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47. Que así sea


—Danlio... —murmuró Lax, entornando la vista, inseguro de su propia deducción—. Danlio Fes.

Lo había reconocido vagamente. Más por sus facciones que por un recuerdo preciso. Más por aquel misterio sin resolver del cual luego me instruyó. Uno más dentro de la ya de por misteriosa familia Fes.

Se trataba de un muchacho desaparecido.

Tal vez si él hubiese sido un príncipe, el asunto hubiese tomado tintes de escándalo. No obstante, no lo era, nunca había sido convocado por el Creador. No era particularmente erudito o brillante, y sus habilidades en la creación nunca habían llegado a desprender el lustre sobresaliente que exhibía la familia real. Era, básicamente, un muchacho promedio con el detalle de que pertenecía a la realeza.

Un día, solo, desapareció. Nadie lo encontró por ninguna parte. Y tampoco hicieron intentos desmedidos por buscarlo. Dijeron las malas lenguas que habían sido los propios Fes quienes lo habían depurado por ser un espécimen con tan poco valor de entre los suyos. Otros dijeron que había huido para ser libre de las exigencias de la familia y recomenzar de nuevo en algún paraje desconocido de la Noche eterna. Otros, que había sufrido un accidente por su propia negligencia y los Fes no querían ventilar aquella ridícula eventualidad al público.

Sea como fuere. Nadie lo volvió a ver y no se supo más de él.

Aquello había sucedido hacía años en Dafez. Pero en el Mundo distante, el llevaba décadas creando portales. Creando a Orbe.

Él había creado y sostenido esa condenada empresa. De alguna manera lejana, Danlio Fes era la razón de que yo estuviera allí. La razón de que dafezen y distantes nos encontráramos amalgamados en aquel tejido enrevesado de conflictos.

Solo los miembros de la realeza podían crear portales. Y él tenía sangre real. Era un traidor a Dafez. A toda la Noche eterna.

Ovack y sus creadores descendieron lentamente y aterrizaron en frente del traidor. Ninguno se percató de la presencia de Lax o la mía, en ese hueco generado por los escombros, mimetizados por el polvillo ceniciento del concreto.

Ovack y Danlio se observaron. El parecido entre ambos se percibió con más evidencia. Familiares no tan lejanos. Danlio estaba visiblemente afectado al percatarse de su situación. Sin embargo, algo en su semblante me dio a entender que aún estaba buscando una alternativa para salir librado. Ovack permanecía imperturbable como siempre, no obstante, había algo indescifrable en sus ojos que eran dos esferas negras e insondables.

Entendí que ya no había necesidad de luchar. Ya habían vencido. Si doblegaban a esa Danlio, Orbe ya no existía. Lax tenía razón: ya había acabado todo. De pronto percibí mi presencia como innecesaria, pero al mismo tiempo, un gran alivio inundó mi pecho. Este era el fin.

Sin embargo, Ovack musitó algo a sus seguidores, ignoré qué, pero ellos realizaron una inclinación obediente y retrocedieron. Danlio, aunque derrotado, permaneció erguido y con un porte petulante. En ese instante, el parecido de Míro con este sujeto fue tan evidente. Como si fuera un calco preciso.

Intercambiaron unas palabras, unas que no pude escuchar. Lax y yo atinamos a aproximarnos con cautela. Nos acercamos más y más y mientras lo hacíamos, intuí que algo no estaba bien.

Esa voz fluctuante en mi corazón, el susurro sugerente de la voz.

Ovack compuso una sonrisa sin gracia. Fue entonces que una serie de lanzas aceradas se materializaron alrededor de él, simulando agujas gigantes que flotaban suavemente como si fueran proyectiles esperando una orden, las puntas dirigidas hacia Danlio.

Este se sobresaltó ante aquella clara amenaza, pero procuró permanecer incólume y orgulloso, creando sus propios escudos circulares, dispuesto a recibir el golpe. Pero aunque él intentaba disfrazar su vacilación, su creación lo delataba. Sus escudos temblaban. Las lanzas de Ovack, no obstantes, eran afiladas y firmes. Las observé levitar como si estuviera fascinada por ellas, pero en realidad, estaba conteniendo la respiración.

«No puede hablar en serio. No puede hablar en serio».

—Tu deber primigenio era con nuestro mundo, pero tú decidiste otro camino. Maldito traidor —escuché que musitó Ovack, su voz carente de inflexión pero con una clara frialdad—. Muchos han muerto por tu causa, muchos de los que tú ni siquiera sabes el nombre.

A pesar de la distancia, pude distinguir en Ovack ese brillo liberado en sus ojos grises, revelando por fin su verdadero sentir. Un rencor puro y reprimido, entonces supe que de verdad iba a hacerlo. Había esperado mucho para ello, había esperado años.

Danlio se mantuvo firme, pero sus creaciones titubeaban, y le devolvió a Ovack una mirada reluciente de rabia. Pero no demostraba su miedo, debía tenerlo pero no lo demostraba. O tal vez no creía capaz a Ovack de llegar a ese límite.

—Vamos a ahorrarnos el papeleo —anunció Ovack con una falsa voz serena, una desagradable sonrisa vampírica se dibujó en su rostro—. Te sentencio a muerte de facto.

Danlio retrocedió, sus creaciones deshaciéndose. Como si considerara la opción de simplemente correr.

—¡NO!

La silueta negra de Míro se escurrió por entre Lax y yo, y antes de que pudiéramos detenerlo, el niño se había postrado entre su padre y Ovack. Sus manos aún unidas por los grilletes que lo prevenían de usar sus habilidades como creador, totalmente indefenso.

—No... por favor.

Aquella fue la primera vez que veía a ese niño suplicar, su rostro estaba atravesado por el miedo. Ni siquiera cuando lo habían amenazado en el interrogatorio había reaccionado así.

Ovack, no obstante, hizo un gesto mínimo de sorpresa al verlo aparecer, y siguió con una lentitud aterradora la dirección de donde había venido hasta ubicarnos a Lax y a mí. El estremecimiento de Lax fue instantáneo, pero se mantuvo firme. Ovack nos observó brevemente y compuso un semblante hermético. Pero supe que no estaba dispuesto a discutir con nosotros por el momento.

—Por favor... déjanos ir —repitió Míro casi falto de aire, aún descompuesto por haber generado el portal. Ovack retornó su atención a él y lo contempló, impasible.

Con una leve inclinación de su cabeza, unas nuevas alabardas relucientes aparecieron en el aire. Sin mediar explicaciones ni enunciados. Supe que él actuaría, estuviera presente quien estuviera.

Lo que sucedió en el instante siguiente, lo hizo a una velocidad abrumadora. Una serie de impactos secos y violentos resonaron en aquel auditorio, simultaneamente. El sonido de varios picos que perforaban la piedra de un tajo preciso. Con un movimiento firme del brazo, Ovack había disparado sus proyectiles pero todos y cada uno de ellos estaban clavados en unas esferas sólidas que levitaban en frente de cada uno de sus blancos.

Mi puño estaba cerrado y yo jadeaba, había reaccionado justo a tiempo para colocarme en frente de Míro para protegerlo. Las esferas oscuras cayeron por su propio peso para no levantarse más.

«Sálvalo», me había pedido el Creador.

El tiempo pareció extenderse, como si cada segundo se dilatara de forma indefinida.

«Sálvalo, o tendrá que perecer por tus manos».

Esa era una petición desmedida. Me negaba a aceptarla. ¿De qué debía salvarlo? Hubo silencio en mi mente.

Entonces, nuestras miradas volvieron a cruzarse, la de Ovack y la mía. Y no me gustó lo que vi. Porque al fin pude comprender lo que debía prevenir.

¿En qué se convertiría él si lo dejaba hacer esto? ¿Qué pasaría si cruzaba esa línea? Entonces lo entendí. Lo entendí. El verdadero significado de esas palabras. Aquel crimen lo marcaría de manera irremediable. Este era su punto de no retorno. Luego, ya no volvería nunca a ser el mismo.

Si no lo detenía ahora, lo perdería para siempre.

—Dala.

Era la primera vez que él me perforaba con unos ojos oscuros e inclementes. Su voz era suave y afilada. Un escalofrío de advertencia recorrió todo mi cuerpo en un instante, como un aviso ante un peligro inminente.

—Hazte a un lado.

No fue una petición y tampoco era una orden a un subordinado. Era una amenaza. Una amenaza... ¿Él me estaba amenazando a mí?

—¿Qué vas a hacerles si lo hago?

—Hazte a un lado.

Permanecí estática en mi lugar, escuchando solo los latidos de mi corazón. Él hablaba en serio. No podía creerlo, pero hablaba en serio.

—Ovack... Escucha, tú no...

—Hazte a un lado.

A pesar de la gran algarabía que se alzaba en el exterior del gran auditorio, percibí un silencio incognoscible entre nosotros. Me negué a aceptar que él estuviera hablando en serio. Él nunca me haría daño. Sin embargo, a pesar de repetirme eso en mi mente, no dejé de notar que yo estaba temblando.

En frente de mí, Ovack permanecía reacio e inalterable, con su mano estirada hacia mí, expectante. Fue entonces cuando la certeza atravesó mi corazón como una saeta en llamas. La convicción que necesitaba. Sabía de qué tenía que salvarlo y también cuál era mi papel, la hebra que yo representaba en ese tejido.

No era solo él, yo también. Yo. Mi corazón también debía de valer cada latido.

Entonces extendí mi brazo como si se tratara de una espada, con firmeza y sin dubitaciones. Un centelleo de incredulidad parpadeó en los ojos de Ovack, como si no diera crédito a lo que veía, o como si no la aceptara.

—No —espeté con contundencia—. No voy a quedarme sin hacer nada mientras veo lo que haces. Voy a detenerte, y si debo enfrentarme a ti, que así sea.

Él me observó, atónito. No podía descifrar las emociones que componían su semblante, solo me dio la impresión de que era la cara que pondría alguien que acababa de ser apuñalado por la espalda.

«¿Por qué tienes que ser tú? De todas las personas».

Aquellas palabras se plantaron en mi mente. Eso era lo que sus ojos parecían decir. ¿Acaso eso era lo que creía él que estaba haciendo? ¿Traicionándolo?

Presioné mis labios y no cedí en mi postura. No podía hacerlo, no podía fallar.

Su vacilación pareció durar una eternidad. Pero de repente, se esfumó. Como un cristal que se quebraba en mil pedazos. Su mirada se despojó de toda consideración y su voz fue tajante y fría.

—Que así sea.

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