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9. Cubos y cubos

—Últimamente estás muy ocupada.

—Sí... lo siento. Clases particulares, tareas, mala organización...

—Pero sí vas a tener tiempo para lo de la fiesta de fin de mes ¿cierto? —La voz de Sara a través del celular era sugerente. Ya sabía la cara que debía estar poniendo al otro lado de la línea. —Van a estar todos ahí y me refiero a toooodos.

—Oh, claro. Voy a ver mi horario.

—Pues míralo ya, porque no puedes no ir.

—¡Por supuesto!

—Y... además creo que hay cierto alguien que quiere invitarte.

—Claro.

—Y no le puedes decir que no...

—Por supuesto.

Cinco «claros» y tres «por supuestos» más y la conversación había terminado. Una cosa importante que había aprendido gracias a mi constante encubrimiento de mi otra vida era que debía tener cuidado con las sutilezas en mi coartada. Por ejemplo, no se debía declinar inmediatamente una invitación, eso se hacía después. Era importante que el otro pensara que tuve la intención de complacerlo.

Al menos eso era lo que yo estaba asimilando a duras penas. No era algo bonito de hacer. La verdad era que no me agradaba en lo absoluto ser calculadora con Sara o mis demás amigos, pero tenía que hacerlo. Y eso, en cierta forma, agotaba mi buen humor por unas horas. Pero en ese momento no podía permitirme estar decaída.

Me dispuse a esperar el portal que Leo enviaría mientras trataba de cumplir como descosida hasta el último minuto con las tareas de mis asignaciones.

No me había quedado claro si es que él le estaba dando pie a mi solicitud o si es que aún tenía su negativa. No me había atrevido a responder ese correo para preguntárselo por temor a que si era el primer supuesto, de repente cambiara de idea. No estaba segura si él era de tomar decisiones impulsivas pero no podía jugarme esa posibilidad.

Y, exactamente cuando el puntero del reloj dio las diez de la mañana, el portal apareció.

La primera impresión que me llevé de esa sala espaciosa, limpia e iluminada fue que era idéntica a una foto de un departamento moderno en venta. Incluso las enormes ventanas daban con un amplio cielo azul. De alguna manera, la ambientación era fresca, había un juego de sillones de cuero negro, una mesa de vidrio circular, algunos cuadros circunspectos en blanco y negro; y una serie de aditamentos que daban una idea de algo sobrio y actual. Me sorprendió un poco porque casi esperaba algo más sombrío y terrorífico.

—Amm... ¿Leo? —balbuceé y me giré sobre mí misma cuando me percaté de que estaba totalmente sola.

Entonces recorrí el lugar, algo indecisa y casi trastabillé al ubicar su presencia en el ambiente contiguo, lo que parecía ser una prolongación de la sala. Una suerte de vestíbulo que era más estrecho y menos esclarecido, dado que las cortinas estaban corridas. Como una especie de guarida. Él estaba hundido en un sofá unipersonal muy mullido, y en frente de él había una mesa plegable con un par de libros, una computadora portátil cerrada, una taza de café y una caja abierta de comida china. Un desayuno muy raro.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que estaba dormido, no podía ver su cara porque la cubría un ejemplar abierto de El arte de la guerra. Aquella imagen era un tanto extraña porque siempre lucía una apariencia pulcra en Orbe, mientras que ahí estaba algo... informal. Me dio la impresión de que los vaqueros y la polera (negros, por cierto, la mayoría de los objetos que lo rodeaban eran negros también) que usaba eran su pijama.

—¿Leo?

Noté que la tableta creadora de portales no se encontraba visible por ningún lado, y por un instante me pregunté si es que el portal que me había traído había sido programado por él. Era descabellado pensar que se podía programar un portales al igual que se podía programar encender la televisión. Pero había visto cosas más descabelladas esos días.

Obviamente, este sujeto había olvidado la susodicha reunión.

—¡Leo!

Supuse que el tono que empleé para llamarlo fue incorrecto, porque de pronto él se irguió como si un gato le hubiera saltado encima. El libro que le ocultaba el rostro voló por los aires.

—¿Quién...?

Di un respingo hacia atrás; Leo dejó su frase en el aire cuando sus ojos dieron conmigo. Había levantado su brazo como si estuviera dispuesto a blandirlo en el aire pero se detuvo en seco. Hubo un momento de quietud.

—Ah. Cierto. Deben ser las diez —comentó como si de repente se hubiera acordado de algo sin importancia—. Siéntate ahí —ordenó señalando el sillón crema de su sala.

Quise objetar y hacer un sinfín de preguntas pero me contuve y le obedecí. Ya lo había despertado de mala manera (aunque esa no era hora de dormir), esperaba que eso no cambiara su humor.

—Replica esto —dijo ni bien me acomodé en el mueble. Desde el vestíbulo realizó un movimiento ligero con su mano y un cubo de rubik se materializó en el aire y cayó haciendo un pop sobre el centro de la mesa de vidrio—. Cien veces, de uno en uno.

Y volvió a desparramarse en su sofá para hojear su libro con un aire cansino. Yo me quedé tiesa y confundida.

—Leo... —Me aclaré la garganta. —¿Qué significa esto? ¿Voy a poder participar para viajar al otro mundo?

—Significa que estás a prueba —respondió él sin volver su mirada—. Voy a evaluar cómo te desenvuelves y tomaré una decisión.

—¿A prueba? ¿Significa que si hago esta tontería me dejarás ir?

—Puede ser.

Una estocada de emoción me asaltó. Esto era lo que estaba buscando: una oportunidad. Tal vez la probabilidad no era muy alta pero si lo lograba, podría concursar, y luego podría ir a ese sitio mágico, y mis años en esa odiosa empresa no serían tantos. Eran muchos «y si... ». Pero al menos los tenía en frente de mí.

Sin perder tiempo, me senté y acomodé sobre la alfombra, cerca de la mesa y fijé mi mirada en el cubo, más presta que nunca para explotar aquella habilidad mágica de la creación. El único problema era que seguía sin tener idea de cómo hacer brotar cosas de la nada. No sabía cómo había hecho el aerosol o los insectos y preferí no pensar en lo último por si es que volvía a repetirse lo de ayer. Dudaba que Leo me diera una segunda oportunidad.

Pasaron cinco, diez minutos y me empezó a fastidiar el entrecejo de tanto tiempo tenerlo fruncido.

—No lo estás haciendo bien —escuché de repente la voz de Leo desde el vestíbulo y noté que él había estado observando—. La voluntad y la convicción son las bases de esto. Analiza en cuál de las dos estás fallando. No te preguntes qué quieres hacer sino qué necesitas.

«Me lo hubieras dicho antes», pensé pero sólo asentí. No era bueno sulfurarlo, así que respiré hondo y continué.

De alguna manera, lo que acababa de explicar empezó a hacer girar la rueda de un engrane en aquel misterio. ¿Por qué hacía esto? ¿Por qué quería reproducir un estúpido cubo de rubik? Mis ojos me estaban empezando a fastidiar por haberlos forzado a enfocar algo por tanto rato.

«Si puedo crear un estúpido cubo de rubik podré recuperar mi vida».

En el instante en que terminé de formular ese pensamiento, un cubo idéntico al que Leo había materializado apareció en el aire en frente de mí y cayó al costado del otro. Me quedé boquiabierta al principio y luego alcé los brazos en señal de victoria, con una sonrisa.

—¡Lo hice! —exclamé—. ¿Viste? ¡Lo hice!

—Te faltan noventa y nueve. —Fue su comentario de felicitación. Él había estado contemplando pero parecía que sólo había visto pasar una mosca.

Hice una mueca pero me dispuse a continuar. Ya había empezado, iba por muy buen camino y realmente no era tan difícil como parecía. Tal vez era el inicio de una racha de buena suerte.

Una hora después o tal vez dos, estaba terminando con el cubo número cien y con una terrible jaqueca que no podía sino atribuirle a estar pensando en lo mismo por un largo período de tiempo. Sumándole a eso, mi espalda estaba partida en dos, tenía un hambre atroz y extrañamente, estaba agotada. Había escuchado a Leo pasar las páginas de su lectura con tranquilidad, como si no tuviera visitas en casa, pero de cuando en cuando lanzaba una mirada analítica a mi trabajo.

—Cien miserables cubos —musité. Y cuando el centésimo cayó en la atiborrada alfombra hasta rodar y dar con el piso entarimado, tuve una plena sensación de satisfacción y victoria. Entonces me volví hacia Leo, quien no se había movido de su lugar todo ese tiempo. —Así que... ¿Puedo ir a Nar... el Mundo de la Noche?

Leo tenía su cara apoyada en su mano y me observó con la expresión de estar haciendo una multiplicación muy complicada.

—Te he pedido que hagas algo muy básico —respondió—. Si ganáramos el concurso y viajaras con ese nivel a la Noche Eterna, sería una irresponsabilidad de mi parte.

—Pero hice lo que me dijiste —espeté—. ¿Por qué me pediste que hiciera toda esta idiotez si es que no tenía posibilidad?

Iba a agregar algo más pero Leo levantó su palma para indicarme que me callara.

—Orbe tiene un programa para asesorar a nuevos creadores —explicó y luego lanzó un suspiro como si estuviera lamentando lo que iba a decir—, pero te instruiré yo. Así que tienes que reservar tus tardes los martes, miércoles y viernes. ¿Está claro?

En ese momento, mi boca debió ser idéntica a la de una D invertida. Como el emoticón.

—¿Tú? —solté antes de pensarlo y sonó a «¿Es que no hay nadie más?». Pero intenté arreglarlo. —¿Y por qué no sigo el programa de Orbe? Es decir... para no robar tu importante tiempo.

—La instrucción de Orbe para esto es un bodrio —contestó, y era la primera vez que lo escuchaba criticar el desempeño de Orbe en algo.

—¿Y no hay un folleto informativo sobre creadores? —insistí.

—No —dijo—. Antes que nada, eres parte de mi división. Te instruiré yo, esto si es que quieres que te considere. Además no podrás obtener mejores resultados.

Aunque lo dijo con una seriedad que parecía objetiva, no evité notar un deje de jactancia en lo último. Como si él considerara una tautología que era realmente bueno en eso. Pero lo que me estaba preocupando en ese momento era el tiempo que me estaba pidiendo. Ya le dedicaba a Orbe casi todas mis noches, ¿ahora también debía consagrar mis tardes? ¿Cuántas mentiras más debía decir para ocultar eso?

Pero esas benditas clases no serían eternas. Es decir, iban a ser necesarias sólo hasta que pudiera dominar esa susodicha habilidad. Luego podría reducir los años de trabajo por montones. Tenía que pensarlo como una inversión. Ya había mentido en algunas cosas y me estaba acostumbrando a mi doble vida. No podía empeorar ¿cierto? Además, no había un mejor camino.

Entorné los ojos mientras observaba a Leo, como si evaluara mi decisión aunque ésta ya estaba tomada. A pesar de que él parecía algo desganado y escrupuloso, me sorprendí cuando encontré en sus ojos grises un leve atisbo de consideración, como si ese benefactor anónimo realmente estuviera allí, a pesar de su personalidad insoportable. Pero ese instante se esfumó tan rápido como si no hubiera existido.

«Está bien», me dije a mí misma. El sujeto podía no ser Miss Simpatía pero parecía no ser tan malo después de todo. Ya me había ayudado una vez.

—Enséname entonces —asentí, con un ligero estremecimiento envuelto en una cadente incertidumbre. Aquella fue, por decirlo menos, una sensación bastante adecuada.

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