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Capítulo 12

Las semanas se deslizaron suavemente y sin percatarnos. Llevábamos viviendo en Holz oficialmente un mes y medio. Cada día, especialmente al levantarme, me sentía con energía y ganas de afrontar lo que me esperaba en el transcurso de las horas. Me recordaba a mí misma cada mañana que los malos tiempos habían terminado.

Empezábamos el día arreglándonos la una a la otra. Nuestras vestimentas y aspecto habían evolucionado considerablemente. Ahora, los diferentes colores adornaban nuestras ropas y nuestros cabellos ondeaban sueltos y libres como las banderas de los barcos que se veían alzarse en la lejanía del puerto, al norte.

Lucrecia y yo ya no teníamos la necesidad de lucir iguales. Solo conservamos esa costumbre a la hora de la cena para iniciar nuestro pequeño juego con padre y Declan, el cual siempre ganábamos. Así, cada una comenzó a explotar su personalidad por caminos diferentes. Yo usaba colores más juveniles y vivos, mientras que Lucrecia se mantenía en lo sobrio y discreto.

Después, desayunábamos a solas con Guillermo, con quien habíamos mejorado y estrechado relación. Yo era la más cariñosa de los tres pero padre nunca dudó en devolverme lo que yo le ofrecía. En comparación, entre él y Lucrecia había más distanciamiento, pero la guerra verbal cesó. Conversaban tranquilos la mayor parte del tiempo, casi siempre de lo que estudiábamos en las clases de lord Declan. Ella le comentaba puntos con los que no estaba de acuerdo y él insistía en que debía ser más tolerante. Para poder romper las normas debes aprenderlas primero, le decía.

Por mi parte, experimenté un enriquecimiento personal inmenso. Cada vez me daba menos reparo el ser la voz principal en una conversación o dar mi libre punto de vista. Declan me enseñó gesticulaciones para entonar más segura. Qué tipos de mirada debía mantener y cuales no y a saber analizar los sentimientos de un contrincante a través de lo que mostraba su cuerpo.

En cuanto al diálogo, nos enseñó a Lucrecia y a mí a hilar argumentos sólidos y no esporádicos. Razonamientos con un inicio, un nudo y un desenlace, no dichos por decir.

Pensados, construidos y fuertes.

Esta era la materia favorita de mi hermana con diferencia. El primer día que la estudiamos me habló de que había estado ciega durante todos aquellos años. Que su mente y palabra no eran tan inquebrantables como ella pensaba. Aún le faltaba mucho que aprender, me insistió cada día.

Otros días hacíamos una clase práctica en la que Declan escribía un tema en la pizarra y él comenzaba a exponer argumentos relacionados. Después, una de nosotras debía rebatirle correctamente y, por último, expresar una conclusión final sobre las intenciones reales del personaje que él estaba desempeñando en esa instancia. Nunca habíamos hecho este ejercicio correctamente, ni si quiera Lucrecia. Declan nos insistía que era uno de los más complicados con diferencia y creí que lo decía solo para que no nos viniéramos a bajo, sobre todo a mi hermana, quien se estaba percatando de que sus habilidades no eran tan prodigiosas como siempre había creído.

También, empezamos a estudiar los diferentes reinos y regiones del continente para conocer diferentes tipos de uniones. Cuando veíamos el mapa, con aquel corte en su parte central, no podía evitar mirar al oeste, donde no existían líneas definidas. Donde no había más que un vacío inmenso. Como si el Mar del Norte y el Mar del Sur se hubieran puesto de acuerdo para tragarse la tierra detrás de El Muro.

—¿Vamos a estudiar algo referente a El Muro? —se aventuró a preguntar una vez Lucrecia. Solo halló seriedad en Lord Declan.

—El Muro fue construido en la Gran Guerra siglos atrás. Detrás de él no queda nada. Solo un inmenso territorio totalmente devastado por la antigua Atalus en sus ansias de colonizar.

—¿No quedó nadie vivo al otro lado?

—Nada. No quedó nada. Aquella gente huyó al resto de reinos o luchó por su libertad. Atalus no consiguió esclavos dóciles y fieles, así que los aniquiló a todos. Fue hace tanto que las leyendas cuentan que ni siquiera La Santa Sede estaba instaurada.

A Lucrecia no le convencieron sus palabras. Por ello, prosiguió con la investigación que inició en su primer día en La Biblioteca Central. Para hallar una verdad que a ella le pareciera más sólida que la que le habían aportado.

Padre cada día insistía que no debía salir de palacio por su protección. Por la amenaza que era lord Iabal. Lucrecia insistió que necesitaba ir, ya que la biblioteca de palacio no contaba con la amplitud de carta como la central. Así que, cada día después de las clases, Lucrecia partía junto con el mejor hombre de padre, Briccio, que nos había protegido desde que éramos niñas y quien se quedaba al mando de la guardia del castillo cuando padre partía.

Los primeros días, Lucrecia iba vestida solo con una capa oscura para cubrirse de las miradas pretenciosas. Al final, completó su disfraz vistiéndose de criada de palacio y cubriéndose por una capa azul cobalto. Cada día partían a caballo y ella no miraba hacia atrás cuando yo les veía irse.

Aquellas tardes en soledad las pasé escribiendo. Mis personajes comenzaron a tomar forma de nuevo, aunque todavía eran un suspiro de lo que una vez fueron. Cuando Lucrecia volvía y me veía sentada en el escritorio blanco que Declan ordenó colocar para mí, podía ver en su rostro una felicidad inexplicable.

Siempre preguntaba cómo iba. Y también si podía leer lo que llevaba escrito. Yo, sorprendentemente, no cumplí sus deseos y le expliqué que hasta que no tuviera terminado y corregido el primer borrador no le haría entrega del mismo. Me enfadaría si me enteraba que lo había leído a mis espaldas, dictaminé. No supe nunca por qué fui tan estricta, cuando siempre le había mostrado a mi hermana todo lo que escribía. Hasta los relatos más tontos y vacíos que había llegado a escribir años atrás.

—¿Qué tal va tu búsqueda de la verdad? —le pregunté mientras ordenaba los papeles del manuscrito y mi pequeña libreta de anotaciones.

—He avanzado considerablemente. Y, además, he encontrado hoy algo muy interesante sobre El Muro —dijo, mientras se desabrochaba la capa y la posaba sobre la cama. Acabó por quitarse los impolutos guantes que llevaba y me enseñó una encuadernación de cuero oscuro. Ahí guardaba todos los apuntes que tomaba día a día. Lo abrió mientras se sentaba para empezar a leer—. Al parecer, El Muro se construyó hará quince siglos, cuando el reino de Atalus era joven y ambicioso.

»Atalus comenzó su colonización al noroeste, después de subyugar fácilmente a los antiguos reinos de Holz, Suittes, Kälte y Ross, los cuales aún no estaban definidos, débiles en cuanto a fortificaciones. A penas eran tribus nómadas. No tenían nada que hacer contra el imperialismo de Atalus. No obstante, los habitantes del noroeste, gracias a sus relaciones comerciales, supieron de la invasión continental de Atalus, y aprovecharon la separación que creaba la Cordillera Oscura. Llamaron a los mejores canteros y mineros de todas sus tierras y con la ayuda de los ejércitos empezaron a construir una estructura rudimentaria y rápida para poder afrontar el primer ataque de Atalus. Al final, el plan acabó en tragedia, ya que Atalus dio su primer ataque antes de lo previsto.

—Es completamente incoherente mires por donde lo mires. ¿Sabes qué tu enemigo llega y empiezas a construir un muro encima de la cordillera más alta del continente? Podrían haber preparado fortificaciones en sus reinos o emboscadas en ciertos puntos del mapa por dónde supieran qué entraría Atalus —concluí.

—Eso mismo pensé yo. Y sabiendo que Atalus contaba con una gran flota que podía atacar desde las costas en cualquier momento. Gastar energía, materiales y tiempo en un muro en el continente es una estrategia propia de dementes o malos estrategas. Además, tomé esto. —Me tendió un papel roto por uno de sus lados—. Constantemente, por la descripción, imaginé una muralla de una sola pared y no muy alta, dado el tiempo que tuvieron para construirla. Pero esto hace que la incoherencia de la historia crezca.

Miré y hallé en aquel pequeño trozo una ilustración de un muro que crecía hacia lo alto, entre los macizos, a veces de una altura tan considerable como el de las propias montañas. Casi parecía que los ladrillos de roca poco trabajada se fundían con las mismas, como si la misma Cordillera Oscura los hubiera creado de su piedra para proteger a sus habitantes.

—Esto no se construyó en tan poco tiempo —dije mientras miraba la ilustración.

—Exacto. Además, si es cierto que Atalus atacó antes quiere decir que los habitantes del oeste se encontraban construyéndolo en el momento de la batalla. Por tanto, ¿por qué el muro llega de norte a sur, cruzando y dividiendo todo el continente? Como Atalus está al sur comenzarían a construirlo desde allí hasta llegar a la costa norteña. Aquí El Muro llega hasta el final. Por tanto, les dio tiempo a terminarlo.

—No entiendo nada. Todo es demasiado incoherente.

—Yo solo encuentro una posible solución a esta incongruencia, pero a El Gran Poderoso no le gustará escucharla —dijo acompañado de una sonrisa sarcástica.

—Suéltalo sin reparo. Cuando hablas sé que debo apartar suavemente mi fe a un lado. —Me crucé de brazos, mirándola.

—No les daría tiempo a construirlo como nosotras creemos. Pero, ¿y si lo construyeron de una manera totalmente diferente?

—¿A qué manera te refieres?

—He estado leyendo muchos libros de mitología y leyendas, sobre todo de Suittes. Todos hablan de seres distintos a los humanos, más conectados al mundo y a la naturaleza. Con habilidades impensables para nosotros.

—Brujería —comenté y comencé a sentirme nerviosa.

—No, al menos no con esa connotación tan negativa, hermana. Muchos autores lo definen como atracción a diferentes medios. Lo que me hace pensar, ¿y si seres con atracción a la Cordillera Oscura construyeron El Muro con ayuda de la misma?

—Diciéndolo así parece que insinúas que las montañas y las piedras están vivas. —Su rostro de afirmación me contestó por sí solo. Suspiré y me levanté—. Lucrecia, intento abrirme y comprenderlo. No comparto esa teoría en absoluto. La historia de la humanidad suele perderse, enredarse y equivocarse.

—Una incongruencia histórica, ¿eh? ¿Qué diferencia tiene El Gran Poderoso con esta información que te estoy brindando?

—Esta información es solo folclore. Casi todas provendrán de historias que se cuentan a los niños para asustarlos de generación en generación. Es igual que ese mito de El Rey de las Bestias.

Cuando lo mencioné su tez se puso pálida y sus pupilas se dilataron. Ella no quería admitirlo, pero aquel nombre le producía un terror indescriptible y, asimismo, desconocido. ¿De dónde provenía el miedo a ese mito? ¿Por qué veía ahora sus ojeras más marcadas que antes?

Me senté a su lado y puse una mano sobre las suyas, que descansaban sobre sus muslos.

—Lucrecia. Es solo un mito de Suittes. Inventado únicamente para asustar.

Tragó saliva.

—Pero... Yo siento constantemente que no es solo eso. —Me miró directamente a los ojos y agarró mis manos, más fuerte de lo que yo desearía—. No... No entiendo por qué me produce tanto desasosiego. Mi instinto está gritando que me aleje de todo lo que tenga que ver con él. Hay noches que tengo pesadillas... Con las tres máscaras que salen en la ilustración y me hablan. Me dicen que da igual cuánto huya o cuánto me esconda. Él me encontrará, me atrapará y me hará suya eternamente. —Sus manos comenzaron a temblar y acabó aportándolas para ponérselas en el rostro.

Acaricié su espalda y después la rodee con mis brazos. No sabía qué decir ni tampoco qué pensar. Lo que sí sabía era que mi hermana comenzaba a rozar la locura.

Entonces, un sentimiento de culpabilidad llegó a mi pecho y mente.

Lucrecia había sido la única que me creyó con el suceso del bosque. También, había empezado su investigación para encontrar una explicación razonable a aquel accidente. Una que pudiera convencerme para quedarme tranquila. Y yo ahora mismo estaba prefiriendo creer que estaba loca antes que dejar de abrazar mi fe a El Poderoso.

¿Y si Lucrecia estuviera mínimamente en los cierto?

Los siguientes días no dejé de pensar en ella y en lo que me había comentado. Tampoco olvidé El Mito Prohibido y lo que había producido en mi querida hermana.

Una tarde, de esas cargadas de soledad, busqué a Declan en su despacho. Nos deleitamos con té rojo, el que tanto odiaba Lucrecia, y hablamos de todo y a la vez de nada. En medio de aquella larga charla, me atreví a preguntarle sobre El Rey de las Bestias pero sin mostrarle mi preocupación. Utilicé con él los métodos sociales que nos había enseñado, tanto para mis expresiones físicas como para el diálogo. Creí haberlo hecho bien, ya que Declan no mostró ni preocupación ni asombro por la pregunta. Pensaría que era solo mera curiosidad.

—El pueblo Suittes tiene mucho respeto a su mitología y a las creencias que se han pasado de generación en generación. Mucho más que aquí. Son seguidores de El Gran Poderoso, pero no han abandonado el folclore típico de cada pueblo del reino —me explicó—. El Rey de las Bestias es un mito muy muy antiguo. A mí me lo llegaron a contar de pequeño. Dicen que se trata de un antiguo alquimista a quien le arrebataron su verdadero rostro tras usar artes paganas. Las leyendas cuentan que está condenado a cada noche arrancar el rostro de un hombre perdido y al comprobar que no es el suyo lo guarda para poder usarlo alguna vez en su beneficio. Dicen que se han llegado a encontrar cadáveres de hombres de todas las edades en Suittes cuyos rostros estaban arrancados de cuajo y el resto del cuerpo intacto. Pero ya sabes, la gente a veces habla solo por hablar. No son más que cuentos oscuros.

Aquella historia me helaba la sangre. No obstante no llegué a encontrar relación posible entre ello y mi hermana. Como bien me explicó el gobernante de Holz, solo eran los varones y las madres de los mismos quienes temían enormemente a este mito.

Tampoco entendí por qué el papiro donde mi hermana lo leyó tenía la etiqueta de El Mito Prohibido, ya que era una leyenda bastante popular por lo que pude comprobar. Quien quisiera que escribió aquel título lo hizo por dos razones: o para que no lo leyeran o, al contrario, para que lo hicieran empujados por la curiosidad.

Entre la preocupación que tenía respecto a mi hermana, la duda que generaba mi accidente en el bosque en mi primer viaje y la presencia constante de lord Iabal, viví aquellas días con un nudo en el pecho. Uno de esos, permanente. De los que no te ayudan a respirar.

Me acordé de lord Iabal y su insistencia habitual. El rechazarlo cada día era cada vez más complicado, mientras que él parecía tener la misma energía que la primera vez que nos invitó a ir juntos a La Biblioteca Central. Por eso mismo, las tardes que Lucrecia se escapaba junto con Briccio a la biblioteca intentaba pasarlas íntegras en mi cuarto. Tanto para que Iabal no me invitara a pasear como para que no se percatase de la falta de Lucrecia.

No volví a ver ni a Alice ni a Ecila en todo aquel tiempo. Ni siquiera durante los paseos largos que daba con padre por los pasillos de palacio. Las sospechas de que no fueran realmente criadas de palacio crecieron y prácticamente se confirmaron por sí solas.

Fue durante esos paseos, junto con mi padre y Lucrecia, cuando una tarde lord Declan nos encontró antes de la cena y se nos unió. Al final, nos dio una noticia que tanto alegraba com aterraba: la propuesta de matrimonio había llegado al Parlamento al fin. Tanto él como padre me tranquilizaron, ya que todavía tardarían en sopesarla y estaban totalmente convencidos que acabarían rechazándola. Después, en la cena, Declan nos expuso que sus consejeros le sugirieron e, incluso, insistieron que organizara una celebración para comenzar a estrechar relaciones con los otros reinos utilizando las nupcias como delicada excusa.

Sorprendentemente, la que más nerviosa se sintió con la noticia fue Lucrecia. Aún la sombra de La Maldita la perseguía y todos los presentes lo teníamos más en cuenta de lo que ella pensaba. Declan afirmó que no estaba obligado realmente a convocar una festividad, pero si no cumplía lo que sus consejeros decían probablemente sospecharían y se lo expondrían a los altos cargos que controlaban los movimientos del lord.

—Normalmente se suele invitar personalmente a los reyes. No obstante, Atalus y Ross están completamente en contra del nuevo Holz. La reina de Suittes mantiene una posición más neutral pero como está muy atada a Atalus prefiere mantenerse al margen. —Dio un sorbo a su copa de vino—. Así que, realmente el baile estaría lleno de altos burgueses y representantes de cada reino junto con un pequeño séquito.

—Los ojos y oídos de sus reyes —dijo Lucrecia y Declan afirmó.

—No es necesario sentir nervios al respecto. Sé que ambas tenéis pesos diferentes sobre vuestros hombros. No obstante, debéis tener en cuenta que en el continente se tiene la lengua floja. Todos ya han hablado de vosotras. Desde hace meses. Antes incluso de llegar hasta aquí. Por eso mismo decidí anular el baile anterior. Me dejé llevar por mis consejeros y me di cuenta a última hora que era muy precipitado. Ahora siento que estáis preparadas para soportar durante unas horas miradas juiciosas.

—¿Hasta tan lejos ha llegado Lucrecia La Maldita? —Se animó a preguntar mi hermana.

—Anteriormente no. Pero desde tu reciente resurrección la noticia ha llegado hasta oídos del rey de Ross.

Ross. El reino más alejado, frío y aislado de todos. Al lado de él, Kälte solo era un juego de niños.

—Solo espero que ninguno se presente. Todos sabemos que el rey de Ross está terriblemente aburrido y sobre todo, solo.

Miré a mi hermana, quien se había quedado pensativa sujetando su copa de vino blanco. Aquel monarca se fijaría en ella. En su mirada verde como los bosques de coníferas. En su pelo cobrizo y vivo como las propias llamas. En su piel: suave, blanca y, sobre todo, virgen como la nieve de las montañas de la Cordillera Oscura.

—¿Cuándo se celebrará? —pregunté, desviando mi mirada hacia lord Declan.

—Dentro de dos semanas. Os prepararé personalmente. Sabréis cada nombre y personalidad de cada personaje clave. Es un primer paso para el acercamiento de otros reinos a Kälte. No debemos pasar una oportunidad como esta.

Oportunidad. Cuando yo lo había visto completamente como una desgracia.

 El día llegó y la tarde fue completamente ajetreada. Nunca llegué a pensar que tres mujeres podrían arreglarme al mismo tiempo. Tampoco imaginé que mientras tanto estaría estudiando todo lo que debía hacer aquella noche, como si fuera una actriz apunto de salir al escenario.

Recorrí la bella caligrafía de Lord Declan con la mirada y allí hallé nombres que llevaba memorizando durante los últimos días. Entre ellos estaba lord Everad, el mejor consejero de Guillermo y quien no me tenía en alta estima. Él era de aquellos que hablaban a mis espaldas. Qué pensaban que no era una candidata cualificada para reinar.

Ese era el primer problema que quería solucionar Declan: la división interna de mi reino. Aunque también me dijo que sería difícil verle en la celebración, ya que solía reunirse en privado con varios altos cargos de Ross.

Después, mi mirada continuó y me encontré con nombres de personas completamente ajenas. Cuyos rasgos y rostros solo podía imaginar gracias a las descripciones del gobernante de Holz: lady Dorothea de Suittes, el obispo Giotto de Atalus y lord Fyodor de Ross.

Nombres lejanos. Extranjeros.

Lady Dorothea. Representante y mano derecha de la reina de Suittes. Fiel devota de El Gran Poderoso y aliada de el obispo Giotto. Una mujer de un carácter tranquilo y callado. Pero con la que debía tener cuidado, aseguraba lord Declan. Su lengua podía llegar a ser más afilada de lo que uno esperaba. Mi padre nos hizo saber también que a la mujer le agradaba mi historia, por ser seguidora de El Gran Poderoso y fiel a La Alta Sede. Pero no podía decir lo mismo de Lucrecia, quién debería trabajar más su confianza con ella.

Esto a Lucrecia le repugnaba. Insistió que no quería obligarse a forjar relaciones que no le interesaban. Guillermo, al contrario, insinuó que a los enemigos es mejor tenerlos cerca y vigilados. Declan se encontraba del lado de mi padre en este aspecto. Así que, el gobernante de Holz le dio clases privadas a Lucrecia. Ambos estaban más preocupados por la personalidad altiva de ella que por mi característica timidez.

Luego estaba el obispo Giotto, el instructor del nuevo rey de Atalus, quien llevaba en el poder a penas cinco años. Atalus era el reino por excelencia más devoto de todos. La Santa Sede se encontraba instaurada en su capital, Alia. Por tanto, los consejeros de su rey no eran nada más que los obispos que fundaban la misma. Un hombre entrado en años, sabio y muy perspicaz. Con el que teníamos que tener cuidado. Sobre todo mi hermana.

Por último, lord Fyodor de Ross. Del que menos sabía lord Declan. Las malas lenguas aseguraban que él era el amante del Soberano de toda la madre Ross. El unificador de las tierras de hielo y barro. Las relaciones de Ross con Atalus eran bastante tensas. Los ross habían sido los que menos habían olvidado el pasado y la época oscura que vivieron bajo el imperialismo de Atalus. Al otro lado, Atalus no olvidaría nunca que fue Ross quién liberó al resto del continente de su imperialismo. O eso al menos contaba la historia.

Declan me aconsejó que prestara atención a lord Fyodor, ya que mi unión con la Santa Sede y la devoción que sentía había creado bajas expectativas en su reino. Verdad que intentaría averiguar esta noche.

—¿Quién te interesa más conocer? —pregunté a Lucrecia, quien se miraba en un espejo enterizo con sus criadas a la espalda, esperando su aprobación.

—La cuestión real debería ser que cómo me siento por obligarme a conocerles. Tienen pinta de ser todos unas lenguas bífidas.

Suspiré suavemente y posé los papeles sobre el tocador. Me miré directamente a los ojos a través del espejo. Ya no quedaba casi rastro de la niña asustada que llegó a Holz. Ahora veía una mujer preparada para enmendar sus errores y lista por forjar un futuro próspero.

—El obispo Giotto parece que será el más agradable —pronuncié de manera positiva.

—Solo lo dices porque es un obispo. Ser obispo y ser amable no tienen por qué ir de la mano. —Fue hacía mí para observarme, ya que las criadas ya habían acabado su trabajo.

Idénticas. Así lo habíamos decidido. Y así sería. Una última celebración para nunca más recurrir al engaño. Una última vez que pondríamos nerviosos a los presentes con nuestro aspecto.

Lord Declan decidió finalmente seguir la sugerencia de sus consejeros pero añadió un toque pícaro a la idea: un baile de disfraces. De máscaras. Y así, recurrir más fácilmente a una huida física por si nos sentíamos demasiado incómodas.

Ambas vestíamos telas color ocre brillante. De las mejores compradas en el mercado de Holz. De las más suaves y sofisticadas. El hilo dorado tejía detalles que remataban el glorioso corte típico kältiano. Nuestro pelo recogido y cuyo moño se trenzaba con una tela amplia del mismo tono que caía hacia atrás, cubriendo espalda y hombros. Solo nuestro cuello quedaba al descubierto, mostrando la inicial que coronaba nuestros nombres.

Mi criada principal colocó sobre mi rostro una máscara dorada que me cubría la parte superior de mi rostro, con los mismos detalles, o al menos parecidos, del vestido.

Decidí llevar los zapatos de cristal que Ecila me mostró el primer día que llegué a Holz. Por sorpresa, a mi hermana le quedaban pequeños por unos pocos milímetros así que ella lució unos parecidos de color blanco. Ambos, cubiertos y escondidos por debajo de la larga falda del vestido que acariciaba el impoluto suelo.

—No es por alabarnos, pero estamos impresionantes.

—Sinceramente, el vestido que me dio Ecila el primer día era más glorioso. Pero capaz ahora mismo está envenenado. —Ante tal comentario Lucrecia no pudo evitar reír.

Después de un rato, cuando una de las criadas avisó que estábamos listas, Guillermo tocó nuestra puerta.

Fue impresionante verle vestido para la ocasión. Todo en sus colores oscuros y pálidos originales, pero de telas y cortes muy sofisticados. Llevaba una chaqueta larga de cierres de cuero oscuro cuyas hombreras eran más abombadas y mangas ajustadas. Abierta desde la parte de arriba podía verse una camisa blanca y el inicio de sus clavículas. Pantalones ajustados y negros y finalizando con unos zapatos finos y de pequeños tacones. En su mano agarraba una máscara plateada. Su forma era muy característica y refinada: la cara de un león hasta el labio superior.

—Estáis impresionantes, princesas. ¿Cómo os sentís? —preguntó mientras se colocaba la máscara dejando solo a la vista parte de sus labios y su barba. Tenía su cabello largo hasta los hombros completamente suelto y peinado.

—Nerviosas —respondí por las dos al ver que Lucrecia se hallaba callada y seria mirándole. Estaría tan sorprendida como yo.

—Esta noche será un completo éxito. Confío en vosotras —nos susurró mientras ofrecía ambos brazos para que camináramos agarradas a él.

Partimos rumbo a la sala del baile. Llegó un punto, yendo hacia el ala oeste, que empezó a escucharse el gran murmulló de la gente y la música. Vimos los pasillos llenándose y gente llegando por el pasillo sur. Las miradas se posaron en nosotros tres. La familia real de Kälte. La que llevaba aislada en su palacio desde hacía diecinueve años. Desde la muerte de Almaia. Sin duda seríamos el centro de atención de la fiesta.

Cuando cruzamos el umbral de la gran puerta vi una sala realmente amplia, rodeada por pasillos superiores —donde nos encontrábamos ahora mismo— de alfombras color oliva y bajando una enorme escalera de mármol blanco se deslizaba hasta la gran pista donde la gente bailaba, hablaba y bebía. La noche, que se encontraba serena y limpia, podía verse gracias a los enormes ventanales ubicados en toda a la parte izquierda. El cielo estaba despejado y la luna ayudaba a iluminar la gran balconada, a los mismos pies del jardín.

Había más gente de la que podía haber imaginado jamás y los nervios comenzaron a subir por mi garganta. Recé a El Gran Poderoso para que el nudo no me impidiera hablar. Respiré profundo y apreté un poco más el brazo de mi padre.

Él avisó de nuestra presencia y a viva voz se anunció que la familia real de Kälte había llegado. Prácticamente todos detuvieron su charla y otros se giraron para mirarnos bajar la imponente escalera. Cada escalón amenazaba con dejarme en ridículo delante de la alta burguesía. Muchos murmuraban. Deslizaban una y otra vez sus miradas sobre Lucrecia, después sobre a mí y viceversa. Comencé a sentirme muy pequeña y cuando miré a mi hermana todos aquellos sentimientos desaparecieron.

Erguida, altiva y, sobre todo, segura de sí misma. Mantenía su cabeza bien alta y la mirada al frente. No se veía ni un atisbo de dudar en cada paso que daba. Supuse que estaba aterrada, tanto o más que yo. Pero, a pesar de tener la peor posición de las dos, se encontraba irradiando luz propia. Demostrando que la princesa Lucrecia rompería aquella noche con su potente personalidad.

No te quedes atrás, me dije a mí misma, y levanté mi cabeza. Le dediqué una de mis mejores y más dulces sonrisas a toda la sala. Y, solo en ese momento, dos estrellas radiantes parecieron alumbrar la noche sujetadas a los brazos del monarca kältiano.

Cuando los tacones de nuestros zapatos tocaron el final, padre nos guió hasta dónde estaría Declan. Los hombres y mujeres que nos cruzábamos nos saludaban con reverencias formales o con la palabra. Fui la única de los tres que las devolví encantada.

En cuanto Declan estuvo en mi rango de visión me sentí más aliviada y segura. Reconocí a quien le estaba entregando una copa de champán con tan solo dos pestañeo.

Pensé que los rumores sobre su aspecto eran simples exageraciones. Pero entonces me percaté que todos se habían quedado completamente cortos con su majestuosidad. También, creí que el que no llevara máscara alguna era una elección sabia por su parte, puesto que cualquier prenda que cubriera su hermoso semblante podría tomarse como un insulto.

Lord Fyodor de Ross no podía ser de nuestro mundo. Alguien tan bello no podía haber sido creado para ser humano.

Su melena rubia estaba peinada con esmero hacia detrás. Sus ojos eran del azul más cristalino y limpio que había observado jamás y su tez había sido tallada por manos delicadas sobre un mármol puro y joven. Pensé que podría usar páginas completas para describir cada trazo que formaban las líneas de su hermosa cara.

También, una parte de mí comprendió que fuera el amante del Soberano de toda la madre Ross. O que la gente lo pensara. ¿Qué ser sobre la tierra podría decir que no a tal rostro? ¿A tal mirada? ¿A tal cuerpo? Fuera hombre o mujer, Fyodor podría hacer caer en la tentación hasta al más ferviente devoto.

Guillermo fue el primero en saludar. Primero con un apretón de manos a lord Declan y después con un golpe en el pecho con su puño derecho enfrente del hermoso. Fyodor repitió el gesto, mirando a mi padre. El Saludo del Norte, pensé. Mostrando el lazo de hielo y nieve que unía a Kälte con Ross.

—La madre le envía su bendición, rey Guillermo IV de Kälte

Su reino. Su patria. Su rey. Le enviaba saludos cordiales a mi padre con aquel acento tan brusco. Tan antiguo.

Mi padre le devolvió la bendición solo con un movimiento de cabeza.

—Tu soberano lleva meses hablándome maravillas de usted, lord Fyodor. Es un honor tenerle aquí. Envíele mis mejores saludos a Zinov. Tanto como monarca como viejo amigo.

Fyodor asintió. No vi ni un atisbo de sonrisa en su rostro. Era bello pero gélido.

—Lord, le presento a mi prometida, Melania III de Kälte —anunció lord Declan y cuando los ojos cristalinos del emisario me miraron hice una fina reverencia— y su hermana, Lucrecia I de Kälte.

Lucrecia permaneció quieta. Erguida. Cuando los ojos del verde pino, salvajes y vivos, de Lucrecia se encontraron con la mirada cristalina y fría del lord supe ver por ambas partes interés, a pesar de las máscaras de neutralidad. Sin embargo, Lucrecia no habló y Lord Fyodor volvió su mirada hacia mí.

Ya había experimentado esta sensación antes. El interés que desprendían todos por Lucrecia y el interactuar conmigo por pura educación.

—Sabe bien que mi soberano apoya completamente su unión y estaremos dispuestos a aportar lo que haga falta para que el casamiento siga adelante —dictaminó lord Fyodor mientras miraba a Guillermo. No dedicó ni una sola palabra ni a Lucrecia ni a mí.

Recordé, años atrás, cuando mi padre rechazó la oferta de casamiento con Zinov, El Soberano de la madre Ross, a pesar de que Kälte y Ross prácticamente se consideran hermanas. Reinos atados por un lazo prácticamente milenario.

No obstante, las lecciones de Declan llegaron hacia mi mente: Ross solo quería mi mano para evitar que mi reino se vinculase con Atalus. No había ningún otro motivo de peso. Guillermo una vez lo vio como una posibilidad. Como una vía de escape de los años de miseria. Pero Ross no haría avanzar a Kälte ya que ellos mismos llevaban estancados desde hacía siglos.

Como llegué a imaginar, lord Fyodor solo intercambió palabras con Declan y Guillermo. Aunque fuimos avisadas de la personalidad del lord, no puede evitar sentirme como uno de los muebles que sujetaba la comida en vez de una de las invitadas de la fiesta. Lucrecia permaneció callada, al lado derecho de mi padre y parecía estar evadida completamente de su conversación, cosa que me sorprendió. Había algo en ella distinto. Como si los nervios estuvieran apoderándose de su increíble espíritu y encerrándola en un pozo sin fondo.

Terminamos caminando por la sala los cinco juntos. Parecía que Declan buscaba a alguien con la mirada constantemente pero bajo descripción, ya que daría entender a lord Fyodor que no le estaba prestando la atención que se merecía.

—Ha sido imposible no encontrarle. Está usted bien acompañado, Declan.

La voz de una mujer madura llenó nuestros oídos y todos prácticamente nos giramos al mismo tiempo.

No sabría decir si lady Dorothea era hermosa. Después recordé que nadie lo sabía realmente. En lo que sí podría estar de acuerdo con los rumores es que su presencia me hacía sentir pequeña y frágil. Su rostro estaba cubierto por un manto medianamente traslucido de color blanco, que le dejaría ver perfectamente el exterior. No obstante, su rostro era imperceptible. Solo podía seguir con mi mirada la línea sutil que formaba su mandíbula. En su cabeza reposaba una aureola dorada y estrellada, la misma que se solía colocar a las representaciones de la Gran Madre. En sus hombros descansaba una túnica de color azul marino y con detalles cosidos con hilo de oro puro. Ahora entendí por qué la llamaban la madre de Suittes.

No estaba sola. Iba a acompañada con un anciano algo regordete, vestido con un hábito negro de algodón y sujetado gracias al cíngulo violeta que rodeaba su circular cintura. Sobre su cabello blanco y grueso reposaba un solideo del mismo color. Después, mi mirada no pudo evitar posarse en la humilde cruz de madera que colgada de su cuello con una cuerda larga y fina que le llegaba hasta el pecho. El obispo Giotto, sin duda. Nos miraba a todos sonriendo de oreja a oreja y por ello no pude discernir el color de sus iris: sus ojos parecían estar casi completamente cerrados.

Declan agarró la mano de lady Dorothea y besó su anillo dorado. Lo mismo hizo con el del obispo. Se dirigió primero a la lady:

—Puedo decir lo mismo de su impresionante presencia, lady Dorothea. ¿Y usted obispo? ¿No le gustan las máscaras?

—Creí conveniente el estar libre de falsas apariencias, mi lord. Y más cuándo iba a conocer por fin a la respetable princesa Melania.

No me sorprendió que el obispo me mencionara la primera. Pero actué como tal, porque es lo que se esperaba de mí: inocencia y pureza. Se acercó a mí. Permití que invadiera mi espacio y en cuanto hice la reverencia ante él, sentí su pulgar rozándome frente, barbilla, mejilla izquierda y mejilla derecha, por encima de la máscara que me cubría medio rostro. Me acababa de bendecir. Pero no era solo un apto ferviente. Así demostraba públicamente que estaba de mi lado y no del de Lucrecia. Recordé las palabras de Declan días atrás:

—Melania, tu obstáculo es lord Fyodor y tus aliados lady Dorothea y el obispo Giotto. Justo al contrario que Lucrecia. Libértate de tus enemigos y fortalece tus uniones.

Entones sabía que debía superar las expectativas que tenían de mí, pero sin hacer sombra a mi hermana, para que tuviera la oportunidad de romper las barreras que le separaban de ambos. No obstante, no veía a Lucrecia con mucha energía para conversar con gente que sabía que la odiaba por los prejuicios y las habladurías sobre sus ideologías.

Hacía unos meses alguien del palacio de Holz filtró que Lucrecia no creía en El Gran Poderoso, cosa que tampoco era falso. No obstante, los nuevos rumores se mezclaron con los antiguos y Atalus había dejado claro que no quería tener una alianza con Kälte en caso de que Lucrecia consiguiera un cargo importante.

Al principio pensé que eran solo exageraciones de lord Declan. No obstante, cuando vi que lady Dorothea y el obispo ignoraban completamente la presencia de mi hermana supe que sus sospechas eran completamente ciertas.

Casi al llegar a la hora de conversación con los altos cargos de Suittes, Atalus y Ross vi cómo Lucrecia se dejaba perder entre el resto de invitados. Para mi sorpresa lord Fyodor consiguió salirse de nuestra debate y acabó siguiéndola. No pude evitar regalarles una sonrisa sincera a los fervientes, pero no por lo que estábamos hablando, sino por un gran avance por parte de Lucrecia.

—Es usted realmente encantadora. Disculpe mi atrevimiento, pero es una lástima que su mano pertenezca actualmente a lord Declan, su presencia sería muy enriquecedora para nuestro joven rey Orfeo en Atalus —pronunció suavemente el obispo y cogió una de mis manos para ponerla entre las suyas. Me miró directamente a los ojos—. En caso de que el Parlamento niegue su matrimonio, que El Gran Poderoso no lo quiera, le invito a que reconsidere nuestra humilde propuesta. Todo Atalus está deseando conocer a la nueva madre de Kälte.

Madre de Kälte. Así me habían hecho llamar. No como Melania. No por mi personalidad. Solo por mi gran devoción a El Gran Poderoso y por esa unión casi de amo y siervo con mi reino. Respondí a todo con las mejores palabras posibles. Diciendo lo que esperaban de mí y no lo que yo realmente pensaba. Repitiendo los diálogos que Declan había escrito para mí y que yo había memorizado.

Cuando la conversación al final tornó hacia mi padre —quien se había mantenido como un mero espectador todo este tiempo— aproveché para despedirme temporalmente y escabullirme hacia las mesas.

Cogí una copa llena de un licor rosado que se deslizó suave y dulce por mi garganta, aliviando la sequedad que había producido la larga conversación. Mientras bebía despacio y disfrutando de cada gota de la bebida observé mi alrededor y me enfoqué en lo que mi cuerpo estaba sintiendo: no estaba para nada incomoda.

Creí entonces que igual casarme con lord Declan no hubiera sido un gran impedimento en mi vida y que podría haberme acostumbrado a actos sociales como este. Igual tenía miedo a admitir que me gustaban a pesar de ir en contra de mi propia personalidad. Muchos desconocidos bailando, bebiendo, hablando y riendo. Tal vez, se debía a que aquel sonido y atmósfera llenaban el vacío que viví en el castillo de Kälte, siempre silencioso y prácticamente muerto.

Entonces, les vi. Lucrecia sujetaba la mano de lord Fyodor con una gran decisión mientras que la de él se deslizó por su espalda discretamente. Bailaban, hablaban, se miraban y sonreían. Ambos. La frialdad del lord había desaparecido y Lucrecia no portaba su máscara, permitiendo que Fyodor pudiera contemplar su hermoso rostro. Llegué a percibir cómo él baja la mano aún más al ver que ella no se asustaba lo más mínimo, hasta llegar a su baja espalda. Bailaban perfectamente sincronizados y por un momento pensé que nunca había visto a Lucrecia tan hermosa como en aquel momento.

Mi corazón latía rápido al darme cuenta de lo que sucedía. Ambos se deseaban. Ambos sabía lo que sentía el otro gracias a su cristalina transparencia.

Lucrecia parecía cómoda. Sabía distinguir cuándo le atraía un hombre solo por conveniencia, como pasó con lord Iabal, y cuando por su personalidad única. En los ojos de Lucrecia vi verdadera atracción por Fyodor. ¿Acaso habían estado a solas todo aquel tiempo?

No pude evitar sonreír al recordar lo que nos dijo Declan. Que Ross se había sentido muy aliviado al saber que Lucrecia estaba viva. El única reino junto con la nueva patria Holz que tenía ese sentimiento por mi hermana. Igual, ambos serían enormemente felices juntos. Igual, Lucrecia vería Ross como un gran reto personal.

Entonces, sin darme cuenta y sin saber cómo, mis ojos se posaron suavemente en otros. Y solo en ese momento todos mis sentidos gritaron. Mi corazón se aceleró y mi piel se erizó. Una mirada espesa como la tinta me observaba. Detallaba cada tramo de mi semblante y cuerpo. Supe, que todo lo que yo había sentido en un segundo, él lo había sentido en cuanto me había encontrado: era el hombre que me salvó en el bosque. El hombre que había llenado cortos relatos que había escrito durante aquel último mes, completos de desdén y deseo. Mi pecado. Eran completamente mi pecado y rezaba todos los días a El Gran Poderoso para que me perdonara.

Cuando, sin darme cuenta, estaba lo suficientemente cerca para invitarme a bailar supe que no necesitábamos palabras entre nosotros. También, no necesitaba que se quitara su máscara completamente opaca y en forma de pico, como el de los cuervos, para saber que era él. Tampoco necesité quitarme la mía para que él supiera que era yo. Estábamos vinculados.

Estaba completamente perdida por sus encantos, por la línea perfecta que creaba su mandíbula y sus finos labios pálidos. El mundo pareció desaparecer alrededor nuestro. La música que antes escuchaba y el rumor del gentío ya no estaban. Solo éramos nosotros dos bailando en el silencio de la noche. No sabía cuánto tiempo había pasado. No sabía si la canción había acabado. Incluso pensé que los criados estarían recogiendo y nosotros seguíamos aquí, juntos. Me hundí más en el profundo azul de sus ojos y, entonces, paró de bailar y se separó con cuidado para aplaudir.

Volví a la realidad. Los aplausos comenzaron a crecer hasta envolverme con su intensidad real. Me di cuenta que estaba respirando rápido y que no había sido consciente de lo que me rodeaba. Empecé a aplaudir un minuto más tarde que los demás intentando no llamar demasiado la atención pero no pude dejar de mirar a aquel hombre. No sabía cómo se llamaba. No sabía quién era. Pero un aura familiar le envolvía.

—Lucius. —Su voz acarició cada tramo de mi mente con aquel nombre que había deseado conocer—. Lucius de Galliae.

Intenté ubicarlo en el mapa. Recordé el que nos había mostrado Declan semanas atrás y no hallé la respuesta. Luego, el recuerdo de mirar hacia el oeste borrado sobre el papel me invadió.

—Princesa Melania III de Kälte —pronuncié rápidamente minutos después cuando me percaté que llevaba un tiempo mirándole sin responderle.

—¿Me recuerdas?

Cuando supe que él a mí sí me envolvió una felicidad completamente sincera. Sonreí y asentí. Él no pudo evitar sonreír también en acto reflejo, mostrando a fila perfecta de sus dientes blancos. Permanecimos mirándonos, incrédulos. Sin saber que decir, debido a la emoción del momento.

—Te he encontrado... Al fin.

Quiso acercarse más a mí, pero respetó mi espacio al ver que me sonrojé.

Sin saber que decirle ni por donde empezar, acabé diciendo:

—Yo... Me gustaría presentarle a mi padre para mostrarle nuestra eterna gratitud. Sin usted yo ahora mismo no estaría respirando, mi lord.

—Me enorgullece que me llame así, lady Melania, pero son palabras demasiado grandes para decírselas a alguien con una vida tan humilde como la mía. —Su sonrisa era tan adictiva—. Sería un honor conocer a su padre.

Me ofreció su brazo para que lo tomara, tal y cómo siempre había hecho mi padre conmigo. Era la primera vez que un hombre que no fuera él o Declan me lo tendía y no pude evitar ponerme nerviosa. No obstante, le sonreí dulcemente y posé suavemente mis manos sobre él. Comenzamos a caminar, prácticamente sin dejar de mirarnos y al final encontramos a Guillermo poco después. Por suerte, estaba únicamente acompañado por Declan. Supuse que lady Dorothea y el obispo Giotto tenían que conversar con más invitados.

Cuando estuvimos lo suficientemente cerca de ellos pude ver como el rostro de mi padre palidecía al encontrarse con la presencia de Lucius. Creí que fueron imaginaciones mías pero su nuez se deslizó hacia arriba, tragando saliva amarga. No pude decir lo mismo de Declan ya que, a diferencia de mi padre, parecía tener más curiosidad que preocupación.

—¿De quién vas acompañada, Melania? —cuestionó Declan mientras inclinaba la cabeza hacia abajo en señal de saludo. Lucius hizo lo mismo.

—Lucius de Galliae para servirle, lord.

Aquel nombre. Aquel lugar. Eso si creó palidez en la tez de Declan. Era la primera vez que le veía dejar de sonreír. Que dejaba caer sus barreras llenas de conocimiento y experiencia ante alguien para dejar ver una preocupación real.

—Creo que le he entendido mal. ¿Ha dicho usted Galliae?

—Sí. Creía que mi galo era prácticamente perfecto, quizá mi leve acento le ha nublado.

Al ver que ninguno de los dos reaccionaba intervine con una grata sonrisa y buenas noticias:

—Padre, Lucius fue el hombre del que le hablé en el primer viaje a Holz. Fue él quien me salvó de los lobos en aquel bosque. Creo que deberíamos mostrarle nuestra gratitud por arriesgar su vida por salvar la mía.

Guillermo no dejaba de mirar a los ojos a Lucius. Creí un momento que se había quedado petrificado. De pronto el cansancio y seriedad que había había abandonado en Kälte semanas atrás volvieron a él de golpe. Posé una mano en su antebrazo con delicadeza.

—Padre, ¿está usted bien?

Guillermo pareció despertar de un largo trance e intentó sonreír forzadamente a Lucius.

Algo no iba bien, lo podía ver en su mirada cargada de incomodidad. Podía sentirle emanar negatividad por cada poro de su piel a pesar de tener su expresión medio tapada por la máscara.

—Siento mi osadía, pero estaba usted muy lejos de su reino y era plena noche. ¿Qué hacía en aquel bosque?

Lucius sonrió solo por cortesía, pero se le notaba levemente irritado.

—No sabía que en estos lares se juzga antes de agradecer por ayudar.

—Disculpe a mi amigo, la sorpresa de tal noticia le ha hecho reaccionar precipitadamente —contestó Declan.

Por lo que pude comprobar mi padre sabía dónde se encontraba Galliae, reino del cual no había oído hablar nunca. Ni siquiera en mis clases. Imaginé que se encontraría o al norte, cruzando el mar, o, increíblemente, detrás de El Muro, al oeste. Además, lord Declan era conocedor de mi percance en el primer viaje a Holz, cosa que me sorprendió ya que pensé que padre no se lo contó a nadie por miedo a crearme una mala reputación.

Guillermo y Declan tenían una relación mucho más estrecha de lo que pensaba.

—Le agradezco enormemente su gran hazaña. Le pegaré con lo que desee, lord.

Entonces Lucius sonrió de lado. Casi como si se tratara de un depredador. Parecía que había estado esperando a que mi padre pronunciara aquellas palabras en concreto desde que le invité a conocerlo.

—Menos mal que lo ha mencionado. Soy conocedor de una antigua ley de Kälte: aquel que realice una hazaña que otorgue la gratitud del rey podrá conseguir cualquier cosa que desee. Parece que sigue vigente. Seré totalmente sincero, monarca. Estoy aquí por eso mismo.

—La última vez que se otorgó tal bendición mi padre seguía con vida. —Guillermo le miró con decisión a los ojos. Sabía que se arrepentía de haber dicho aquellas palabras y que estaba deseando volver a atrás en el tiempo para no decirlas—. ¿Y bien? Veo en sus ojos que tiene muy claro lo que va a pedir.

—La realidad es, rey Guillermo, que no he dejado de pensar en su hija desde el día que la conocí. —Lucius me miró y yo no pude evitar sonrojarme—. Llevo buscándola desde ese entonces y por fin se encuentra aquí, a mi lado. —Deslizó su mirada hasta la de mi padre—. Quiero pedirle la mano de su hija Melania, rey Guillermo.

Me di cuenta que las personas que estaban a nuestro alrededor cesaron de hablar y nos miraron. Me di cuenta que Lucrecia y lord Fyodor estaban cerca de nosotros y que mi hermana había estado escuchando todo desde la discreción que le otorgaba la muchedumbre.

Guillermo se atragantó con su propia saliva.

—Siento decepcionarle, Lucius, pero mi hija ya está prometida con lord Declan. No obstante, mi hija Lucrecia sigue soltera. —Pareció dolerle cada palabra que decía.

—No quiero a otra de sus hijas. La quiero a ella. Da igual que ambas sean semejantes en aspecto. La pureza de Melania es única. Sabría distinguirla entre mil gemelas iguales a ella.

Hubo un silencio muy incómodo. Declan había preferido reservar las palabras y dejar que se encargara mi padre. Pero este tampoco tenía mucho qué decir.

Entonces habló quien nunca imaginé que acabaría incluyéndose en la conversación y menos de aquella manera:

—¿Está usted completamente seguro de lo que dice? —pronunció Lucrecia a viva voz y más invitados callaron para observar lo que sucedía. Mi hermana dio unos pasos seguros hacia nosotros—. ¿Está seguro que podría reconocer a Melania en cualquier caso?

Los ojos de Lucius y de Lucrecia se encontraron y supe que ella estaba recordando cada palabra que usé en el relato para describirle. Para identificarle como el hombre que me salvó. Pero por algún motivo la notaba tensa y preocupada, no alegre y agradecida.

—Sí. Podría distinguirla de usted sin necesidad de ninguna collar que marque vuestros nombres.

Supe que Lucrecia se había sentido insultada. Prácticamente la estaba llamando mascota delante de todo el mundo. También, me percaté de un detalle que le había molestado más aún: que aquel hombre me reclamara suya como si fuera un objeto y no una persona libre. Sin contar que Guillermo había ofrecido al extraño como contraoferta a ella misma.

—Si cree que puede, entonces juguemos a un juego. Si consigue ganar, podrá casarse con quien más desee de las dos.

—Lucrecia, espera... —Intentó interponerse Guillermo pero en vano, ya que Lucrecia con una sola mirada le había dicho: Déjame esto a mí, puedo manejarlo.

—¿De qué juego se trata, princesa?

—Adivinar quién es quién —explicó mientras se quitaba el colgante con su inicial—. Giraremos entorno a usted varias veces, nos cambiaremos de sitio y no hablaremos, no sonreiremos, no haremos presencia alguna de sentimientos... Deberá averiguar cuál de las dos es Melania.

—Entonces ganaré fácilmente —dijo mientras sonreía de oreja a oreja mientras deslizaba su mirada hacia mí.

Lucrecia intentó evadir su arrogancia. Me cogió de la mano y me llevó lejos de su vista y la de todos, en la esquina que formaba la pared inferior y la enorme escalera. Me ayudó a quitarme mi colgante y la máscara que portaba mi rostro.

—Lucrecia, has arriesgado demasiado. Tiene la mitad de posibilidades de hallar la respuesta solo usando el azar. Y ya padre había rechazado su oferta de la mejor manera.

—Te equivocas —dijo entonces—. Padre debe obedecer la ley que mencionó el hombre. Y más ahora que existen tantas tensiones con el pueblo. Si no lo hace, los vasallos comenzarán una rebelión. Tal y como pasó con Holz. Por eso Guillermo me ofreció a mí. Fue una manera de decirme que entrara en la discusión y le ayudara. No tenía ninguna otra salida.

Me puse muy nerviosa. No me había percatado que estaba tan acabada y que Lucius había condenado a todo mi reino. Que había tirado por la borda todo el último mes de estudio y mis verdaderas ganas de reinar. Casándome con él perdería todas las posibles uniones y oportunidades que sacarían a Kälte de la miseria.

Entonces Lucrecia me dio su colgante y ella se quedó con el mío.

—¿Qué haces?¿Nunca hemos necesitado hacer trampas?¿Por qué ahora?

Vi preocupación en su mirada y sobre todo muchísimo miedo.

—Tengo un mal presentimiento, Melania. Siento que te señalará a ti. Qué acertará, hagamos lo que hagamos. Lo supe en el primer momento en que su mirada se posó sobre la mía. —Agarró mis manos—. Tienes que confiar en mí, ¿sí? No sé cómo explicártelo, pero sé que estoy en lo cierto.

—Lucrecia, me estás asustando...

—Cuando él te señale, Melania, actúa como si fueras yo. —Apretó un poco y noté que estaba temblando—. Alza el colgante y sonríe mientras le muestras que se ha equivocado. Qué ha perdido.

—¿Y si descubre que hemos mentido?

—No lo hará. Nadie vivo sobre la tierra nos puede descubrir. No desde que lady Daisy no está entre nosotros.

Asentí con decisión y apreté en mi puño el colgante de la mentira. El colgante con la L en tipografía caligráfica y oro blanco.

Lucrecia y yo volvimos. La gente se apartaba a nuestro paso y nos seguía, observando el espectáculo que estábamos a punto de crear. Lucrecia miró a Declan y este gritó "música".

Los violines y el piano lograron aumentar la tensión en el ambiente. Tensión que nos ayudaría para confundirlo. Lucius nos observaba y comenzamos a dar vueltas alrededor de él, ambas sujetando las faldas de nuestros vestidos idénticos y mirándole constantemente, sincronizadas. Cuando el ritmo cambió, Lucrecia y yo agarramos nuestras manos libres y las alzamos bailando con el puño del colgante en la espalda. Al terminar nos separamos y giramos dos veces completamente coordinadas hasta ponernos enfrente de Lucius.

—¿Quién es Melania? —preguntó Guillermo a viva voz.

El silencio se hizo abismal. La tensión se deslizó por mi espalda hacia el puño que escondía la gran mentira. Lucius caminó. Nos rodeó, incluso. No quería descuidar ningún detalle. No quería perder. Cuando hubo acabado se volvió a poner enfrente de nosotras. Estaba completamente relajado y le notaba seguro de sí mismo. Me miró. Él sabía la respuesta desde hacía ya tiempo. Sabía desde que llegamos quién era quién. Sabía que ganaría.

Me señaló.

Pude escuchar a mi padre tragar saliva desde mi posición. Todos esperan con ansia la respuesta y, entonces, sonreí de la manera más lobuna y orgullosa posible, mostrando mis impecables dientes. Alcé el colgante para que lo viera. La L brilló poderosa gracias al oro blanco del que estaba hecha y la sonrisa de Lucius fue desapareciendo progresivamente. La gente aplaudió ante nuestra perfecta actuación. No habíamos roto nuestra racha de victorias. O al menos eso pensaban todos.

Estafadoras. Mentirosas. Cobardes.

Por mi mente se deslizaron cientos de adjetivos negativos que nos describían a la perfección.

Lord Lucius había ganado. Nosotras lo sabíamos. Y, entonces, al mirarle a los ojos, manteniendo una falsa personalidad altiva, supe que Lucius también lo sabía. Era conocedor de nuestro engaño. La ira poco a poco fue apoderándose de su cuerpo y gritó furioso.

—¡Mentirosas! ¡Mentís! —gritó, furioso, mientras se arrancaba la máscara del rostro.

—Ha perdido. Afronte su derrota como el hombre que es. Mi hermana no se casará con usted —pronuncié fuerte, tal y como hubiera hecho Lucrecia.

Le vi dudar. Se estaba creyendo el engaño.

Entonces, toda la sala quedó en silencio, incluida yo.

Su rostro comenzó a cambiar. Pareció que la piel de sus mejillas se hacía jirones y se retorcía sobre sí misma. Tersa, después madura y, por último, arrugada. Niño, hombre y anciano. Diferentes cejas, narices, bocas... se deslizaron por su piel. Lo único que no cambiaba era aquel color en sus iris. Tinta espesa.

La escena me provocó nauseas que retuve en mi interior.

Caminó con seguridad en nuestra dirección y mi padre se interpuso entre él y nosotras. Antes de darnos cuenta, Guillermo estaba volando y cayendo sobre una de los grandes ventanales de fino vidrio, partiéndolo en mil pedazos y alertando a la guardia. ¿Cuándo habían comenzado la tormenta y los rayos en el exterior? ¿Cuándo el viento era tan fuerte que sentía que afilaba cada parte de mi alma? ¿Cuándo el color de Holz había desaparecido?

Todos los presentes comenzaron a correr hacía la gran escalera, gritando en masa e impidiendo a los guardias llegar a nosotros con rapidez. No podía dejar de mirar a mi padre, tirado en el suelo del balcón y a lord Declan corriendo para ayudarle. Mi mirada se encontró con Lucrecia. Ella... se hallaba completamente petrificada. Era la primera vez que veía un terror tan real en ella. Emanaba aquel miedo por cada poro de su piel y por algún motivo sentía que era capaz de olerlo desde mi posición.

Mi respiración se entrecortó.

Escuché algo partirse. Madera chocando sobre una inamovible pared. No. Una silla rompiendo sobre el cuerpo de Lucius, que no se movió ni un solo centímetro. Lord Fyodor había tomado el valor de hacerlo y cuando se encontró completamente desarmado ante aquel monstruo solo fue capaz de utilizar sus puños. Pero le paró. Como quien para los golpes de un niño débil y pequeño. Era fuerte. Inhumano. Era el mismísimo pecado envuelto en carne humana falsa. Lucius le levantó del suelo agarrándole del cuello. Iba a matarlo. Iba a quitarle la vida y nosotras nos encontrábamos completamente quietas. Inútiles.

Entonces, como si la hubieran descongelado, vi a Lucrecia partirle en la cabeza un enorme jarrón al bárbaro. No se movió ni un centímetro. Solo miraba a Fyodor, que se retorcía y le clavaba las uñas lo más fuerte que podía en los brazos para que fallasen y le soltase. Le estaba asfixiando.

Lucrecia gritaba angustiada. Le lanzaba cualquier cosa que encontraba a mano. Le llenó a arañazos e, incluso, mordió el brazo de Lucius para que soltara al lord, pero no consiguió ninguna reacción por parte del extraño. Y cuando creí que Fyodor ya había dejado de moverse... Escuché el llanto desesperado de mi hermana.

—¡Llévame contigo! ¡Iré a dónde haga falta! ¡A dónde tú quieras! Pero, por favor, ¡no le mates! ¡Te lo imploro! —Movía el brazo de Lucius desesperada y este reaccionó.

Con el brazo que le sobraba, acarició la mejilla de Lucrecia y la miró con un cariño que me dio nauseas.

—¿Aún me amas, Almaia?¿Podemos ser felices al fin?

Lucrecia asintió repetidas veces y ahogada en sus propias lágrimas. Una lágrima se deslizó fría por mi mejilla.

—Llévame contigo, Lucius. Vayámonos para ser felices. Si matas a este pobre hombre, será un nuevo obstáculo para llegar a nuestro futuro.

Y, entonces, le soltó. Fyodor cayó al suelo de golpe y acabó dando una buena bocanada de aire entre tosidos. Quiso levantarse. Quiso impedir que se la llevara. Pero ya era demasiado tarde.

Plumas negras llenaron la espalda de Lucius. Cuando la piel de su semblante paró de cambiar. Cuando volví a ver aquel bello y falso rostro. Cuando aquella mirada espesa como la tinta se posó en mi hermana, supe que sería la última vez que la vería.

La cogió en brazos en cuanto escuché a la guardia llegar al último escalón y sus potentes alas se estiraron para tomar impulso. Ella no se resistió.

Mi mirada se encontró con la de Lucrecia y entonces me di cuenta que no había podido moverme en ningún momento. Que no había sido por el miedo sino porque algo o alguien me lo había impedido, dejándome ser una mera espectadora. Y, cuando alzó el vuelo, mis piernas se movieron solas.

Corrí. Corrí tan rápido que uno de mis zapatos de cristal se deslizó por el suelo, desprendiéndose de mí. La adrenalina me impidió sentir el cristal de la ventana arañando la piel de mi planta y abriendo paso por ella. Salté la barandilla de la balconada, desprendiéndome del otro zapato al vuelo y el contraste del dolor de mis pies desnudos con la suave y húmeda hierba me erizó la piel.

Pero no paré. Dejé de sentirlo. Mi mente bloqueó cualquier distracción. Cualquier tipo de dolor. Solo podía correr persiguiendo a aquel ser que se abría paso por las nubes oscuras. Y, cuando sentí el ardor en mis pulmones y músculos, le perdí de vista en la noche.

Me tropecé y caí rodando por el mullido césped. Antes de poder levantarme de nuevo. Antes de seguir corriendo hacia delante sin una estrategia coherente lord Declan se tiró al suelo y me contuvo entre sus brazos.

Maldije a mi débil cuerpo y a las espesas telas que me cubrían y molestaban.

Grité. Rogué entre lágrimas. Pelee entre los brazos del alto lord para que me dejara ir. Para que me dejara seguirles. Pero ya era demasiado tarde. Se la había llevado. Se habían perdido hacia el oeste y cada tramo de mi intuición me gritó que Lucrecia ya se encontraba al otro lado de El Muro.

Él no es humano, recitaron las leyendas, pues no existe mortal incapaz de morir o sufrir. No existe humano con mil rostros.

Recordé El Mito Prohibido. Recordé la investigación de Lucrecia y sus espeluznantes creencias. Pero... Él era real. Lo había visto con mis propios ojos. Entonces, me percaté, que por primera vez en mi vida no comencé a rezar. A implorar por mi hermana.

El Rey de las Bestias era real. Y, sin darme cuenta, empecé a dudar de la existencia de El Gran Poderoso.

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