslizó por mis fosas nasales, activando cada recoveco de mi estómago. Con toda la delicadeza del mundo, introduje la punta del tenedor en el interior de mi boca y, entonces, el joven lo apartó con cuidado. Me alimentó con la delicadeza y paciencia semejante de una madre, respetando mi espacio permaneciendo completamente en silencio. Cuando hubo acabado, se retiró con sigilo y llenó con el agua que antes dejó entre las llamas un recipiente metálico. Se volvió sentar cerca y me alargó el vaso.

—Tome, para que caliente cuerpo y alma —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja y no pude evitar devolvérsela.

Posó el filo del cubilete sobre mis labios y comencé a beber sin prisa. Fue cierto lo que dijo. El entumecimiento comenzó a desaparecer de mi cuerpo por completo.

—¿Cómo se llama? —le pregunté, entonces, evitando tratarle de tú. La incómoda y forzada conversación me lo impedía.

—Un vasallo como yo no merece el honor de ser recordado por una princesa como vos, Melania. Más de la mitad de estos hombres piensan de la misma manera —contestó mirando al fuego y bebiendo. Me percaté que intentaba evitar el contacto visual conmigo.

—¿Entonces por qué el rey le ha encomendado la importante misión de cuidarme si solo es usted un vasallo? —pregunté.

—Pensé que las princesas eran enseñadas para ser reservadas —susurró y me señaló con un movimiento de cabeza a varios hombres que nos observaban. Entendí que no tenía permitido hablar conmigo.

El atardecer tornó de sobrio a oscuro. El silencio fue naciendo, hasta que lo único que se escuchaba era la lumbre y los susurros de los hombres que se iban apagando a medida que se iban durmiendo. Creí por un instante que era la única despierta. Había esperado horas leyendo a escondidas para que este momento ocurriera lo antes posible. Mi joven guardia se había quedado dormido sentado enfrente de mi tienda, envuelto en una manta gorda. Pude observar sus facciones más cómodamente: su tez era tan pálida como la nieve y sus facciones finas como las de un niño. Recordé sus ojos claros. Tristes y caídos. Cansados.

Por fin estaba libre de miradas llenas de prejuicio. Por fin había solo calma.

Entonces, miré el fondo del bosque con una mano en el pecho, sobre el collar de cenizas. Por un instante, algo entre los troncos de las coníferas comenzó a seducirme. Una sensación cálida aisló a mi piel del frió exterior y sentí que un hilo invisible tiraba de mí hacia la espesura oscura.

—Sé libre. No te conformes. Huye —miles de voces en mi mente repicaban de forma suave las mismas palabras. Con un mensaje que cautivaba cada tramo de mi razón con la misma lisura que la de la brisa del sur.

Mi cuerpo comenzó a moverse solo. No era yo quien dirigía cada paso que daba hacia el frente; me sentí como una marioneta manejada por otra persona. Pero, no estaba asustada. Diría incluso que nunca antes había sentido una sensación tan feliz y cálida. Y antes de darme cuenta, me encontré perdida en mitad de la arbolada, completamente sola. Cuando quise encontrar mi camino de huellas a mis espaldas no encontré absolutamente nada, solo una capa de nieve completamente virgen. La confusión me mantuvo aún más desorientada. Cada árbol que observaba era completamente idéntico al anterior. En aquel instante, escuché una risa ambigua entre la penumbra, creando eco por doquier. Creí que fue mi mente que me estaba engañando por culpa del cansancio. Que no la estaba escuchando sino imaginando. Y solo en ese momento, cuando creí que mi sangre no se podía congelar más por el miedo, vi numerosas figuras surgiendo de entre las sombras: lobos.

La respiración se me cortó. Mis ojos se quedaron clavados en el amarillo intenso de los ojos de uno de los animales y los gruñidos comenzaron a alzarse sobre el silencio del bosque. Grité cuando sentí cómo uno de los lobos se abalanzó sobre mí, mordiendo la manta gorda que llevaba sobre los hombros. La solté y comencé a correr de manera desesperada.

Los depredadores comenzaron a perseguirme en manada y escuché más aullidos a lo lejos. No saldría con vida de aquel lugar, pensé. Cada vez les sentía más y más cerca y la nieve me impedía correr más rápido. Se sentía como caminar por un suelo de cristal que amenazaba con romperse con cada paso. Y así fue, el suelo cedió bajo mis pies en una de las curvas y comencé a rodar ladera abajo, golpeándome con ramas y arbustos por el camino, acabando tendida sobre la nieve.

Tardé minutos en conseguir levantarme y cuando alcé la vista me contemplé completamente rodeada por los cánidos. Agarré una rama cercana y la agité de manera desesperada mientras me levanté del frío suelo. Con el movimiento brusco las vendas de mis manos cayeron al suelo y el agarre fuerte provocó que las quemaduras se abrieran. Mi sangre acarició la blanca nieve.

—¡Atrás! —gruñí, pero de nada valió.

Un lobo se lanzó a mi espalda, pero no llegó a tocarme. Sentí su aliento cálido acariciando mi nuca antes de verle volar por los aires a varios metros de distancia y, más tarde, escuché un lamento. Todos los animales comenzaron a retroceder varios pasos, sin para de gruñir y mirando hacia mí.

Un escalofrío frío acarició a lo largo toda mi columna vertebral. Había algo justo detrás de mí.

Me giré despacio y mi mirada se encontró con su presencia: la figura de un hombre cubierto por una capa color vino oscuro se alzaba a mi espalda. No era capaz de ver su rostro desde mi posición. ¿Cómo... Había llegado hasta allí sin yo darme cuenta?

—Cierra los ojos —susurró a mi oído.

Y, en menos de un pestañeo, todo ocurrió a cámara lenta. El reflejo de un filo debajo de su capa, los depredadores lanzándose hacia nosotros y yo acabando en el suelo. En menos de un simple segundo, la muerte salpicó la nieve de carmesí. Por un segundo, sobreviví. Cuando quise alzar la mirada sentí como aquel extraño apoyó mi rostro sobre su pecho para no permitirme mirar.

—Te he dicho que no mires.

Cuando sentí la calidez de su cuerpo fui capaz de percatarme de que yo me encontraba temblando como una hoja, mientras que su figura estaba serena y calmada. Su mano acarició gentilmente mi mejilla y sentí como la misma sensación cálida de antes volvía a envolverme. Su fragancia era la mejor que había catado nunca. Lejos del olor a sudor y humedad a la que estaba acostumbrada a aspirar. Entonces, deslizó sus dedos por mi mentón y alzó mi rostro para observar las lágrimas que salían de mis ojos. Al fin, pude contemplar su rostro: su tez era pálida y sus ojos hambrientos como los de un felino, del azul más intenso que había contemplado jamás, casi como los de la tinta fantasía. Era sin duda el hombre más atractivo que había visto en mi vida. Pero, a pesar de su belleza, su mirada era incluso más triste que la de mi padre.

Quise decir algo. Quise dejar de ser una estatua.

Y, entonces, sus labios se posaron sobre los míos.

No entendía nada. Mi confusión me impidió sentir todas aquellas sensaciones al completo. Pero hubo una que sí me erizó la piel: Sus lágrimas fundiéndose con las mías. Se separó y me miró a los ojos, apoyando su frente sobre la mía.

—Volveré a por ti, Almaia. Te lo prometo.

Almaia. Mi madre.

Sus brazos me rodeaban y me sentí protegida y apoyada. Tal y como siempre hacía que me sintiera Lucrecia. Pero esta vez se sentía diferente. Por un momento me olvidé de dónde estaba y de quién era. Me olvidé de todo y a la vez de nada. Solo éramos él y yo. Y, por un instante, creí que conocía a aquel extraño. Que incluso antes, cuando no pude verle el rostro, sabía cómo era cada una de sus facciones. El cómo sonaba su voz y su llanto. Quise arroparlo bajo mi seno y deseé que su sufrimiento cesase de una vez por todas. ¿Por qué se me había olvidado mi propio nombre?

Pero entonces la realidad llegó a mi mente y le separé con cuidado.

Me llamo Melania. Soy Melania III de Kälte. No Almaia. No mi madre. Y cuando mis pensamientos quedaron reflejados en mis ojos y él pudo observarlos, no fue capaz de soltar más lágrimas.

—¡Melania! —escuché la voz de Guillermo a lo lejos.

Aparté la mirada por un segundo del extraño y cuando volví a mirarle ya no se encontraba a mi lado. Estaba sola, de rodillas en la nieve, muerta de frío y completamente asustada. Pero, sobre todo, confundida.

Cuando mi padre se arrodilló a mi lado y me abrazó me costó sentir su presencia. Lo único que llegaba a percibir era su aliento entrecortado y sus latidos rápidos y fuertes.

—¡Cómo se te ocurre venir al bosque de noche y sola! —Espetó y me agarró fuerte— ¿Me estás escuchando?

No le escuchaba. No le sentía rodeándome con su cuerpo. Solo era capaz de contemplar mis manos: tersas, pálidas, limpias, suaves... Ninguna quemadura. Ningún corte. Ningún atisbo de dolor.

—Lobos, padre. Muchos lobos... Y... Un hombre —repetí una y otra vez entre el temblor de mi cuerpo.

Escuché el murmullo del ejército: «Está loca. En esta zona no hay manadas de lobos en estas fechas. Ni siquiera hay huellas en la nieve». «¿Un hombre? ¿Cómo si estamos lejos de cualquier aldea?».

—Levantad el campamento. Volvemos —ordenó mi padre mientras colocaba su capa de pieles sobre mis hombros.

Aun estando confundidos, los hombres no cuestionaron las órdenes de su rey y se pusieron manos a la obra. Entonces me cogió en brazos y comprobó apoyando su frente si estaba entrando en calor.

—No quiero que la dejéis sola en ningún momento —fue la última orden que transmitió Guillermo antes de perderse entre el resto de hombres.

La vuelta al castillo fue peor que la ida. El crudo frío había empeorado. La ventisca nos acompañó durante el resto del tiempo. Ya no montaba sola. Guillermo se encontraba en mi mismo caballo, intentando protegerme con su cuerpo del duro clima. Creí por un instante que nunca había sentido tan congelado a mi reino.

Intenté evadirme de la realidad. De cómo se sentían mi piel y extremidades. Acaricié el colgante que me había regalado Lucrecia, cerré los ojos y volví a mi mundo y mis personajes. A sus aventuras y deseos. Hasta que sin darme cuenta acabé pensando en aquella mirada de un azul espeso como el de la tinta con la que escribía. De sus manos grandes que acariciaron mis mejillas y de sus suaves labios besando los mío.

Sentí una tristeza desoladora. Una tristeza que no me pertenecía.

Una lágrima cayó por mi mejilla y noté como terminó congelándose sobre mi piel. Abracé el colgante de cenizas y lo observé para aferrarme más fuerte a mis escritos y mis personajes.

Hasta que mil colores nublaron mi tristeza. Pétalos reposaban sobre las cenizas en su interior. Cuando... Ninguna flor conseguía crecer en el reino más frío de todo continente.

Y menos surgir de mi congelado corazón.


Estimado gobernante

Déjeme enviarle mis más sinceras condolencias. Debido a que el viaje amenazó con atentar la vida de mi querida hija y la de mis hombres tomé la decisión de regresar al castillo. Kälte volvió a ser cruel con mi caballería y creó una ventisca tan sangrienta como una guerra digna de reconocimiento histórico. Le envío esta carta por medio aéreo para anunciarle que nuestro encuentro será pospuesto hasta que el tiempo sea claro y permita que la princesa Melania pueda tener un traslado digno de su renombre.

Atentamente,

Rey Guillermo de Kälte.





Considerado Guillermo:

Relaje sus inquietudes, amigo mío, pues mi paciencia es más grandiosa que las murallas de mi propio país. Lo primordial en este cometido es que su hija llegue sana y salva a las puertas del palacio de Holz. Debido a la dureza de los páramos del este, quede avisado que dentro de cuatro días mandaré mi mejor caballería a Kälte junto con un carruaje que intentará acercarse todo lo posible para que la señorita Melania no sea testigo de las atrocidades del frívolo terreno. Por último, mi más honorable compañero, quiero que sea conocedor de los rumores que llegaron a mis oídos. Por lo tanto, ya sabiendo que su hija segunda sigue con vida, quiero que ella misma también sea invitada a palacio y que acompañe a su querida hermana, puesto que lo menos que deseo es que mi futura esposa muera en la más honda y oscura tristeza.

Con todo mi apoyo,

Gobernante Declan I de Holz.

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