Capítulo 14
El secuestro de Lucrecia trajo caos, devastación y sufrimiento. No solo en Holz. No solo en Kälte. La noticia se había deslizado por todo el continente más veloz que los vientos del oeste.
Padre tardó un día completo en despertar y otro en recordar lo sucedido. Según el médico que le atendió su recuperación había sido milagrosamente rápida para la contusión que había sufrido en la cabeza. Mientras, lord Declan, a pesar del revuelo que vivió palacio tras el secuestro, no se había despegado del rey de Kälte hasta que este abrió los ojos. Nunca más osaría a utilizar la palabra preocupación a menos que estuviera al nivel de la de Declan al mirar a un Guillermo apagado sobre la cama de su alcoba.
No pude dormir en días. La cama parecía burlarse de mi tormento, recordándome cada noche que estaba completamente sola sin mi hermana. La preocupación se sumó a una lucha interna. A un gran dilema moral: ¿desvelar que yo no era realmente Lucrecia?
No. No debía aunque uno de mis votos me impedía mentir.
—Oh, Gran Poderoso, perdóname por pecar. Pero la seguridad de mi hermana se sostiene gracias a mi mentira.
Recé noches enteras arrodillada ante mi gran cama, entrelazando fuerte mis dedos. No podía evitar llorar. Supliqué. Quería a mi hermana de vuelta. Quería gritar a los cuatro vientos que era Lucrecia la que estaba realmente en peligro. Pero si la verdad acababa saliendo a la luz... Si Holz supiera que la futura prometida de su soberano estaba a salvo en palacio, detendrían a la Guardia del Oeste y pausarían la búsqueda al otro lado del Muro. O lo que es peor: la noticia del engaño llegaría a oídos de El Rey de las Bestias y entonces por cólera acabaría con la vida de Lucrecia.
El resto de mis días se los dediqué a mi padre. Le leía mi novela favorita todas las mañanas en el desayuno para entretenerle. Para evadirme. Leí con todo el énfasis que mi cuerpo podía el mejor capítulo: cuando lady Marie le confesaba sus sentimientos a su padre y este la encerraba en una torre para que no pudiera ver a su amado. Fue entonces cuando Guillermo se derrumbó por completo. El llanto que llevaba acumulado en su interior todos aquellos años salió al exterior en forma de tormenta. De huracán.
Me abrazó con tanta fuerza que creí que no podría volver a respirar nunca más y balbuceó innumerables veces lo mal padre que era.
—Mi pequeña... Devuélveme a mi pequeña... —Repetía una y otra vez entre tartajeos y sollozos.
Me sentí casi como una madre protegiendo con su seno a un pequeño niño indefenso y mis lágrimas al final acabaron viendo la luz.
Lord Declan no volvió a pisar la habitación de Guillermo en los siguientes días. Tampoco le vi durante las cenas, que empecé a tomar junto a padre en su alcoba para no comer en completa soledad. Estar junto mi rey fue mi salvación durante aquel suplicio y, además, me mantenía alejada de lord Iabal. No dejaría que la tristeza nublara mi poco juicio. Tenía claro que no deseaba tener al lord a mi alrededor como el carroñero que era.
Los días pasaron lentos, como si el frío que había dejado la ausencia de Lucrecia hubiera frenado el tiempo.
No obtuve noticias hasta la segunda semana. Y para mi desgracia, no provenían de la Guardia del Oeste, sino de Kälte. Aquel día Declan entró a la alcoba de mi padre bastante alterado. Como si hubiera corrido hasta aquí en cuando se había enterado. Fue tal la sorpresa y la incertidumbre que mi padre no pudo evitar levantarse de su cama, mirando con ansia las respuestas que el soberano traía consigo.
—No es sobre Melania —aclaró Declan mientras tomaba aire—. Es algo muy grave, Guillermo. Demasiado.
—Ve directo, amigo. Habla.
Declan tragó saliva amarga.
—Un gran motín viene hacia aquí, proveniente de Kälte. Ya han llegado hasta la Cordillera de la Media Luna y mi mensajero me afirmó que los encargados de las poleas les están dejando llegar hasta Holz. —Declan miró a Guillermo—. Quieren derrocarte y ejecutar a Lucrecia.
El silencio posterior se alargó más de lo que hubiera deseado. Por primera vez en años, experimenté un miedo real y el alivio de saber que era Melania no fue suficiente para apaciguarlo.
—Bastará con proteger palacio —contestó Guillermo sin tapujos.
—Mi guardia a dividido sus fuerzas por la búsqueda de Melania. Y los hombres que tú posees aquí no son suficientes. Debéis huir. Ya he ordenado que recojan vuestras cosas, el carruaje ya está listo.
—Por todos los reinos... ¿A dónde? ¡Estamos atrapados por la cordillera y el puerto está cerrado por el inicio de la época lluviosa! —exclamé.
El miedo empezaba a dominarme. La presión del pecho iba en aumento hasta que mi padre cogió una de mis manos con delicadeza.
—No estamos totalmente perdidos, ¿verdad amigo mío? —preguntó mientras miraba a los ojos a lord Declan—. Has elegido esa ruta. Lo veo en tu mirada. Arriesgada... Pero eficaz. ¿Aún estamos a tiempo?
—Si partís ya llegaréis al otro lado antes de que el agua llene el túnel.
Declan miraba a los ojos a Guillermo con una mirada aplastantemente segura. La seguridad que le hacía tan conocido en todo el continente.
—¿De qué demonios estáis hablando? —Intenté mostrar mi confusión de la manera que hubiera utilizado Lucrecia.
Guillermo acabó mirándome con una tranquilidad que perturbaba la mía.
—Existe una gruta subterránea bajo los cimientos de este palacio. Un túnel que lleva hasta el otro lado del Muro. Secreta y olvidada. Construida desde hace siglos y utilizada por los antiguos holz para huir del imperialismo de Atalus —explicó mi padre. Entendí entonces por qué construyeron el palacio en esta ubicación tan extraña. Lucrecia se hubiera alegrado de saber que sus teorías sobre la historia de Holz no estaban tan desencaminadas—. Perfecta para huir si conoces estos parajes, ya que en estas fechas del año el agua de las fuertes tormentas se filtra por la roca y la inundan, bloqueando el paso durante aproximadamente dos meses.
—Debéis prepararos ya —insistió Declan.
—Haz llamar a Briccio, por favor. Necesito hablar con él.
Ante esto, Declan asintió y Guillermo, con una ligera cojera, sacó una enorme bolsa de piel de uno de los armarios.
—Lucrecia, busca a tu criada y ordénale que te consiga los ropajes más humildes y cálidos que posea. Cámbiate y reúnete conmigo en la ala oeste dentro de veinte minutos. No te preocupes por el equipaje, yo me encargo.
Seguí sus órdenes al pie de la letra, salvo por un pequeño detalle: perdí cinco minutos en ir a mi cuarto y guardar el manuscrito de mi novela dentro de mi corsé. Entonces la vi posada sobre el escritorio. La carpeta de cuero con todas las anotaciones que Lucrecia había tomado en aquellos últimos meses. No dudé en guardarla también junto con mis escritos. Sentí como un lugar en mi interior me decía que lo necesitaría.
En una de las bolsas de cuero guardé cartuchos de tinta, papel y plumas suficientes para una larga temporada.
No hizo falta encontrar a la criada personal de mi hermana, porque fue ella la que me encontró a mí. No pregunté cómo había sabido de mi paradero ni tampoco quién le informó de las órdenes de mi padre. Pero no impedí que me vistiera tal como él había dicho ni me frené cuando hizo de guía hacia el ala oeste.
En un pasillo sin salida, doblando a la izquierda dos veces, nos encontramos con Guillermo, Declan y, para mi sorpresa, todos los hombres del rey. Briccio, la mano derecha de mi padre, me sonrió con una pizca de diferencia y comprensión. Luego me percaté que probablemente él y Lucrecia habían llegado a entablar una amistad debido a las tardes yendo juntos a La Biblioteca Central.
También, para mi sorpresa, mis ojos se toparon con el joven escudero que me alimentó y cuidó en mi primer viaje a Holz. Seguía igual de flacucho y pálido como aquella vez y a pesar de la penumbra del pasillo podía distinguir sus ojos claros sobre los del resto.
Entonces, Declan rodeó con sus dedos el mástil de una lámpara de pared bastante antigua y polvorienta. Escuché un traqueteo seco y una pared falsa de piedra comenzó a girar sobre si misma dejando un espacio para cruzar hacia una oscuridad pegajosa y fría. No pude contener mi asombro.
Guillermo, quien parecía conocer bien el camino, encendió una antorcha con ayuda de sus hombres y fue el primero en cruzar. Comenzó a bajar con cuidado los escalones que nos enviarían hacia una huida segura. Bajábamos de uno en uno por unas escaleras de caracol que me parecieron interminables. Mi padre iba encendiendo cada varios escalones antorchas de pared que parecían haber estado siglos apagadas. Con ayuda de Briccio salté el último escalón, que prácticamente era bastante alto.
No esperaba lo que mis ojos estaban a punto de ver: Seis carretas de madera repletas de cajas con víveres y botijos con agua, cada una con dos caballos percherones, iluminaban hasta lo que permitían las lámparas de aceite colgadas en la delantera. No veía las paredes del túnel, ya que la profunda oscuridad amenaza con engullirnos. Debía ser ancho. Y muy alto. ¿Cuánto habían tardado en excavarlo? ¿Cuántos hombres hicieron falta? No podía evitar desear que Lucrecia estuviera a mi lado para observar lo que mis ojos estaban viendo.
—¿Cómo han llegado estás carretas hasta aquí? —cuestioné alto y escuché mi propia voz rebotando entre las paredes y alzándose sobre el constante goteo de la gruta.
Para ellos no era Melania. Era la mujer que desvelaba su curiosidad sin miedo a lo que nadie pensara. La única mujer en sus vidas que había impuesto su carácter desde que era adolescente.
—En uno de los jardines más antiguos hay una rampa escondida y tapada que llega hasta aquí. El Túnel de los Caídos es muy largo. A pie podría tardarse meses en cruzarse. Los antepasados pensaron algo para poder introducir carruajes completos. —Fue Declan quien me lo explicó.
Los hombres comenzaron a prepararse. Briccio encabezó las riendas de la primera carreta y supuse que era el único suficientemente mayor y sabio como para conocer el camino. ¿Sería en línea recta o tendría bifurcaciones?
Padre me ayudó a subir en el primer carruaje y me cubrió con una manta gorda. El frío ambiental me recordaba a Kälte y el profundo olor a humedad a castillo. Entonces, Guillermo se bajó de nuevo y me giré para mirarle.
—El exterior está a varios días de viaje. Cuando lleguéis al primer desvío recuerda tomar la izquierda y en el siguiente la derecha —le explicó a Briccio, quien asintió.
Les vi dándose un apretón fuerte de manos y al final Guillermo tiró levemente de él para darle un abrazo y unas palmadas en la espalda.
—Cuidaré de ella como si fuera mi propia hija, mi rey.
—Siempre lo has hecho, viejo amigo. Siempre lo has hecho...
Quise imaginarme que bajo sus máscaras de masculinidad implacables sus ojos realmente estaban repletos de lágrimas. No obstante, solo pude ver la frialdad típica de los hombres kältianos.
—¡Guillermo!¿No va a venir con nosotros?¡Estará en peligro! —exclamé.
—Mi labor como rey es permanecer al lado de mi aliado y calmar a las masas. —Alzó una mano y limpió con su pulgar las lágrimas que habían caído sigilosamente por mis mejillas.
Intenté observar bien su rostro y apreté su mano con las mías deseando no soltarle nunca. Hasta mis huesos sabían que aquella podría ser la última vez que le sintiera.
—¡No!¡Su labor es estar a mi lado! Por favor, se lo imploro. No me deje sola...
Me respondió con una negación de cabeza y se apoyó en la carreta para posar su frente sobre la mía.
—El lugar al que vais se llama Benelux. —Noté como dejaba sobre mis manos algo pesado, cubierto por una funda de cuero. Lo destapó y observé dos dagas de un metal oscuro y cuyos mangos estaban decorados cada uno con un rubí—. En caso de que no volvamos a vernos, dale esto a tu hermana.
—Cómo... ¿para qué va a querer estas armas Melania?
—No son para ti, Melania. Son para Lucrecia —contestó.
Aquello me heló la sangre. No supe qué decir y noté como todos los hombres nos observaron.
—Todo este tiempo... ¿Ha sabido reconocernos?
—Desde el primer y hasta el último día. —Dejó escapar una leve sonrisa de cariño.
—¿Co... Cómo?¿Por qué nunca nos lo había dicho?
—Porque las verdades pesan mucho más que las mentiras...—Me miró con su mirada característicamente agotada.
Observé las dagas, que se encontraban enfundas en cuero viejo. Asentí con decisión.
—Por último, en caso de que te quedes sola. De qué sobrevivas y nadie más pueda ayudarte, busca El Monasterio Iluminado. Se encuentra casi llegando al Mar del Oeste. Si lo encuentras, pregunta por La Errante. Dile que eres mi hija. Te ayudará y enseñará todo lo que yo no tuve tiempo de enseñarte.
—No sé si podré recordar todo, padre...
—Briccio te lo irá recordando. Anótalo mil veces si es necesario, fijo que llevas tinta y papel en esa bolsa tuya. —Me sorprendió lo mucho que me conocía—. Melania... Cree más en ti misma. Eso es lo primero que tienes que aprender.
Casi caí del carruaje si no fuera porque sus fuertes brazos me sujetaron en el fuerte abrazo que le lancé. No quería separarme de él. Por fin éramos un padre y una hija. Por fin podía darle todo el amor y cariño que había retenido durante años. Exploté y lloré en sus brazos. Tanto como el día que Lucrecia supo que iba a tener que vivir en castillo para siempre. Fue el escudero quien me separó de sus brazos, aceptando las órdenes de su señor.
Supliqué, pero el carruaje se puso marcha y yo solo pude observar entre lamentos como la luz de la antorcha de mi padre acababa siendo engullida por la oscura lejanía.
Nunca pensé que echaría tanto de menos el sol.
Perdí completamente el sentido de la orientación y el tiempo. Y la sensación de incertidumbre provocaba que el viaje se me hiciera eterno. El traqueteo de la carreta me impedía escribir y la poca luz que proporcionaba las lámparas el leer.
Mientras, los hombres hablaban entre sí, excluyéndome completamente de las conversaciones. A veces, incluso, cantaban. Hasta que Briccio se hartaba y les mandaba callar. Al final, mi única escapatoria del aburrimiento y el miedo a la hambrienta oscuridad era el cerrar los ojos y pensar en mis historias.
La angustia interna aumentó con los días. Estaba agotada, todos mis huesos dolían por la constante postura sentada contra la madera y la humedad se filtraba dentro de mi piel provocándome más molestia. Deseaba salir ya. Que el sol calentara mi piel y mis pulmones se llenaran de aire fresco.
Entonces, uno de los días me despertó un ruido extraño. Los cascos de los caballos ya no sonaban limpios contra la piedra, sino que chapoteaban. Y no con charcos concretos, sino con una pequeña cantidad de agua uniforme.
—El agua es mala para los cascos de los corceles. Si seguimos así acabaran pudriéndose y tendremos que sacrificarlos. —Escuché decir al escudero, quien había estado a mi lado durante todo el viaje.
—Llegaremos en unas horas. Lo presiento —concluyó Briccio y el chico prefirió no llevarle la contraria.
Hacía ya tiempo que habíamos pasado el segundo y último desvío, así que según las indicaciones que le dio Guillermo a Briccio debía faltar poco para llegar.
Acabé tumbándome entre las mantas y el joven escudero, como acto reflejo, me tapó completamente. Podía ver cómo la tenue luz de las lámparas de aceite se filtraban entre los tejidos, calentando muy levemente mi rostro. Cerré los ojos y abracé la funda de las dagas que mi padre me había entregado. El olor a cuero viejo y humedad se mezclaron justo en la punta de mi nariz y entonces me volví a cuestionar por qué Lucrecia necesitaría aquellas armas. Acabé quedándome dormida entre las preguntas que iba formulando mi mente y que no era capaz de responder.
Supe distinguir el piar de los jilgueros sobre el de los petirrojos. También el frío de la brisa mañanera sobre el ambiente. O el característico olor que dejaban los troncos de los abedules en el viento. Cuando mis ojos se abrieron despacio y mi cuerpo fue poco a poco despertándose, pude sentir el olor y el calor de una pequeña hoguera.
Me levanté y me percaté que la carreta estaba parada y que yo era la única que seguía en ella. Nos encontrábamos en un bosque otoñal. De esos con mezcla de distintos tonos de marrones y amarillos. Los sonidos a mi alrededor tranquilizaron mi abatido cuerpo, asustado aún por la permanente oscuridad de los días anteriores:
Un riachuelo dejaba fruir su fría agua entre las rocas redondas y grises. El crepitar de la madera en el fuego de la hoguera. Los pájaros anunciando la mañana y el crujir de los troncos de los árboles debido a su baile con la brisa. Los hombres trabajando; unos talando árboles pequeños y construyendo una valla de puntas afiladas para alejar a las fieras del bosque, el escudero limpiando los cascos de los caballos, otros despellejando unas liebres y aves recién cazadas y Briccio organizando las horas de guardia.
—Buenos días, princesa. ¿Ha dormido usted bien? —preguntó el escudero, quién se había percatado de mi reciente despertar.
Intenté mirarle directamente, pero aún mis ojos se entrecerraban a la fuerza para indicarme que aún debía acostumbrarme a la luz suave de la mañana. Me tapé mejor con las mantas e intenté sonreírle con gentileza.
—Me gustaría decirle que sí, pero por desgracia el frío del túnel me despertó varias veces —le respondí—. ¿Cuándo hemos llegado?
—Hará dos horas. Uno de los caballeros está construyendo un reloj de sol, para poder ubicarnos mejor. El señor Briccio ha calculado que llevamos cinco días de viaje, aproximadamente.
Me sorprendió la facilidad que tenía para hablar y agarrarle la pata de atrás a uno de los enormes caballos al mismo tiempo. También el comportamiento leal del animal era de admiración. Vi cómo se colocó dando de espaldas a las nalgas del caballo y la colocó entre sus piernas. Empezó a limpiar el casco con una púa de metal: barro, hojas y piedras salieron disparadas hacia el suelo. Al acabar pasó un cepillo y soltó la pata del corcel. Hizo el mismo procedimiento con las demás.
—Veo que Briccio está organizando bien a sus hombres.
—Lleva prácticamente toda su vida haciéndolo, es normal que se le dé bien. Y su gran temperamento ayuda. No le enfade si no quiere ser marcada con hierro como una potra salvaje.
Sonreí, sorprendida por su cambio de humor. Me imaginé que al no tener a mi padre cerca podía hablarme con más naturalidad.
—Y a vos se le dan bien los caballos, por lo que veo.
Noté como su pálida piel tornaba a un tono más rosado. El joven sonrió nervioso.
—Llevo desde niño entre ellos. A veces me cuestiono si me dio a luz a una mujer o una yegua. —Sonrió.
—¿No tiene miedo a que le den una coz?
—Oh, si se refiere a estos caballos puede dispararles al lado de las orejas que no sé moverán. La doma holzs es asombrosa. Confían más en el hombre que de sus propios compañeros.
—¿Qué hacen para que sean tan dóciles?
El joven se puso recto y me miró algo incrédulo, pero sin borrar su sonrisa de lado de la cara.
—No sabía qué a las damas de alta corte les interesasen las bestias de tiro.
No pude evitar sonrojarme levemente.
—No sé cómo serán el resto de mujeres de alta corte, pero sí sé que mi institutriz me enseñó a sentir curiosidad por cualquier cosa y a aprender de cualquier persona. Aunque usted no lo crea todo esto es un gran aprendizaje para mí.
—Entiendo, una enseñanza muy sabia por parte de su institutriz.
El joven escudero siguió con sus quehaceres. Miré mi alrededor y me percaté que todos estaban demasiado atareados como para percatarse de mi presencia.
Me senté al borde de la carreta de madera, dejando colgar mi falda y piernas, y saqué uno de los libros que había traído. Por fin un momento de calma y buena iluminación. Me dejé llevar por la fluidez de la prosa, dejando que el tiempo se deslizara rápido.
—Si le gusta ese autor le gustará Linaje en llamas. Es de un autor ross, de hace más de un siglo, pero muy adelantado a su época. Igual un poco sanguinario, pero con pizcas de romance y misterio.
—¿Le gusta leer? —Me sorprendió.
Asintió.
—En los establos, por la noche. Cuando todos duermen nadie pueden percatarse de lo que otros hacemos a escondidas.
—¿Cómo se llama?
—¿El autor? Ya lo siento, hace años que leí ese libro.
—No, me refiero a vos, escudero.
El joven sonrió pícaro. Había sabido desde el primer momento que quería saber su nombre y había intentado evadir la pregunta.
—Creo que lo habrá olvidado, pero no tengo permitido decíroslo.
—Tampoco tiene permitido hablarme y miraos. Ahora mismo lo estáis haciendo.
El joven no pudo evitar soltar una pequeña risita. Ambos sabíamos que ahora mismo no tenía tantas restricciones y seguro que mi padre premiaría el que me entretuviera. No obstante, quería seguir con el halo misterioso típico de los galanes de las novelas.
—Darren, para servirle. Mi lady —exclamó mientras hacia una reverencia muy exagerada. No pude evitar reír.
—¡Escudero!¡Deja de hacer de bufón y ven a ayudarme! —gritó Briccio desde el otro lado del campamento.
El joven dio un pequeño brinco y su rostro pasó a uno más serio. Me miró una última vez, junto con una media sonrisa en modo de despedida, y corrió hacia dónde se le había hecho llamar.
Me percaté que desde hacía días había querido agradecerle sus cuidados, incluidos los del primer viaje a Holz, pero siempre acababa olvidándome.
Las horas pasaron entre la páginas amarillentas de la novela y la imagen de los hombres trabajando rápido para afrontar la noche. Vi como las tiendas crecían sobre mi cabeza. Mucho más grandes y de troncos más anchos que las que montaron en el primer viaje. Eso significaba una sola cosa: nos quedaríamos mucho más de lo que imaginaba.
La primera tienda que fue construida era la mía, con telas espesas de varias capas para librarme del crudo frío y atadas a los troncos con sogas fuertes y recién trenzadas. Cuando me permitieron entrar pensé que no merecía tanto espacio para mí sola. Briccio pareció leer mi rostro como si este fuera un libro abierto.
—Colocaremos otra cama para mí, princesa. Por su seguridad. No se preocupe porque pondremos una tela que nos separará, para que vos conserve su privacidad.
Caminé para observar la tienda desde cerca. Había hasta una humilde cama, llena de mantas y cojines. Mucho más cómoda que la carreta, pensé. Luego, observé una estufa mediana de hierro negro, en cuyo interior podía escuchar los gritos de la madera quemándose. Miré a Briccio y le sonreí.
—Gracias Lord Briccio. Está perfecta.
—No es nada, princesa. Es nuestro deber que esté lo más cómoda posible.
—Llámeme Melania, lord. Aquí no necesitamos tanta etiqueta —pronuncié mientras dejaba el libro que tenía en la mano sobre la cama—. Y Briccio, me gustaría ayudar. Tengo manos y piernas, puede encomendarme tareas pequeñas.
Briccio pareció alarmarse, aunque su rostro todavía conservaba su frialdad característica.
—Una princesa no puede hacer tareas de hombres y menos puedo ordenarle yo, Melania —dijo bastante forzado, como si estuviera acostumbrado solo a mencionar a las personas por su cargo.
—Y yo, como princesa, le ordeno que lo haga. —Sonreí—. Puedo ayudar a los hombres a coger leña en el bosque, pequeños palos para no preocuparle, o aprender a cocinar. Quiero ser de utilidad estos meses. Le faltan manos para trabajar y yo le ofrezco las mías.
Me percaté entonces que en mi vida había movido un dedo para nada. Las únicas responsabilidades que había tenido en castillo habían sido obedecer a mi padre, permanecer sana y salva y aprender los modales de una verdadera dama.
—Está bien. Empezará mañana. Hoy simplemente céntrese en descansar, Melania —repitió, casi para memorizar que debía llamarme por mi nombre a partir de ahora.
Se giró para irse pero le detuve con mis palabras:
—Briccio, antes de irse me gustaría preguntarle algo. —El hombre me miró—. ¿Lucrecia habló con vos sobre lo que investigaba en La Biblioteca Central?
Me respondió negando con la cabeza.
—Su hermana siempre fue muy reservada referente a eso y, por los reinos, ¡que le gustaba hablar! Pero nunca me mencionó nada. Yo la esperaba fuera, pasaban las horas y después regresábamos.
—Muchas gracias, Briccio.
Asintió y se agachó para pasar por debajo la tela de la entrada.
Saqué la encuadernación de cuero del interior de mi vestido y lo dejé sobre la cama. No pude evitar pensar en el rostro de entusiasmo que traía Lucrecia de la biblioteca. También la de decepción que se le formaba cada vez que mi fe frenaba sus fantasías. Su conocimientos nuevos.
El arrepentimiento creció en mi pecho pero supe que no me vencería. Abrí la encuadernación, vi su letra caligráfica sobre el papel y mi corazón sintió un pinchado. Una lágrima se deslizó por mi mejilla.
—Te voy a encontrar.
Supe con gran decisión que incluso llegaría a dejar de creer en El Gran Poderoso si era necesario para conseguirlo.
Y no me importaba si Él no me perdonaba por ello.
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