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43. Acuerdo inusitado

Las puertas se abrieron de pronto, interrumpiendo la conversación en susurros que sostenía con Lax, y de pronto, la blanca presencia de Ovack apareció bajo el dintel, como si hubiese sido invocado. Lax estaba más próximo a él, no obstante, Ovack lo ignoró soberanamente y sus ojos me buscaron a mí primero.

—Hola —musitó él al verme.

—Hola.

No supe si fue mi impresión, pero de pronto la atmósfera se sintió distinta. Como si algo nos envolviera y nos apartara del resto del entorno. Entonces, él me invitó a pasar el rato y se colocó a un lado de la puerta para cederme el paso. Aunque lo hizo con su usual compostura serena y estoica, hubo un novedoso halo caballeresco en su actitud. No hubo forma de que declinara esa propuesta.

Al principio, el ambiente se sintió un tanto enrarecido mientras caminábamos hacia los jardines. Como un aire dubitativo. Frases sueltas, preguntas de cortesía, incluso mencionamos el clima, pero cuando estábamos recuperando nuestra interacción casual de siempre, de pronto escuchamos una voz distinta.

—¿Así que esta es tu aprendiza distante, muchacho?

Al doblar un recodo, encontramos sentado en una banca a Obi Wan, es decir, a Faztes. Parecía incluso como si hubiese estado esperando. Vestía de blanco, como todo miembro de la nobleza o realeza y nos observaba con escrutinio con unos ojos verde grisáceos.

Le calculaba unos ochenta años, pero este anciano no daba una idea de fragilidad. Todo lo contrario. Era de estos viejitos que en su adultez debió haber sido un tipo duro, y en su vejez, era un anciano duro también.

—Su nombre es Dala —respondió Ovack, inafectado ante la repentina aparición de su maestro.

—¿Y qué planes tienes con esta Dala? —inquirió el anciano.

—Ella es libre de hacer lo que quiera —replicó Ovack, encogiéndose de hombros.

—Entonces tienes planes —concluyó el otro, igual de impávido que él.

Ovack no respondió. Los dos estaban sosteniendo toda esa conversación en su idioma natal sin desparpajo. Y yo podía entenderlos bien, no obstante, el único al que le había confesado sobre esto era a Lax. Así que me abstuve de decir nada.

Pero noté esta familiaridad entre ambos, y una actitud bastante parecida. Los mismos gestos medidos, la misma tesitura y una compostura firme y sosegada. Y reparé también en que Ovack se mostraba abierto ante este tipo, sin un talante impositivo. Como si estuviera en frente de un igual.

—Veamos. He escuchado de sus habilidades —dijo de pronto el anciano, y entonces enfocó su mirada de blancas cejas pobladas en mí—. No me entiende, ¿verdad? Dile que cree algo.

—Déjala en paz, Gleo —repuso Ovack.

—¿Por qué tan sobreprotector? ¿Qué eres además de su guardián? ¿Me explicas? —se mofó Obi Wan... o eso supuse, pues lo dijo con toda la seriedad del mundo. Ovack solo entornó los ojos, renuente a responderle, a lo que Faztes insistió como si hubiesen llegado a un consenso—: Dile que cree algo.

Ovack compuso una mueca, pero aun así me tradujo la petición.

—Oh... —balbuceé. El viejito me observó con la única expresión severa que poseía—. ¿Crear algo? ¿Pero qué?

—Dice que cualquier cosa.

De verdad, no estaba entendiendo a qué venía esto, pero no quería desairar a Obi Wan. Así que creé un cubo de rubik, y apenas lo generé en el aire, el viejito lo tomó sin preámbulos. Luego lo sostuvo entre sus manos, lo escrutó como si nunca hubiera visto uno antes. Y finalmente, me lo devolvió.

—Veo que te han enseñado bien —me dijo en sisem, Ovack lo tradujo automáticamente ignorante de que no era necesario—. Pero debes de haber sido una buena alumna también. Será una lástima que dejes de ser una creadora.

No dejé de notar que Ovack no me tradujo la última oración. El anciano se puso de pie para dirigirse a quién sabía dónde. Pero se detuvo un instante al pasar al costado de Ovack.

—Sabes lo que haces, ¿verdad, muchacho? —le dijo.

—Ocúpate de tus asuntos —repuso él.

—Eso hago. Tú eres uno de ellos.

Y luego se marchó. Aquel encuentro se me hubiera antojado extraño, de no ser porque Lax me había instruido más sobre la relación que había entre Ovack y su maestro.

—Gleo no suele dar cumplidos a los creadores —comentó él, reanudando nuestra caminata interrumpida por el sendero de gravilla de los jardines.

—Él... es algo así como tu padre, ¿cierto? —me animé a preguntarle.

Había concluido eso luego de mis indagaciones. Lax me había esclarecido sobre la suerte de escándalo que envolvía el origen de Ovack. Su madre, una princesa de la familia real, nunca se había casado y había fallecido cuando Ovack era muy pequeño. Nadie sabía quién era su padre y su crianza e instrucción había recaído más que nada en Gleo Faztes.

Ovack ralentizó su marcha y arrugó levemente el entrecejo, como si esa comparación lo turbara.

—«Padre» es una palabra muy fuerte —dijo, en claro disentimiento—. Gleo es mi maestro, no lo pondría de otra forma. Es un tío lejano, de hecho. Solo que se tomó ciertas libertades conmigo.

—¿Libertades como ser algo así como tu padre? —inquirí con ironía.

—Has estado preguntando sobre mí —afirmó él en una tranquila deducción—. ¿No se te ha ocurrido preguntarme directamente?

Procuró no dejarlo notar, pero pude adivinar por la lucecita que iluminó sus ojos grises que estaba complacido por conocer mi interés.

Lo que sucedió luego fue como una extensión de las tardes que acostumbrábamos compartir, donde simplemente pasábamos el tiempo juntos. Las tensiones desaparecieron y fuimos solo nosotros.

Los días que vinieron fueron una repetición de ese. Me sorprendió que Ovack abandonara cualquier sutileza. Simplemente, me buscaba a la puerta de mi habitación después de cada desayuno para pedirme que pasara el tiempo con él. Y por supuesto, yo aceptaba.

Era como si de repente me encontrara insertada en una película de Disney. Hasta Ovack era un príncipe, con la única salvedad de que por nada del mundo él se pondría a cantar.

Debía admitirlo, estaba medio embobada con aquella nueva disposición. Fue extraño y a la vez estremecedor. Porque era como si estuviéramos sosteniendo una cita tras otra... De hecho, no sabía de qué otra manera llamarlo. Sin embargo, él no volvió a besarme ni a mencionar el tema de quedarme en su mundo. Pero había algo que había cambiado entre nosotros. Algo invisible, pero importante, y eso me agradaba.

A veces advertía nuestras manos rozándose como si fuera algo involuntario. Y en ocasiones más contadas, él me acariciaba el cabello, como si de repente le hubiera sido imposible evitarlo. Adiviné que todo esto debía tratarse de ese susodicho cortejo.

Esos días parecieron sumergidos en una paz irreal, donde él y yo charlábamos de cualquier cosa, debatíamos nuestras opiniones de todo, practicábamos creación y las horas pasaban volando. Un tiempo en paréntesis de todo lo que, sabía, acontecía en paralelo.

Sin embargo, por momentos, me era imposible mirar a Ovack en relación a lo que ahora sabía de él. De su pasado, las cosas que había dejado atrás y lo que había perdido. Aquellos instantes me sustraían del ensueño. Y eran reafirmados cuando él debía marcharse para sostener un encuentro con algún miembro de su equipo. Mi burbuja se reventaba y me traía a la realidad.

El inminente conflicto con Orbe y la magnitud terrible de las consecuencias si es que fallaba en esta encomienda que me sentía aún irresoluta de poder asumir.

—¿Por qué dejaste de creer? —pregunté súbitamente un día.

—¿Cómo?

En definitiva, no había esperado esa pregunta.

—Antes tú creías en el Creador, pero ahora ya no lo haces —dije—. ¿Por qué?

Él ladeó su rostro con una expresión indefinida, acaso con una curiosa incertidumbre o tal vez con incomodidad.

—De niño creí en todo lo que me dijeron —respondió.

—¿Y qué cambió?

—Que nada resultó ser cierto —dijo con simpleza.

—Pero... Ovack, ¿y qué tal si de verdad existiera este Creador? —planteé—. Si consideras...

—Si quieres unirte a nuestras creencias, nunca te desalentaré, Dala —zanjó él con la misma serenidad—. Pero no me pidas que crea lo mismo. Yo pienso diferente y eso es todo.

De verdad, eso fue todo. Él era simplemente inflexible en este tema. Entendía su punto. A nadie le gusta que le digan en qué creer. Sin embargo, lo que estaba en juego era más complejo que eso. Y yo quería buscar alguna manera de convencerlo.

A pesar del soponcio idílico que me generó estos días con Ovack. Había una idea más en mi cabeza que había estado cobrando forma con el pasar de los días. Era claro que tanto Ovack como Orbe estaban esperando ansiosamente el plenilunio para enviar sus respectivos mensajes. Ellos ya habían decidido qué hacer. Pero faltaba yo.

Yo también debía decidir.

Ovack había sido hermético en soltarme sus planes. Felizmente, estaba demasiado porfiado de que Lax no se atrevería a desobedecerle. Así que, en los momentos huérfanos que encontrábamos, él y yo nos reuníamos para que me actualizara de todo cuando ocurría en la comunidad.

No obstante, nuestras reuniones habían devenido en algo escaso y envuelto en cierto secretismo. Lo cual era algo muy irónico, pues nos encontrábamos en su propia casa. Supuse que no debía agradarle actuar como un ratón sigiloso en su propia residencia. Debía admitir que en una gruesa parte, yo tenía la culpa de aquella situación, pues no hacía nada por evitar que Ovack acaparara mi compañía.

Aquella noche, arribé a la biblioteca para reunirme a solas con Lax. Sin embargo, contuve un leve respingo al encontrarlo, esperando en la oscuridad de una manera un tanto sombría, cruzado de brazos, sentado en un diván apartado del recinto.

Hacía tiempo que no veía su expresión de reserva y recelo, de hecho, solo lo había visto así cuando recién nos habíamos conocido. Aquellos días había percibido que su actitud se estaba tornando un tanto errática, como si algo lo incomodara. La misma sensación de un globo inflándose, como si se estuviera guardando algunas palabras, pero no se animara a verbalizarlas.

—Bueno, ¿qué pasa? —inquirí directamente, a modo de saludo.

Pareció haber estado esperando esa pregunta para poder liberar su fastidio a toda plenitud.

—¿Sabes? Las relaciones entre habitantes de la Noche eterna y distantes son mal vistas. Son un... —Pensó brevemente en la palabra que necesitaba— ...un tabú.

«Ah... Así que es eso».

—Y más aún si la persona en cuestión es un idzen —resopló, con una nota censuradora.

—Pues díselo al idzen. Y Ovack y yo no somos pareja.

«No estrictamente».

—¡Sí, claro! —repuso con cierta mordacidad—. Todos en el grupo están comentando la naturaleza de tu relación con él.

—Ah... ¿en serio? —Aquello no lo había esperado. ¿De verdad estaban cotorreando eso en la comunidad?—. Entonces, que alguien le pregunte a Ovack.

—¿Crees que no lo han hecho? —A pesar de su inflexión algo insidiosa, chispeó en mí una lucecita de intriga.

—¿De... verdad? Y... ¿qué dijo?

—Te interesa saberlo, ¿no? —dijo ladeando ligeramente su rostro para posarlo en una mano.

En algunas perspectivas, Lax podía coincidir con una representación parecida a la de estos ángeles de las estampillas. O de algún cuadro renacentista. Pero en ese momento, lucía bastante como un ángel mosqueado. Como si a Boticelli lo hubieran cogido a palos antes de empezar a pintar.

Pero ciertamente, lo que terminó de fastidiarme a mí fue que lo último que había dicho, lo había hecho en su lengua madre. Y esto ya se estaba poniendo infantil.

—No, no me interesa saberlo —respondí. A lo que él contuvo una leve sacudida. Había olvidado el detalle que podía entenderlo—. Más bien necesito algo y es importante... ¿Me ayudas o no?

Lax pareció reexaminar su propia conducta y un momento después asintió. Su talante se tornó accesible y en posición de escucha. Olvidamos nuestra breve desavenencia, y le revelé lo que había decidido sin más. Porque sabía que lo que le estaba pidiendo era descabellado y los edulcorantes sobrarían.

La incertidumbre de dibujó en su rostro de manera inmediata. No obstante, aún con ese semblante de incomprensión asintió a mi propuesta al momento siguiente. Había esperado cierta resistencia por lo que su consentimiento gratuito me sorprendió.

Estaba cumpliendo su palabra. Supe que podía contar con él para lo que vendría. Aún no le había confesado la encomienda del Creador, y debía reconocerle que, a pesar de mi silencio, su apoyo incondicional no había variado ni un ápice.

Por más que los ojos de Ovack brillaran con ternura cuando me veía, jamás iba a permitir que me inmiscuyera en su labor. Pero yo también tenía un deber. Y debía de tomar también un plan de acción.

Lax me guió por el camino de escaleras, descendiendo por esos rumbos que ya había recorrido previamente en su mansión y que no me traían muy buenos recuerdos que digamos. Cuando penetramos esa fría prisión, un niño de cabellos negros y un talante demacrado por la pedantería y la irritación nos devolvió la mirada. Estaba arrinconado como un animal. Sus ojos brillaban, hambrientos de revancha por su cautiverio.

—Ah. Una de las agentes de mi empresa —emitió Míro en un tono despectivo—. ¿Qué quieres? ¿Venganza? —prosiguió aún con un refinado desdén—. Tendrás que hacer cola. Solo te digo que después de que maten a ese psicópata, vas a seguir tú.

Era gracioso que se refiriera a Ovack como un psicópata cuando yo veía a Míro exactamente de esa manera.

—No he venido a hacerte daño —señalé de inmediato—. Quiero proponerte un trato.

Él no dio ninguna señal de interés, pero continuó perforándome con su mirada, atento, así que continué.

—En unos días quiero que hagas un portal, te facilitaré las cosas para eso. —Pude constatar un brillo peligroso y expectante que nacía en sus ojos, como quien enciende una vela en la oscuridad—. Y me llevarás de vuelta a Orbe.

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