Capítulo 2
La esperanza del reino de Kälte. La imagen y semejanza de la reina Almaia I de Holz. La futura reina... Yo, en definitiva. No obstante, la realidad sobre mi persona era completamente distinta: sobre mis hombros se encontraba un gran peso que ni siquiera yo misma había colocado. Una carga que no podría sostener por más tiempo.
Crecí entre el seno de la esperanza del pueblo y, sobre todo, de la de mi padre. Contemplé como la imagen de mi hermana se marchitaba día tras día y la mía, sin embargo, florecía a su lado. En el fondo aquello no me complacía, por muy orgullosa que debía sentirme. Mi hermana era lo único que tenía en esta cruel vida. En ella veía un gran ejemplo a seguir. Su valentía y mentalidad crítica me producían admiración. Poseía sin lugar a dudas algo que yo no tendría nunca: una capacidad de deducción instintiva. No obstante, a pesar de tener un talento innato para mandar y reinar, padre nunca vería en Lucrecia una candidata perfecta para el trono y no porque no supiera que era completamente válida, sino porque el pueblo nunca aceptaría y respetaría a una mujer maldita. A una mujer que se encontraba públicamente bajo tierra.
La política que existía entre reinos nunca llegó a importarme y, además, mi interés se redujo cuando Daisy me enseñó el gran mundo de la literatura. Ya nada merecía la pena. Nada me llenaba más que un buen libro. En cuanto fui capaz de leer con fluidez no pude parar. Aprendí de lady Daisy a esconder los tomos bajo las telas de mis vestidos para leer por cada rincón de palacio sin ser vista. Hasta que aprendí a coser y así perfeccioné mi táctica con bolsillos ocultos en mis faldas para así siempre llevar al menos un tomo conmigo.
Entonces, un día una pequeña llama se encendió en mi corazón: quería hacer lo que hacían los escritores de los libros que leía. Deseaba crear mi mundo, mis personajes, mi historia... Necesitaba escribir. Mi ser exigía que todo lo que mi mente había creado fuera plasmado en papel y tinta. Fue en ese momento cuando comencé a crear mi gran secreto. Cada noche, a la hora correspondiente, el servicio apagaba cada vela encendida en castillo como si fuera un ritual espiritual. La mujer encargada de la noche del viernes, cuando se disponía a hacer su labor en nuestra alcoba, traía siempre introducidos entre toallas limpias frascos de cristal con tinta en su interior y papel artesano envuelto en cuero. Yo, ante eso, acababa cerrando el trato cambiando mis útiles de escrituras por una bolsita llena de monedas de oro. A veces, si la mujer era considerada, añadía unas cuantas velas de tamaño medio por si el resto de criadas notaban la falta del alumbramiento que era colocado a diario en el dormitorio.
Pasé tantas madrugadas en vela que ya perdí completamente la cuenta. Lucrecia llamaba a mi hábito literario Las mil y una noches de Melania y si ambas teníamos la necesidad de hablar de ello con gente presente sustituíamos la palabra escritura por la de corsé, debido a que era el escondite de mis escritos. Era sumamente gracioso ver el rostro de confusión de los criados al escuchar nuestras conversaciones sobre ropa interior. Sin embargo, aquellos diálogos sin aparente sentido incentivaron la errónea creencia de nuestra locura, que llegó a oídos de padre. Pese a la aparente preocupación que podía contemplar en los ojos de Guillermo, supe que los rumores creados por los sirvientes no eran más que una pequeña sombra detrás de los verdaderos problemas que poseía.
El pueblo se marchitaba día tras día, lo que provocaba la lenta caída de nuestro reinado. Kälte era como una gran pirámide y los pilares de la base comenzaban a caer uno tras otro. Eso significaba que la cumbre, nosotros, se desplomaría junto con el último cimiento derrumbado. La presión estaba ya a punto de aplastar al rey. El pueblo exigía la unión con otro feudo para evitar la completa ruina y eso significaba una sola cosa: los habitantes exigían mis nupcias.
La noche del reencuentro con padre fue lenta y a medida que los minutos pasaban mi pecho se contraía más por culpa de los nervios. Lucrecia estuvo en lo cierto y en cuanto Guillermo se armó del valor suficiente pronunció la gran noticia: el gobernante de Holz estaba interesado en mi mano.
No estaba lista. Aún no. Apreté fuerte entre mis manos el libro que se encontraba bajo mis faldas, aguantando la mirada sobre el rostro de mi padre y manteniendo una expresión neutral, pero forzada. Mis labios se paralizaron, siendo incapaces de pronunciar ninguna palabra. Entonces, Lucrecia entró en acción con su gran habilidad para el engaño. Supo leer mi semblante. Escuchó los gritos de ayuda de mi mente y en cuanto padre e hija se apartaron de mi vista no dudé en escaparme del comedor con un porte exquisito y refinado. En cuanto mis pies pisaron un pasillo vacío, la princesa Melania III de Kälte desapareció, permitiendo a Melania —y solo Melania— correr lo más rápido que sus piernas le habían permitido jamás.
Al entrar en mis aposentos me apresuré a buscar mis manuscritos y en cuanto los hallé, terminé abrazándolos tumbada en la cama. No quería conformarme con lo que se me imponía, pero demasiadas vidas dependían de la mía. No tenía otro camino que tomar. Debía dar mi brazo a torcer y cumplir los deseos de mi padre y el pueblo, por muy triste que acabara siendo mi destino.
Desperté junto con el amanecer. El gran oleaje de sentimientos que experimenté por la noche aún seguía bañando cada tramo de mi pálida piel. Sin embargo, se sentía ligeramente diferente. El frágil dorso de su mano acariciaba mis mejillas con la delicadeza semejante al roce de una pluma y su mirada, gentil y cariñosa, surcaba cada parte de mi rostro.
—Has estado llorando mientras dormías —susurró Lucrecia. Se encontraba sentada sobre los cojines de colores sobrios que reposaban alrededor de nuestra cama. Su cara estaba a la altura de la mía.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —cuestioné mientras limpiaba mis pestañas llenas de lágrimas.
—El suficiente. —Besó mi frente. No supe definir si sus labios estaban fríos o cálidos—. Hace horas que el paseo con padre terminó.
Por unos minutos el silencio reinó entre ambas. Supe entonces que Lucrecia únicamente estaba buscando las mejores palabras para pronunciar una mala noticia. Noté como su pecho se infló y, después, exhaló de forma pausada para tomar la tranquilidad necesaria. Sus labios, por un momento, parecieron temblar pero después vocalizaron con su templanza habitual.
—El momento ha llegado, Melania.
No había mejor expresión que aquella. No existían vocablos mejor unidos entre sí para definir tal desgracia. Mi desgracia. Mis facciones se arrugaron y, solo cuando sentí el lloro salir del interior de mi mirada, hundí mi rostro en la almohada. Lucrecia me abrazó fuerte. No sabía si estaba acompañando mis lágrimas con más lágrimas o simplemente estaba cediendo su cuerpo para que llorara sobre él. Desconocía que pensamientos rondarían por su mente. Si estaría tan dolida o asustada como yo. Fue en ese instante cuando me obligó a mirarle a los ojos y, entonces, entendí todo. Su mirada estaba húmeda, pero, a pesar de ello, ardía como mil incendios y brillaba como cientos de soles. Lucrecia tenía miedo, pero su espíritu estaba lleno de rabia y furia. Era más que obvio, su temperamento era mucho más grande que sus inseguridades.
—Da igual cuanta tierra haya de por medio. Da igual cuanta gente me odie o cuantos obstáculos se coloquen entre nosotras. Tú eres parte de mí y yo soy parte de ti. Recuérdalo —pronunció, entrelazando sus dedos con los míos y regalándome un trozo de su alma.
El abrazo posterior fue inexplicable. Nuestras pieles se fundieron, convirtiéndonos en una única persona. Estaba en lo cierto. Nuestra conexión era única y aquello nada ni nadie podría cambiarlo. Cuando tuve el valor suficiente volví a mirarle a los ojos y limpió mis lágrimas con el dorso de su mano.
—Iré en tu lugar. —Afirmó de forma directa y segura de sí misma.
—No, me niego. No permitiré que vivas una vida completa en la mentira. —Entrelacé la tela de su vestido con mis dedos y la apreté fuerte. Mis labios temblaron y no pude seguir hablando hasta que tragué saliva de sabor amargo. Asimismo, el nudo formado en mi garganta no facilitaba mi comunicación—. Debo hacer esto yo, tengo que ser fuerte.
—Pero...
—Quiero enseñarle mis escritos a padre.
Lucrecia quedó igual de petrificada que las estatuas que custodiaban el sepulcro de madre.
—Eso es una locura, Melania. Padre odia todo lo que tiene que ver con los libros porque le recuerdan a madre. Mandó quemar toda la biblioteca del castillo. ¿No recuerdas los consejos de lady Daisy al respecto? —acabó cuestionando. Su rostro mostraba mil emociones al igual que su tono de voz. Estaba asustada.
—Es mi única oportunidad de abrirme a él, Lucrecia. Igual si le doy una oportunidad entra en razón.
—Guillermo enloqueció con la muerte de Almaia. Cuando se le muestra algo que le recuerda a ella, él... Parece el mismo diablo convertido en hombre. Mira lo que ocurrió hace dos años...
—¿Te refieres a la criada que llegó del reino de Suittes? —pregunté y asintió.
—Llevaba una capa de color vino. Al verla vistiendo tal prenda le lanzó, casi por instinto, un candelabro de velas encendidas. La chica no murió pero la mitad de su rostro y cuerpo quedaron llenos de quemaduras... —pronunció prudentemente.
—Padre no me haría eso a mí —dictaminé.
—Pero sí a tus escritos. Los destruirá e impedirá que vuelvas a leer y a escribir. Melania, sabes que nunca te pido o exijo nada pero esta vez complace mis deseos. Sigue guardando tu secreto como oro en paño, por favor. Que padre sepa que amas la literatura no cambiará nada sobre el casamiento.
"Complace mis deseos". En cierto modo algo en mi interior se sintió ofendido. Siempre debía actuar como los demás me aconsejaban y, esto mismo, me molestaba. Mi hermana pudo darse cuenta de mi molestia, pero no se disculpó ni retiró las palabras ya dichas.
—¿Por qué nunca puedo tomar decisiones propias? «Melania, haz esto. Pero no debes pensar por ti misma porque eres una princesita tonta. Tu único deber en la vida es casarte y morir alumbrando bebés como hizo tu madre. Como haría una reina ejemplar» —Cada palabra que salía de mi boca era aún más venenosa que la anterior pronunciada.
Lucrecia no me mandó callar, simplemente aguantó mis replicas, esperando pacientemente a que terminara de desahogarme. Cuando las palabras terminaron de escaparse de entre mis labios procedió a decir:
—Hazlo entonces. —Aquello me sorprendió—. Si deseas de verdad enseñarle tus escritos a padre hazlo. Pase lo que pase estaré a tu lado para apoyarte.
La rabia comenzó a desaparecer lentamente dejando paso a la tranquilidad. Limpié mis mejillas con la manga de mi camisón. Lucrecia me acariciaba y, en cuanto me sentí lista, me vestí y peiné. Agarré la encuadernación de cuero que guardaba en su interior la razón de mi vida y cuando fui rumbo a la salida de la alcoba volví a mirar a los ojos a mi hermana y en ellos supe encontrar orgullo. Sería la primera vez que enfrentaría a padre en carne y hueso. La primera vez que Lucrecia no se haría pasar por mí.
Mis inseguridades fueron creciendo paso tras paso hacia el despacho del rey Guillermo IV. Practiqué en mi mente las palabras que debía manifestar y los gestos que articularía para no mostrar todo el miedo que tenía en mi interior. Miré la encuadernación de cuero que comprimía contra mi pecho. Dentro de aquel envoltorio se encontraban más que papeles. Pensé en todos mis personajes, quienes habían sido mis mejores amigos durante tantos años, y en el mundo que yo misma había creado para esconderme cada noche de la acechante realidad. Me volví a hundir en mis más felices fantasías cuando entonces me percaté que ante mí tenía la presencia que imponía a todo mi ser. Frené mi rumbo a bastos centímetros de su pecho y en cuanto alcé el rostro pude ver sus facciones cansadas y, sobre todo, serias. Padre parecía no haber pegado ojo en toda la noche.
—¿Qué haces levantada tan temprano? —Me preguntó con un tono general ya que parecía recelar el equivocarse de nombre.
—Padre, deseo hablar con usted un asunto importante. Y no se trata de mi futuro compromiso. —Usé a forma de respuesta y, con aquella última oración, le ayudé a distinguirme de mi hermana Lucrecia.
Por un momento calló. Sabía que quería aconsejarme. Decirme: tu compromiso es lo único que debería importarte ahora mismo. No obstante, el cansancio no le permitió pensar en cualquier rebatida posible a mi propuesta. Me animó, con un movimiento ligero de brazo, a entrar en primer lugar a su despacho. Y así hice. Con paso seguro y recatado abrí la puerta de la estancia y me apresuré a tomar asiento justo enfrente del gran diván de cuero oscuro de mi padre. No obstante, Guillermo decidió no tener prisa alguna en ocupar su puesto en el imponente sofá. Tardó lo mismo, o más, en ubicar sus posaderas sobre el asiento que un lento anciano, lo que provocaba más histerismo por mi parte.
—Entonces, ¿cuál es esa cuestión tan importante que requiere de mi propia atención? —preguntó con un tono aburrido e, inclusive, soltando un maleducado bostezo.
—Quiero contarle una gran inquietud que tengo desde hace un largo lapso, padre. Bueno, si me permite la osadía, yo no lo tildaría de inquietud, sino de virtud, más bien —comencé a argumentar, pero fui interrumpida.
—No te alargues más de lo debido, niña. Me vas a matar de la espera y curiosidad —replicó el hombre con algo de recelo.
—La cuestión es... —Tragué saliva al ver la mirada de expectación del rey— Que no puedo vivir sin la literatura, padre. Soy una persona a la que no le gusta tener secretos y no quiero ocultárselo más, porque más que un disfrute lo estoy sintiendo como un pecado.
El silencio que se pronunció después fue exasperante. Tanto que todas las palabras y argumentos que había practicado en mi mente con anterioridad se habían esfumado.
—Li... Literatura —tartamudeó con un tono tan asqueado como si de una blasfemia se tratase.
—Ya sé que la propia palabra le hiere, padre. Sé que prohibió solemnemente leer y escribir novelas años atrás. Sé que le recuerda a madre... —Extraje el manuscrito del interior de la funda y me levanté para, más tarde, arrodillarme en el suelo, con la frente apoyada en este mismo y tendiéndole mis escritos a Guillermo. No pude ver como su mirada me juzgaba, pero si fui capaz de sentirla clavándose en mi nuca—. Léalo, se lo imploro. Le prometo que no perderá su tiempo. Le juro que sus ojos contemplarán el talento que tengo para la escritura. De que esta es mi verdadera vocación en la vida. Tómelo, padre.
Fue entonces cuando sentí que Guillermo arrancaba mi creación de mis manos. Fue en ese mismo momento cuando levanté la mirada para posarla en la suya. Fue... y sólo fue entonces cuando vi mis escritos surcando el aire y dirigiéndose hacia el bélico fuego de la lumbre que mantenía cálida la habitación.
Mi instinto chilló por cada poro de mi piel en cuanto vi las llamas acariciando el cuero y el papel. La necesidad de rescatar cada escrito que se hallaba en su interior me hizo saltar al segundo hacia la chimenea y en cuanto mi padre me vio introduciendo las manos en las brasas, tiró de mí hacia atrás, terminando ambos en el suelo. No sentía dolor alguno, solo tristeza. Una inmensurable aflicción. Lloré entre los brazos de mi padre con tanta ira como si un hijo me hubiera arrebatado sin quitar las manos del fuego.
—¡No sabe qué ha hecho, padre! No lo sabe... —repetí, golpeando su pecho con mis puños completamente abrasados y heridos
—Salvarte, Melania. Eso es lo que he hecho. Salvarte. ¡Sirvientes, haced llamar a un médico! —gritó a pleno pulmón.
No llegué a entender ninguna de sus palabras. Casi pareció hablar un idioma diferente al mío. Le odié con todo mi ser por un instante. Al contemplar cómo el trabajo escrito de años se deshacía en cenizas, imaginé a mi propio padre envuelto en un incendio infinito y ardiente. Contemplé, en mi mente, al rey del reino más frío ardiendo en el propio Infierno.
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