Habían pasado diez noches desde la primera desaparición en el campamento. Contemplé las diez tallas de madera de abedul que se encontraban sobre la cómoda de al lado de mi cama. Todas ellas con una energía espeluznante: representaban hombres huyendo de un ser misterioso que les perseguía. Unos corriendo para salvar sus vidas y otros haciéndose un ovillo en el suelo mientras esperaban su destino... Cada estatuilla de madera contaba una historia de terror diferente. Y estaba segura de que cada una de ellas representaba a cada hombre desaparecido del campamento.
Escuché el grito de un hombre fuera de mi tienda. Giré la cabeza, asustada, y agucé mi oído:
—¡Por favor, mi señor!¡No deseo hacer guardia esta noche!¡Soy demasiado joven para morir! —Era la voz de un chico joven. Tal vez de mi edad o quizás menor. Al final le escuché romper en el llanto.
—Todos los hombres por votación decidimos que lo más justo es que todos pasemos por las guardias nocturnas. Estarás con tu dúo y habrán dos grupos en cada punto cardinal. No te pasará nada, soldado.
—¡Miente!¡Cada noche muere al menos uno! ¿A qué estáis esperando Briccio?¿A qué muramos todos?
Caminé hacia la entrada de mi tienda y abrí sigilosamente un poco la tela que me impedía ver el exterior. El chico que lloraba estaba de rodillas enfrente de Briccio y otros hombres alrededor con un aire amenazador. Uno de los soldados más fieles al rey fue a actuar, hasta que Briccio posó la mano en su hombro y frenó su iniciativa.
—Las órdenes de nuestro rey son claras, debemos permanecer en este lado del bosque hasta que la estación lluviosa termine y el túnel vuelva a dejarnos paso a Holz. Además, no sabemos a qué situación nos enfrentaríamos al otro lado, probablemente luchar contra un posible motín. Debéis ser pacientes.
—Faltan meses para que pase la estación lluviosa, además no sabemos si puede atrasarse la siguiente estación. ¿Y si se nos acaban los víveres? —preguntó uno de los hombres con más serenidad que sus compañeros.
—Debería preocuparos más por si nos quedamos antes sin hombres —dijo una voz a la lejanía.
Distinguí la figura de Darren cuando estuvo suficientemente cerca de la fogata donde se encontraban todos.
—¿Desde cuándo los escuderos pueden hablar sin el permiso de su amo? —dijo el hombre con aire más furioso.
—Desde que cruzamos el muro y todos nos volvimos iguales. —Darren miró a Briccio—. Sé que en su posición debe mostrar externamente una tranquilidad falsa para evitar el pánico colectivo, pero debe empezar a ser sincero y realista, Briccio. Debemos pasar en este campamento en torno a setenta y cientoveinte días con tan solo cincuenta hombres. Si cada noche pierde a un hombre... Mis cálculos indican que la princesa quedará sola antes de que termine las lluvias.
El cabeza de todos aquellos hombres se quedó callado. Impasible. Supuse que quedó sin un argumento más fuerte que el del escudero.
—¿Y qué propones entonces? —preguntó de repente Briccio, sembrando sorpresa en todos los presentes.
El hombre más furioso de todos se interpuso entre ellos y miró a Briccio con una mirada poco amigable.
—¿¡De verdad le está pidiendo consejo a este mocoso!? ¡Es usted un cretino!
Antes de que pudiera continuar insultándole Briccio le asentó un puñetazo directo en la cara que lo dejó tumbado. El hombre comenzó a retorcerse en el suelo y todos a su alrededor solo supieron quedar enmudecidos.
—Quitadlo ahora mismo de mi vista.
Todos los compañeros de aquel hombre le ayudaron a levantarse y antes de irse Briccio le dijo bien en alto que recordara su posición. Cuando las cosas quedaron más en calma el primero al mando volvió a prestarle atención al escudero.
—¿Y bien escudero?¿Qué propones que hagamos?
Desde mi posición podía ver el rostro de duda de Darren gracias al vaivén de la fogata que tenía al lado. Al final tomó el valor suficiente para hablar:
—Cazar a lo que nos está dando caza.
Todos se quedaron callados.
—Cuando un granjero descubre que sus gallinas están desapareciendo no descansa hasta atrapar al zorro que las está matando. Nosotros somos sus gallinas, Briccio. Solo necesitas atrapar al depredador.
Briccio no dijo ni una sola palabra. Acarició su profunda barba y entonces empezó a reír a carcajadas. Nadie dijo nada y durante unos minutos solo se escuchaba su ronca risa junto con el crepitar de la hoguera. Entonces le dio varias palmadas en la espalda a Darren. A su lado, el escudero se veía tan pequeñito y débil.
—Me gustas chico, me gustas. ¿Por qué no vamos a mi tienda para poder hablar más detenidamente de tu plan?
Darren se sorprendió por la respuestas de su comandante.
—¿En... En serio?
—Mira, escudero, respeto a todos mis hombres por igual, incluso a ese que acabó de golpear. Pero debo admitir que en este campamento hay más músculo que ingenio. Necesitaré ver este problema que nos envuelve desde otra perspectiva.
Esa misma noche, mientras varios grupos de hombres hacían vigilancia a sabiendas del peligro que corrían, Darren y Briccio estuvieron tramando su cacería en la misma tienda en la que estaba yo, pero separados por una gorda pared de telas.
—Colocaremos alrededor del campamento lámparas de aceite que se consuman en una hora. En ese tiempo la rotación cambiará y cada dúo encenderá la lámpara que se apague —le explicó Darren a Briccio —. Así tendremos señales lumínicas que alertarán al resto de dúos de las desapariciones y del lugar especifico donde ha ocurrido. Si una antorcha no se enciende quiere decir que hemos perdido a dos hombres. Esto será lo que haremos esta noche. Mañana quiero que mande al mayor número de hombres posibles a construir una atalaya en mitad del campamento. En ella deberán haber al menos todas las noches cuatro de sus mejores arqueros preparados y otros cuatro para hacer un cambio de turno y que se mantengan lo más descansados posibles. Y, además, colocaremos en diferentes puntos del campamento cuernos para hacer una llamada de auxilio para despertar a todos los hombres.
—¿Cómo se llamaba escudero?
* Tenía razón. Pero luego rectifiqué y me di cuenta que las culpables no eran las tallas de madera sino todo lo que había vivido aquellas semanas.
Guardé las dagas en la funda y las coloqué en donde se encontraban antes. Me senté y masajee mis sienes. Entonces todo el cansancio real vino a mí. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que no dormía más de tres horas seguidas? Toqué mi rostro con las yemas de los dedos y me topé con los surcos que creaban mis ojeras. Tenía que descansar para mantener mi cabeza serena, por eso mi imaginación estaba inventando voces que no existían.
Aquella noche no pude evitar rezar y rogar la plegaria de El Gran Poderoso. Derramé lágrimas silenciosas y cerré fuerte mis ojos. Quería a mi hermana sana y salva de vuelta, así que le envíe la bendición más pura que podía crear.
Después me acosté con un peso quitado de mis hombros.
Cuando estaba apunto de acariciar el sueño, sentí el frasco de cenizas deslizándose entre mis senos hasta caer hacia uno de mis costados. Lo cogí para poder verlo. Las finas líneas de luz que atravesaban las telas que me separaban de la habitación de Briccio con la mía lo iluminaron. Las flores que estaban en su interior seguían intactas entre las cenizas de mi antiguo manuscrito. Como si dentro del frasquito el tiempo se hubiera detenido.
A pesar de aquella posible blasfemia que me perseguía, estaba tranquila. Aquel regalo que me dio Lucrecia formaba parte de una de las únicas cosas que conservaba de ella. Después, acaricié la letra L bañada en oro blanco que coronaba el fino colgante que había decidido vestir días atrás. Me quedé dormida con cada una de mis palmas posada en cada colgante.
Supuse que dormí bastante, ya que era la primera vez en semanas que me despertaba con la luz del sol plena en el cielo y los hombres avanzados en sus quehaceres. Escuchaba varias hachas golpeando los troncos de los arboles cercanos: el plan de Darren había comenzado.
La atalaya de madera se volvió parte del campamento, junto con las lámparas de aceite en cada punto cardinal y la doble barrera de troncos puntiagudos. Cada noche a partir de ese día me costaba más conciliar el sueño. La luz del norte era visible desde mi cama a pesar de la lejanía. Cada vez que se apagaba mi corazón se aceleraba y no conseguía calmarme hasta ver que la volvían a encender.
Hasta que una noche nadie lo hizo.
Cinco noches sin desapariciones habían sido como una bendición enviada por El Poderoso, pero en realidad fueron un pequeño descanso para el depredador que nos acechaba.
La noche que desaparecieron los dos hombres de la zona norte la lluvia y los relámpagos amenazaban el campamento. Los gritos de la tormenta eran tan poderosos que nadie pudo escuchar los gritos de desesperación. ¿Lucrecia estaría resguardada? Recordé su gran miedo por el sonido de los truenos y que yo no podría estar ahí para agarrar fuerte su mano.
Cuando puse la nueva estatuilla junto las otras no pude evitar derramar una lágrima. Aquellos dos chicos estaban abrazados en el suelo y cubriéndose el uno al otro. La madera blanca parecía estar viva, permitiendo sentir lo mucho que temblaban de miedo.
Escuché revuelo en el centro del campamento. Hombres levantando la voz y luego golpes y quejas. Se estaban peleando entre ellos. El hambre, el frío, el cansancio y el miedo estaban empujándolos a la histeria colectiva.
Escuché el nombre de Darren y no pude evitar sobresaltarme y salir corriendo de mi tienda.
De repente aquel desastre cesó unos segundos con mi presencia. Notaba la fuerte lluvia penetrando en mi ropa y acariciando mi pálida piel. Observé a todos aquellos hombres. Aquellos rostros llenos de barro, sangre y desesperación me observaban desde el suelo. Darren estaba entre ellos, siendo agarrado y forzado a permanecer sobre el fango. Después, miré de reojo cómo tenían a Briccio agarrado entre varios y amenazado con una daga sobre su cuello.
Los dos únicos hombres en los que confiaba tenían su vida en juego en aquel momento. Todo se sentía pesado, frío y agitado. Casi no podía notar la lluvia contra mi cuerpo debido a mi fuerte respiración de pánico.
Entonces, cuando las gotas de agua se deslizaron entre mis senos provocaron una sensación electrizante que apagó el miedo que había dentro de mí.
—¿Cómo osáis manchar el nombre de vuestro rey y vuestro reino? —cuestioné al aire sin obtener respuesta.
Me acerqué rápido hacia los hombres que sujetaban a Briccio y cogí la daga desde su filo con cuidado.
—No sabía que los hombres perdíais el honor tan fácilmente —exclamé mirando a todos.
—¿Qué sabrá una mujer sobre el honor? —escuché entre la multitud mientras muchos de los hombres se levantaban del suelo.
Alcé la mirada y contemple a un hombre de mediana edad encarándome.
Se está riendo de nosotras.
Miré mi mano. Aquella daga... Era una de dagas que yo guardaba en mi tienda. ¿Cómo era posible? Si el arma que le había arrebatado al hombre había sido una sencilla, utilizada probablemente para despellejar bestias. ¿Cómo había terminado la daga de Lucrecia en mi mano?
Un caballero no se reiría nunca de su majestad.
Aquella voz espeluznante envolvía mi mente. No pude evitar apretar más fuerte el mango de la empuñadura.
Me acerqué a el hombre, mucho más cerca de lo que había calculado.
—¿Estás cuestionando el honor de tu futura reina?
El silencio reinó los siguientes minutos. Le miré a los ojos. Aquella seriedad típica de Kälte reinaba en su mirada.
—Usted no es ni será nunca mi reina. El reino de Kälte morirá junto con mi señor.
Traidor. Desleal. Blasfemo.
Entonces mi brazo se movió con vida propia. El corte fue limpio y rápido, cruzando en vertical la parte derecha de su cara desde la mejilla hasta la frente. Cayó al suelo gritando, llevándose las manos al suelo.
Cuando vi la sangre corriendo por el filo de la daga, el pánico volvió a mi cuerpo. Escuché una risa de satisfacción en mi mente.
Miré a los ojos a Briccio, aterrorizada. Todo mi cuerpo temblaba. Todos me miraban atónitos y antes de recibir otra mala palabra huí hacia mi tienda.
Cuando llegué tiré la daga contra la otra que se encontraba en dentro de la funda de cuero. Caminé de un lado a otro, dejando escapar una respiración pesada y agitada por mi boca.
Acababa de herir a un hombre. Pero aquello no era lo que me asustaba. Me aterraba el pensar que había sentido satisfacción dañándolo. Que había disfrutado cada segundo sintiendo su piel debajo del filo de mi arma y la sensación de superioridad que hábil experimentado por tenerlo sufriendo a mis pies.
Un trueno me hizo gritar y sobresaltarme. Miré las tallas de madera. Parecía que todas las miradas sin vida me estaban observando. Entonces cogí uno de los sacos de cerca de la entrada y vacié todo su interior desesperada. Empecé a meter cada una de las estatuillas rápido y sin cuidado y cuando le hice un nudo para cerrarlo lo tiré lo más lejos posible.
Aquel día me la pasé mojada encima de mi cama y llorando más fuerte de lo que había llorado nunca.
No me di cuenta cuando me quedé dormida ni cuánto tiempo.
Alguien colocó su mano sobre mi hombro suavemente. Me sobresalté y cogí lo primero que tenía a mi disposición para atacarle, hasta que me cogió de las muñecas para que no le golpeara. Grité y me revolví. El pitido en mis oídos por culpa de los nervios no me permitía pensar, hasta que lentamente empecé a escuchar una voz.
—Princesa, soy yo. Soy yo.
Briccio me miraba con bastante sorpresa por mi comportamiento. Me percaté entonces que estaba jadeando y ahogándome en mis propias lágrimas. Y entonces, vi que mi mano sostenía algo metálico: una de las dagas. Apuntaba directamente a Briccio. La solté de inmediato, aterrorizada, y comencé a sollozar mucho más fuerte.
Briccio me abrazó con suavidad, cubriendo todo mi cuerpo con el suyo y acariciando su cabeza como si estuviera hecha de cristal.
—El peligro ya cesó, princesa Melania. Está a salvo.
—Vamos a morir. Todos vamos a morir en este campamento —balbuceé.
—Usted va a salir sana y salva de aquí. Se lo juro.
Entonces le miré a los ojos.
—Solo somos intrusos. Y el bosque no tardará en erradicarnos.
Había blasfemado tantas veces en mi mente. Pero esta era la primera vez que lo hacía delante de alguien que me conocía. El rostro de confusión de Briccio era indescriptible. No obstante, la mano derecha del rey no cuestionó lo que dije y se mantuvo en silencio, acariciando mi cabeza para tranquilizarme. En ese momento supo que Briccio no era creyente de El Gran Poderoso y aquel pensamiento me acompañó los siguientes días.
El campamento se volvió un cementerio viviente. Tras aquella pequeña revuelta los hombres entraron una histeria colectiva que desencadeno peleas, desconfianza y peligro. Briccio no se despegó de mí en todo momento y decidió poner una seguridad especial alrededor de mi tienda con sus hombre de confianza, quienes se libraban de las guardias nocturnas. Esto desencadenó más discordia entre sus hombres, quienes con el tiempo terminaron aceptando su destino.
Ese periodo de aceptación y duelo individual fue el más tétrico de todos. El campamento permanecía en silencio todo el día. Solo se escuchaba los sonidos de los caballos resoplando y los golpes realizados por los hombres en sus quehaceres. Aquella aparente tranquilidad me martirizaba. La lluvia y los truenos comenzaron a acompañarnos todos los días. La tensión podía notarse en el ambiente frío y húmedo.
Por otro lado, las desapariciones dejaron de ser tan constantes. Ya habían pasado tres semanas desde la última y el campamento aún contaba con más de cuarenta hombres.
Mis días se volvieron más fúnebres desde mi ataque a uno de los hombres del campamento. Llegó a mis oídos que le había dejado tuerto y la culpa crecía en mi interior cada día que pasaba.
—Hiciste bien, impusiste tu honor como heredera real. Como futura reina de Kälte. Ahora los hombres te respetan. —Fueron las palabras de Briccio aquel día.
No obstante, no llegué a creerle en ningún momento. ¿Respetarme? Tras todos los rumores en castillo, lo sucedido en el bosque en mi primer viaje a Holz y aquel incidente las sospechas de que mi cordura flojeaba eran más notables.
¿Y si quizá era cierto?¿Y si me estaba volviendo loca? Por ver lobos dónde no los hay, por escuchar voces que no pertenecen a nadie, por guardar las tallas de un ser que nos está dando caza... Cada noche tenía pesadillas con cada uno de los hombres caídos en el campamento. No se lo había llegado a decir a nadie. Escuchaba sus gritos y les observaba correr como si yo misma fuera la que huía. Para daba igual la fortaleza que tuvieran mis piernas para mantenerme alejada de aquella criatura. Al final terminaba atrapándome y cuando me volteaba a mirarla, me despertaba entre sudor y lágrimas.
Pero aquel bosque aún guardaba más sorpresas.
Una mañana me desperté con calambres en mi abdomen y un malestar general. Lo había olvidado totalmente, pero el momento llegó. Cuando me destapé la sangre manchaba mis sábanas. La vergüenza se apoderó de mí y durante unos segundos me pregunté que podría hacer. Era la primera vez que menstruaba y que no tenía a mis criadas conmigo para ayudarme. ¿Cómo me cambiaría y limpiaría sin ayuda?
Los primeros rayos del sol se mostraban tenues entre las copas de los árboles. Idee mi plan los minutos siguientes.
Metí telas limpias entre mis calzones, me vestí con mis ropajes de invierno y maldije el haber nacido mujer por los tremendos calambres y retortijones que sentía. Metí las sábanas en un balde metálico y antes de salir de la tienda mire la funda de cuero donde se encontraban las dagas. Dudé por un momento si llevar al menos una de ellas para protegerme, cuando de pronto llegó a mí el recuerdo del hombre al que herí retorciéndose en el suelo. Un escalofrío me recorrió la espalda y antes de que el recuerdo profundizara más en mis sentimientos, salí de mi tienda.
—¿A dónde va, princesa? —preguntó uno de los hombres tres soldados que vigilaban la tienda.
—Voy a lavar mis ropajes al río.
—Lo mejor es que alguien le acompañe, Briccio no quiere dejarla sola.
—Comprendo su preocupación, pero necesito la intimidad propia de una dama, soldado. —Con una mirada supo leer entre líneas.
—Comprendo, princesa Melania. Iremos a comprobar si esta bien cuando la sombra de la muralla llegue a la línea de sal.
Me daría tiempo de sobra a limpiar las sábanas y mi cuerpo, pensé.
Asentí y les sonreí.
—Gracias por su atención.
Puse rumbo al río, que se encontraba a pocos metros de la doble muralla de troncos puntiagudos. Unos hombres me abrieron la rústica puerta y salí. Todos sabíamos que las mañanas no eran peligrosas y que además, habían siempre hombres en las lindes buscando leña o cazando.
Aquel día la lluvia había cesado al fin, después de semanas incansables de agua y truenos. El sol calentaba levemente el ambiente típico de los meses de otoño, fríos y húmedos.
Encontré un árbol no muy alejado de la muralla y que dejaba una pequeña orilla entre su tronco grueso y el agua. Primero lavé las sábanas, frotándolas contra una de las rocas redondas. Después cogí la pastilla de jabón y con fuerza la estrujé contra el tejido. Mis brazos se cansaron con rapidez y me cuestioné como mis criadas tenían tanta energía para hacer todos los quehacer de un día. Conseguí que las manchas salieran y acabé tendiéndolas en una de las ramas bajas.
Cogí aire y mire mis manos. La piel de mis dedos estaba levemente rojiza y entonces me percaté que lo único que había empuñado a lo largo de mi vida era la pluma de escribir. De hecho, en los laterales de mis dedos de la mano derecha podía acariciar pequeños callos por tantas horas escribiendo con mi puño y letra. Sonreí levemente, lo sentía casi como marcas de guerra. Después, volvió a mi el recuerdo de las quemaduras en mis manos, del dolor molestia, de como desaparecieron sin dejar huella...
Comencé a desvestirme con cuidado para no mojar todo mi vestido, hasta queda en camisón. Dejé los calzones y las telas manchadas de sangre sobre el balde metálico y metí mis pies en el agua. Estaba congelada. Apreté la mandíbula maldiciendo al norte de continente por tener uno clima tan extremo. Me dispuse a agacharme para empezar a limpiar mis muslos y partes íntimas cuando escuché una rama partiste cerca. Me giré algo asustada y me cubrí con mis brazos. No había nadie.
Por un momento el bosque lucía diferente. Todos los pájaros se mantenían en silencio. La brisa de la mañana había cesado de balancear las copas de los árboles y solo se escuchaba el rumor del agua del río. Tragué saliva y me dispuse a terminar mi tarea lo más rápido posible. Salí del agua y me sequé con una tela seca y limpia mientras cambiaba de nuevo las telas de mis calzones. Cuando estuve vestida me acuclille en el orilla y comencé a limpiar las telas sucias. Observé como la sangre fluía por el agua del arrollo. ¿Cuánta sangre se estaría derramando en Holz ahora mismo?¿Padre estaría a salvo?
Me hundí en la preocupación y mis pensamientos, cuando entonces sentí a alguien justo detrás mío. No me dio tiempo a girarme ni a gritar, su mano apretó fuerte mi boca y noté un filo frío como el hielo apretando mi garganta. Todo mi cuerpo se tensó y mi corazón se aceleró al máximo. No me moví ni forcejee. Mi respiración era entrecortada.
—¿Te acuerdas de mí, ramera desquiciada? —Era la voz de uno de los hombres del campamento. No podía hablar. El miedo me había bloqueado por completo—. Ahora soy tuerto por su culpa.
Posó su cara sobre una de mis orejas. Podía sentir su respiración asquerosa contra mi piel. Entonces, su mano se posó sobre mi vientre y subió hasta presionar uno de mis senos. Me temblaban las piernas. Debía ser otra brutal pesadilla, no podía ser la realidad. Grité en mis adentros para conseguir despertarme, pero nunca ocurrió.
—Te voy a arrebatar lo único que tienes, sucia fulana. Lo único por lo que vales.
Escuché tela rompiéndose. Comenzó a destrozar mi faldas son su daga y a desabrochar el hilo de mi corsé. Tenía la mirada fija en el río. No asía que hacer. Sentí el calor fluyendo por mi entrepierna. Me estaba orinando encima por el miedo. Entonces, un impulso surgió en mi, y cuando se agachó para bajarse los pantalones le di un codazo en el rostro todo lo fuerte que pude. Grité y corrí hacia el río, ya que el tapaba la salida de la orilla hasta el campamento.
El hombre no tardó mucho en reponerse.
—¡No huyas zorra!
Aquella parte del río no era muy profunda. El agua llegaba por debajo de mis rodillas. Volví a gritar pero consiguió alcanzarme y ambos caímos contra el agua y las rocas redondas. El impacto me dio contra las costillas, los muslos y uno de mis hombros y entonces noté una de sus manos en mi cuello y otra intentando abrirme las piernas. Volví a gritar pero me faltaba el aire. Forcejeé como pude pero pisó uno de mis muslos con su rodilla para inmovilizarme. Empezó a reír mientras me miraba a los ojos y se bajaba de nuevo los pantalones. Era el final. A los soldados no les daría tiempo a llegar. No le importaba el castigo que iba a recibir. No le importaba estar condenado a muerte. Solo quería sentir el placer de la venganza. El placer de deshonrar a su futura reina.
Cuando cerré los ojos y acepté mi destino sentí como el hombre se despegaba de mi. Entonces cuando abrí los ojos no quise creer lo que estaba viendo.
Una columna de agua se levantaba con vida propia y pareció tirar de él hasta dejarle justo debajo de la superficie. El hombre se llevó las manos al cuello e intento tirar hacia arriba para sacar su cabeza y respirar. Me quedé paralizada viendo como se ahogaba justo a mi lado, hasta que minutos más tarde dejó de moverse y su cuerpo quedo inerte sobre las piedras. Entonces, su cabeza floto hasta la superficie. Nunca olvidaría aquellos ojos vacíos. Estaba muerto.
—¡Melania!
Escuché el chapoteo en la orilla. Briccio vino corriendo hacia mi y me cubrió con su cuerpo para que no siguiese mirando. Estaba totalmente paralizada.
—Por todo los reinos, esta bien. Esta a salvo. Esta a salvo, princesa —repitió de nuevo, más para sí mismo que para mí.
Entonces, la la lluvia comenzó de nuevo, pero ya no me importaba.
Nadie estaba a salvo en aquel bosque. Nadie sobreviviría a la época lluviosa. Estábamos acabados.
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