49. La nueva encomienda
Por un instante pensé que era el famoso túnel que todos ven al final. Había aparecido sin el estrépito que esperaba y, de forma extraña, eso me produjo una sensación de reminiscencia. Eso mismo había imaginado la primera vez que había atravesado el portal hacia la Noche Eterna. Parecían años desde que había sucedido eso.
Me sentí flotar en la nada, no había ni frío ni calor. Era como estar suspendida en el espacio, en el silencio. Tal vez los niños se sentían de la misma forma dentro del vientre de sus madres. Tal vez me había golpeado bien fuerte en la cabeza y estaba imaginando todo.
Tal vez había fallado.
Tal vez...
La luz se intensificó, expulsó la oscuridad que me rodeaba y todo se volvió blanco, como si ingresara dentro de una habitación radiante. Y supe al instante que no estaba sola.
—Se suponía que debías guiarme.
Escuché de pronto una tenue voz familiar. Un pensamiento que no me pertenecía. Entendí entonces que había alguien más allí.
—Pensé que podía contar contigo, que cumplir mi deber no sería algo tan...
Era la voz de Ovack, era un eco lejano pero nítido.
—Desolador.
En la blancura de ese espacio, supe entonces que no estaba en un lugar físico o concreto en realidad. Sino en un plano distinto. Y lo que estaba escuchando era algo que debía saber para poder entender lo que sucedería a continuación.
«Pero estoy aquí».
Dijo la inconfundible voz que había escuchado en el portal dorado. Entendí entonces qué estaba aconteciendo.
«Siempre estuve aquí».
De pronto, como si una cortina blanca se hubiera corrido en ese espacio irreal, Ovack apareció a mi lado. Sus ropajes blancos parecieron brillar con la luz de nos rodeaba. Lucía tan sorprendido como yo por encontrarnos de pronto extraídos de nuestra lucha. Los dos nos miramos por un largo tiempo, estáticos y pasmados, como si no supiéramos qué hacer, qué decir, cómo reaccionar. La ira que había desbordado sus ojos había sido reemplazada por confusión.
«Estoy aquí».
Él y yo viramos nuestro rostro en dirección a la fuente de esas palabras. Pero el sonido parecía venir de todas partes. Como si estuviéramos dentro de quien las pronunciaba. Una voz que sonaba a bienvenida y a claridad.
Enfoqué entonces mi atención en Ovack; él volvió su vista hacia mí con un sobresalto y por primera vez desde que lo conocí, lucía asustado. Temeroso ante algo que no podía ver.
¿Por qué? ¿Por qué esa voz no se reveló ante él como lo acababa de hacer ahora?
«Porque no podía». Me dije a mí misma, y supe que estaba en lo correcto. «No podía porque necesitaba una prueba».
—Ovack... —musité, pero a mi mente no venían las palabras que necesitaba decirle.
«Mi príncipe, te has alejado de mí, y me has rehuido por mucho tiempo».
No había reclamo en la voz. Era difícil definir qué contenía. Parecía resguardar suavidad y a la vez severidad, pero también había un hálito de algo casi indistinguible. Esperanza.
Sin embargo, Ovack parecía incapaz de poder apreciar toda esa variedad. Negó con la cabeza ante el vacío, como si no diera crédito a lo que sucedía, o como si no quisiera creerlo. Me dio la espalda y dio unos pasos para alejarse de mí, para buscar a la fuente de esas palabras. Pero luego se quedó estático, como si esperara algo. O como si asimilara lo que estaba ocurriendo.
—¿En verdad eres tú? —escuché que dijo él en un suave siseo tembloroso—. Después de años de silencio.
Había una nota profunda de acusación en lo que decía, como si no pudiera evitarlo. Entonces levantó los ojos hacia el blanco cielo de ese espacio, como si esperara distinguir a quién le había hablado. Lo hizo tan lentamente que los segundos que llenaron ese tiempo se sintieron pesados, y cuando habló, su voz por primera vez pareció quebrarse, y aunque fue un hilo apenas audible, contenía la desesperación de alguien que quiere desgarrarse la garganta en un grito.
—Te odio. —Su aseveración me heló la sangre al instante—. Te odio por dejarme solo.
A eso sobrevino silencio. El silencio de una conversación que ya no podía ser.
Un pesar palpable inundó el albor de ese universo inexistente. Un tinte negruzco empezó a envolvernos como si las luces de ese escenario se estuvieran apagando lentamente. Supe entonces que dónde fuera que estuviéramos en ese momento, estábamos por regresar a la realidad.
Traté de alcanzar a Ovack, pero él permaneció imperturbable e inmóvil.
«Cumpliré mi promesa».
Fue lo último que escuchamos.
Cuando abrí los ojos, aún levitaba sobre mi derruido círculo de vidrio, con mis rodillas dobladas, incapaz de mantenerme en pie. La luz que había visto aún iluminaba ese escenario.
—¿Fue un sueño?
Sin embargo, no lo fue. Lejos de ese blanco resplandor distinguí la figura de Ovack. Y desde las alturas, atisbé a Lax y los demás creadores, totalmente pasmados. Todos podían ver aquella luz. Era real.
Mi creación me había protegido y permanecía férrea y sólida, rodeándome con la impasibilidad de una roca. Sin embargo, un ligero crack crujió en frente de mí. La gigantesca víbora metálica había abierto sus fauces y había aprisionado mi creación entre sus colmillos. Escuché otro crack. Crack. Crack.
Crack.
Y fue entonces que sucedió. Crujidos continuos que recorrieron toda la extensión de la creación de Ovack, y que luego se volvieron atronadores y apabullantes, como si estuviera sufriendo pequeñas explosiones internas. Toda la masa sólida de pronto se vino abajo, reventó en millones de partículas como si fueran minúsculos granos de arena. Ante la luz deslumbrante, brillaron y flotaron en el aire como si fuera polvo de cristal arrebolado.
«Tú, que escuchas mi voz en tu corazón, ¿la recibirás siempre para cumplir lo que tengo que ofrecer? ¿Te mantendrás fiel a esta nueva promesa, elegida mía?».
Me permití quedarme aturdida unos buenos segundos, solo para darme cuenta de que se refería a mí. La voz que reconocí había resonado en toda la amplitud del auditorio hecho escombros. Había sido real, física. Todos la habían oído. Comprendí que no era una alucinación y que debía dar una respuesta.
Muy contrariamente con la elegancia y elocuencia de las leyendas, no me salieron las palabras teatrales. Simplemente, asentí con la cabeza. Pero para mi sorpresa, mi respuesta era sincera.
La luz estalló y se desvaneció, dejando algunas chispas que brotaron y cayeron como luminiscencias remanentes. Pero no, aquellas pequeñas luces no estaban cayendo al azar, de repente noté que todas se reunían para formar una figura clara que pude reconocer al cabo de unos segundos. Era el escudo de la familia de Ovack. Comprendí entonces, que ese símbolo no les pertenecía, era la marca del Creador.
Era como la leyenda que me había narrado Lax. El Creador al final se revelaba ante los que se opusieron a su elegida. La historia que se repetía.
Sin pensarlo, me incorporé otra vez para poder contemplar mejor aquella figura que testimoniaba que lo que había acontecido había sido real. De alguna manera, yo había buscado eso, había buscado una manifestación real de ese llamado, pero desde antes creía. Realmente creía.
Y creería siempre.
—Ovack... —pronuncié por inercia y busqué sus ojos.
Él observaba el símbolo con una expresión oscurecida, su postura completamente desbaratada y por un instante, pareció suspendido en el tiempo. Había algo que estaba hirviendo en silencio en él, como si fueran los estremecimientos incontenibles de un volcán antes de expulsar humo y lava.
Entonces comprendí algo que en lo que no había reparado antes. Lo que lo hacía el príncipe era la bendición del Creador. Y acababa de ser evidente que él había perdido su apoyo. Pero no era solo eso, él había creído por muchos años, y creído de verdad, que estaba solo.
—Ovack.
Nuestras miradas de pronto se conectaron y así permanecieron, como si nos habláramos en silencio, como si aguardáramos que uno dijera algo. Pero un abismo pareció haberse formado entre nosotros. Uno que no se podía deshacer con palabras.
Entonces, él se deslizó hacia atrás, escueto y sin ceremonia. La oscuridad de los escombros lo envolvieron hasta ocultarlo por completo y se perdió entre las sombras. Estaba admitiendo la derrota, estaba manifestando su rendición con ese simple acto.
Pensé en seguirlo, pero dudé. Algo me retuvo por un instante. Nuestra pelea había terminado. Había logrado mi cometido, pero sentí que había roto algo en el interior de él. Algo que nadie habría podido tocar, y yo lo acababa de pulverizar. Una sensación de escozor hirviente sobrevino detrás de mis ojos, pero presioné mis labios para no soltar ninguna lágrima.
Estaba tan conmocionada que no reparé en que muchas miradas estaban sobre mí. Los creadores que habían permanecido ajenos a la lucha y otros más se habían unido a ser espectadores de aquel combate.
De pronto todos ellos se habían elevado para rodearme y unirse conmigo, suspendidos en el aire sobre creaciones propias. Cuando alcé mi mirada, el primero a quien vi a unos escasos metros de mí fue a Lax. Tenía un gesto contemplativo y sorprendido a la vez, como si estuviera tratando de asimilar algo insondable. Y me turbó notar que los demás me observaban de la misma manera.
Aún me encontraba perpleja y confundida. No podía entender qué era lo que estaban escudriñando en mí. Y fue solo cuando Lax, que fue el primero en hacerlo, hincó la rodilla al suelo y bajó la mirada en un ademán de sumisión, que empecé a comprender.
—Idzel.
Pronunció Lax como una suerte de anuncio y dictamen. Y esa fue la última palabra que entendí de manera sobrenatural, pues después aquella gracia extraordinaria se desvaneció como el regalo temporal que había sido.
Idzel.
Princesa.
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