Capítulo 3
—Si le duele avíseme, princesa.
El curandero aplicaba el ungüento de hierbas medicinales sobre las quemaduras de mi hermana con la delicadeza semejante de una abeja con una flor.
El semblante de mi hermana mostraba amargura, cólera y frialdad. Contemplaba con fijación la extinta lumbre de la habitación y parecía ausente de todo lo que le rodeaba. Incluso de mí.
Entendí entonces que a Melania no le dolían las manos.
A Melania le dolía el corazón.
Guillermo, al ver su estado, comprendió que lo mejor era dejarnos a ambas intimidad. Así que, cuando ya las manos de Melania quedaron completamente vendadas, ordenó al servicio retirarse y terminó por marcharse con andar pesado. Mi hermana parecía muerta en vida. Y más cuando padre nos dio la noticia, al reunirnos, que la princesa partiría junto con él hacia Holz al dejarse ver el alba del día de mañana. Nada parecía capaz de animarla en aquel horrible momento.
Entonces, una idea surgió en mi mente y me dispuse a abandonar la habitación sin que Melania se percatase.
Me deslicé velozmente por los pasillos del tenebroso castillo hasta llegar a una de las pocas cocinas activas que quedaban. La servidumbre, al percatarse mi visita inesperada, comenzó a cuestionarse a qué se debía mi presencia en tal vasallo lugar.
—Princesa, ¿tiene usted hambre? —preguntó una mujer madura y ancha con un tono sereno, pero confundido.
—No. —Ante mi monosílaba respuesta la mujer esperó escuchar el porqué de mi aparición en cocina—. Necesito un frasquito de esencias. El más pequeño que haya en esta cocina. Vacíelo y límpielo lo mejor posible..
La mujer siguió hundida en la confusión pero dio paso a acatar tal singular orden. Cuando regresó a mi con andar airado situó el deseado frasquito sobre las palmas de mis manos. El cristal relucía como una pequeña luna en la noche. Medía menos que mi dedo meñique y pesaba lo mismo que una moneda de plata. Era perfecto para lo que quería.
—Ha encontrado justo lo que estaba buscando —pronuncié con asombro. Contemplaba el recipiente como si fuera un milagro caído del cielo y pensé por un instante que la mujer creería que estaba completamente loca.
—¿Desea algo más, princesa? —cuestionó la criada, que intentaba disimular su desconcierto de la mejor manera posible.
—No. Y gracias. Mil gracias.
Me adentré de nuevo en los pasillos. Si lo pensaba fríamente aquel laberinto de galerías había sido siempre el escenario de mi vida. Contemplé la gran puerta de madera que dejaba paso a nuestra lúgubre habitación y puse rumbo fijo hacia el tocador. Hurgué, con poco tacto, en cada caja de bisutería hasta hallar con una larga y fina cadena de plata. La contemplé entrelazada con mis dedos y, entonces, la situé alrededor de la boquilla del frasco. Dudé por un instante si aquel humilde regalo llegaría a gustarle a Melania. Intenté dejar todas las inseguridades de lado y continué mi paseo al destino final: el despacho de padre, donde se encontraba ella. Al volver a la estancia ni siquiera me miró e, incluso, diría que se encontraba en la misma posición que cuando me fui.
Me arrodillé ante la inexistente lumbre y con mucho cuidado introduje unas pocas cenizas en el interior del frasquito, cerrándolo al final con un tapón de corcho oscuro. Volví con mi hermana, quien por fin se dignó a mirarme. Colgué el preciado objeto alrededor de su fino cuello, contemplando su asombro posterior.
—¿Hermana? —cuestionó, confundida.
—Para que nunca olvides quién realmente eres. Llévalo siempre cerca de tu corazón —pronuncié para más tarde observar las lágrimas brotando de su bella mirada.
Casi pareció saltar hacia mis brazos, para entrelazarnos en un cálido abrazo. Esta vez lloraba sin ganas. Acaricié su espalda delicadamente para eliminar toda la carga que tensara sus músculos. Sentí como cogió aire para más tarde expulsarlo de su interior lentamente. Se estaba relajando.
—Tenía que haberte hecho caso... Yo... Soy una tonta, Lucrecia. Una niña ingenua —replicó.
Otro hubiera sonreído ante tal comentario. Se hubiera regocijado en su error. Otro hubiera catado la inseguridad de Melania como si fuera el mejor sabor en este mundo. Sin embargo, su amargura era también la mía. Sus problemas también me pertenecían, por mucho que quisiera negarlo.
Acaricié su mejilla con la calidez de una madre y, entonces, le sonreí. No había rastro de maldad, solo cariño y afecto.
—¿Qué te dije esta mañana? —Esperó a que yo misma respondiera la cuestión—. Te dejé claro que te apoyaría en cualquier momento.
Las lágrimas caían como una cascada por sus mejillas y no se frenaron hasta un largo tiempo de sosiego. Pensé que aquel último día ambas lo aprovecharíamos al máximo. Que nos diríamos todo aquello que en un pasado callamos por vergüenza o inseguridad. Pero nada de aquello pasó. La tesitura de Melania solo provocó silencio sobre más silencio. Frío sobre más frío.
Observé a mi amado Kälte desde la ventana más alta de palacio y contemplé al grupo de caballería partiendo hacia el horizonte. Su melena color cobre brillaba como el fuego gracias a las primeras luces de la mañana. Supe entonces que aquel amanecer, en el que mi hermana se iba, se convertiría en el más triste que mi memoria podría recordar jamás.
Los minutos se convirtieron en horas hasta que la noche pasó. Al observar el reloj tuve la sensación de que las manecillas se habían paralizado por el agresivo frío. Observé a los criados trabajar con más ímpetu que nunca, a pesar de la ausencia de padre. Escuché que las lumbres de las habitaciones e, incluso, las de cocina se apagaban más rápido de lo normal y que la frescura del ambiente no concordaba con las fechas del año.
Aquella situación obligó a la servidumbre a cerrar espacios del castillo al completo para guardar más fácilmente el calor en las zonas más habitadas. Sin embargo, parecía que el propio invierno se había metido dentro de la edificación.
Llegué a contemplar cómo las pobres criadas tiritaban mientras trabajaban. Algunas, inclusive, cayeron enfermas debido a tal frío. Otras decidieron comenzar a dormir en cocina, el lugar más cálido de castillo. Yo, en cambio, lo máximo que necesitaba eran unos guantes y una capa sobre mis hombros. Mis noches más que llenas de frialdad estaban completas de soledad. Al contemplar el lugar de Melania en nuestra cama o su escritorio vacío mi corazón comenzaba a hundirse en un vacío infinito de tristeza.
—Señora Lucrecia, ¿me está escuchando? —pronunció el hombre que se encontraba sentado enfrente de mí.
Salí de mis pensamientos y acabé por observarle. Sus patillas eran tan espesas que se fundían con su barba. No obstante, no podía decir lo mismo de su cabellera, ya que en esta podían notarse diversas entradas. Su indumentaria era exquisita además de su plante y educación. Faltaría menos del consejero más confiable del rey.
—Disculpe, lord Everad. Estaba ausente.
—No se preocupe, puedo comprenderlo. Decía, princesa, que como ni su padre ni su hermana se encuentran en la villa es necesario que usted tome decisiones respecto este temporal que nos envuelve —comenzó—. Es de vital importancia, ya que están llegando noticias por doquier de muertes repentinas por frío. El pueblo esta indefenso.
Ambos nos encontrábamos en la confiable privacidad del despacho del rey. Tal suceso que Everard me confiaba era de elevada complejidad y cuantía. Tanto, que nadie en castillo debía saberlo para no comenzar el desastre. Ante mi aparente silencio el Lord continuó.
—Hay algo más, princesa. Algo que su padre no le ha contado.
—¿Y por qué osa comenzar a contármelo? Si mi padre ha decidido que no debo saberlo es por un motivo mayor, lord. No creo que sea prudente que vos me revele tal secreto —repliqué de manera serena y sobria.
Continúo, ignorando completamente lo que acababa de decirle.
—Al parecer, rumores falsos se han creado de su hermana, Lucrecia. —Tragué saliva—. Alguien de castillo sacó a la luz que Melania no es más que una adolescente malcriada. Que no está capacitada para tomar el lugar de Guillermo.
—¿Qué tiene que ver eso con el temporal de frío? —cuestioné para evadir el tema. No quería recibir la mala noticia que estaba a punto de pronunciar el consejero. Pero el prosiguió de nuevo.
—Además, hace meses también se esparcieron rumores de que usted sigue viva, Lucrecia.
Quedé enmudecida al escuchar aquello. Recordé la tarde en la que padre me sentó con tan solo diez años cerca de la lumbre en esta misma habitación. En aquel entonces él no era tan duro. En aquella época él aún me quería con una sinceridad plena. Y fue en esa tarde en la que sentí por primera vez la severidad de Guillermo. «El pueblo te odia, hija mía. Querrán tu ejecución pronto si no tomo medidas drásticas». ¿Qué persona en el mundo está lista para afrontar tales palabras? ¿Qué niña de diez años podría entender aquello al completo sin sentirse arrollada por el miedo? Fue entonces cuando tuve que hacerme a la idea. Tuve que afrontar mi destino. Mi obligación. Mi único deber en aquel reino era hacerme pasar por muerta. Cuando padre me declaró aquel discurso no supe ver cuán horrible iba a ser mi designación: nunca más podría salir de castillo. Nunca más podría correr con mi hermana por el jardín para jugar en la nieve. Nunca podría conocer mi propio reino y el resto que pasan las fronteras. No podría asistir a los bailes ni a la boda de Melania. No podría enamorarme ni tener la mía propia.
Estaba condenada entre las paredes del oscuro castillo de Kälte.
—Muchos se indignaron, ya que el ser humano no lleva bien lo de ser engañado. Los rumores fueron a más y para evitar más mentiras decidieron profanar su tumba, princesa.
Sentía como todo el frío que no había sentido en días comenzaba arañar toda mi piel. Mi corazón latía con fuerza, golpeando mi pecho una y otra vez. No quería seguir escuchando sus artimañas. El mareo que me había producido la verdad no me permitía pensar ni sentir con claridad.
—Lucrecia... Además...
—Cállese —le corté.
—Por favor, escúcheme. Hay algo más importante que debe saber —insistió.
Entonces me levanté y le miré con furia.
—¡He dicho que se calle! No quiero oír nada más. Yo estoy muerta, ¿entiende? ¡Muerta! —Comencé a gritarle hasta que al final puso sus manos en mis hombros para calmarme. Sin embargo, le aparté de un empujón y miré al suelo.
Mi mirada acabó posándose en la antigua lumbre donde los escritos de mi hermana murieron. Y entonces algo provocó que volviera a enmudecer. Las brasas aún seguían levemente calientes, cuando ninguna criada había encendido la chimenea en días.
—El pueblo está dividido, Lucrecia —prosiguió, debido a mi reciente silencio—. Ya no todos desean que Melania sea coronada. Quieren darle una segunda oportunidad. Princesa, yo estoy de su lado. Con sus habilidades podrá sacar a Kälte de la miseria.
Pétalos de mil colores podía observar entre las brasas. Colores que mi mente no sabía reconocer ya que mis ojos nunca los habían contemplado. ¿De dónde habían surgido si ninguna flor crecía en el reino debido a las crudas temperaturas?
Entonces miré de nuevo a Lord Everad con una mirada que le sumió en el pánico. Una mirada que le hizo sentir tan pequeño e indefenso como un niño. Más tarde, mi sonrisa le provocó escalofríos. Supe leer sus pensamientos a través de sus ojos: creía que estaba loca. Y en parte no estaba equivocado. Su mente estaba gritándolo a los mil viento y no sé como era capaz de apreciarlo. Una pequeña inseguridad brotó en mi. Mi voz interior susurraba palabras que no quería escuchar.
Loca. Maldita.
—Sabe, no soy una niña tonta como mi hermana. Sé lo que quiere, lord. Quiere una revolución entre herederas. Y no la va a conseguir.
El hombre sonrió de forma nerviosa. Pude contemplar como gotas de sudor caían por su frente a pesar del frío del ambiente.
—La palabra revolución diría que es algo agresiva, princesa.
—¿Prefiere que utilice sinónimos? ¿Insurrección, motín, sublevación, rebelión, revuelta...? —Cada palabra nueva que pronunciaba era un nuevo paso que daba hacia él—. Cada cual voy nombrando suena peor que la anterior, pero según los libros que he leído al respecto todas significan más de lo mismo: cambio violento en las instituciones políticas de una nación. Justo lo que pasó en Holz. Terminando con la cabeza de los reyes clavada en una pica. Con la revolución muchos buscaban justicia y libertad para su pueblo. Otros tantos solo ascender socialmente. —Le miré a los ojos fijamente, para hallar una respuesta clara en ellos.
—Lucrecia, creo que me está confundiendo...
—También leí al respecto los castigos que impartían. Ya que quien tiene pensamientos revolucionarios es condenado por injuria al rey. Los hay de todo tipo; desde rápidos y eficaces hasta lentos y dolorosos. ¿Quiere que se los vaya explicando uno a uno? —cuestioné, ya a centímetros de su rostro, y con un tono tranquilo y bajo.
—¡Usted está loca! —gritó yendo hacia la puerta y apartándose lo más rápido de mi presencia.
—Espero que use ese argumento cuando mi padre sea conocedor de sus pensamientos, lord. Abríguese. Dicen que en el exterior hace frío.
Cuando se marchó, maldiciendo mi nombre mil veces en su mente, decidí acercarme a la chimenea. Me acuclillé y acaricié los pétalos con mis dedos para comprobar que no eran producto de mi imaginación. Sin embargo, cuando los rocé lo más mínimo se deshicieron en cenizas. En cierto sentido no quería atarme a la única explicación que tenía de aquello. No quería creer que lo que acababa de contemplar tenía que ver con Melania.
Preocupaciones de todo tipo invadían mi mente y en cuanto el silencio se perturbó por relinchos de caballos a lo lejos supe que más problemas se avecinaban.
El futuro iba a estar plagado de oscuridad y frío.
Mucho frío.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro