Capítulo 13
Podía sentir aún el calor que dejó el roce de sus labios sobre los míos y la piel de mi cintura aún recordaba el camino que recorrieron sus poderosas manos. Pero aquella efímera felicidad se había desvanecido en tan rápido como había surgido.
Veía como su último aliento se deslizaba por sus pulmones y todos los posibles malos recuerdos volvieron a mí. La primera vez que vi llorar a mi padre a los pies de su cama, en el lado donde antes dormía mi madre. Los gritos del pueblo, las miradas de odio de los sirvientes y los murmullos llenos de prejuicios. Ser asesinada de manera pública. La prohibición de no poder ni siquiera asomarme a las pequeñas ventanas de castillo. La ida al más allá de la única mujer a la que podía llamar madre: lady Daisy.
Lucrecia La Maldita, la futura heredera del Infierno. La futura Bruja del Caos. Cada palabra pronunciada por el juglar era completamente cierta. Toda persona a la que quisiera estaba condenada a irse. A sufrir por mis pecados.
Miré los ojos cristalinos de lord Fyodor y me di cuenta que los suyos estaban posados sobre mí. A pesar de estar siendo estrangulado. A pesar de que se le estaba escapando la vida... Me sonrió levemente. Me regaló el último atisbo de felicidad que le quedaba y supe que mi corazón y mi mente se habían quedado prendados completamente.
No podía rendirme. No podía dejar que un ser tan maravilloso como él dejara de existir por mis errores. Por mi cobardía.
Vendí mi alma al diablo por él y en el momento que El Rey de las Bestias le soltó, no sentí ningún tipo de arrepentimiento. Le había salvado. Lo había conseguido.
Las manos del maldito me levantaron con mimo y delicadeza. No podía dejar de mirar al roos, que aún intentaba recobrar el aliento. Sería la última vez que le vería. Perdería la libertad que por fin había recuperado.
Miré a mi hermana, quien parecía haberse descongelado del miedo. O de un terrible conjuro. Y cuando creí que nuestras miradas habían parado el tiempo, Lucius despegó, cruzando la ventana que había roto usando el cuerpo de mi padre, quien aun seguía inconsciente. Declan miraba todo paralizado y creí ver en él una mirada de odio y rabia.
Escuché los gritos de Melania y su vano intento de seguirnos. Pero al final acabó convirtiéndose en un pequeño punto en la lejanía. Admiré el palacio y a mi hermoso Holz desde los cielos y las lágrimas, desesperadas, se escaparon de mis ojos.
No sé cuánto tiempo pasó. Mi mirada borrosa por el llanto estaba perdida en las brumosas nubes grises de la noche y, entonces, una pequeña chispa despertó mi adormilada mente.
¿Desde cuándo era alguien que se rendía? ¿Iba a dejar que me arrebataran mi deseada libertad tan fácilmente? Los rostros de mi padre y Melania llegaron a mi mente. Lucharía. Debía pelear. No me quedaría quieta, esperando a que alguien solucionara mi problema.
Empecé a analizar mi alrededor y mis sentidos consiguieron ubicarme mejor en mi verdadera situación. Miré el semblante pálido y aguileño de Lucius. Los mechones largos azabaches que se escapaban de su coleta. Sus profundos ojos color tinta eran tal y como ella los había descrito. Recordé el relato de mi hermana y entendí por qué se había sentido tan abrumada. Era un hombre realmente hermoso. O al menos lo era al que le robó aquel rostro.
Entonces, cuándo miré al frente, mi sangre se heló completamente, como si el propio invierno hubiera decidido hospedarse dentro de mi carne.
El Muro se alzaba sobre nosotros.
Ningún libro había conseguido plasmar su majestuosidad. Era un coloso de piedra, de ladrillos tan enormes que no imaginé ser humano que hubiera podido colocarlos unos encima de otros. Y supe entonces que no lo había levantado la humanidad. Era realmente imposible. Había fragmentos del mismo que se incrustaban en las propias montañas y estas parecían incluso bacilar con dejarse vencer por el gran peso de la enorme estructura.
La bruma impedía que viera con claridad hacia abajo, pero mi instinto me gritó.
Aproximadamente cincuenta metros de piedra se encontraban sobre nuestras cabezas, así que el suelo no debía estar demasiado lejos de nosotros.
Es ahora o nunca, pensé.
No dudé cuando hundí mis uñas en la piel de pómulos y párpados de Lucius. No frené mis ganas de escapar aun cuando mis dientes estaban mojados por su sangre. Le arañé, mordí y golpeé todo lo fuerte que pude. No paré hasta que sentí cómo mi cuerpo comenzaba a descender en caída libre. La pesadilla que me visitaba cada noche me había preparado para aquel momento. Para aquella sensación. Ser empujada a un gran abismo cuando me habían cortado mis alas. Un pájaro obligado a estar enjaulado.
Prefería morir intentando ser libre antes que vivir en una jaula.
Ese fue el pensamiento que se posó suavemente sobre mi mente cuando las ramas desnudas y espinosas de un bosque que desconocía comenzaron a frenar y arañar mi cuerpo.
La muerte me parecía casi una dulce realidad.
Ya en el suelo húmedo, rota, creí ver a mi madre acercándose hacia mí. Bella como la plasmaban los cuadros. Joven y ardiente. ¿Yo hubiera lucido así dentro de unos años? La respuesta no llegó y cuando sus manos acariciaron mis brazos todo acabó poniéndose negro.
El dolor había cesado.
¿Acaso estaba tumbada sobre un mar de nubes? Me notaba casi volando. Solo con un tacto cálido, sedoso y limpio acariciando mi piel.
Mis pestañas dejaron de estar entrelazadas entre sí y mi mirada se topó con un impoluto techo. Mis sentidos fueron poco a poco despertándose: primero había sido el tacto de las sábanas, después la vista a una estancia desconocida y por último el sonido de la lluvia golpeando el vidrio de la ventana. La iluminación de la estancia era uniforme, a pesar del día gris y oscuro, y me percaté que salía del propio techo, dentro de una colgante y sencilla lámpara. Sin velas ni aceite.
La curiosidad y objetividad despertaron también. Había caído de muy alto. Tal vez diez metros. Quizá veinte. Había sentido mis huesos crujir y romperse dentro de mi frágil cuerpo. Conocí la sensación de mi propia sangre caliente acariciando mi piel.
Pero estaba viva. No entendí cómo lo había logrado. Había notado mi vida deslizándose entre mis entrañas para dejarse ver en la superficie. Y aquí estaba. Respirando.
Intenté sentarme y entonces lo sentí. El primer dolor me punzó en señal de advertencia. Primero fue en el costillar derecho. Después en la cabeza y más tarde en zonas leves como los brazos y piernas. A pesar de ello conseguí sentarme y me di cuenta que solo me cubrían unas sábanas color hueso y varios metros de vendajes que sujetaban mis heridas. Cubrí rápidamente mis senos con la manta y me percaté que ya estaban recogidos en aquella gasa protectora.
¿Quién me había desvestido, limpiado y sanado? Me estremecí al pensar que podía haber sido aquel monstruo que me había secuestrado.
Entonces escuché una leve risita escaparse a mi derecha.
Era hermosa mirara por donde mirara. Diferente a todo lo que había visto en mi vida. La mujer que estaba sentada a mi lado iba vestida con un suelto vestido rosa pálido, que contrastaba con su oscura y bronceada piel. Su pelo era esponjoso, rizado y frondoso, del dorado típico de los campos de trigo que pude contemplar una vez en mi infancia. Su semblante poseía los rasgos más toscos que jamás había observado: nariz ancha, labios carnosos y dientes grandes e impolutos. Por último, unos ojos azules que me transportaron completamente a Holz. A aquellas alfombras color cobalto que me habían guiado a un futuro próspero.
Sin embargo la tranquilidad se convirtió en miedo cuando vi sus orejas. Puntiagudas. Largas. Adornadas con varios aros dorados. No era humana. Era uno de esos seres que leí en los libros durante las últimas semanas. Aquellos que por las noches te arrancan los sueños y te llenan el cuerpo de pesadillas impuras.
Me caí de la cama por el asombro y miedo para después arrastrarme por el suelo y huir. Quise ponerme de pie pero... Mis piernas no respondían.
La expresión de la mujer pasó de divertida y cariñosa a una de verdadera preocupación. Incluso se levantó y fue rápido a por mí. Mi espalda chocó contra la pared y cuando la extraña notó que mi pecho se estaba moviendo agitadamente levantó sus manos para mostrar que no estaba armada.
—Tranquila. No quiero herirte. Al contrario, quiero sanarte y así he hecho durante estos días —dijo suavemente.
Su voz y su acento me recordó al piar de los polluelos de golondrinas que solían escucharse al inicio de cada primavera en Kälte, cerca de nuestro cuarto en castillo.
Fue en ese momento cuando recordé y regresé a la noche de el baile:
La adrenalina producida por el juego. Lucius señalando a Melania y ella mostrándole mi colgante. La L bañada en oro blanco alzando la cruel y desesperada mentira. Después, a mi padre volando por los aires y desplomándose en el suelo. A lord Fyodor protegiéndome. Las enormes alas vestidas de luto desplegándose y a mi hermana gritando mi nombre por última vez.
El Muro. La caída. La caricia de la muerte.
Estaba temblando. Llorando por un miedo verdadero. Por no saber dónde estaba. Por la incertidumbre de no saber cuándo volvería a ver a mi familia. O si alguna vez en mi vida volvería hacerlo. Lloré como una niña pequeña y entonces vi compresión y empatía en su mirada. No me moví en cuanto noté que acarició mi cabeza ni tampoco cuando me sentó con mucho cuidado en mi cama para comprobar si las heridas se habían abierto. Me había levantado como si no pesara nada.
—Todas lloramos los primeros días. Pero al final acabarás acostumbrándote, princesa Melania. Todas lo hacemos. Ahora somos felices porque estamos juntas.
Me di cuenta de un detalle que había pasado desapercibido. Ya no era Lucrecia. Con aquel juego y aquella gran mentira había renunciado a mi verdadero nombre.
La extraña prosiguió hablando al comprobar que no tenía ninguna intención ni ganas de hablar:
—Llevas seis días inconsciente. Cuando su majestad la trajo todas creyeron que no pasarías de la primera noche. Gracias a la Triple Diosa, mi poder y conocimientos curativos consiguieron estabilizarla. Un metro más y no hubiera sobrevivido —explicó mientras me colocaba un camisón de lino azul cielo para cubrir mi desnudo cuerpo—. Soy Dasyra. Dasyra Lovaris. La decimoctava oréade del palacio de Versalia. Mi labor aquí es sanar.
Nada de lo que estaba diciendo me interesaba. Mis ojos recorrieron la sala. Debía buscar una manera de escapar. Una no tan precipitada como la que me estaba pidiendo mi cuerpo y mente. Debía ser paciente. Recuperarme de mis heridas, recaudar conocimientos de mi posición y almacenar los víveres necesarios para mi huída. No me rendiría. No permanecería aquí con los brazos cruzados.
Entonces, el primer paso de mi nuevo plan se escribió con tinta invisible en mi mente: debía ganarme la confianza de aquella joven ya que sería mi única puerta al conocimiento exterior.
La observé. Lucía espléndida. Cada poro de su piel emanaban una energía y vida descomunal. Era la primera vez que conocía a alguien como ella. Tan plagada de felicidad y alegría.
—¿Versalia? —Fue lo único capaz de pronunciar.
La joven fae asintió mientras comprobaba los vendajes de mis piernas. Por un momento temí que nunca más pudiera volver a caminar.
—La antigua capital de Galliae. Siento informarla que ya no está en tierras humanas, princesa. Pero no se preocupe. Este es su nuevo hogar y le aseguro que nunca más volverá a sentirse sola.
Dasyra sonrió de una manera que casi me resulto sincera.
—¿Por qué te tomas tantas molestias conmigo? No me conoces.
—Una vez yo estuve en una posición parecida a la suya. Conozco ese miedo que está sintiendo. Esa angustia tan característica. Conseguí superarlo gracias a alguien que también pasó por mi dolor. Y lo mismo pasó con aquella mujer, alguien la arropó cuando lo necesitó. Todas aquí somos una gran familia. Una red fuerte y unida. Ahora vos formáis parte de nosotras. —Aquella última frase la pronunció con un cariño real y me acarició las manos—. Respecto a tus piernas. Lograré que vuelva a caminar, así que no se preocupe por ello. Daré lo mejor de mí. Por ahora céntrese en recuperarse.
Desvíe mi mirada hacia un lado. Melania no se comportaría así, pensé. Debía actuar tal y como lo haría ella. Debía parecer pura, inocente y buena. En el momento que algún atisbo de picardía, astucia y perspicacia se dejara escapar por mi mirada estaría acabada. Él se daría cuenta que la mentira fue real y que se había llevado a la gemela equivocada. Debía proteger a mi hermana costara lo que costara.
Empecé a llorar. Realmente lo necesitaba, pero estaba controlándome. Melania lloraba en silencio. Dejaba de moverse y se dejaba caer sobre su cama. Tuve que retener mi ira. Quería romper todo lo que me encontrara, golpear la cama y gritar todo lo que mi garganta pudiera, hasta que toda esta mala energía desapareciera de mi interior. Pero no podía. Debía mantener aquella postura, ya que Lucius habría hablado de su amada. Debió ser el quien diera la orden de cuidarme a Dasyra. De salvarme. Quién mencionaría a la sanadora el nombre de Melania y su puesto de princesa en reinos humanos.
Dasyra acabó abrazándome y consolándome. Era una chica empática. Diría incluso que era una buena persona —si así podía llegar a llamarla—. Quería hacer bien su trabajo e, incluso, noté ese interés típico de alguien que quiere ser tu amigo. Un sentimiento nuevo brotó en mi pecho.
¿Esto es lo que se siente cuando comienzas una amistad?¿Cuándo un extraño no siente ningún tipo de odio hacia ti, sino bondad y curiosidad? No. No debía bajar la guardia. No podía atarme a un sentimiento falso. Esta mujer no se convertiría en mi amiga. Me habían secuestrado y ella compartía complicidad con Lucius, su señor. No permitiría que la falta de cariño que había tenido desde adolescente me empujara a dejarme llevar.
—Me gustaría estar sola —dije entre lágrimas silenciosas y acabé limpiándolas con un pañuelo que la misma Dasyra me entregó.
—No se me permite ausentarme, Melania.
—¿Has estado aquí los seis días que llevo inconsciente?
La joven asintió y agregó:
—Una de mis compañeras se encargó de traerme la comida y otra de cuidarla mientras yo dedicaba unos minutos del día en asearme. Desde que ha llegado a palacio no se la ha dejado sola ni un solo momento.
Cuando mencionó la comida mi estómago rugió. La joven no pudo evitar reír suavemente y, entonces, juraría que diferentes marcas y dibujos invisibles en su rostro brillaron.
—Ya están preparando algo para comer. Has tenido suerte, justo iban a salir de la cocina para preparar la cama de nuestro señor.
Mi mirada se deslizó por la estancia hasta toparse con el único ventanal que había. Estaba anocheciendo y la lluvia golpeaba constantemente el cristal. Hacía más o menos un mes que no veía ni escuchaba llover, ya que el tiempo en Holz era siempre soleado. Recordé los atardeceres grises encerrada en el castillo de Kälte, suplicando poder asomarme un poco a alguna de las pequeñas ventanas de marcos de piedra, deseando que nadie me descubriese y dejando que la humedad mezclada con frío entrara por mis pulmones.
—Quiero verle. Quiero hablar con él.
—Si se refiere al señor Lucius no se encuentra en estos momentos en palacio. Suele regresar a altas horas de la noche, pero ya está avisado de su repentino despertar. Mañana al medio día probablemente esté desocupado y podrá atenderla.
Dasyra se encargó de acomodar los cojines de mi cama —lo hizo como tres veces hasta que al final quedó contenta—. La comida llegó al poco tiempo de avisarme. La joven rubia se levantó con una increíble velocidad en cuanto tocaron la puerta. Desde mi posición no pude ver quien estaba al otro lado pero pude escuchar la voz de otra mujer, mayor que mi cuidadora.
Al final, Dasyra me alimentó como si yo no tuviera manos para hacerlo. Los platos me parecieron muy sencillos y humildes en comparación a la lujosa habitación y galas de la chica. El primero fue un caldo de carne y cebolla cocida con trozos de pan tostado. El segundo patatas gratinadas con queso y por último un pequeño frasquito con compota de manzana que me dio a cucharadas.
—Fui yo quien pidió esta comida. Siento que no sea la cena que espere una reina, pero es muy nutritiva —me explicó la joven curandera—. Mi abuela siempre me alimentó con estos platos cuando estaba enferma.
Aquel comentario me transportó directamente a castillo, cuando a mis nueve años afronté un brote de gripe de los fuertes. Los escalofríos, el sudor y la fiebre no me permitían casi ni respirar. El caldo caliente de pollo, patata y zanahoria que me preparaba lady Daisy fue lo único que consiguió levantarme de la cama. No pude evitar sonreír, más para mí que para Dasyra.
—Esa sonrisa es de las especiales. Las que nacen del cariño que sientes por alguien.
Me sorprendió lo observadora que era la fae y supe en ese momento que debía tener mucho más cuidado con ella. Probablemente cuanto más tiempo estuviéramos juntas menos detalles se le escaparían.
—Mi institutriz me cocinaba algo parecido cuando era pequeña.
—¿Institutriz? —preguntó curiosa la joven.
—Fue la mujer que nos educó a mi hermana y a mí. Se supone que solo debía ser como una profesara, pero... Yo la considero mi madre.
—¿Y su madre?
Su curiosidad tornó a mala educación e imprudencia. Si no estuviera conteniendo mi verdadera personalidad hubiera reprochado por su osadía. No obstante, sabía que a Melania no le importaría responder, aunque la doliese o incomodara la respuesta.
—Murió al darnos a luz a mi hermana y a mí. Mi padre estaba sumido en una gran tristeza: quería a mi madre sobre todas las cosas de este mundo. No se sintió capacitado para cuidarnos así que contrató a una mujer de confianza. Una institutriz de buen renombre en el reino donde mi madre nació.
—Entiendo... Mi madre también murió al alumbrar a mi hermano más pequeño. Mi padre trabaja en una mina de hierro. Pasaba todo su día en ella, así que nos crió mi abuela. Cómo soy la mayor yo ayudé a criar a mis hermanos. Somos seis —explicó mientras acariciaba una de mis manos, que agarró en cuanto dije que mi madre había fallecido.
—¿Y qué haces aquí entonces?
—Es largo de contar dado que eres extranjera, pero como tenemos mucho tiempo no creo que te importe que te lo cuente. Intentaré resumirlo.
Con su hermoso y cantarín acento me narró la historia que necesitaba saber para entender el contexto en el que me encontraba.
Versalia fue la antigua capital de Galliae, el reino donde me encontraba actualmente, al oeste del Muro. Al parecer el pueblo se separó en dos bandos —Dasyra no quiso entrar en mucho detalle al respecto del por qué— y la ciudad acabó siendo abandonada. O eso cree el resto del país. La raza a la que pertenece la joven y el resto de sus compañeras llevan habitándola desde hace dos décadas, gracias a la bendición de su señor Lucius, quien con su magia consiguió aislar Versalia del resto del mundo.
—Los viajeros que se acercan solo ven a lo lejos un gran amasijo de escombros arrasados. Un espejismo. Y si se acercan demasiado, el hechizo consigue alejarlos sin que ellos se den cuenta —explicó.
Aquel relato aún no respondía a mi pregunta e iba a decírselo, cuando entonces comentó el por qué ella estaba aquí.
Lucius prometió proteger al pueblo de Dasyra con una serie de condiciones:
La primera, que se le fuera dado el título de rey de Versalia, a pesar de no ser nativo.
La segunda, el poder vivir en el palacio donde la antigua monarquía residió una vez en el pasado, antes de la gran guerra.
Y la tercera y última, cada noche del solsticio de verano, el pueblo de Versalia debería entregar a la chica más cualificada que cumpliera dieciocho ese mismo año. Esta última condición los primeros años fue la que más aterró a los ciudadanos.
—La primera de nosotras ya lleva sirviendo a nuestro señor desde hace veintiún años.
—¿Lleva tanto tiempo... encerrada aquí? ¿Sin ver a su familia?
—Todos pensaron que Lucius pedía mujeres jóvenes para consumirlas en carnes. Siento la mala palabra, para saciarse con ellas. Ya me entiendes. —Cuando asentí continuó—. Por eso la primera chica que el pueblo envió fue una odiada. Condenada por ser hija de una bruja negra.
»Lo que no esperaban, es que la misma noche que entraría una nueva joven al año siguiente —otro deshecho social—, Lucius permitió salir a la primera sacrificada. Ella contó maravillas reales de su señor y de palacio, donde aseguró que había mucho trabajo que hacer por su estado de abandono. Su rey no quería tocarla ni obligarla a nada, solo deseaba un poco de compañía. Además, lo que más sorprendió al pueblo, es que la joven fue enviada con una gran riqueza para sacar a su madre de lo más hondo.
Año tras año, todas aquellas chicas sacrificadas tenían permitido salir únicamente la noche del solsticio para poder ver a sus familias. Regresaban con los bolsillos llenos y ciudadanos que antes se alimentaban a base de pan y patatas, acabaron teniendo hasta a su propia servidumbre.
Así fue cómo las mujeres enviadas al palacio de Versalia pasaron a llamarse las Oréades, consideradas afortunadas.
—Por eso quisiste estar aquí, para sacar a tu familia de la pobreza.
Asintió.
—Llevo tres años en palacio. Mi padre ya no necesita trabajar. Con lo que les envío cada verano les sobra. Mi abuela está disfrutando por fin de una vejez tranquila y sin responsabilidades y mis hermanos pueden ir a la escuela, una suerte que yo no tuve. —Sonrío—. Les echo muchísimo de menos, pero no me arrepiento de nada.
Ambas nos miramos a los ojos. Los suyos tenían un brillo único. Fuerte y valiente. Se notaba a leguas que cuando se le metía algo en la cabeza nadie ni nada podía detenerla hasta conseguirlo. Mi mente decía que tenía que tener cuidado con ella. Sin embargo, mi corazón susurró tímidamente que podría llegar a ser una buena amiga.
El azul de sus ojos me transportó al baile, a Holz, y mis pulsaciones no pudieron evitar alterarse. Recordé la mirada gélida de lord Fryodor y el calor de sus labios. Un contraste que me erizaba la piel con tan solo recordarlo. Una larga conversación en los balcones, a solas, me hizo percatarme que era el primer hombre que había conocido capaz de llenar mi mente de aventura y conocimiento. Un hombre honorable, valiente e inteligente. Vitalidad en su estado puro.
Yo le acabé gustando, mi cuerpo lo sabía. Y a mí no me hubiera importado disfrutar del suyo. Hubiera sido el mejor amante. El mejor querido posible. Pero el destino había vuelto a jugar conmigo.
Dasyra siguió hablando lo que juré que fueron horas hasta que no pude evitar quedarme dormida. No sé si lo hizo con ese propósito o para realmente conocernos mejor.
Lo que ella desconocía es que yo no quería volver a ser un pájaro, porque sabía perfectamente que me volverían a cortar las alas. Sentiría un dolor real, pero no el suficiente para conseguir despertarme, y cuando ya mi sangre tocara fondo, unas manos invisibles me empujarían a un vacía oscuro del cual no podría nunca escapar.
Atada eternamente al mayor pecador de todo El Continente.
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