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8. Lluvia de inmundicias

Cuando emergí del portal me encontré con la deslumbrante y blanca oficina totalmente desierta, con la salvedad de que Leo estaba en su escritorio escribiendo incesante en el teclado que emulaba el sonido del goteo de una lluvia torrencial. Me quedé helada y tragué saliva. Me pregunté si es que acaso me esperaba un sermón o una sarta de gritos. Nunca había escuchado gritar a Leo, de hecho parecía que su voz sólo tenía un volumen y fuera lo que estuviera diciendo nunca subía de tono.

—Siéntate —ordenó él en su usual voz sosegada, pero yo obedecí como si hubiera vociferado. Esperaba verlo algo ofuscado o malhumorado pero lo encontraba con la misma disposición de siempre. De hecho, se veía más descansado y con más color que el día anterior.

—Ammm... por cierto... —comencé antes de que él dijera nada—. Ese correo... en realidad, no lo escribí para enviártelo. Es decir, sí lo escribí, pero no pensaba enviártelo. Fue un error.

—Me di cuenta —dijo sin dejar de presionar las teclas y mirar la pantalla de su ordenador. Me asomé un poco, y realmente me dio la impresión de no estar fastidiado, sino en un estado de usual impavidez. Supuse que era un buen signo. Y también me di cuenta que sus ojos eran grises, siempre me habían parecido oscuros.

Leo entonces terminó su faena, dejó de lado el monitor y se enfocó en mí, sentada en frente de su escritorio. De forma instantánea, me erguí. Él cruzó los dedos de sus manos para apoyar su barbilla y soltó un leve exhalo cansado que sonó a un «¿Y ahora que voy a hacer contigo?».

—Crea algo.

Su orden me tomó desprevenida.

—¿Cómo?

—Crea algo.

—¿Qué? Pero ¿Qué cosa?

—No lo sé, esa bazuca que mencionaste, por ejemplo.

Por un instante sentí mis orejas arder. Ni siquiera podía distinguir si lo decía con mofa o en serio.

—Crea cualquier cosa —insistió.

Me hubiera pedido que hiciera una triple mortal para atrás y tal vez hubiera tenido más éxito. No había intentado crear nada desde ese día en esa habitación atestada de cucarachas. Realmente la noticia de ser una creadora había pasado por mí como agua tibia y no me había dedicado ni medio minuto en explorarla.

Leo me analizó, su mirada por la sombra de la luz del reflector pareció oscurecerse otra vez y ello no me ayudó a ordenar mis ideas.

Crear algo, crear algo... pero ¿qué? ¿Cómo había sucedido antes para empezar?

—Eres una novata respecto a esto —sentenció él al cabo de unos momentos de perfecta y tensa quietud.

—¡Pero puedo aprender!

—Y si aprendes ¿qué? —continuó, impasible—. ¿Serías capaz de cumplir con las misiones que Orbe nos asigne? Muchas implican robo, algunas son un poco más violentas. ¿Qué sucede si no llegas a tiempo al portal de regreso? Orbe nunca se ha preocupado por buscar a los rezagados, si te quedas allá, nadie volverá por ti.

Ni siquiera pestañeó al decir todo eso. Parecía que ubicar a las personas en la realidad era algo que hacía continuamente. Mi mente se estaba dividiendo en dos, por un lado aún estaba considerando qué objeto crear y por otro, estaba asimilando lo que él estaba explicando. Ya había imaginado que una de las actividades de la empresa era el robo de objetos del otro mundo, pero no me había planteado de manera fehaciente que yo misma pudiera realizar tales fechorías.

Nunca había robado nada a nadie. Ni siquiera un maní. Y no solo porque no tuviera acceso a maníes muy seguido, sino porque aquello era reprobable. De hecho, los únicos ladrones a los que avalaba eran Robin Hood y Aladdin, y ni siquiera habían existido.

—No pienso considerarte para este concurso por dos razones —continuó, directo al grano—. Una es porque no quiero arriesgar ninguna misión en la Noche Eterna; nuestra división tiene un record de cero misiones fallidas allí. Aunque seas una creadora, una persona sin compromiso es más una carga que una ayuda.

—¡Pero puedo hacerlo! ¡Puedo comprometerme! —espeté antes de darle más vueltas a la idea. Leo arqueó una ceja de incredulidad como si leyera mis dudas y yo sentí más urgencia de convencerlo. Si esa oportunidad se esfumaba, ¿cuándo tendría una similar?

—Y la segunda —prosiguió—, es que no puedes utilizar bien la habilidad de la creación.

—¡Pero eso puede arreglarse! —insistí—. ¡En serio, no pienso quedarme cincuenta años haciendo inventarios!

—Entonces crea algo ahora.

Era fácil de decir pero no se me ocurría nada específico. Mi mente divagaba en qué cosa podría ser suficientemente impresionante como para callar a ese sujeto pero sólo se venían a mí varias ideas inútiles. Un cohete, el espacio sideral, un trofeo de natación... nada de eso me servía en verdad.

—Si creas algo, tal vez te ponga en lista de espera.

Aunque su voz era serena y seria; también me pareció percibir un leve ánimo de burla en él. Parecía que el tipo estaba disfrutando el ponerme en ridículo. Tal vez sí le había afectado en algo ese correo, más allá de las apariencias.

—No puedes ¿cierto?

—¡Estoy intentando!

Y lo estaba intentando en serio, pero no tenía mucha noción de cómo operaba esto. Sólo sabía que se había manifestado de alguna manera en esa habitación extraña. Tal vez sólo funcionaba cuando veía cucarachas o bichos así.

Entonces algo cayó del aire, rebotó en la cabeza de Leo y aterrizó justo en frente de los dos, sobre la mesa de su escritorio. Ambos nos asomamos al mismo tiempo para ver a un insecto negro que había tenido la mala fortuna de caer de espaldas y movía desesperadamente sus patitas para reincorporarse.

Una expresión de profundo desagrado se dibujó en la faz de Leo pero antes de que pudiera decir algo, otro animalejo golpeó su monitor haciendo un leve puck. Y luego cayó otro y otro y otro más.

Al mismo tiempo, los dos nos alejamos de aquel punto donde estaban materializándose una variedad de bichos desagradables. Chinches verdes, cucarachas, chiripas, escarabajos, orugas, arañas, mantis, y otros que solo pude identificar de haberlos visto en Discovery Channel.

—Suficiente, páralo —ordenó él y por su inflexión me di cuenta de que él también compartía mi aberración con esas cosas.

—¡Pero no sé cómo!

Y además aún necesitaba crear algo. En el instante en que terminé aquel pensamiento, la lluvia de animalejos se incrementó como si hubiésemos pasado de una llovizna a un diluvio. De pronto, las baldosas límpidas del piso blanco de la oficina se cubrieron de una capa de varios puntos de diferentes colores que se retorcían y se movían por todos lados. Algunos se atrevieron a volar por todo el lugar y otros, al colisionar con las paredes simplemente estallaban en un líquido verde limón que daba la impresión de haber provenido de Chernobyl. Unos bichos frágiles y radioactivos.

—Páralo —insistió con más apremio y pude notar que se estaba tornando blanco, pero yo estaba bastante ocupada haciendo un ridículo baile para que esas cosas se estrellaran conmigo. Algo me decía que ese color no iba a salir de mi polo naranja.

—¿E... estos también son una ilusión?

—No. —Y sin mediar más explicación, una sombrilla (negra, para variar) apareció sobre su cabeza haciendo un ligero puf y lo protegió de los bichos que diluviaban despiadadamente esparciendo su viscosidad mucosa. Yo me había encaramado en uno de los sillones y me había refugiado en una esquina, pero la masa de insectos no parecía disminuir. Leo tecleó de forma rápida en la pantalla táctil de su tableta y un portal circular apareció a mi costado.

—Márchate ahora —musitó con cierta urgencia. Era interesante cómo a pesar de estar visiblemente incómodo, aún mantenía el mismo tono de voz.

—Pe... pero y lo del concurso...

—Ahora —enfatizó, unos bichos superaron la protección de su sombrilla y le dieron en su saco—. Eres un peligro andante.

La oficina blanquecina parecía haber sido pintada a escupitajos de un verde tóxico, desde el piso hasta el techo. Me fui con ese último vistazo.

Cuando a alguien le va mal en un examen, uno sabe que le ha ido mal. Incluso cuando después trata de engañarse a sí mismo de que tal vez sus respuestas ridículas e incoherentes pueden engañar al profesor, muy en el fondo uno lo sabe. Sabe que se ha reprobado porque sólo se ha contestado puras idioteces.

Algunas de esas asquerosas pequeñas bestias penetraron el portal y acabaron conmigo en mi habitación. Se estrellaron en mis paredes y mis muebles, y me tardé unos buenos minutos limpiándolo todo como una desquiciada. Y luego me desparramé en mi cama, observando el techo como si esperara encontrar ahí la solución a todos mis problemas.

La había jodido. Esa era la realidad.

Si no era por el correo provocador, era porque hice una remodelación a su oficina. ¿Cómo había acabado todo tan mal? Ese tipo jamás me iba a permitir asistir al susodicho concurso. Tenía que hacerme la idea de que cincuenta años revolviendo papeles no podía ser tan terrible.

Cuando sólo las penumbras cubrían mi habitación, el celular vibró y casi con desgano, revisé el correo emergente.

Me mordí el labio y me encogí entre mis mantas, imaginándome una serie de mensajes subliminales que acompañaban a ese. Pero apenas unos minutos después, la pantalla volvió a brillar para anunciar un nuevo correo.

Me quedé perpleja por un momento y luego de considerarlo, decidí que ya no había nada que perder. Es decir, después de lo que había sucedido hoy ¿qué más bajo podía caer?

Así que repliqué:

Y luego de unos minutos que me parecieron eternos, me respondió:

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